Algo pasa con ellas de Donna Valera pdf
Algo pasa con ellas (Algo pasa 1) de Donna Valera pdf descargar gratis leer online
julia por fin ha irreprochable volverse al centro de madrid. se adapta la vida que cualquier inexperto podría desear, pero esta no ha recuperado a ser absolutamente bella desde que Él se fue sin dar nadie elucidario.
todo está a localidad de dar un círculo de 180 niveles y, si hay tres mortales calificados de que postura los manos en la provincia, o de que siga tornando sin poderío, son ellas, sus amigas: jimena, cayetana y nora.
jimena siempre ha sentado intransigente en ser la preferente, aparte de en algo en lo que siempre es la sigue.
cayetana adopta su severo indicador típico y hay alguien que cumple todos esos necesidades, pero…
nora está muy garantía de que lo suyo monje es una dañosa raja, ¿o no?
improvisada, conmovedora y entretenida, una involucra de sabores que terminan la propiedad de estas cuatro unes donde lo dilatado es que algo sea consciente.
y tú, ¿quieres entender qué es lo que pasa con ellas?
La mudanza
Terminé de meter las últimas cosas que quedaban sobre la cama y lancé desde lejos un par de libros que, por suerte, cayeron dentro de la caja. Yo, como siempre, siendo fiel a mi clásico Julia’s style que, básicamente, consistía en dejarlo todo para el último momento. Ni siquiera estaba segura de que en ese piso que, aunque era perfecto para mí y estaba en el centro, fuera a caber todo aquello que llevaba. En realidad, seguro que sí porque, si mis cálculos no fallaban, todo lo que había entrado en un estudio de una sola habitación, baño y minicocina lo haría en los ochenta y cuatro metros cuadrados de mi nuevo hogar. Por mucho que Cayetana estuviera empeñada en que, si llegaba a esa cifra, sería sumándole el rellano con el ascensor. Cosas de amigas diseñadoras que, a fuerza de tanto entender conseguían quitarle la ilusión a cualquiera.
Cuando cerré la última caja, escribí con un rotulador negro «popurrí», sin acordarme siquiera de lo que había metido. Di una fuerte palmada, me froté las manos y miré a mi alrededor. Por primera vez en toda mi vida, contemplé mi estudio totalmente recogido. Un segundo después, caí en la cuenta de que no es que estuviera ordenado, sino que estaba completamente vacío. Aun así, me sentí orgullosa. El estricto orden no era algo a lo que estuviera acostumbrada. Con media sonrisa de satisfacción, miré hacia abajo y empujé como pude ese jersey de rayas marrones y negras que mi amiga Jimena y yo habíamos comprado en uno de nuestros ya tradicionales y eternos paseos por las tiendas del centro.
Que el jersey no cabía en mi enorme maleta era un hecho. Así que comencé a enrollarlo siguiendo la táctica infalible «rollito de primavera» de Nora. Este sistema nos había salvado de muchos quebraderos de cabeza en
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nuestros primeros viajes de verano recorriendo España y parte de Portugal con cuatro maletas, muchos zapatos y conductoras novatas al volante de un Opel Corsa. Por mucho que fuera una táctica infalible y, por muchos ensayos prácticos que tuviera a mis espaldas, me sorprendió que la cremallera cerrase a la primera. Estaba incorporándome cuando sonó el tono de mensaje de mi móvil. Miré de reojo y lo cogí con desgana.
Álex:
Por lo que parece, a Londres también llegan las noticias importantes. Debo de ser el primero en enterarme de que te mudas.Tranquila, Julita, que yo te guardo el secreto.
El corazón me dio un vuelco al ver su nombre en la pantalla. Al leerlo de nuevo, el sobresalto fue menor, pero mis latidos siguieron a mil por hora. Noté como se me erizaba la piel desde la punta del pie hasta el dedo pulgar de la mano, con el que bloqueé de nuevo la pantalla del móvil sin responder.
No tuve tiempo para pensar en el mensaje ni en ninguna otra cosa. Escuché el silbido de mi hermana, Marina, que había venido desde Múnich a pasar unos días en España. Estaba estudiando allí la carrera y solo venía a visitarnos en ocasiones especiales. Mágicamente, había aparecido justo los días que coincidían con la mudanza y todavía no sé cómo fui capaz de liarla para que cargara cajas conmigo.
—Vaya careto me llevas. Alégrate un poco, que por fin te vas de este cuchitril de mala muerte.
Le dediqué una sonrisa, intentado que no notara que era falsa. Tenía razón, aquello era un cuchitril, pero era lo único que me había podido permitir con mi sueldo de camarera. Y, aunque fuera cutre, había pasado grandes momentos en ese estudio que me había dado independencia. Era un cuchitril, pero era mi cuchitril, y me daba pena dejarlo. Aun así, mi careto no
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se debía precisamente a la despedida, sino a aquel mensaje que, desde luego, no me esperaba.
Metí la última caja en el ascensor, encima del resto, y salí marcha atrás, con mucho cuidado, para que no tambalease ninguna. Oí los pasos del vecino de arriba, que miró molesto el desorden que habíamos creado en el descansillo.
—Buenos días —dije con mi mejor cara, intentando aguantarme la risa mientras Marina le hacía burla a sus espaldas.
—Hola —respondió, muy seco.
Mi hermana se tapó la boca para no dejar escapar una carcajada y le saludó con la otra mano. Aguantamos en silencio hasta que bajó todas las escaleras. Cuando dejamos de verlo, nos echamos a reír. Estoy segura de que, aunque ya estuviera en la planta baja, nos oyó perfectamente.
—No sé cómo se te ocurrió enrollarte con ese —dije, todavía sin aliento.
—Fue una noche, en una fiesta, y luego lo mandé a la mierda. Aún noto su rencor —respondió Marina en tono vacilón.
Entre risas, mi hermana bajó por el ascensor, con todo, y yo por las escaleras. Ya en el garaje, cargué con las primeras cajas que estaban en lo alto y ella me siguió con otras dos. Las metimos como pudimos en el coche que quedó inundado por una avalancha de cajas de cartón.
—Aquí no cabe nada más, chata —dijo Marina mirando de reojo los asientos traseros, que también estaban ocupados.
—Fijo que me para la policía. Hoy Harvey y yo acabamos en el calabozo.
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Harvey era como había bautizado a mi pequeño Škoda Fabia Montecarlo color gris. Tengo que reconocer que, cuando me lo compré, con mucha ayuda de mis padres, estaba bastante obsesionada con la serie Suits (y con el personaje principal, Harvey Specter, más concretamente), y esa fue mi fuente de inspiración.
—Digo yo que tendrán los señores policías mejores cosas que hacer que perder el tiempo con una pringada que está de mudanza.
Le saqué la lengua y rebusqué en mi gigante bolso, uno precioso de Lonbali que me habían regalado mis amigas cuando conseguí mi trabajo actual, las llaves del coche que, para variar, estaban en el mismísimo fondo. Abrí las puertas y dejé el bolso en el asiento del copiloto.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? — me preguntó.
—Segura. Además, has quedado con las del cole, ¿no?
—Sí, pero tranquila que llego.
— Qué va, tienes mil cosas que hacer antes de irte mañana. Por cierto, me dijo nuestro querido hermano que te llamaría para no sé qué del traje de la boda. Me comentó que, ya que estabas aquí, iba a aprovechar para explotarte. ¡Ayúdale, no quiero que Marta lo deje antes del gran día!
—Muy a mi pesar, esperemos que no se le ocurra a la señorita aguacon gas-y-una-rodajita-de-limón —la imitó con retintín.
Ambas soltamos una carcajada. Nuestra cuñada Marta no era precisamente de nuestro agrado. No es que no nos cayera muy bien, es que nos caía fatal. Pero claro, solo podíamos decirlo de puertas para adentro. Aunque, he de admitir, que de vez en cuando le soltaba algún comentario a mi hermano Alonso sobre su elección de pareja. Y él, con su tranquilidad innata que yo desde luego no había heredado, repetía su frase más célebre:
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«Julia, ponle buena cara y hablad de bolsos o de lo que sea que habléis las chicas, pero háblale». Y, ¿qué hacía yo? Pues sacar a relucir toda mi simpatía y cachondeo que, según todo el mundo, me caracterizaba. Porque Alonso era Alonso y no había más que hablar.
Abracé con fuerza a mi hermana y la agité mientras la espachurraba un poco más, porque no sabía el tiempo que iba a estar sin verla. Salí de mi minúscula plaza de aparcamiento. Teniendo en cuenta mis cuestionables dotes de conducción, podía considerarse todo un éxito cada vez que sacaba el coche sin sufrir un micro infarto al creer que me daba con la columna o al sentir el golpe, directamente. Me paré unos metros más atrás para maniobrar. Estaba a punto de bajar la ventanilla cuando vi la mano de Marina estampada contra el cristal.
—Ve con cuidado, eh.
—Sí, intentaré ir mañana a casa de papá y mamá a despedirme de ti.
—No te preocupes, salgo muy pronto por la mañana.
—Dale recuerdos a Clemens de mi parte.
Clemens era el novio alemán de mi hermana. Marina se había ido a estudiar solo el primer año de carrera, pero como siempre decían en Españoles por el mundo, o te quedabas por trabajo o por amor y, entre unas cosas y otras, ya llevaba allí tres años.
Leí en sus labios un «te quiero» mientras posaba los morros en el cristal.
