ANABELA de ROSA SÁENZ pdf
ANABELA de ROSA SÁENZ pdf descargar gratis leer online
Inglaterra de 1745.
¿Por qué una mujer que, bajo la tutela de su padre, goza de libertad absoluta para vivir su vida bajo sus propias normas, va a desear abandonar ese hogar y arriesgarse a perder esa libertad, por contraer matrimonio?
Solo hay un motivo: el amor.
Anabela, bajo la tutela de su padre, había crecido como un espíritu libre. Sin ninguna cortapisa. Adiestraba a sus animales, montaba a caballo, leía, ayudaba a su padre en la administración del castillo y disfrutaba llevando a la práctica, en su sala de investigación, cualquier experimento que llamara su atención.
Era feliz con su vida tal como estaba, por lo que no tenía ningún interés en contraer matrimonio y verse obligada, con ello, a tener que renunciar a esa libertad.
Warren, en aquel viaje, solo tenía intención de hacerse cargo de sus nuevas tierras. Nunca entró en sus planes conseguir, además, una esposa. Pero fue inevitable que esa posibilidad se abriera camino en su mente, en cuanto conoció a Anabela.
Una novela romántica que nos adentrará en los convulsos acontecimientos históricos de la época. Y descubriremos cómo estos, dificultan y ponen a prueba, una y otra vez, la relación entre los protagonistas.
Gracias por, a pesar de estar tan lejos,
conseguir que te siga sintiendo tan cerca.
Imagina… imagina… imagina.
No dejes nunca de imaginar.
Imagina mundos, imagina vidas, imagina historias…
¿Quieres que imaginemos juntos?
Comenzamos…
CAPÍTULO 1
Inglaterra
Marzo de 1745
Anabela no quería reconocerlo, pero estaba malhumorada desde el día que había recibido la carta de su prima Fiona. En realidad, desde antes. Desde que el soberano había hecho público aquel absurdo edicto.
El rey, al parecer, ya se había hartado de los continuos ataques y rifirrafes entre los vecinos a ambos lados de la frontera entre Escocia e Inglaterra. Algunos de ellos, si había que ajustarse a la verdad, bastante sangrientos. Por lo que, con la intención de apaciguar de una vez por todas esos territorios, había ordenado que todos los nobles en edad de casar, deberían contraer matrimonio con miembros de alguna familia vecina para así establecer unas alianzas que garantizaran una paz duradera. Cierto es que, en un principio, se había limitado, podía decirse a: «sugerir con énfasis» pero, ante la falta de resultados, ya había amenazado con dejarse de sutilezas y convertirlo en un «sí o sí».
El soberano, aposta o no, había omitido que esos casamientos tuvieran que llevarse a cabo entre una familia escocesa y una inglesa. Por lo que, la orden, dejaba un poco en el aire, qué alianzas eran las que quería reforzar. En cualquier caso, ese «desliz», voluntario o no, abría un poco más el abanico de posibles candidatos entre los que elegir, pero aun con todo, a Anabela, la medida le seguía pareciendo una solemne majadería.
Confiaba en que, gracias a la argucia que su padre había puesto en marcha, mucho antes de esta decisión nefasta del rey, a ella no le afectara, pero no podía estar segura.
Su padre, Sir Robert de Branderbing, noble de rango menor, sin demasiadas propiedades ni riquezas, la había mantenido toda su vida prácticamente secuestrada, oculta en su castillo por miedo a que algún desalmado la arrancara de su lado. Su esposa, la madre de Anabela, había muerto cuando su hija era aún muy pequeña. Anabela era lo único que le quedaba y no estaba dispuesto a separarse de ella. Su teoría era que, si nadie la veía, ningún caballero podría reclamarla.
Hasta ahora, el plan había dado resultado. Hacía años que su padre, de forma paulatina, había dejado de hablar de su hija ante extraños o vecinos. Cuando dejó de nombrarla y mostrarla en público, empezaron a correr rumores sobre su torpeza mental o su fealdad, y su padre, no solo no acalló los rumores, sino que a veces, ayudó a difundirlos con su conducta. A ella no le importó, al contrario. El plan de su padre le parecía perfecto. Ella tenía todo lo que quería en el hogar de su progenitor y no tenía ningún interés en abandonarlo jamás.
Cuando algún noble anunciaba su visita, se limitaba a no salir de sus aposentos. No era ningún problema. Con los años, Anabela había ido añadiendo salas a sus dominios hasta llegar a ocupar toda la tercera planta del castillo.
Recordaba una ocasión en que un noble se presentó sin avisar y ella había irrumpido en la sala en la que su padre atendía al invitado. Anabela, por entonces, ya despuntaba como una futura belleza y para el caballero no pasaron desapercibidos sus hermosos ojos verdes, su brillante melena azabache, sus carnosos labios y su piel tersa y saludable. Ella había mirado a su padre y había visto asomar el terror en sus ojos y adivinó al instante el pensamiento que lo había motivado. Su gran tesoro iba a ser descubierto y todos los piratas desalmados se lanzarían sobre él hasta arrebatárselo. Anabela, por supuesto, no estaba dispuesta a que esto ocurriera así que, aprovechó la coyuntura para hacer gala de sus dotes de actriz. Lució una sonrisa angelical que hizo levantarse al caballero de su asiento y, a continuación, empezó a hablar de forma torpe y atropellada, con medias palabras ininteligibles, que hicieron que el huésped volviera a tomar asiento sin haber cerrado todavía la boca. Anabela había continuado diez minutos más con su actuación, babeando, soltando risitas dignas de la más risueña de las hienas, y mostrando una línea de pensamientos de lo más lerda e infantil. En cuanto abandonó la sala, el invitado expresó a su anfitrión sus condolencias por la carga que le había tocado en suerte. Y éste, tan asombrado como él por lo que acababa de presenciar, se limitó a asentir con aspecto abatido.
A partir de ese día, Anabela dejó de ocultarse ante los visitantes y siempre los obsequiaba con alguna interpretación magistral. Unas veces, fingía ser algo lerda. Otras, torpe como un perro con tres patas. Otra, insulsa como un guiso sin sal y luego, cuando al fin el viajero abandonaba el hogar, el recuerdo de sus travesuras y ocurrencias servían para divertirles durante semanas hasta que, el próximo incauto, les daba la oportunidad de volver a montar otro espectáculo.
Su padre empezaba a temer que su hija disfrutara demasiado burlándose de sus huéspedes, pero ella siempre le respondía lo mismo cuando le llamaba la atención:
—Padre, la gente siempre está dispuesta a creer lo peor de los demás y ver solo lo que quieren ver. Yo, solo les facilito la tarea.