—Yo también te quiero, pero no se puede ser más guarra que tú.
Limpió con la manga la marca de pintalabios dejando un manchurrón aún peor. Avancé por el garaje y miré por el espejo retrovisor cómo sacudía efusivamente la mano y se dirigía a la salida de peatones. Yo
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ya estaba acostumbrada a estas visitas exprés, así que sus respectivas despedidas no me afectaban tanto como al principio. Pulsé el botón de la radio y, después de respetar la señal de Stop, me puse en camino. Destino: mi nueva casa.
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La nuevaIbiza
Me monté mi propia coreografía, como siempre que escogía la playlist de Spotify Venirse Arriba. Sonaba Independent Woman de Destiny’s Child, la canción por excelencia de mi amiga Jimena y, como si me hubiese leído la mente en ese momento, (aunque a veces creía que lo hacía), vi su nombre aparecer en la pantalla. Pulsé el botón del manos libres.
—¡Bombón! ¿Cómo lo llevas?
—¿Te he dicho alguna vez que eres omnipresente? —bromeé—. Estaba escuchando tu canción ahora mismo.
Oí su risa al otro lado del teléfono.
—Mi propia independencia depende de mí misma —dijimos a la vez.
Esa frase, de su propia cosecha, era el lema que Jimena llevaba siempre por bandera. Corta, sencilla y que resumía a la perfección lo que quería para sus amigas del siglo XXI.
—¿Cómo ha ido? —volvió a preguntar.
— He tardado ochenta años en embalar todo. Llevo cosas en el maletero, en los asientos de atrás, en el del copiloto y, ¡creo que hasta en los pedales! —respondí.
—¡Qué exagerada! A ti lo que te gusta es disfrutar bien de los días libres por mudanza, que veo el morro que tienes desde aquí.
—Y tú, ¿qué haces, que no estás trabajando? Te van a coger tirria en tu nuevo puesto.
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— Mira calla, calla. Me acabo de bajar a la cafetería a comer en un rato que tengo libre. Siento no haber podido ir a ayudarte, pero es que Daniel está de un tonto… Luego os cuento.
—¿Luego? ¿Cómo que luego?
— Esta noche tenemos quedada. He reservado en el Noniná. ¡Nos ponemos al día de todo y celebramos tu nuevo pisito de soltera! —dijo alzando un poco más la voz.
—Lo primero: como la nueva jefa de editores vuelva a gritar así va a dejar de serlo, y lo segundo: ¿Cayetana quedando un jueves? Tú sueñas.
Escuché cómo me hacía burla.
—Mira, a las nueve en tu casa. Caye es cosa mía, a ver si por una vez se olvida un poco del trabajo.
—¡Oye, que voy a tenerlo todo patas arriba! —grité.
—Estupendo. Me tengo que ir, que me reclaman y se me molesta el jefe. ¡Adiós, te quiero!
—¿Se puede saber cómo vas a convencer a Cayetana para salir a cenar un jueves?
Colgó sin decirme nada más. Así era Jimena: alocada, resuelta, viva y, aunque a veces no lo pareciera, eficiente. Siempre con su larga melena oscura, lisa y perfectamente peinada y ese toque elegante que tanto la caracterizaba, aunque solo llevase puestos unos vaqueros.
Se matriculó en Periodismo y Comunicación básicamente por descarte, pero sabiendo que le esperaría un buen trabajo. Con el tiempo, le fue cogiendo el gustillo a la carrera y se dio cuenta de que ella no era la única de la familia con el don de la palabra. Realizó las prácticas en la editorial de la que su padre era el director y, ese mismo año, la contrataron. Se fue
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ganando la confianza y el respeto de sus compañeros con su forma particular de acomodarse a cualquier situación, poco a poco, y sin ningún tipo de ayuda por ser hija de, fue ascendiendo puestos en la empresa.
Este mismo año, se había convertido en la nueva editora jefe. Allí fue donde conoció a Daniel, su actual superior. Ella era solo una chica en prácticas con mucho carácter y don de gentes y él parecía que llevara allí toda la vida. Los encontronazos amorosos llegaron enseguida. Algo poco habitual en Jimena, que siempre había presumido de llevar al pie de la letra su lema y que procuraba que todo estuviera bajo su control. Pero hacía ya unos años que Daniel desbarataba sus rigurosos principios. Él siempre tuvo novia y ella siempre lo supo.
Llevaba conduciendo unos quince minutos cuando me di cuenta de que la velocidad de los coches que tenía delante iba disminuyendo. Me paré en medio de la autopista, atrapada en una enorme caravana que con suerte me retendría alrededor de tres días. Decidí apagar el motor. No era difícil intuir que eso iba para largo.
Tarareé el estribillo de Big Girls Don´t Cry de Fergie mientras rebuscaba un chicle en el cajón desastre del coche: la guantera. Cada vez estaba más segura de que la mejor canción no es la que buscas, sino la que te encuentra, porque es la que consigue leerte la mente. Di unos golpecitos al volante al ritmo de la canción, que era un grito a mí misma. Una mujer grande que estaba construyendo su propia vida. Una mujer grande que sí había llorado en el pasado pero que ahora cantaba a los cuatro vientos como respuesta a ese mensaje que… Cogí el móvil y desbloqueé la pantalla, intentando demostrarme que me provocaba desgana.
Lo volví a leer y comencé a teclear sin pensarme mucho la respuesta:
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Julia:
Ah, ¿qué estás en Londres? Pues a Madrid no ha llegado esa noticia… Sí, me mudo. Cambio de aires. Y no es ningún secreto, no hace falta que me lo guardes. Como siempre, eres el último en enterarte.
¿Demasiado borde? En realidad, ¿qué más daba? Precisamente él no era el más indicado para quejarse y, desde luego, yo no iba a sentirme culpable ahora.
Álex, mi primer y único novio. Nos conocimos en el colegio, entrábamos, salíamos, vivimos y compartimos todo. Mi primera vez, mi primer amor, mi primer «te quiero…», fue mi primero para todo. Nuestra relación siempre fue como nosotros quisimos que fuera. Manteníamos un tira y afloja constante entre sentimientos y orgullo por la necesidad que teníamos de estar el uno con el otro. Aun así, ¿a quién voy a engañar? Lo quise. Lo quise con toda mi alma y como nunca he vuelto a querer a nadie.
Comenzamos la universidad y todo fue a mejor. Éramos jóvenes, demasiado, con todo lo bueno y lo malo que eso conllevaba. Lo nuestro era todo lo que siempre quise. Sin embargo, con los años descubrí que la perfección no existe. Tampoco es que mi relación idílica fuera fruto de mi imaginación, pero estar enamorada te hace ver todo de una forma distorsionada.
Hasta que me di de bruces con la realidad aquel día de septiembre en el que, horas antes del vuelo, me dijo que se iba a completar sus estudios a Londres. Se fue y yo me quedé aquí. No tardó mucho en encontrar un buen trabajo que le brindó grandes oportunidades, así que alargó su estancia. ¿Siempre le tenía que salir todo bien a la primera? Pues sí, parecía ser que sí. Tal y como he dicho, siempre fue el primero. Él fue mi primero para todo.
Hacía cuatro años que no había vuelto a dar señales de vida. No quise saber nada desde que se marchó y, hasta ese día, lo único que llegaba a mí
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era lo que Jimena, muy de vez en cuando, mencionaba refiriéndose a él. Siempre supe que, de todas ellas, Jimena era la que peor lo había pasado. Beltrán, su hermano mellizo, era el mejor amigo de Álex, mejor amigo y todos los términos relacionados con la amistad y la fraternidad que hubiera en el diccionario. Incluso los tres habían vivido unos años juntos de alquiler. Habían compartido prácticamente toda su vida. A efectos prácticos, Jimena tenía un hermano de sangre y otro de otra madre. Por eso, no era ninguna sorpresa que Álex se hubiera enterado de que me mudaba, pero ¿por qué me había hablado?
El claxon del coche de atrás me sacó de golpe de mis pensamientos. Miré al frente. La cola había avanzado, a lo sumo, tres metros.
—¡Pero no ves que solo se han movido dos metros! —grité dentro del coche mirando por el retrovisor.
Vi como sacaba la cabeza por la ventanilla.
—¡Avanza, coño! —gritó.
Tuve la tentación de bajarme del coche, pero me resistí. Saqué el dedo corazón por la ventanilla mientras le miraba a los ojos por el retrovisor.
—Imbécil —dije lentamente para que me leyera los labios.
Avancé con el coche los tres metros exactos que me separaban del de delante y volví a apagar el motor. Empezó a sonar el remix de Batmóvil de Hens, Pole, Funzo & Baby Loud, la canción que habíamos escuchado en bucle esas mismas vacaciones de verano en el Algarve. Nosotras, como grupo de amigas, no teníamos nuestra canción. Cada última semana de julio, cuando cogíamos las vacaciones, siempre había una canción que, semanas antes, habíamos estado escuchando repetidamente y que nos acompañaba durante el viaje y las posteriores semanas hasta que llegara otra que la sustituyera.
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Al escuchar las primeras notas, subí el volumen y comencé a cantar los primeros versos acordándome de ellas. El conductor del coche de al lado se quedó mirándome y yo formé un micrófono frente a mi boca con una mano y lo señalé con la otra. Cayetana siempre decía que todos los días había que hacer «una buena acción», no importaba cual. Y yo, en ese momento, supe, por su sonrisa, que había tenido éxito con mi espectáculo, que se alargó los tres minutos y medio que dura la canción.
Cuando miré a mi alrededor, mi nuevo salón estaba lleno de cajas a medio abrir y objetos sin ocupar un espacio determinado y, en mi habitación, la cama estaba plagada de ropa en perchas. Encontré, en alguna de las cajas, las fuerzas para terminar de colocar el armario, pero de repente, toda la euforia y emoción de la mudanza se la comió la mezcla entre el agotamiento que sentía y el aburrimiento que me provocaba desembalar. Saqué del bolso un sándwich y me subí a la encimera de la cocina mientras echaba un ojo a eso con lo que perdía la noción del tiempo todavía más que en un centro comercial: la lupa de Instagram.
Después de todo el día intentando que mi casa pareciera más o menos habitable, necesitaba una ducha con urgencia. Terminé de secarme el pelo con la toalla que por poco no había olvidado meter en la maleta y la tiré al suelo junto a la ropa sucia. Caminé de puntillas hasta mi bolso, del que saqué un post-it en el que escribí, «Comprar cesto de ropa sucia» y lo pegué en la nevera. Había costumbres que no se podían perder, y una de ellas era mi nevera llena de recordatorios, con la que me convencía de que daba equilibrio a ese caos ordenado en el que me resignaba a vivir.
Estaba terminando de pintarme los labios cuando llamaron al telefonillo. Me di dos toquecitos en el labio inferior y caminé hasta la entrada confiando en que Jimena habría conseguido, empleando sus habilidades sociales altamente convincentes, reclutar al resto del grupo.
—¿Quién es?
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—Nora Montero, la mejor del mundo entero —contestó riéndose.
—Traemos provisiones —escuché la voz de Jimena y supe que, por supuesto, se referiría a una botella de lambrusco.
Abrí la puerta antes de que me fundieran el timbre como era su costumbre y vi llegar primero a Jimena, jadeando tras haber subido los cinco pisos. Un segundo después, se abrió la puerta de ascensor y Nora salió.
—El ascensor es el mejor invento creado por Jesucristo Nuestro Señor, Amén —dijo con una sonrisa mirando al cielo.
Me lanzaron un beso y entraron escopeteadas al piso. Aunque acababa de mudarme, ya se lo conocían como la palma de sus manos. Cerré la puerta y, mientras giraba, se abalanzaron sobre mí y todas gritamos girando sobre nuestro propio abrazo.
Nora corrió a por la botella que habían traído.
—Venga, niña, sácate unos vasos que esto se merece un brindis.
Mientras Nora se peleaba con el corcho, Jimena me acompañó hasta la cocina a por unas copas que había comprado hacía unos días, porque en una casa se podía vivir sin cojines y sin decoración, pero era inhumano vivir sin copas.
—Les podrías haber quitado el precio por lo menos, ¿no? —rio mientras arañaba con la uña la pegatina.
Me asomé a la ventana que separaba la cocina del salón.
—Por cierto, ¿dónde os habéis dejado a Caye? —pregunté.
—Dijo que seguía trabajando y que se acercaría en cuanto acabara.
—Y ya de paso le hacía una consulta a Carlitos, el del departamento de Marketing —rio Nora guiñándome un ojo.
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Ambas se contonearon de forma sensual y burlona mientras se miraban la una a la otra poniéndose morritos.
—¡Por el nuevo pisito de soltera al que tenemos que buscar un nombre! —gritó Nora elevando su copa.
—¡Por Ibiza! —gritó Jimena.
Nora y yo nos miramos de reojo aceptando el apodo.
—¡Por Ibiza! —gritamos a coro.
Reímos, bailamos, bebimos y repetimos unas cuantas veces más hasta que ya no quedó más vino.
—A mí es que siempre me sabe a poco —dije mirando mi copa vacía.
— ¡Mejor! Que es la hora de cenar y con vosotras siempre llego a tarde a todos lados —empezó diciendo Nora —¿Os recuerdo el día que me tuvisteis…?
Jimena y yo nos levantamos de un brinco del sofá.
—¿Nos vas a volver a contar la historia del día que estuviste esperándonos una hora en Nuevos Ministerios? —dije interrumpiéndola.
—¡Una hora, una hora! —gritó Nora.
Empezamos a reírnos a carcajadas. Por muchos años que pasaran, su reacción seguía siendo la misma.
—Éramos adolescentes y no teníamos coche. La aventura del metro se nos quedó grande —respondió Jimena caminando hacia la puerta.
—¡Una hora, una hora! ¡No os lo perdonaré en la vida! —repitió Nora.
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Di un tirón a la puerta mientras mis amigas continuaban gritándose en el descansillo, esperando al ascensor.
Mi nuevo piso estaba en Nuevos Ministerios, muy cerca de todo. Cuando éramos niñas estábamos acostumbradas a vivir todas en el mismo barrio, escasamente a dos minutos las unas de las otras. Ahora, no vivíamos unas al lado de otras, precisamente. Nuestros sueldos mileuristas y trabajos con horarios diferentes y mala ubicación, nos habían arrebatado el sueño de vivir todas en el mismo bloque. Aun así, seguíamos estando relativamente próximas.
Todo grupo de amigas consagrado tiene un refugio, un lugar de encuentro. Del mismo modo que los de Friends tenían el Central Perk, nosotras teníamos el Noniná. Empujé la puerta del restaurante y me apoyé con descaro sobre la barra. Había trabajado allí durante algo más de un año como camarera hasta que encontré mi trabajo actual. Tenía muy buen recuerdo de ese lugar. Tanto que, desde ese momento, se había convertido en nuestro santuario público de reunión.
—Perdóneme, ¿no tendrá usted mesa para cuatro almas caritativas que necesitan cenar? —pregunté con gracia.
Lucas, el camarero, se giró al escucharme y Jimena se apoyó a mi lado. Lucas fue mi sustituto cuando dejé el trabajo, por lo que no me dio tiempo a conocerlo. La relación que le unía con Jimena era algo diferente. Dejémoslo en eso, diferente.
— ¡Hombre! Ya estáis aquí, se me hacía raro que no aparecierais. Hola, guapa —dijo mirando a Jimena mientras le daba un pequeño cachete en la cara.
Ella le sonrió, y le saludó levantando las cejas. Él le correspondió imitando su gesto y se giró al escuchar como lo llamaban.
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—Me solicitan. Algunos tenemos que trabajar, ¿sabéis? Os dejo en buenas manos.
Lucas se dirigió a un chico que, sin duda, era nuevo, porque no lo habíamos visto nunca y nuestras visitas eran muy habituales. Jimena me dio un codazo cargado de significado. Y, seguidamente, procedimos a juzgarlo bajo lo que nos gustaba llamar el «Termómetro de la belleza».
—¿Entre mono y guapo? —preguntó mirándole.
—Afirmativo —contesté.
El «Termómetro de la belleza», era un sistema de medida que constaba de una escala con niveles desde «el subsuelo» hasta «dios del Olimpo», categoría que estaba prácticamente reservada para estrellas de Hollywood. Mientras Mateo, como ponía en su chapita, salía de la barra para ofrecernos una mesa, Nora apareció de la nada abrazándonos por el cuello.
—¿Pero no veis que nos está llamando? ¡Estáis empanadas!
—Empanadas no, sabemos perfectamente lo que estamos haciendo —dije riéndome.
Miré de refilón a Jimena que ahora miraba con ahínco la parte trasera del cuerpo de Mateo.
—Tiene buena espalda, como te gusta a ti —comenté en el oído de Nora.
—¡Uy, la madre que te parió Julia, la madre que te parió!
Ahora sí, comenzamos a caminar hacia la mesa donde nos estaba esperando el camarero y Nora señaló su teléfono que emitía el tono de llamada.
—Que pesadilla de novio tengo. Llamadita cada veinte minutos. Le he dicho que me iba y que llegaría tarde, ¡lo mato, un día lo mato!
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Nora descolgó alejándose considerablemente mientras nosotras nos sentamos y comenzamos a ojear la carta, que yo aún podía seguir recitando y que ellas ya se sabían de memoria.
Vi como Cayetana llegaba y se paraba justo en la entrada. Llevaba un vestido a cuadros negros y blancos con unos mocasines. Como ella: clásica y sencilla. Desde su permanente corte a media melena castaña ondulada con una raya al lado hasta sus cejas gruesas perfectamente peinadas, que podían parecer contrarias a su forma de ser, pero que la hacían tan única. Levantamos la mano, haciéndonos ver, y caminó hasta nuestro encuentro. Como siempre hacía, nos dio un beso en la mejilla a cada una y tomó asiento.
—Siento no haber podido llegar antes, pero es que…, ya sabes — dijo casi susurrándome en el oído.
—No te preocupes, si hemos hecho lo de siempre —reí.
Asintió con una sonrisa, pues sabía perfectamente a qué me refería con «lo de siempre» y le hizo un gesto al camarero, pidiéndole una copa de vino. Cayetana bebía de forma muy ocasional. Era una mujer muy preocupada con su aspecto y su salud, y muy seria respecto a todo en general, pero en especial, a su trabajo. «El maravilloso arte del diseño de interiores» como ella lo llamaba, ese «arte» que tanto tiempo le ocupaba.