—Sí, hija mía —había respondido su padre—, pero algún día, te toparás con alguien que no se fíe de las apariencias o que sea más observador que la mayoría. No sobreactúes. La verdad, yo estaría más tranquilo si volvieras a tus divertimentos de siempre. Tus animales, tus libros, tus cuentas…
—Está bien —había respondido ella de buena gana, intentando agradarlo—, procuraré reducir mis representaciones. ¿Contento?
Y, como siempre, había cumplido su palabra. En los últimos dos años, cuando el castillo tenía huéspedes, se había dejado ver en contadas ocasiones. Tampoco eran tantas veces así que, en definitiva, no supuso un gran sacrificio y Anabela, nada lerda en realidad, entendía a la perfección que la mejor manera de pasar desapercibida era ser invisible. Y, para eso, lo mejor era que la gente no hablara de ella, ni bien, ni mal.
Anabela, a los siete años, ya sabía leer y escribir con soltura. Pronto se interesó por la organización y la dirección de los asuntos del castillo y pasaba tardes enteras encerrada en el despacho con su padre, aprendiendo a llevar las cuentas de la propiedad y memorizando los nombres de todos los arrendatarios. A los quince años, opinaba sobre los mejores cultivos o las mejoras que había que hacer en la propiedad. Suya fue la idea de adquirir un rebaño de ovejas que les asegurara leche y queso todo el año, sin tener que depender de terceros. También aconsejó a su padre construir una cocina contigua al castillo que garantizara que la comida llegara caliente a la mesa. Además, se ocupaba en persona de cuidar de un hermoso huerto que les proporcionaba verduras frescas toda la temporada. Y aún sacaba tiempo para sus pasatiempos favoritos. Adiestrar a sus animales y encerrarse en su sala de experimentos. Esto último, era de las pocas cosas que su padre no aprobaba. Con cierta razón, según reconocía la propia Anabela ya que, a veces, se producían accidentes fortuitos. Como la vez que, tras una pequeña explosión, se prendió fuego media sala. O las dos semanas que estuvo el castillo infectado con un olor nauseabundo, producido por la mezcla de unos productos químicos con los que pretendía crear un desinfectante universal.
En definitiva, Anabela tenía una vida plena y feliz. Con la ayuda de su padre, se había creado un mundo perfecto a su alrededor. Había incluido todas las cosas bellas que había querido y luego se había encerrado en él y tirado la llave. No echaba nada en falta, ni siquiera a su madre, a la que ni recordaba.
Anabela había releído la carta, motivo de su disgusto, una y otra vez en los últimos días. Como muchas otras jóvenes, su prima Fiona, tras enterarse de la petición que el rey había hecho a sus nobles, andaba como loca, intentando cazar un marido que no le sacara más de quince años o al menos que no babeara, debido a la falta de dentadura. El rey había dejado claro que, de momento, era una petición pero que, en un plazo no muy largo, se encargaría él mismo de emparejar a las familias que no lo hubieran hecho por propia voluntad. Y todas las jóvenes sabían que su criterio no estaría basado en buscar uniones de parejas con edades, gustos o caracteres similares. Así que su prima, como tantas otras, había estudiado a los candidatos, había hecho una selección y había lanzado el anzuelo. Y, por lo que se intuía en su carta, algún incauto estaba a punto de picar. Y ahí es donde radicaba el malhumor de Anabela. ¿Cómo alguien podía pensar en su prima Fiona como la candidata ideal para pasar el resto de su vida a su lado? Por supuesto que tendría que casarse, pero ella creía que, «al afortunado» lo tendría que llevar atado y con la punta de una espada hincada en sus costillas hasta el altar.
Su prima, pese a ser una belleza, era insulsa y manipuladora en proporciones exageradas. Podía halagar falsamente o insultar sutilmente sin inmutarse, con tal de conseguir lo que quería del desdichado o desdichada de turno. Y, esta vez, la desdichada había sido ella. En su carta, su prima solicitaba, más bien, exigía su ayuda para poner en escena su último acto de seducción. Le comunicaba que llegaría en breve con la intención de pasar unos días en su casa y «le suplicaba» que acogieran también por unos días a un caballero, con el que deseaba intimar a la mayor brevedad posible.
—¡Será desvergonzada! —exclamó en voz alta, mientras releía la carta.
Fiona había escrito también a su tío, pero a este le había facilitado mucha menos información y el padre de Anabela, pese a estar tan poco predispuesto como su hija a recibir visitas, había caído en las redes de su «adorable» sobrina y se había rendido sin condiciones a acogerla bajo su techo.
—Sabes que no quiero que pierdas el contacto con la familia de tu madre —le había comentado a su hija el día que llegaron sendas cartas—. Tú nunca vas a visitarlos, así que, aunque no nos entusiasme, tendremos que recibirlos nosotros aquí.
—Sí padre, pero ella no viene por vernos, viene para utilizarnos.
—¡Bah! tonterías. Me quedo más tranquilo supervisando yo mismo su comportamiento. Si nosotros nos negásemos, se lo pediría a cualquier otro conocido de la zona al que le importaría un cuerno el honor de nuestra familia. Así, por lo menos, podremos vigilarla.
—¿Podremos?
—Por supuesto, cuento contigo. Conozco el pensamiento retorcido de esa muchacha. Seguro que tiene pensada alguna maldad para engatusar a ese caballero y no me parece mal, siempre que no sobrepase unos límites.
—¡Padre, no sabía que erais tan permisivo! —había bromeado ella.
—No me malinterpretes. Esa muchacha se merece mano dura, pero no puedo desearle un viejo carcamal como marido. Y eso es lo que le tocará en suerte si no se espabila. Así que, si le puedo ayudar a pescar algo menos nauseabundo, lo haré.
Basándose en el entusiasmo de Fiona, Anabela y su padre habían pensado que la relación de la joven con el caballero estaba ya bastante consolidada. Que la atracción y el enamoramiento eran mutuos. Por eso, no se molestaron en elaborar un plan de defensa para Anabela tan sólido como en otras ocasiones. Pensaron que el noble no tendría ojos más que para su enamorada, pero se equivocaron. Y ese, fue su gran error.
El caballero en cuestión, era Sir Warren de Lansbury. Warren había coincidido con la joven Fiona y su familia, hacía unas semanas en la corte y en una de las escasas conversaciones que había mantenido con ellos, había salido a colación su próximo viaje al norte para supervisar y tomar posesión de unas tierras que el propio rey, le había entregado como pago por sus servicios. La joven Fiona, había comentado que tenía unos parientes en esa ruta y había parloteado e insistido en que se detuviera a descansar unos días en la fortaleza de su tío. Cuando Warren aceptó, lo había hecho solo para acallar el continuo cotorreo de la joven y con la intención de, cuando llegara el momento, mandar un mensajero excusándose y pasar de largo. Pero lo cierto era que sus hombres estaban cansados tras varios días de marcha y el mal tiempo no les estaba dando tregua ya que, en los últimos diez días no había dejado de llover, convirtiendo los caminos en verdaderos barrizales, donde los carros quedaban atrapados constantemente. Por lo que, después de todo, no le pareció tan mala idea aceptar el ofrecimiento y disfrutar por unos días de una cama en condiciones.
Para Lansbury, su primera sorpresa al llegar había sido encontrar allí a la joven parlanchina que, «por casualidad», estaba pasando unos días con sus parientes.
Su segunda sorpresa la tuvo cuando le presentaron a la hija de su anfitrión. Al segundo, sintió algo extraño, como si ya hubieran sido presentados, cosa imposible. Jamás habría podido olvidar la combinación de un cuerpo y un rostro tan bellos, con una personalidad tan trastocada como la de la pobre muchacha. A veces, pensó el caballero, «El Todopoderoso» parecía mofarse de la condición humana. Y, sin embargo, y pese a que era imposible, seguía teniendo la sensación de conocerla.
Warren jamás olvidaría su llegada al castillo. Su anfitrión, al que había avisado de su llegada por uno de sus hombres, le esperaba en la entrada para darle la bienvenida. Lady Fiona, la joven parlanchina, olvidando todo decoro, se había adelantado para saludarlo, mientras su prima había permanecido en un segundo plano tras su padre. Fue lo primero que le hizo fijarse en ella. Su poco interés por llamar la atención. Parecía querer pasar desapercibida. Quedó prendado por su belleza en aquel mismo instante. Pero, cuando tocó el turno de las presentaciones, a mitad de los saludos, la joven se dio media vuelta y lo dejó con la palabra en la boca. En un primer momento, casi la disculpó, pensando que había sido un descuido, pero con su comportamiento durante la cena, Warren llegó a la conclusión de que, todo lo que tenía de bella, lo tenía de insulsa y desequilibrada. Y el hechizo se rompió.
Anabela supo el momento justo en que el caballero había reparado en ella. Solo quería echar un vistazo al recién llegado. Luego, pensaba evitarlo en lo posible, mientras permaneciera en el castillo, pero, al menos, quería verlo unos minutos y juzgar por sí misma las alabanzas que contaba su prima de él. Le sorprendió su elección. Hubiera apostado que se habría inclinado por un pusilánime. Alguien fácil de manipular. Saltaba a la vista que, aquel caballero, a priori, no parecía de los que se dejaban mangonear.
Había intentado pasar desapercibida, semioculta tras su padre. Solía dar resultado, pero esta vez, no funcionó. Los ojos del forastero se habían imantado con los suyos en cuanto Fiona se había retirado para dejarlo avanzar y, mientras subía las escaleras hacia ellos, no había desviado la mirada ni una vez.
Las alarmas habían saltado en su cabeza. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron nada más mirarlo e intuyó que tenía que tener mucho cuidado con aquel caballero. No sabía cómo, pero había llamado su atención y, en ese mismo instante, comprendió que era primordial conseguir desviarlo cuanto antes de su persona. Era tarde para meterse en el papel de niña boba y fingir que era incapaz de retener la saliva dentro de su boca, como había hecho en una de sus actuaciones más memorables, por lo que optó por otro personaje que también había interpretado con anterioridad. Nadie quiere estar cerca de la gente inestable, con cambios de humor constantes, que tan pronto lloran como ríen sin el menor motivo para lo uno ni para lo otro. Sí, decidió al instante que ese sería su personaje. Desapareció en mitad de las presentaciones y luego, durante la cena, continuó con la farsa. Dejó las frases sin terminar, aludiendo que se le había olvidado lo que iba a decir. Abandonó la mesa en varias ocasiones y a los pocos minutos volvió a entrar en el salón y se presentó de nuevo, como si fuera la primera vez que se veían, reformulando preguntas que ya habían sido respondidas o repitiendo comentarios hechos pocos minutos antes…
Para cuando se retiraron a sus habitaciones para dormir, estaba convencida de que su actuación había funcionado. Su propio padre pasó por su dormitorio a felicitarla y rieron calladamente con sus comentarios. Hasta su prima, que había temido por la posible competencia que podía suponer, le agradeció que le facilitara el camino.
Al día siguiente, se relajó y se limitó a intentar no cruzarse con el invitado. Su padre la excusó cuando a la hora de comer, no se presentó y lo mismo hizo en la cena. Anabela llegó a pensar que, al final, iba a ser más fácil de lo que pensaba.
El tercer día ya no estaba tan segura. Empezó mal y no mejoró. A primera hora había bajado a la cocina, como todas las mañanas, para organizar los menús y supervisar las tareas. Había encontrado a la cocinera angustiada y malhumorada en la misma medida, porque las dos ayudantes estaban enfermas y las sustitutas que había mandado avisar no llegarían para servir a tiempo el desayuno. Anabela, como había hecho en otras ocasiones, se arremangó y metió las manos en la masa que estaba preparando la cocinera para hornear. Con la intención de animarla, le había pegado un empujón con las caderas para que le dejara sitio y esta, con la confianza que le daba el haberla visto crecer, se lo había devuelto. Anabela, había vuelto a empujarla, lanzándole un puñado de harina y la cocinera había respondido de la misma manera. Y en esa guerra de harina, empujones y risas, las había sorprendido el invitado. Anabela, durante dos segundos, se había quedado sin aliento, pero al ver la estupefacción en el rostro del caballero, había retomado su papel y, soltando una risa exagerada, lo había invitado a unirse a la fiesta. Como ella esperaba, él se había negado de forma educada y había desaparecido con la misma expresión de lástima que había lucido la noche anterior.
Esa misma mañana, una vez terminadas sus obligaciones dentro de la casa, había pensado que ya era hora de ocuparse de sus animales, desatendidos durante los últimos días. Se había enfundado uno de sus pantalones, como siempre que salía a cabalgar y, aprovechando que la lluvia parecía haberles dado una tregua, había salido dispuesta a disfrutar de un poco de libertad. Con tal mala fortuna que, cuando ya estaba llegando a las cuadras, vio a su prima, bien sujeta del brazo del caballero, que la saludaba con la mano en alto, desde el portón de entrada.
No supo el porqué, pero le había disgustado el gesto de condescendencia que había observado en el rostro del invitado. Y, solo para conseguir que su mandíbula volviera a descolgarse de asombro, cogió impulso y dio una voltereta lateral. Rio a carcajada cuando comprobó que, en efecto, había conseguido su propósito. Ahora, el susodicho, caminaba arrastrado por el brazo de su prima, con la cabeza girada hacia atrás, sin dar crédito a lo que acababa de contemplar.