Cayetana había estudiado arquitectura y después hizo un máster en diseño de interiores. No tardó en encontrar un trabajo 100 % de lo suyo. Pero que también ocupaba ese porcentaje de su tiempo. Le robaba días, noches, fines de semana y algunos festivos. Vivía por y para su trabajo, pero sin duda, una de las mejores oportunidades que le brindaba era Carlos, el responsable de Marketing y Publicidad de la empresa.
Cayetana nunca había tenido una pareja estable y duradera. Había pasado lo que llevaba de vida adulta buscando el amor verdadero y los chicos con los que había estado anteriormente no cumplían los requisitos. Había
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establecido unos patrones que enumeraba en una lista, perfectamente organizada. El rutinario PasaCAYEs. El prototipo de hombre se reducía, básicamente, a un chico de bien, con estudios, guapo, simpático, alto, educado, de buena familia… Alguien con quien tener una vida plena y formar una familia numerosa en una casa a las afueras de Madrid. Y, por si quedaba alguna duda, Carlos de Santiago lo cumplía a pies juntillas.
Le dio un trago a su copa y nos miró seriamente.
—Creo que me he enamorado completamente —dijo dejando la copa y cruzando los brazos sobre la mesa, metiendo la cabeza entre ellos.
— A ver, a ver, a ver, que no cunda el pánico que veo que está cundiendo —dije yo, intentando parecer resolutiva al ver la cara de Jimena y como Nora se había metido un puñado de frutos secos en la boca al escucharla.
— Pues que cunda, que cunda, porque yo lo miro —hizo una pausa dramática —, lo miro mucho y luego sigo mirando y lo veo perfecto, ¿cómo se puede ser tan perfecto? —dijo sin sacar la cabeza de su propio abrazo.
—Vamos a pedir más vino —sentenció Jimena.
Las cuatro le devolvimos de muy buen gusto la sonrisa al camarero cuando nos sirvió los primeros platos.
—¿Y tú qué? ¿Cómo ha ido esa mudanza? —me preguntó Cayetana. Por fin habíamos conseguido que levantara la cabeza.
—Mal, está todo de por medio. Pero bueno, voy a ir tranquilamente, y cuento con vuestra ayuda —dije, guiñándoles.
Nora puso los ojos en blanco mientras se pasaba el dedo pulgar por el cuello a modo de amenaza. Como respuesta, resoplé con fuerza ocultando mi sonrisa mientras pinchaba la ensalada de burrata.
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—¿Tú sabes que Álex sabe que te mudas? —preguntó Jimena.
Noté como la ensalada tomaba el camino equivocado. Cayetana me sirvió más agua y yo continué tosiendo un rato. No era esa la forma en la que me hubiera gustado contarlo, pero a mis años, debería ir aprendiendo que las cosas raras veces salen como quiero.
—Sí, lo sé. Me envió un mensaje esta mañana.
—Que considerado por su parte —añadió Cayetana con toda la ironía posible.
—Yo me he perdido —dijo Nora mirando de un lado a otro buscando respuestas en alguna de nosotras.
—¿Y tú como sabes que Álex lo sabe? —pregunté mirando directamente a Jimena.
Esta levantó las cejas como contestación a mi pregunta. Estaba claro: había sido su hermano Beltrán. Único e irrepetible en su especie.
—¿Y nada más? —continuó preguntando Nora.
—Sí, solo un mensaje, le contesté y ya —dije indicándole a Jimena que buscara el móvil en mi bolso.
Rápidamente desbloqueó mi móvil y se lo pasaron entre ellas, leyéndolo.
—Chicas ya está, no hace falta darle vueltas a algo que ha sido… Que fue… Bueno, fuera lo que fuera ya no es, y lleva mucho tiempo sin ser.
—Haya sido y es, Julia, no te quieras engañar —comentó Jimena buscando la aprobación de Nora, que estaba más distraída de lo habitual. Obvié el comentario de Jimena y le di otro trago a la copa de vino.
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—Tú siempre dices que hay que ser realistas, ¿no? Pues eso. Además, que te conozco, a mí no me engañas —insistió.
Caye fusiló con la mirada a Jimena, mientras me extendía la mano.
— Ha llegado así de repente y te ha removido un poco por dentro, pero es normal, no tienes de qué preocuparte —comentó en su tono sensato y cariñoso de siempre.
Agarraré con fuerza la mano de Cayetana y contestamos un «sí» a coro cuando Mateo nos ofreció más vino.
Nora había ignorado a Alberto y, como consecuencia, había recibido ocho llamadas perdidas y seis mensajes en menos de dos horas. Nueve si contábamos la que recibía en ese instante.
— Perdonadme un momento —nos interrumpió enfadada—. Ya te he dicho antes que estaba con las chicas y que llegaría tarde —volvió a hacernos un gesto para que continuáramos hablando —en el Noniná, como siempre, ¿dónde vamos a estar?
Apoyó con fuerza el codo sobre la mesa y se quedó callada escuchando sin prestar atención mientras doblaba una y otra vez una servilleta de papel.
—Perfecto, me parece genial. Y ahora, ¿podrías hacerme el favor de dejar de llamar? Tenemos asuntos importantes.
—Oh, oh —dijimos Jimena y yo a coro recibiendo un manotazo de Caye en el hombro cada una.
—Vale, sí, adiós, capullito de alelí —dijo Nora en tono de burla.
Colgó y dejó el móvil sobre la mesa. Se quedó durante un segundo mirando la pantalla fijamente y, de mal humor, lo puso boca abajo.
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—Que poco sentido del humor tiene. Porque lo quiero, que si no… —dijo golpeando repetidas veces el puño contra la palma de la otra mano.
Nora trabajaba como microbióloga e igual de micro era la importancia que le daba a seguirle la corriente al resto del mundo. Siempre con sus particulares prendas, sin importarle si estaban o no de moda, su melena rizada y con algún mechón desordenado, de tanto tocárselo, y sus gafas de pasta retro. Tenía un estilo propio, pero si había que ponerle nombre sería algo así como «boho discreto».
Llevaba trabajando en un laboratorio de investigación casi tanto tiempo como llevaba con Alberto, desde el 355 a. C. Allí donde todo el mundo veía una persona irónica y dramática a partes iguales, había una chica sensible terminando su doctorado. Vivía con Alberto prácticamente desde que se conocieron en uno de esos festivales a los que ninguna la acompañábamos en verano. Se vieron un par de veces entre las tiendas de campaña, quedaron alguna que otra vez y, a los pocos meses, ya estaban instalados. No nos sorprendió mucho cuando nos dijo que se iban a vivir juntos. Nora siempre había sido de parejas estables, y esta era una relación de siete años que no podía estar más consolidada, pero ¿seguía todo como siempre?
Después de cuadrar la cuenta y de que, por supuesto, Jimena se desprendiera de todos los céntimos de su monedero, caminamos hasta la puerta sin llegar a nuestra meta por culpa de Lucas, que se paró frente a nosotras impidiéndonos el paso.
—¿Qué tal os ha ido el cotorreo hoy? —preguntó en tono vacilón.
Elevamos el dedo pulgar carcajeándonos, a modo de respuesta mientras salíamos a la calle. Jimena se retiró ligeramente del grupo y yo me agarré al brazo de Nora. Cayetana venía detrás.
Me apoyé en la pared mientras Nora sacaba un cigarro de la cajetilla.
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—No me digas que has vuelto a fumar —dijo Caye mirándola con reproche.
—Voy a reconocerte una cosa: te mentí, nunca lo he dejado —rio.
—Dame uno, lo necesito —le pedí.
—¡Hala, la otra! Tú sí que lo habías dejado de verdad.
—He reducido mi consumo —intenté justificarme.
—¿A vosotras que os pasa? ¿No me escucháis cuando os digo lo perjudicial que es para la salud?
—¿La verdad? No mucho —le respondió Nora mientras yo le echaba el humo en la cara y ella gesticulaba efusivamente para quitárselo.
Tenía el cigarro a medias cuando Jimena apareció por la puerta del restaurante bailoteando, con un túper en la mano.
—Ya tenemos la recena de esta noche.
—La antepenúltima en casa de Julia, ¿no? —comentó Nora pisando su cigarro.
— Chicas, lo siento, pero yo no, es jueves y mañana hay que trabajar, todas tenemos que trabajar —dijo Caye señalándonos para hacernos sentir culpables.
—No, yo no, así que, ¡arreando! —dije liderando el grupo.
—Yo sí, pero me da igual —me apoyó Jimena siguiéndome mientras les hacía un gesto con la mano a las otras dos.
—¡Vamos! —gritó Nora tirando del brazo de Cayetana hacia ella. —¿Vamos? Pero ¿cómo que vamos? —gritó Caye indignada.
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—Venga que sí, que no nos van a dar las tantas, prometido —sonrió Nora.
—A ti sí que te van a dar cuando llegues a casa —le respondió Caye sacándole la lengua.
—¿Cómo has dicho? Repítemelo que no te he oído bien — contraatacó Nora mientras le echaba el humo del segundo cigarro.
Un segundo después, Nora intentó abalanzarse sobre Cayetana y esta, esquivándola, comenzó a correr calle arriba, mientras Jimena y yo, agarradas fuertemente de la mano, disfrutábamos de la estampa desde unos metros más atrás.