En cuanto los perdió de vista tras unos arbustos, su rostro perdió la sonrisa. ¿Por qué no disfrutaba tanto como otras veces, haciéndose pasar por lo que no era? Algo en su interior se negaba a que aquel hombre pensara lo peor de ella.
—Céntrate, ¡estúpida! —se dijo a sí misma en voz alta—. O tu farsa se desmoronará y en poco tiempo correrá el rumor de lo lista, hermosa y saludable que eres y tu rey te casará con algún vejestorio.
Tras su auto reprimenda, gesticuló como si hubiera mordido un limón y corrió hacia el establo, olvidando el tema.
A Warren le había costado lo suyo, pero había conseguido desembarazarse de Lady Fiona sin ofenderla. Y, al fin, había podido disfrutar de su paseo matutino a caballo, que era lo que había pretendido desde un principio cuando, en el desayuno, había anunciado su intención de salir a dar un paseo y la dama, confundiendo sus ganas de cabalgar con las de caminar, había preguntado si podía acompañarlo.
Ahora, de vuelta al castillo, después de una buena cabalgada, su caballo regresaba mucho más dócil.
Lamentaba que su primo no lo acompañara en este viaje. Como a él, le habría gustado el paisaje de la zona.
Estaba parado en lo alto de una loma, disfrutando de las vistas, cuando su fino oído había distinguido el sonido de los cascos de un caballo que se acercaba al trote. Cuál fue su asombro cuando vio aparecer por su derecha a la joven desequilibrada, sobre una hermosa yegua. Y, en verdad, no iba sentada a lomos del animal, sino subida de pie sobre ellos, con los brazos en cruz y la melena al viento.
Por un instante, le pareció la visión más bella que habían captado sus ojos en toda su vida, pero, al momento, pensó en la temeridad que eso suponía. Se consideraba muy diestro a lomos de su caballo. En el campo de batalla, esa habilidad y destreza le había salvado la vida en más de una ocasión, pero jamás se le había ocurrido probar una insensatez semejante. Su asombro se convirtió en enfado. Enfado hacia su anfitrión por su negligencia en el cuidado de su desdichada hija.
Anabela, con los ojos cerrados, estaba disfrutando como nunca de su cabalgada sobre su yegua Fanny. Después de varios días encerrada en casa, la necesitaba. Le ayudaba a serenarse y sentirse en paz. Fanny, acostumbrada al peso y a los movimientos de su jinete, estaba disfrutando también del paseo. Un segundo, todo era perfecto y, al siguiente, supo que algo estaba rompiendo la armonía. Abrió los ojos y escudriñó los alrededores y lo vio al instante, en la cima que había justo a la izquierda. El sobresalto fue tal, que se desequilibró y lo que no le había pasado en años, le pasó. Perdió pie y vio como Fanny seguía trotando sin ella.
Warren esperó en la cima conteniendo el aliento hasta que la vio en el suelo. No supo si no quiso o no pudo moverse, pero no lo hizo hasta que comprobó que ella había caído sin hacerse daño. Pensó que, tras los numerosos golpes que por pura lógica se habría dado con prácticas tan peligrosas, al menos, había aprendido a caer para no lastimarse.
Anabela había rodado para absorber el impacto y ahora estaba tumbada de espaldas, recuperando el aliento. Le parecía increíble que se hubiera caído. Hacía años que no le pasaba. Su cara quedó atrapada en un haz de sombra y supo que el culpable de su caída había llegado.
—¡Criatura insensata! ¿No ves que podías haberte partido el cuello? —la regañó Warren, desde escasa distancia.
—No lo creo —discrepó, disgustada por el tono de la reprimenda—. De hecho, no habría pasado nada si no me hubiera sentido espiada.
—Yo no espiaba. Disfrutaba de las vistas. Ahora, intento que mi corazón recupere su ritmo habitual tras la zozobra que me ha provocado la visión de semejante disparate.
A ella, todavía en el suelo, le hizo gracia la angustia que detectó en su confesión y rio divertida, olvidando su malhumor.
—Bien, entonces estamos en paz —afirmó mientras se levantaba y sacudía sus calzones.
Él volvió a sentir otra punzada en su corazón, esta vez por la imagen de la joven con el rostro enrojecido por el ejercicio y su melena salpicada de briznas de hierba. Tuvo que contenerse para que sus dedos no escaparan a retirar alguna de ellas.
Pensó que, si no estuviera tan desequilibrada, sería una hermosa joven a tener en cuenta.
El momento se rompió cuando el animal empujó a su dueña con suavidad en la espalda, como preguntando si se había hecho daño.
La joven se volvió hacia la yegua, le acarició la crin y se abrazó a su cuello con ternura.
—Siento haberte asustado Fanny, ha sido culpa mía. Tranquila —susurró sin dejar de acariciar a la yegua—, no volverá a suceder. Tranquila —repitió—, todo está bien, no me he hecho daño, ¿lo ves? ¿Y tú? También estás bien ¿verdad?
A Warren, al escucharla susurrar a la yegua, algo se le había encendido en su cerebro. Estaba volviendo a ocurrir. Volvía a sentir esa sensación de conocerla. Tuvo la impresión de haber sido el receptor de susurros similares. Tuvo un recuerdo muy vivido, de esa voz susurrándole a él. Susurros tranquilizadores, como los que ahora dispensaba al animal. Y de pronto, lo supo. No eran imaginaciones suyas. La conocía. Y sabía con exactitud cuándo había ocurrido.
Hacía poco más de un año, había sido herido de gravedad en el campo de batalla, quedando tendido en el suelo, semiinconsciente por la pérdida de sangre. Su primo lo había llevado a una propiedad cercana y lo había dejado bajo los cuidados de sus moradores, regresando él a la contienda, sin pérdida de tiempo. Diez días más tarde, cuando el enfrentamiento finalizó y la zona estuvo estabilizada, había regresado a buscarlo y se lo había llevado a casa sin que él hubiera recuperado plenamente la consciencia.
La muchacha había dejado de susurrar al caballo y el recuerdo se había desvanecido, pero él ya estaba casi seguro de que fue en esos días cuando esa voz susurrante se había grabado en su subconsciente.
La acompañó de regreso a casa y, a partir de ese momento, intentó deshacerse de todo prejuicio y comenzó a observarla desde otro ángulo.
Anabela intuyó que algo había cambiado en la actitud del visitante, pero lo atribuyó a que, seguramente y sin quererlo, con su alocada cabalgada, había contribuido a que fuera más creíble su mala cabeza. No contenta con ello, decidió lucirse un poco más y, al pasar por la arboleda, le tendió al caballero las riendas de Fanny y corrió a encaramarse a la cima de un árbol para comprobar si ya habían eclosionado los huevos de lechuza que había descubierto y que llevaba vigilando varias semanas. Se alegró al ver dos despeluchadas cabecitas observándola temerosas desde el fondo del nido y descendió con rapidez para no asustarlos. Warren, no le recriminó su indecoroso comportamiento, pero ella lo achacó a que todavía no se había recuperado del shock de verla galopar sobre Fanny.
El caballero no perdió tiempo y esa misma tarde mandó a uno de sus hombres con una misiva para su primo, pidiéndole que se reuniera con él. Esos susurros lo habían obsesionado. Necesitaba confirmar sus sospechas cuanto antes y su primo era el único que podía corroborar que su anfitrión era el mismo que le había salvado la pierna y, casi con seguridad, la vida. Aunque, si sus sospechas eran ciertas, en realidad su pierna y su vida se las debía a la desequilibrada de Anabela.
En los días siguientes, mientras esperaba a que llegara su primo, se dedicó a observar a la joven todo lo que le fue posible y empezó a verla desde un prisma diferente. La joven Fiona le acaparaba gran parte del tiempo, pero empezaba a conocer las rutinas de Anabela y solía conseguir quedar libre para ir a espiarla o, si no podía deshacerse de su acompañante, acababan, «por casualidad», cruzándose con ella.
Tan solo dos días después de la atolondrada galopada a lomos de su yegua, la muchacha volvió a sorprenderlo con sus dotes como adiestradora de halcones. Había visto a las aves en un apartado de las cuadras y pensó que era una afición de su anfitrión, pero había vuelto a equivocarse. Era ella la que conseguía, una y otra vez, que el halcón emprendiera un hermoso vuelo y que regresara a su brazo en cuanto ella lo llamaba. Era un espectáculo magnífico y él, más que nadie, sabía valorarlo porque también lo había practicado durante algunos años, antes de abandonar la casa paterna. Cuando, tras una incursión del enemigo en la propiedad de su familia, murieron todos sus halcones al prenderse fuego el cobertizo donde dormían, no tuvo coraje para volver a empezar de nuevo.
CAPÍTULO 2
Abril de 1745
Su primo llegó por fin. Cuando su segundo se adelantó para avisarlo, Warren salió a su encuentro.
—¡Vaya primo! Sí que estás impaciente por verme. Se ve que me has echado de menos —bromeó Calen.
—Quería comprobar que en verdad venías a caballo. Por lo que has tardado, empezaba a pensar que habías decidido caminar.
Calen sonrió. Si su primo estaba ansioso, solo tenía que esperar para saber el porqué.
—Bueno, si preguntas a los hombres te confirmarán que nuestro ritmo, desde luego, no ha sido de paseo. En tu nota solo me advertías que me apresurara, temía encontrarte maltrecho o preso.
—Nada de eso. Solo necesito de tu buena memoria —tranquilizó Warren—. Ahora que lo dices, tus hombres sí que parecen necesitar un descanso. ¿Por qué no se adelantan? Ya he avisado en el castillo que estaban por llegar.
A una indicación de Calen, el pequeño grupo de hombres que lo acompañaban se puso en marcha y los dos parientes quedaron parados, siguiéndolos con la mirada. Cuando los perdieron de vista, Warren se volvió para mirar a su primo.
—Tengo que hablar contigo. ¿Cansado?
—Nada que no pueda arreglar un buen baño. En cuanto me quite el polvo del camino, seré todo oídos.
Warren echó mano a su alforja y vació el contenido sobre su regazo.
—Jabón y toalla. Conozco el lugar perfecto para tu baño, si aún no te asustan las bajas temperaturas.
Calen sonrió y se encogió de hombros.
—Soy mayor para cambiar de hábitos.
—Pues vamos, está tras esa loma. Te gustará el paraje y podremos hablar tranquilos y sin interrupciones.
Warren lo llevó hasta la laguna que había descubierto pocos días antes y acompañó a su pariente en su baño. Prefería las aguas algo más tibias, pero lo cierto es que el día había sido inusualmente caluroso y le apetecía refrescarse.
Esperó a salir y estar vestido para empezar su relato. Habían dejado los caballos un poco más arriba en una arboleda y empezaron a ascender con calma.
Warren indagó a su primo y este le confirmó que sin ver el castillo no podía asegurarlo, pero, desde luego, era un lugar cercano. Los alrededores le resultaban conocidos. Entonces Warren le habló de Anabela. Su primera impresión cuando la vio y sus sospechas de que, su comportamiento alocado, temerario y la mayoría del tiempo al borde de la locura, era todo un fingimiento.
—¿Con qué motivo?
—No lo sé —admitió—. Ni siquiera sé si mi teoría es correcta, pero cuanto más la observo, más me convenzo. Cuando estás con ella, tan pronto es la más dulce y correcta de las criaturas, como que, un instante después, se levanta a mitad de una frase y marcha a no se sabe dónde. A veces te fascina debatiendo con agilidad sobre casi cualquier tema, con un razonamiento magistral y, al final, lo arruina todo con una incongruencia en el último punto del raciocinio. Te pregunta sobre algo y parece muy interesada en el tema. Pierdes tiempo respondiendo sus preguntas y explicándole con detalle todo el proceso y cuándo llegas a la parte importante, a la conclusión, se levanta y te deja con la palabra en la boca.
—Por tu descripción no parece una compañía muy grata.
—¡Ah! querido primo, todo eso es cuando sabe que estás pendiente de ella. Pero, cuando baja la guardia, cuando cree que nadie la observa, cuando piensa que está sola o con gente de confianza, ríe con sus animales, razona con su padre, consuela a su prima, convence y amonesta con cortesía a sus subordinados, dirige a sus criados con presteza e irradia una paz y una cordura difíciles de fingir.
—En cualquier caso, no creo que te sirva de mucho mi presencia. Lo cierto es que te dejé a las puertas del castillo en cuanto le arranqué al noble su promesa de cuidar de ti lo mejor posible. Y cuando volví a recogerte, no pasé del vestíbulo donde ya te tenían dispuesto para partir.
Calen recordó aquel día.
—Cuando te recogimos en el campo de batalla, tuvimos que atarte a la improvisada camilla para que las convulsiones que te provocaba la fiebre, no te hicieran caer. Nuestro médico no apostaba ni una moneda por tu vida. Cuando vinimos a recogerte diez días más tarde, la fiebre había desaparecido y, aunque la herida seguía abierta, ya no estaba infectada y se veía que estaba cicatrizando bien. No sé quién cuido de ti, pero sí puedo decirte que hizo un buen trabajo.
—Si fue aquí donde me dejaste, fue ella, estoy seguro.
—Bueno, la sanación es un arte difícil y, alcanzar esa pericia, supone, cuanto menos, muchos años de aprendizaje.
—Ahí te voy. Alguien capaz de memorizar plantas y remedios y de manejar con destreza la aguja, necesita constancia y una mente despierta, serena y nada dispersa. ¿No piensas lo mismo?