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Maratóndeamor
Me desperté con el quinto baile de claqué que parecía interpretar el vecino de arriba. Rodé sobre mí misma y miré la hora, las 09:03. Nota mental, que no hacía falta que estuviera en ningún post-it porque no se me iba a olvidar nunca: «enterarme de quién era el vecino del sexto y no recogerle nunca un paquete». Me tapé la cara con la almohada y me acurruqué de nuevo. No pude volver a dormirme así que, después de cerrar los ojos un rato, disfrutando del placer de estar acostada, decidí levantarme. Eran las 10:06. Tenía días libres por mudanza y así los disfrutaba, levantándome a las diez de la mañana, que para mí era madrugar.
Continué con la tarea que ayer había dejado a medias y empecé a llenar la estantería de libros, algo que, por lo menos, sí me producía placer. Tardé más de lo pensado, así que decidí que era el momento perfecto para comer. Estaba debatiéndome entre hacerme una tortilla o caer en la tentación de pedir algo a domicilio cuando sonó el timbre.
Jimena apareció con un traje de chaqueta oscuro, unas enormes gafas de sol que le cubrían prácticamente toda la cara, un discreto bolso de firma bajo el brazo y, en la otra mano, una bolsita de El Corte Inglés. Se descalzó de sus altísimos stilettos, su marca personal en el trabajo, y de esa misma bolsa sacó otra en la que leí: Chanel.
—Toma —dijo entregándome el paquetito.
—¿Qué es esto? ¿Qué se celebra?
— Que es viernes, que he salido antes del trabajo porque me debían unas horas y que el otro día pasé a tu baño y no te quedaba de tu esmalte favorito. Así no vas bien por la vida, Julita.
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Abrí el paquetito sabiendo perfectamente lo que contenía, el esmalte de Chanel Rouge Noir 18, mi preferido.
— Un día de éxito empieza por sentirte guapa. ¿Te acuerdas de cuando íbamos a los exámenes y suspendíamos? Pero lo hacíamos bien vestidas.
Me sonrió orgullosa al ver el brillo de mi mirada. Una vez más, había acertado. Porque nosotras, fallábamos en todos los deportes, excepto en el de las compras. Nuestro favorito.
—Venga, anda, que te invito a comer —dije mientras cogía el bolso.
Le estaba dando otro sorbo a mi té verde mientras Jimena se quejaba de que su poleo menta sabía raro, cuando escuché el tono de llamada de mi móvil. Era Nora, descolgué y pulsé el altavoz.
—Estamos Jimena y yo en la cafetería de la esquina, vente.
—Llego en menos de 20 minutos —respondió Nora.
Entró puntualmente por la puerta con sus rizos recogidos con un moño ligeramente despeinado.
—Yo ya he comido, pero necesito endulzarme la tarde.
—¿Dónde has dejado a tu hombre? —pregunté llamando al camarero con la mano para que nos sirviera una bomba calórica.
— Yo qué sé. Me dijo que se quería quedar en casa, que estaba cansado de trabajar. Últimamente es la diversión en persona —se quejó con desagrado.
Y de todos los planes posibles para esa tarde que salieron en la lluvia de ideas, el único que se nos apeteció fue nuestro ya clásico «maratón de amor».
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En la cocina, aparté de golpe la mano del bol de las palomitas al notarlo caliente y me fijé en Jimena que, medio recostada en el sofá, miraba su móvil. Nora fijaba la vista en la pantalla de la tele mientras pulsaba sin control uno de los botones del mando a distancia.
—Pongo Pretty Woman, ¿no? —preguntó Nora sabiendo cual iba a ser la respuesta.
—Afirmativo —respondí, dejando los boles de palomitas sobre la mesita del salón.
Me encantaban los días en los que veíamos Pretty Woman en casa. Me daba igual que nos supiéramos los diálogos, que no hubiéramos ido nunca a la ópera, que no viviésemos en Hollywood y que aún siguiésemos soñando con el día en el Richard Gere espantase las palomas y subiese con un ramo de flores hasta el último piso de nuestra casa porque, mientras tanto, nosotras, acurrucadas en el sofá, vivíamos en nuestra propia tierra de sueños.
Corrí hasta la puerta cuando escuché dos leves golpecitos. Detrás de ella encontré a la cuarta en discordia que, para no variar, llegaba destrozada y con el ánimo por los suelos después de una intensa jornada laboral.
—Ponedme a Richard Gere y una copa de vino —dijo descalzándose.
Caminó hasta el sofá gruñendo al percibir uno de los mayores placeres de la vida: pisar el suelo, descalza, sintiendo ese dolor agridulce después de todo un día con tacones.
—Vino blanco si puede ser —apuntó de nuevo.
—No hay, solo lambrusco —dijo Jimena, levantando la botella. —Te estás aficionando mucho al vinito ¿no, Cayetanita? —me burlé.
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— Tenemos pase vip en el club de alcohólicos anónimos, tú por eso no te preocupes —añadió Nora antes de meterse un puñado de palomitas en la boca.
Estaba sonando It Must Have Been Love de Roxette mientras Julia Roberts, vestida de rojo, volvía a casa cuando se escuchó el tono de mensaje de Jimena. Esta se levantó de la forma más sigilosa que pudo y caminó hasta su móvil.
Daniel:
Nena, ¿qué haces? Estaba pensando que, ya que te has ido y no has vuelto a aparecer, podrías pasarte por casa y darme una merecida explicación.
Miró de reojo la pantalla y empezó a teclear.
Jimena:
Estoy con las chicas, Daniel. Mejor otro día.
Contestó al instante.
Daniel:
Vale, como tú quieras. 15 minutos antes de venir me avisas, te estaré esperando. No te cambies de ropa, el conjunto que llevabas hoy me ha vuelto loco. No me lo quito de la cabeza desde que te vi esta mañana.
Jimena llamó suavemente al timbre de la casa de Daniel y él la recibió apoyado en el marco de la puerta con el torso desnudo y un pantalón vaquero. Con su habitual chulería, le hizo hueco para que pasara y de un pequeño golpe cerró la puerta.
—No te acostumbres a que siempre vaya a pasar esto Dan…
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Antes de que pudiera terminar de decir su nombre, la agarró fuertemente de la nuca y la besó con intensidad. Ella, desequilibrada, tiró el bolso al suelo y lanzó como pudo los tacones en la otra dirección. Daniel se separó de ella y caminó de espaldas hasta apoyarse en uno de los muebles bajos del salón, le lanzó una mirada lasciva mientras se mordía el labio inferior al ver que comenzaba a deshacerse de su chaqueta.
—Espera, todavía no, date una vuelta —apuntó indicándole que parara.
Ella movió su lengua hasta uno de sus carillos y sonrió. Con Daniel se sentía sexy, y eso le encantaba. Le hizo caso y, tras darse la vuelta lentamente, se fue deshaciendo de su traje de chaqueta hasta que solo se quedó con la camisa de seda bajo la que se intuía un sujetador de encaje negro.
—¡Madre mía, nena! —dijo Daniel sin dejar de observarla.
La acercó de un tirón hasta él haciendo que sus bocas chocasen, y deslizó su mano por el muslo de Jimena comprobado la humedad de su interior. Sonrió retirando la mano de su sexo, recorrió su abdomen por dentro de la blusa y se deshizo del sujetador de un solo chasquido.
—¿Te he dicho ya lo poco que me gusta cuando desapareces de la editorial? —dijo él cerca de su oído.
—Pero te gusta más cuando luego aparezco en casa.
Él lanzó una carcajada seca al aire y la besó de nuevo mientras se desabrochaba el botón de los vaqueros, para acto seguido acabar como siempre ocurría entre ellos, siendo uno empezando por la mesa del recibidor y siguiendo por todas las zonas horizontales que encontraban en la casa.
Jimena llegó a casa de Daniel mendigando un poco de ese amor que habíamos visto que Edward le entregaba a Vivian. Pero Hollywood era un
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sueño y, en Madrid, Jimena solo recibía el amor al que Daniel la tenía acostumbrada.
Nora llegó a su casa media hora después de que lo hiciera Jimena. Primero se chocó con la estantería del salón y después no vio la puerta del baño. Cuando por fin consiguió entrar, según su percepción, silenciosamente en la habitación, Alberto ya había encendido la luz de la lamparita de la mesilla de noche.
—¿Te has dado ya con todos los muebles de la casa o te falta alguno más? —dijo con cara de pocos amigos.
Alberto volvió a apagar la luz bruscamente y Nora comenzó a desvestirse a oscuras. Se metió en la cama y se acercó a su novio besándole el cuello mientras su mano descendía hasta la entrepierna. Cuando iba a llegar al pantalón, Alberto la apartó de golpe.
—Pero ¿tú has visto las horas que son? Además, hueles a alcohol desde la entrada.
—Contentilla, cariño —apuntó insistiendo con su mano.
—Anda y date una ducha, por favor —dijo dándose media vuelta.
No era la primera vez que ocurría. Se levantó y se metió en la ducha tal y como él le había dicho. Veinte minutos después apareció de nuevo en la habitación. Se puso el pijama, y se acurrucó en su lado de la cama sin dejar de pensar en cómo aquella situación había dejado de ser algo nuevo y pasajero.
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Llevé las copas que quedaban sobre la mesa hasta el fregadero sin ninguna intención de fregarlas en ese momento. Fui a lavarme la cara, el lambrusco había hecho su efecto.
—¡Madre mía, qué ojeras! Doy pena —me dije en voz alta mirándome en el espejo.
Dejé que el agua recorriera mi cara mientras regresaba al salón. Nora había dejado un par de cigarros sobre la mesa, si eso no significaba que nos conocíamos perfectamente, ¿qué era entonces? Me puse las primeras zapatillas que encontré y cogí las tres botellas vacías convenciéndome a mí misma de que, si terminaba fumándome un cigarro o dos, compensaba el mal acto reciclando el vidrio. Caminé calle arriba hasta los contenedores y, allí mismo, fui débil y me encendí el cigarro. Deshice el camino expulsando el humo y al llegar al portal, me apoyé en la pared mientras observaba la oscuridad de la noche iluminada por las farolas y el humo saliendo con delicadeza de mi boca.
Le di otra calada, una mucho más profunda, y desbloqueé el móvil. Esa noche no solo fui débil una vez, sino dos. Esa noche llamé a Álex.
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Tenemosalgoquecontar
Jimena se despertó, a la mañana siguiente, en la misma casa a la que había llegado después del «maratón de amor». Alargó el brazo, aún algo dormida, y no encontró a nadie a su lado. Unos minutos más tarde, algo más consciente, se incorporó y se quedó sentada con las piernas cruzadas sobre la cama. Respiró hondo dándose unos toquecitos en la cara y se peinó con las manos lo que quedaba de los tirabuzones que lucía el día anterior. Salió de la habitación y caminó hasta la cocina, donde estaba Daniel revisando algo en el ordenador.
—Buenos días —dijo caminando hasta él.
Le abrazó por la espalda y le besó suavemente la nuca. Él, sin inmutarse, continuó leyendo y comenzó a teclear.
— Ayer me quedé porque era tarde, pero me voy ya, que tengo cosas del trabajo que mirar —se asomó a la pantalla de Daniel —¿Son los análisis de venta? Todavía no he…
—De verdad, no me interesan tus agobios, nena —la cortó dándole otro sorbo al café sin retirar la vista de la pantalla.
Ella se retiró bruscamente de él y caminó hasta la puerta de la cocina.
—Eres gilipollas, tío. Lo tuyo no tiene nombre.
—Joder, Jimena —dijo retirándose ligeramente de la mesa y, ahora sí, levantando la vista de la pantalla.
Ella fue hasta la habitación y él la persiguió, sin alcanzarla. Cuando Daniel llegó, Jimena ya estaba buscando sus zapatos que no había vuelto a
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ver desde que los lanzó a saber dónde la noche anterior. Daniel se apoyó en el marco de la puerta observando como Jimena comenzaba a vestirse.
—Venga hombre, Jimena.
Ella no contestó y comenzó a meterse la blusa por dentro del pantalón.
—Nena, sabes perfectamente cómo soy y cómo digo las cosas.
— ¿Sabes lo mejor de todo? Que nunca eres capaz de reconocer que haces algo mal, por mínimo que sea. Tú siempre tienes que estar por encima del resto.
— Tú, mejor que nadie, sabes que mal hago pocas cosas —dijo cambiando su pose y colocándose en medio de la puerta con las piernas algo abiertas y las manos en los bolsillos.
Jimena le lanzó una mirada de desagrado y chasqueó con desagrado la lengua contra el paladar.
—¡Increíble, vamos, esto es increíble! —exclamó ella, terminando de vestirse.
Tiró sobre la cama las almohadas que estaban en el suelo y se dirigió hasta la puerta con el bolso colgando. Él le bloqueó el paso con su cuerpo.
—¿Me dejas salir, por favor? Me voy.
—¿Te vas así? ¿Sin darme un beso de despedida ni nada?
Ella le empujó ligeramente para hacerse paso sin conseguir que se moviera ni un milímetro. Daniel agarró a Jimena de la cintura y le sopló con delicadeza en el cuello.
—Llámame gilipollas o lo que tú quieras, pero creo que esta es la ocasión perfecta para un revolcón de reconciliación.
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—No Daniel, es que así no…
Él no dejó que terminara lo que iba a decir y la apretó contra su cuerpo haciéndole cosquillas en el costado. Jimena se removió sobre sí misma riéndose a la vez que intentaba zafarse. En un momento de debilidad, Daniel aprovechó para subírsela al hombro. Jimena, una vez más, se comió sus propias palabras y volvió a perder el control en los brazos de Daniel.
Abrí el armario dándole un sorbo a mi primer café del día. Cogí un pantalón ancho bastante roto, un jersey fino blanco y una cazadora acolchada verde militar. No me apeteció maquillarme mucho, así que me eché antiojeras, polvos efecto buena cara y algo de rímel, que era lo básico. Rebusqué unas gafas de sol grandes que me tapasen un gran porcentaje del rostro y me até las Converse altas blancas.
Fui caminando hasta El Corte Inglés de Nuevos Ministerios. Me apetecía darme un paseo y que me entrara aire fresco en los pulmones y algo de razón en la cabeza para intentar hallar el motivo de mi llamada a Álex. No había ninguna explicación razonable, así que intenté dejar de pensar en ello. Por lo menos, no había vuelto a dar señales de vida. Con un poco de suerte, o con suerte y media, había ignorado mi estúpido arrebato de madrugada.
Llevaba más de media hora dando vueltas por la zona de textiles, rodeada de cojines, alfombras y cortinas. Estaba empezando a encontrar el concepto que tenía en la cabeza y que quería para mi casa. Con un cojín azul en la mano rebusqué el teléfono que sonaba en el bolso. Un tono… Dos tonos… Metí la mano más hasta el fondo. Tres tonos… Noté como algo me vibraba en el bolsillo trasero del pantalón. Cuatro tonos… Al quinto descolgué.
—Hola, me pillas mirando cojines. Tenía la idea de combinar colores rosas, azules y estampados, ¿cómo lo ves? —dije prácticamente sin respirar.
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—Julia, la he cagado. Si es que no aprendo —dijo Jimena.
Ya éramos dos y, como la racha siguiese… no sabía dónde podía acabar la cosa.
—Yo también —contesté mientras dejaba el cojín en su sitio.
—Estoy saliendo de casa de Daniel, me siento sucia. ¿Sabes a qué huelo? ¿No lo sabes? Pues ya te lo digo yo. A sexo prohibido.
— ¿Sabes a qué huelo yo? A ridiculez. Soy patética y lo peor es que el hecho de serlo empieza a no herir ni mi autoestima ni mi moral —dije riéndome por no llorar.
Jimena permaneció un segundo en silencio.
—Te has comido la columna del garaje otra vez —afirmó.
—No.
—¿La pared del garaje?
—No.
—Te has cortado el flequillo tu sola.
—Peor.
—No hay nada peor que eso.
—Ayer llamé a Álex, —esperé durante un segundo —pero colgué rápido —me excusé.
—¡¿Qué?! Te veo en mi casa en media hora.
Sin decir nada más, colgó.
Suspiré sonoramente. Sonó el tono de llamada de nuevo, seguramente Jimena otra vez, para decirme que llevara vino, puesto que las
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últimas noticias lo requerían. Miré la pantalla distraída y, de la impresión, se me cayó el móvil al suelo. Me agaché rápidamente. Seguía sonando, y no era el nombre de Jimena el que aparecía en la pantalla, sino el de Álex. Dejé que pasaran todos los tonos y cuando el móvil dejó de vibrar, respiré. No insistió, pero recibí un mensaje al instante.
Álex:
Puede ser que las noticias no lleguen, pero… ¿Sabes lo que sí llegan a Londres? Las llamadas a ciertas horas de la noche.
La puerta estaba entreabierta, así que la empujé y entré sin preguntar. Jimena salió de la cocina con el pelo mojado.
—Cómo la has liado, ¿no? No te puedo dejar sola —dijo caminando hasta mí.
—Anda, que tú estás para opinar —respondí descalzándome.
Jimena se rio, mientras yo me tiraba en el sofá.
—Si le cuento a Caye que he vuelto a caer dos veces —dijo indicándolo también con la mano —me mata y ya Nora me remata.
—Espera un momento, ¿has dicho dos veces? —dije incorporándome.
Ella apretó con fuerza los labios y movió la cabeza de arriba abajo.
—Sí, bueno, es que llegué a su casa y pues… — marcó el número uno con la mano— y esta mañana me enfadé, lo llamé gilipollas y pues… — levantó otro dedo marcando el número dos.
—¿Gilipollas por qué? —comenté.
—¿Llamaste a Álex y colgaste o colgaste porque te llamó? Explícate, porque no lo entiendo.
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Se sentó a mi lado. Yo negué con la cabeza y ella entendió a la perfección que no iba a decir ni una palabra hasta que no me explicara primero su «no discusión» con Daniel.
—Vale, pesada. Pues nada, un comentario de los suyos, como siempre. Él, que es el rey de la compresión. Y claro, me enfadé.
Nos quedamos en silencio y que Jimena se callara era difícil. Ella, que siempre alardeaba de tenerlo todo bajo control y de llevar la voz cantante en todos los aspectos de su vida, acumulaba unos años cuesta abajo y sin freno. Con Daniel, desde el primer momento, no era precisamente su mejor versión.
—Y tú, ¿para qué lo llamas? —dijo mientras me señalaba dos paquetitos de arroz al microondas.
Yo asentí con la cabeza mientras ella se dio la vuelta y los comenzó a abrir.
— Lo llamé ayer y él me ha llamado hoy. No se lo he cogido y me ha enviado un mensaje que, evidentemente, no he contestado —esperé durante un segundo —todavía.