—Supongo que sí, pero eso nos lleva a la primera cuestión. ¿Por qué intentar engañar a la gente? Lo habitual es que todos pretendamos parecer ante los demás, más listos y guapos de lo que somos y no al revés.
—Es posible, pero yo tengo una teoría.
—¿Y es?
—Ponte en su lugar por un momento —Calen lo miró escéptico, pero él continuó—. Imagínate una mujer que, bajo la tutela de su padre, tiene lo único que, reconozcámoslo, ningún esposo le va a permitir tener: libertad. Libertad de movimiento y, libertad de pensamiento. Tu padre te consiente que leas, estudies y practiques el arte de sanar. A eso añade que tu físico te acompaña y posees una belleza considerable que no te permite pasar desapercibida ante cualquier baboso que pase por delante.
—No te sigo —lo interrumpió su primo—, soy lista, bella…, yo aprovecharía mis cualidades para elegir un buen marido.
—¿Para qué?
—¿Cómo que para qué?
—Sí, ¿para qué? Tienes poco que ganar y mucho que perder. Pocos hombres estarían dispuestos a otorgar esa igualdad y libertad a su esposa.
—Entonces, según tú, contrarresta esa belleza física, que no puede evitar que los hombres vean, a no ser que se autolesionara para acabar con ella, con una fealdad mental tal que, el conjunto, no compensa.
—Algo así.
—Y ¿los hijos y la familia? ¿Está dispuesta a perder esa oportunidad por conservar su libertad?
—Damos por sentado que todas las mujeres quieren ser madres, pero puede que estemos equivocados y para algunas no sea una prioridad. Aunque tampoco creo que sea tan drástica su decisión. Más bien, creo que aprovecha su farsa para ocultarse, pero solo mientras es ella la que elige dónde, con quién y cómo quiere vivir.
Tras subir el último repecho, Calen tomó aire y sentenció mirando a su pariente.
—Primo, me parece que has tenido mucho tiempo para pensar estas últimas semanas. Creo que has estado demasiado ocioso.
—Gracias a estas elucubraciones he sobrevivido. Sabes que no aguanto el tedio y la pasividad. El tener que pasar aquí tantos días inactivo ha sido toda una prueba para mí paciencia.
Calen se dio cuenta que habían dejado atrás a los caballos hacía ya un rato.
—Oye primo, ¿pretendes llevarme de vuelta andando? Al final voy a necesitar refrescarme de nuevo.
—Solo un poco más. Quiero que juzgues por ti mismo. A estas horas suele estar en un claro que hay un poco más adelante.
Ambos se acercaron con el sigilo que dan los años de guerra. Warren no se había equivocado. La joven estaba sentada en el suelo, en mitad del prado. Tenía un cesto de mimbre en el regazo y todo a su alrededor lleno de montoncitos de plantas que parecía estar clasificando. Canturreaba muy bajito una melodía que invitaba al sosiego. Ambos hombres se quedaron embelesados con la estampa. Estaba tan concentrada en su tarea que parecía estar en otro mundo paralelo.
Los dos hombres oyeron un crujido y sus alarmas se dispararon. Ambos echaron mano a su cintura de forma instintiva y ambos se dieron cuenta que sus armas se habían quedado en sus monturas. Maldijeron en silencio por su estupidez y volvieron a dirigir la mirada hacia el sitio donde seguía oyéndose un leve crujir de ramas. Y entonces, lo vieron. Justo detrás de Anabela, oculto en la espesura, un lobo se arrastraba muy despacio y cauteloso en dirección a la joven. Los dos primos solo dudaron un instante, pero fue el tiempo suficiente para ver cómo el animal entraba en el claro y se abalanzaba sobre la espalda de Anabela, volcando la cesta y tirándola cuan larga era al suelo.
Warren fue el primero en reaccionar. Echó a correr gritando como alma que lleva el diablo mientras gesticulaba con los brazos de forma exagerada, intentando ahuyentar a la fiera. Calen se había entretenido, solo unos segundos, en recoger una gruesa rama del suelo que ahora blandía, como si fuera su espada, a poca distancia de la bestia.
Anabela no supo que fue lo que más la sobresaltó. Había oído llegar a Feroz, sigiloso como siempre y, en eso, se asustó al oír unos gritos aterradores. Cuando consiguió quitarse a Feroz de encima, abrió los ojos como platos, sin creer lo que veía. Su huésped estaba plantado, no muy lejos de ella, haciendo una especie de danza ritual, gesticulando y gritando a pleno pulmón. A su lado, otro hombre al que no había visto en su vida, blandía un palo demasiado cerca de la cara de Feroz, de forma demasiado amenazadora para su seguridad.
Feroz, tan sorprendido por el alboroto como ella, había dejado de mordisquearle el cuello, pero seguía con las patas sobre su pecho, manteniéndola inmovilizada en el suelo y ahora, enseñaba sus dientes y rugía susurrante para demostrar quién era el que tenía allí el control.
Los caballeros recuperaron el resuello al ver que, al menos, el lobo había dejado de atacarla. Ahora, estudiaban cuál era la mejor forma de enfrentarse a él.
—Anabela, no os mováis —susurró Warren.
Después se giró para mirar a su primo y añadió en el mismo tono:
—Calen, muévete despacio e intenta situarte detrás. La bestia solo podrá vigilar a uno de nosotros, el otro podrá atacarlo.
—Calen, es ese vuestro nombre ¿verdad? —afirmó ella, demasiado serena para el gusto de Warren, que empezó a sospechar que no había sopesado la situación de la forma correcta—. Si valoráis en algo vuestra anatomía, os aconsejo que no os mováis mientras no soltéis ese palo.
—No os preocupéis —había respondido Calen mientras levantaba muy despacio el pie del suelo—, sabemos lo que hacemos.
Ese mínimo movimiento hizo que, el gruñido del animal, subiera un tono y Calen volvió a posar el pie en el mismo lugar que estaba.
—Ese es el problema —volvió a insistir, igual de tranquila—, no saben lo que están haciendo. Posad el palo en el suelo y den ambos un paso atrás.
Tras esa afirmación, Calen pensó en lo equivocado que estaba su primo en sus valoraciones sobre la joven. Había que ser muy lerda para pedirle que se deshiciera de la única arma que tenían para intentar salvarle la vida.
Miró a su primo y este leyó en sus ojos sus conclusiones.
Anabela comprendió que el desconocido no tenía intención de obedecerla y dirigió su ruego a su huésped.
—Sir Warren, ¿queréis decirle a vuestro acompañante que haga lo que le digo?
Calen se desesperó. Malo era tener que lidiar con una bestia salvaje, pero, una mujer obtusa de mente, todavía era peor. En un último intento por hacerle comprender la situación, afirmó, lo más calmado que pudo.