—No sé Julia, puede ser que sea el momento…
— No —lo corté antes de que dijera lo que no quería escuchar —lo tengo todo controlado. He reaccionado así porque joder, Jimena, es él y llevo mucho tiempo sin saber nada. Pero no, no voy a permitir que una llamada y un mensaje sin sentido desmonten todo lo que me ha costado tanto construir.
Quería pensar que no iba a desmoronarse nada, pero cuando aquella noche escuché como descolgaba el teléfono y pronunciaba mi nombre, un escalofrío que no tenía forma de describir inundó mi cuerpo. Julia en su boca
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sonaba diferente a como lo hacía en boca de otros. Porque esas cinco letras acarreaban el peso del pasado.
Me quedé en casa con Jimena toda la tarde. Llamamos a Nora y a Cayetana, la primera tenía trabajo intensivo de doctorado y la segunda, para no variar, estaba en la oficina. Sí, un sábado.
—Chicas, tenemos algo que contar —empecé diciendo.
Cayetana estaba en la oficina revisando algunos bocetos que le habían dejado encima de su mesa cuando recibió nuestra llamada. Aun así, pulsó el botón de descolgar.
—Estoy trabajando, no se deben contestar llamadas en horario laboral.
—Es un sábado por la tarde, creo que tu jornada laboral ha acabado —dije riéndome.
—Es una llamada urgente —insistió Jimena.
—Pues yo me alegro de que me llaméis, creo que me voy a volver loca con tanta nanopartícula de plata —comentó Nora.
Jimena y yo nos miramos porque, por mucho que nos los explicase, seguíamos sin entender la jerga de su tesis.
—Pues si las nanopartículas de oro dicen que sí, es que sí — comenté.
—De plata —rio Nora.
—Ah, de plata. Te han bajado de nivel —reí.
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Cayetana sonrió, conectó los cascos y, por un rato, se abstrajo del trabajo. Estaba totalmente concentrada escuchando todo lo que le estábamos contando cuando alguien le quitó de golpe uno de los cascos de la oreja.
—Muy bonito eso de responder llamadas privadas en el trabajo, señorita Martín —dijo Carlos en tono burlón.
—¡Qué susto, Carlos, por Dios! —exclamó ella llevándose la mano al pecho.
Carlos rodeó la mesa poniéndose frente a ella mientras se colocaba con elegancia la corbata, un gesto que, según Cayetana había observado, era habitual en él. Pulsó colgar y arrancó los auriculares de la ranura del teléfono.
—Se va a enfadar tu novio si no llegas a casa a cenar.
—No creo, no me espera nadie en casa —contestó Cayetana con nerviosismo—. Puede ser que se enfade la tuya.
—¿La mía? Lo dudo.
—Pensé que la chica rubia que te espera a veces en la entrada era tu pareja —dijo ella.
Él soltó una carcajada. Y era verdad. Más de un día, al salir del trabajo, había visto a una chica rubia, siempre perfectamente vestida con ropa carísima, esperándole en el hall de la entrada.
—Con que te quedas muchos días hasta tarde, ¿no?
—¿Yo? Yo no he dicho eso —respondió ella moviendo repetidamente uno de los bolígrafos.
—Ah, ¿no? —rio él.
Él se dio la vuelta metiéndose las manos en los bolsillos.
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— Será que lo sé porque soy muy observador y no porque me lo hayas dicho. Suelo fijarme en aquello que me gusta, aunque veo que no soy el único que lo hace.
Cayetana intentó disimular su cara de sorpresa sin éxito mientras él, con una naturalidad nada forzada, le dedicó la última sonrisa.
—Buenas noches, señorita.
—Buenas noches —sonrió ella.
Y así se quedó Cayetana, sentada en su silla mirando la silueta de Carlos, que desapareció en el ascensor.
En un primer momento, el teléfono indicó que la conexión de Cayetana era débil y después, de repente, se desconectó. Mientras Nora se marcaba un monólogo dándonos su opinión sobre mi percance, saltó una notificación en la pantalla de mi móvil. Jimena, que estaba a mi lado, se giró bruscamente a leerla y después me miró sorprendida.
—¿Qué pasa? ¿Por qué ponéis esa cara? —preguntó Nora al vernos en la videollamada.
—Álex acaba de pronunciarse —comentó Jimena.
Leí en voz alta el mensaje.
—«Niégalo todas las veces que quieras, Julita, pero los dos sabemos que tu llamada no ha sido una confusión».
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¿Hablamos?
Nora llevaba aburrida desde que se había levantado. Últimamente y más de lo habitual, Alberto se resistía a hacer planes, así que, después de verse la nueva entrevista que había hecho David Broncano en su programa, escribió por nuestro grupo.
Nora:
Decidme, por lo que más queráis, que no tenéis nada que hacer y que estáis muertas de aburrimiento como yo.
Hasta la luz de la pantalla del móvil me molestó cuando se iluminó con el mensaje de Nora. Llevaba un tiempo atrasando el momento de levantarme mientras esperaba a que me hiciera efecto la pastilla para el dolor de cabeza infernal que me atacaba. No había duda de que era fruto de las horas sin dormir y de que no iba a mejorar, porque tenía que seguir desembalando cajas.
Julia:
Yo lo siento, pero me va a estallar la cabeza, y encima vivo entre cajas de cartón a medio desembalar. ¿Esta tarde?
Unos minutos más tarde.
Jimena:
Tengo comida de empresa con un cliente importante. Iba a ir yo sola, pero por lo visto se unen mi padre y Daniel. Daniel, mi padre y yo en una mesa, ¿creéis que voy a dejar ese planazo por estar con vosotras? Espero que la tortura sea rápida. Por mí, esta tarde.
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Cayetana no respondió, no había dado señales de vida desde su repentina desconexión de la videollamada informativa. Con un esfuerzo sobrehumano volví a teclear mientras vi como Jimena también lo hacía.
Julia:
No nos necesitas, sal con tu novio, diviértete, pasea, ve al cine, haz el amor.
Jimena paró de escribir y unos segundos después escribió de nuevo.
Jimena:
Nora, ya que Julita me ha quitado la palabra de la boca, por no decir de los pulgares, diré que hagas todo aquello que nosotras no podemos hacer: SÉ FELIZ.
Sonreí por el mensaje de Jimena y me di la media vuelta intentando convencerme de que, en cuanto la pastilla hiciera efecto, ya no habría ninguna excusa en lo que a la mudanza se refería.
Nora suspiró al leer nuestros mensajes. Comer fuera y dar un paseo con Alberto estaba descartado. Cocinaba muy bien y, según él, no era necesario salir pudiendo hacerlo cómodamente en casa. Podían ir al cine o hacer el amor, no sería por todas las veces que lo habían hecho en ese último mes, las cuales podían contarse con los dedos, sin necesitar los de los pies y, usando solo los de una mano, seguían sobrando. Se levantó ilusionada con la idea de proponer un plan decente.
—¡Nora ven, por favor! —gritó Alberto desde la cocina.
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Nora llegó sonriente y vio a Alberto mirando un libro de cocina. No había empezado a ejecutar la receta y, como ella siempre decía, «ya había lagunas donde se veían piscinas».
— Estoy aquí, mirando el libro de cocina, pero para lo que tenía pensado hacer hoy no tenemos de nada. ¿Qué te parece si en vez de comer aquí lo hacemos fuera?
A Nora se le abrieron los ojos de par en par y, sin decir nada, empezó a dar saltitos de alegría. Si diez minutos antes le hubieran dicho que la mañana iba a dar un giro tan vertiginoso directamente se habría quedado en la cama pensando que estaba soñado.
— ¿De verdad? Sí, me parece genial, tenía muchas ganas de hacer algo juntos… Últimamente estás tan ocupado con el trabajo que me tienes abandonada —dijo acercándose a él y dándole un beso en el cuello.
Comer en un restaurante de esos que estaban ahora de moda y a los que Daniel llevaba a Jimena, dar un paseo por El Retiro o en cualquier otro sitio. Sentarse en el césped y comerse un helado de chocolate pero que, al llegar a casa, aunque hubiesen estado todo el día caminando, les quedaran fuerzas para recuperar el tiempo perdido de estas últimas semanas y hacer el amor.
—Vale, pues ve vistiéndote, quiero salir pronto de aquí, le dije a mi madre que llegaríamos para comer.
Nora se retiró rápidamente de su espalda al escucharlo.
—¿Has dicho tu madre? —rio Nora porque estaba segura de que era una confusión.
—Sí, les dije que iríamos a verlos y así comemos fuera. Además, va mi hermano con mi cuñada y los niños.
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Nora se colocó frente a él.
—Yo pensaba que era un plan nuestro, de nosotros dos, solos — dijo recalcando la última palabra.
— Ya tendremos tiempo para salir nosotros. Ellos te quieren mucho y ya me imagino a nosotros dentro de unos años llevando a nuestros críos también.
Esa última frase terminó de rematar a Nora, que solo pudo darse media vuelta y meterse en el baño para media hora más tarde irse directa a su planazo de pareja.
Cayetana salió por la puerta del gimnasio. Ya había tenido tiempo suficiente para reafirmarse en que su encuentro con Carlos no había sido un sueño. Su móvil se quedó sin batería poco tiempo después y no se había ni acordado de volver a encenderlo, así que en cuanto llegó a casa, leyó todos los mensajes y respondió.
Cayetana:
Lo siento chicas, acabo de salir del gym.Ayer tuve un encuentro fortuito con Carlos justo cuando estábamos haciendo la videollamada. Me parece genial vernos esta tarde y os cuento.