—Pero ¿no veis que os está atacando?
—No, sois vos el que no ve que lo que está haciendo es defenderme.
—¿Defenderos, de quién?
—Del loco que ondea un palo delante de mí.
Calen miró a su primo, pidiendo una explicación que él no alcazaba a comprender y lo vio cerrar los ojos y respirar hondo, mientras bajaba algo la guardia.
—Miss Anabela ¿este amistoso animalito es una de vuestras mascotas? —preguntó Warren.
—Podríamos decir algo así. Lo están poniendo muy nervioso. No quiero que les haga daño. La última vez que lo enfadaron, tuve que dar varias puntadas en el trasero del pastor.
Calen seguía mirando a su primo. A una señal de este, posó el palo muy despacio en el suelo.
Anabela se sentó y empezó a acariciar al lobo tras las orejas.
—Muy bien, ahora empiecen a retroceder muy despacio y salgan del claro sin movimientos bruscos.
Los dos hombres obedecieron y se alejaron hasta quedar a treinta o cuarenta yardas[1]. No tenían intención de ceder más. Anabela empezó a acariciar el lomo del animal, sin dejar de susurrarle. La bestia parecía seguir vigilándolos, pero, poco a poco, cedió a las caricias y, para asombro de los dos hombres, pocos minutos después, saltaba sobre Anabela, le mordisqueaba el cuello y lavaba a lametones su rostro, mientras la joven reía, intentando apartarlo.
Cuando se convencieron de que la muchacha no corría el menor peligro, se alejaron rumbo a los caballos, sumidos en un absoluto silencio que no rompieron hasta llegar a sus monturas.
—Primo —afirmó Calen todavía impresionado—, muéstrame ese castillo y salgamos de dudas.
Warren casi no probó bocado. Su mente trabajaba a toda velocidad. Tras la confirmación de su primo de que era ese el castillo en el que se había visto obligado a dejarlo, hacía ya más de un año, ahora no tenía duda de que aquella jovencita se había estado mofando de él y casi con seguridad, del resto de incautos que hubieran pasado por allí antes que él.
Le reconocía su mérito, pero nunca le había gustado que lo tomaran por un estúpido y tenía intención de demostrar a aquella «listilla» que no lo era. Pero se tomaría su tiempo. Ahora, le tocaba a él divertirse.
Anabela, tras la cena, paseaba nerviosa por sus aposentos mientras esperaba a que su padre acudiera a su llamada. Por la tarde, en el claro, no lo había reconocido, ocupada en intentar protegerlo del ataque de Feroz, pero en la cena, tras observarlo con más detenimiento, no tuvo ninguna duda. El nuevo invitado, el tal Calen, ya había estado en el castillo. Y así se lo hizo saber a su padre en cuanto entró en la alcoba.
—¿Estás segura?
—Por completo. Es más, él mismo no ha dejado de dar pistas de ello en la conversación.
—Y, ¿por qué no lo ha dicho a las claras?
—Creo que sé la respuesta a esa pregunta y nunca en mi vida me alegraría más de estar equivocada.
Anabela se retorció las manos, nerviosa, solo de imaginar que su línea de pensamiento fuera la acertada.
—Hija, ¡por Dios!, me estás mareando con tanto ir y venir. Ven aquí. Siéntate a mi lado y hazme participe de esas sospechas.
—¿Recordáis cuando en la revuelta… cuándo fue…? En el otoño del año pasado —se respondió a sí misma, tras una pequeña pausa—, ¿… un grupo de soldados nos sacó de la cama a altas horas de la noche?
—Sí, nos dieron un susto de muerte. Creí que los jacobitas habían roto las líneas y venían a arrasar nuestro hogar.
El anciano revivió el miedo de entonces y tras unos segundos, suspiró recobrando la calma.
—Por suerte —añadió—, los soldados eran de los nuestros y solo venían para dejar bajo nuestro cuidado a su señor herido.
—Exacto. Pues creo que, el soldado al mando del destacamento, era Calen.
Su padre la miró sorprendido.
—Y eso no es todo. Creo que, el herido que dejaron a nuestro cargo, es nuestro Sir Warren de Lansbury.
Ahora sí que su padre se levantó como si hubieran pulsado un resorte y ella lo imitó, reanudando el paseo por la pequeña cámara.
—¿Estás segura?
—No del todo, pero cuanto más lo pienso…
—Pero, Sir Warren lleva días entre nosotros. ¿Cómo es posible que no lo hayas reconocido?
—Vamos padre, ¿no recordáis en el estado tan lamentable en que llegó? Todo su cuerpo estaba magullado, pero sin duda, era su rostro el que se había llevado la peor parte. Recuerdo que un inmenso hematoma cubría toda su mejilla derecha, impidiéndole tan siquiera abrir el ojo. Tras coser una brecha en la ceja, vendé la zona y así permaneció todo el tiempo, con la mitad del rostro oculto tras el vendaje. Luego, me concentré en la herida que tenía en la pierna, que era la que realmente estaba poniendo su vida en peligro. Y para ser justos, a juzgar por los resultados, parece que hice un buen trabajo.
—Nadie lo pone en duda, hija, siempre lo haces —corroboró su padre, tomando su mano y dándole unas palmaditas cariñosas en ella—. Pese a no recordar su rostro, ¿tú crees que puede ser él?
Anabela reanudó su acelerado paseo.
—No dejo de darle vueltas. No lo vi de pie, pero yo calculo que su altura sería similar. Su color de pelo… su complexión… Además, la primera noche, nos dijo que venía a tomar posesión de unas tierras que él había defendido para el rey en la revuelta y que ahora se las había entregado como pago por sus servicios.
Se detuvo y puso los brazos en cruz en un gesto desesperado.
El anciano fue tomando conciencia de las implicaciones que la teoría de su hija llevaba implícita.
—Entonces, según tú, los dos caballeros lo saben y, por alguna razón, han decidido no mencionarlo, cuando lo lógico sería mostrar su gratitud.
—¿Creéis que no quedaron contentos con el trato recibido? —preguntó con cierto temor.
—Tendrían que ser muy necios y, la verdad, no tienen aspecto de eso. Todo lo contrario. Ambos parecen verdaderos caballeros. En todo momento han mostrado unos modales muy correctos. Iría más lejos, Sir Warren ha demostrado un derroche de paciencia infinita con tu prima.
—¿Por qué lo decís?
—Vamos, querida, salta a la vista que no siente ningún interés por ella y pese a eso, aguanta con una resignación envidiable todos sus ataques.
Anabela vio cruzar por un instante una ráfaga de terror por el rostro de su padre.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—No me había dado cuenta hasta que me he oído a mí mismo afirmar el poco interés del caballero en tu prima.
El anciano, levantó la vista para mirar a los ojos a su hija.
—¡Estas en peligro! —afirmó muy asustado—. Si sabe que es aquí donde sanaron sus heridas, es porque algo recuerda de los pocos ratos que estuvo consciente. Y, si recuerda eso, recordará que fueron unas manos femeninas las que curaron sus heridas.
Ahora, era el anciano el que paseaba adelante y atrás a paso ligero y hablaba cada vez más acelerado.
—Y, si sabe todo eso, es cuestión de tiempo que una los cabos y sospeche que fuiste tú la que le proporcionaste esos cuidados. Y, por lo tanto, que no eres tan torpe ni desequilibrada como quieres hacer ver.
Anabela se vio en la obligación de tranquilizar a su padre, aunque lo cierto era que, ella misma, empezaba a sentir crecer el pánico en su interior.
—Padre, vamos a tranquilizarnos. Creo que estamos llegando a conclusiones algo precipitadas. Quizás todo son suposiciones mías. Quizás estoy equivocada y ni siquiera son los supuestos caballeros que yo creo.
El anciano cabeceó asintiendo.
—Esperemos que estés en lo cierto.
—De momento, no variaremos nuestros hábitos —planeó Anabela, volviendo a caminar a lo largo de la habitación—. Seguiremos con las mismas rutinas y esperaremos a ver cuál es su comportamiento y actuaremos en consecuencia.
CAPÍTULO 3
Anabela tenía claro cuál debía de ser su línea de actuación, pero le llevó todo el día reunir el valor suficiente para llevarla a cabo. Pasó la mañana escondida en su sala de experimentos y se saltó el almuerzo con el pretexto de que no se encontraba bien. Pero se obligó a sí misma a estar presente en la cena. Porque, lo cierto era que, estaba deseando saber, a ciencia cierta, si su razonamiento era el correcto. Si era así y los caballeros habían deducido que era la responsable de la sanación de Warren, cuanto antes lo supiera y empezara a buscar una solución, mejor. Y si resultaba que todo había sido producto de su excesiva imaginación y estos hombres no tenían nada que ver con aquellos, mejor que mejor. Dormiría de maravilla.
Descartó la segunda opción a los pocos minutos de sentarse a la mesa. El tema de la herida de Warren salió a colación nada más empezar a cenar. Y, tanto él como su primo, se pasaron la cena lanzando indirectas sobre el tema. Calen relató cómo tuvo que sacar a su primo en plena batalla y trasladarlo a un castillo cercano, con la esperanza de que le salvaran la vida, tras la grave herida que sufrió.
Fiona, sin mala intención, puesto que no sabía nada de aquel suceso, no paró de hacer preguntas e indagar sobre el tema y los dos caballeros disfrutaron dando todo tipo de información. Que si temieron que perdiera la pierna e incluso la vida… que si era un milagro que hubiera logrado sobrevivir y no le hubieran quedado secuelas… que incluso la enorme brecha que tenía en la cara casi no había dejado cicatriz… que era una lástima que no recordaran con exactitud dónde lo habían atendido, para agradecerlo como se merecía… que, sin duda, la persona que cuidó de él, sabía lo que se hacía…
Para cuando terminaron de cenar, tanto Anabela como su padre, tenían claro que los habían descubierto. Sir Robert de Branderbing, se excusó y abandonó la mesa sin terminar los postres. Se le veía descompuesto y atribulado. Ella, aguantó con entereza hasta que los invitados se retiraron.
Warren se había recluido en sus aposentos en cuanto abandonó el salón. Era al único lugar al que estaba seguro de que la joven Fiona no lo seguiría. Su primo se había apiadado de él y la había entretenido, con una cháchara banal, el tiempo suficiente para que él pudiera escapar. Se había pasado el día, pegada a él como una lombriz al suelo. Parecía como si llevara un cascabel prendido en la ropa que delatara su posición. Daba igual que se refugiara en lo alto de una de las almenas, en las cuadras o en el salón. A los pocos minutos, por casualidad, aparecía Fiona por allí. Sospechaba que tenía sobornado a uno o varios de los criados y que estos, le informaban de todos sus pasos.
Ya llevaba casi dos horas encerrado allí. Estimó que era tiempo más que suficiente para que la joven se hubiera retirado a sus propios aposentos por lo que, se atrevió a salir con un mínimo de seguridad. No se aventuraría muy lejos, solo quería tomar un poco el aire antes de acostarse. Siempre le ayudaba a dormir mejor.
La antorcha, que aún estaba prendida en el pasillo, lo guió hasta el corredor principal. Bajó las escaleras y salió al patio sin toparse con nadie. Parecía que todo el mundo dormía.
Lucía una inmensa luna llena que iluminaba toda la zona central, pero se puso en guardia al detectar un leve movimiento en el rincón oscuro que quedaba a su derecha.
—No es cierto.
Al reconocer la voz de Anabela, se relajó.
—¿El qué?
—Que no os hayan quedado secuelas —respondió Anabela, saliendo de las sombras—. Cuando pasáis tiempo sentado o después de cabalgar, vuestra pierna se resiente y cojeáis.
Era cierto. Warren se lo había ocultado a todos, hasta a su primo. Pero a veces, si la sometía a más esfuerzo del habitual o incluso sin hacerlo, simplemente con los cambios de tiempo, la pierna le molestaba. Nadie parecía haberse dado cuenta de su leve cojera, excepto ella.
—Parece que vuestro sanador no es tan bueno como afirmáis —añadió la joven, acercándose un poco más.
—Os aseguro que una leve cojera me parece un precio ridículo a pagar para lo que estaba en juego.
—¿Estáis satisfecho entonces con los servicios del sanador?
—Muy satisfecho.
Se hizo el silencio. Warren estaba seguro que Anabela, gracias a sus nada veladas indirectas a lo largo de la cena, ya había deducido que él sabía la verdad, pero quería ver si era capaz de reconocerlo de forma abierta o, por el contrario, tenía intención de seguir embaucándolo. No le habría gustado que lo intentara, por eso se alegró cuando comprobó que no pensaba hacerlo.
—Es curioso que hombres curtidos en mil batallas, en las que se supone que el sentido de la orientación puede ser la diferencia entre la vida o la muerte, no sean capaces de recordar un lugar en concreto.
—A mí no me culpéis, no estaba en mi mejor momento —afirmó él, siguiéndole el juego, sin poder evitar que una media sonrisa asomara a su rostro—. En cuanto a mi primo, suele ser bastante despistado.
—Vaya, pues fue toda una suerte que cuando regresó a por vos fuera capaz de encontraros. Habría sido un verdadero problema si os hubiera perdido para siempre.
Warren rio divertido, imaginando a Calen perdido en los páramos.
Anabela también sonrió al verlo reír y, en ese mismo momento, decidió dar por terminado el juego.

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