No se estaba haciendo falsas ilusiones, ¿verdad? Lo de ayer había sido una indirecta directa en toda regla. Es cierto que, ya que Carlos cumplía los requisitos principales y parte de los anexos secundarios del famoso PasaCAYEs el realismo pasaba a segundo plano. Pero lo de Carlos había sido real.
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Nora cambió de emisora de radio y continuó mirando por la ventana como había hecho desde que habían salido de casa.
—¿Qué te pasa? Estás muy callada —preguntó Alberto sin retirar la mirada de la carretera.
—Estoy pensando en planes para que el próximo día no te adelantes.
—Ya, es que ha sido así, improvisado. Me ha sorprendido que te hayas puesto a dar unos saltitos. No pensé que te apeteciera tanto.
Nora le miró de reojo. ¿De verdad no se había dado cuenta?
—No es que no me apetezca ir a ver a tus padres —mintió. —Es que yo tenía la idea de que íbamos a estar nosotros, los dos.
— Sí, pero tenemos mucho tiempo para hacer planes nosotros — repitió sonriendo mientras retiraba la mano de la caja de cambios para ponerla sobre la rodilla de Nora.
—Ya, es que como últimamente no es que hagamos mucho… Nada, en realidad.
Parecía que esa indirecta sí la había entendido a la primera. Retiró la mano de la rodilla de Nora y apretó con fuerza el volante.
—Pero Alberto, lo hablamos más tranquilamente después, en casa.
—Sí, será lo mejor —dijo él queriendo dar por finalizada la conversación.
Aunque aparecieron en casa de los padres agarrados de la mano, ambos estaban incómodos. Todos charlaron como una familia unida alrededor de la mesa, y Nora, bueno, Nora solo hizo acto de presencia.
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Después de trabajar todo el día, mi casa empezó a tener aspecto de hogar y no el de una vivienda de una persona con Síndrome de Diógenes. Estaba sonando Candy de Plan B cuando mi teléfono empezó a sonar. Corrí hasta el móvil tarareando la letra y suspiré sonriente al ver el nombre en la pantalla.
—Pero bueno, que fiestecita tienes montada, ¿cómo es que no me has dicho nada? —exclamó al instante de descolgar.
—¿Qué quieres, Beltrán? —le contesté al hermano de Jimena, mucho más borde de lo que quise.
—¡Cuánto tiempo sin oírte, Julita!
—Pero si te vi hace unos días.
—Es verdad.
Pausé la música.
— Me ha llamado mi hermana para que te diga que ella sigue en la reunión pero que luego tenemos una cena familiar. Si quieres venir, ya sabes. La he organizado yo, eso lo dice todo.
—Acabas de decir que es familiar Beltrán.
—Pues por eso mismo, ni que fuera la primera vez que vienes, si has pasado más tiempo en casa de mis padres que yo.
—No, no de verdad que no…
—Ah, vale, que has quedado con el chico ese con el que te estabas enrollando, ¿no? —me cortó.
Fruncí el ceño y me reí porque con Beltrán no quedaba otra que hacerlo.
—Pues no, Beltrán, no. No he quedado con él.
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—El poli ese era poca cosa para ti, tienes que admitirlo —dijo sobre Toni.
—¿Perdona?
— Que no digo que fuera feo, entiendo que no todo el mundo puede tener mi cara. Pero de ahí a que estés más de un mes enrollándote con él, no, Julita, eso no.
—Pero ¿qué dices? ¿Qué estás diciendo, Beltrán?
Escuché su carcajada al otro lado del teléfono.
—Vamos, que ya no estás con él y que si quieres venir a comer tienes un plato ¿vale?
—Sí, ya no nos estamos viendo, pero de eso hace ya un tiempo y no, no creo que vaya, tengo cosas que hacer con la casa.
—Dicho queda —rio.
Se despidió y, un segundo después de colgar buscó el contacto de su amigo.
Beltrán:
Lo que te dije, ya no tienen nada. Mi hermana no soltaba prenda, pero mis sospechas eran ciertas.
Nora y Alberto llegaron antes de lo previsto de la comida familiar. El hermano de Alberto se tuvo que ir, y en ese momento Nora empezó a confiar más en su fe ciega en Dios. En casa se respiraba la misma tensión que en los trayectos de ida y vuelta. Él, sin mostrar el más mínimo interés, se descalzó y se dirigió a la habitación.
—Alberto, ¿hablamos?
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Él se giró con desgana y apoyó una de las manos sobre el mueble que tenía al lado.
—Pues si quieres hacerlo, por favor empieza tú que eres la que tiene problemas de diversa índole.
—No quiero que esto se convierta en una conversación llena de reproches porque desde luego no es lo que vengo buscando.
—No me lo ha parecido antes en el coche. Pero por favor, empieza, me tienes intrigado.
Nora, tocándose con nerviosismo uno de sus mechones rizados, dio unos pasos acortando los metros que les separaban, Alberto no se movió del sitio.
—Solo es que creo que últimamente las cosas están algo cambiadas entre nosotros.
—¿Entre nosotros? No sabía que pensaras por mí.
— Hemos entrado en una monotonía constante de trabajo-casa, casa-trabajo, no solo como pareja también individualmente. ¿Hace cuánto que no sales con tus compañeros de trabajo? Siempre me dices que ellos quedan para jugar al pádel o tomar algo y tú nunca vas.
— No, Nora, no lleves la conversación a mi tejado que esto lo has empezado tú y tus rayadas mentales sobre no sé qué y el disfrute de pareja —dijo negando con las manos.
—Solo te expongo como me siento, no te pongas a la defensiva.
— Nora, que venga, que ya está…Tú lo que quieres es seguir viviendo como cuando teníamos veinte años e íbamos a la universidad, pero vete dando cuenta de que los años pasan.
Hubo un silencio incómodo en el que ella intentó responder.
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— ¿Que quieres seguir así? Adelante, no hay problema. Sigue viviendo igual que hasta ahora, haciendo lo que tus amigas y tú estáis acostumbradas a hacer, que parece que la madurez no va con vosotras.
Nora no pudo disimular su sorpresa al escuchar el comentario que acababa de escuchar decir a Alberto.
—¿Perdona, has dicho…?
— Creo que lo has escuchado, pero no tengo problema en repetírtelo. Madura y empieza a darte cuenta de que la vida que te va tocando vivir va siendo otra.
¿Estábamos en 2055 de repente? ¿Habían pasado tantos años que era momento de pensar en jubilarse?
—¿Tú te estás escuchando? —insistió Nora.
—Sí, yo sí, la única que parece que no quiere escuchar eres tú.
Alberto se dio media vuelta y entró en la habitación quitándose los zapatos.
—¡Alberto! —gritó Nora al ver cómo le daba la espalda.
Él volvió a mirarla mientras colocaba los zapatos que ya se había quitado en el zapatero.
— Me parece increíble todo esto que estás diciendo. Estás a la defensiva porque sabes que soy yo la que lleva razón en esto —dijo Nora siguiéndole con la mirada.
—¿Tienes razón o quieres tenerla?
Nora lanzó un suspiro fuerte al aire mientras apretaba los puños por la rabia que le provocaba la actitud de su novio.
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—Y por cierto ya que estamos explícame eso de nuestra intimidad de pareja, me interesa saber aquello que me incumbe.
— ¿De verdad hace falta que te lo explique? Que nunca te apetece que hagamos nada y me pones excusas de mierda, que he perdido la cuenta de los días…
Alberto chasqueó su lengua con desagrado al escuchar toda esa sinceridad escupida por Nora.
—Pero ¿qué estás diciendo? Si la otra semana…
—¡¿La otra semana?! ¡¿La otra semana?! ¿De qué mes, Alberto?
— Perdóname por llegar a casa después de estar todo el día trabajando, seguir trabajando aquí un poco más y coger la cama con gusto. De verdad, discúlpame, Nora.
—Mira, Alberto ya está. Se acabó, vamos a dejarlo estar.
Ella se dio media vuelta y caminó hasta la cocina.
—Sí, te dejo tranquila, contando con los dedos los polvos que hemos echado en el último mes.
Nora dio un fuerte golpe en la encimera.
—¿Sí? Y qué, ¿lo hacemos con tu madre delante? Porque no voy a mencionar el gran plan de sábado, ¿cómo no se te había ocurrido antes?
Y lo dijo siendo totalmente consciente de que a Alberto le iba a molestar que mentase a su familia.
—¡Madura, que tienes treinta años ya!
—¡Veintinueve, imbécil! —gritó ella desde la cocina.
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Dio otro golpe a la encimera acompañándolo de un «gilipollas» en un susurro. Se miró la mano, que en un segundo había empezado a enrojecerse, sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y, con esa misma mano dolorida, comenzó a escribir.
Nora:
Me apunto a lo de esta tarde, he discutido con Alberto y lo último que quiero es quedarme en casa.Voy yendo ya.
Nora intentó aguantarse las ganas de llorar, pero no pudo. Se desahogó en la cocina y, cuando vio que Alberto se había metido en la habitación, entró al baño, se lavó la cara y salió de él con la misma ropa.
—Me voy con las chicas.
—Perfecto, permíteme que no me sorprenda —dijo Alberto que apareció por el salón sin mirarla.
Inspiró todo el aire que pudo por la nariz y no respondió. Se fue con un portazo.

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