Capítulo 1
Justamente hoy se cumplían diez años desde que me vine a vivir a la cabaña del lago…
En aquellos momentos me sentía de lo más sensible, pero a la vez con una sonrisa de oreja a oreja, ese día sabía que iba a intentar comenzar algo que hasta ahora ni había tenido ganas, ni estaba preparado.
Jamás pude imaginar que, al llegar aquí, no solo cambiaría mi modo de vida, sino que también perdería a la mujer con la que con tanto amor había adquirido todo esto.
Diez años atrás, cuando tenía treinta y dos años, me vine a vivir aquí con mi recién estrenada esposa. Un año antes habíamos comprado la cabaña, en las afueras de Estocolmo sobre el lago Malaren.
Siempre tuvimos claro que queríamos estar en un lugar relajado, sobre todo Hilma, la que se iba a convertir en mi mujer en aquellos entonces.
La amueblamos y preparamos a nuestro gusto para, un año después, tras la boda, venirnos a vivir aquí.
Duró poco nuestra felicidad ya que, a los tres meses de casados, justo cuando a ella la habían cambiado de escuela, comenzó a actuar de forma diferente conmigo.
Se arreglaba mucho más para ir al trabajo a dar clases, me esquivaba esos besos que antes buscaba con mucho anhelo y cambió por completo, para, cuatro meses más tarde, decirme que se había enamorado de un compañero suyo y que se iba a Estocolmo a vivir con él.
No me podía creer lo que me había soltado, ni la manera tan fría al decirlo o recoger sus cosas e irse como si yo no hubiera supuesto absolutamente nada para ella.
Aquello me dejó completamente roto, creo que en mi vida he sentido más vacío y dolor que el que sentí en esos momentos, además, fue decírmelo, cargar el coche con sus cosas y marcharse, un visto y no visto para el que yo no estaba preparado.
Jamás tuvimos contacto, ni siquiera en el divorcio que firmamos de mutuo acuerdo a través de nuestros abogados y sanseacabó, así terminó una historia que había durado cinco años en el tiempo.
De la cabaña le hice un pago de su parte según lo pactado y la puse completamente a mi nombre con la sentencia judicial, así que, en ese punto, casi diez años atrás, tuve que comenzar de nuevo mi vida en solitario y apartado de la ciudad.
Me había acostumbrado a vivir aquí, la capital me gustaba, pero la paz que encontraba en este lugar era incomparable con ningún otro sitio. Necesité mucho relax y reflexión para ir asimilando algo que me había golpeado por completo.
Además, ya que por las mañanas iba durante la semana a Estocolmo a trabajar, terminaba desayunando por allí, algunos días comiendo en casa de mis padres y así no podía echar de menos la ciudad, pero, reconozco que me encantaba cuando regresaba a la cabaña y encontraba la paz que necesitaba.
Tenía mi propia consulta de ginecología en la ciudad a la que iba a trabajar de lunes a jueves por las mañanas, algún que otro viernes por una urgencia, pero no solía ser el caso, con eso era más que suficiente para poder vivir cómodamente.
A Hilma, la había amado con todas mis fuerzas y con el paso de los años me seguía preguntando que por qué seguía amándola, la verdad es que no había dejado de hacerlo, eso sí, el dolor fue aminorando y mi vida comenzó a coger una rutina que me ayudó a llevar todo mucho mejor.
Ahora con cuarenta y dos años, por primera vez, me habían sacado una sonrisa nerviosa y eso, me tenía en un estado de felicidad que hacía mucho tiempo que no sentía ¿El motivo? Clara, así se llamaba esa joven que apareció por mi consulta y me pidió, sin previo aviso, que le mandara a quitar los ovarios. Ni más ni menos.
—¿Cómo que te quiten los ovarios? —pregunté al ver como se sentaba y echaba su cuerpo hacia adelante con gesto de agotada.
—Me he recorrido todos los ginecólogos de la ciudad, ninguno consigue paliar los dolores causados por el periodo, ya solo me queda acudir a ti y, en vez de que me des un tratamiento, me mandes a quitarlos directamente —dijo tuteándome y con mucha gracia, además su acento no parecía de aquí.
—No eres de Suecia, ¿verdad?
—Soy española, pero llevo viviendo en Estocolmo desde que tenía quince años, tengo treinta, así que haz tú las cuentas porque yo no estoy para pensar —ponía cara de dolor.
—Vale —sonreí mirándola. Me parecía una bruta muy adorable, además de guapa. Una morena con una melena lisa y larga con unos ojos negros preciosos, además su piel era blanquecina, con lo cual el contraste era llamativo.
—¿Entonces me vas a quitar los ovarios?
—No, te voy a dar una solución mucho más eficaz, pero te vas a tener que tumbar en la camilla para que te eche un vistazo.
—Tranquilo, si mi cosita ya es famosa en todo el gremio de ginecólogos suecos, uno más o uno menos qué más da—se encogió de hombros y se levantó para ir al baño a cambiarse para la revisión. Lo que yo decía, tenía un desparpajo asombroso.
Le hice una ecografía y unas pruebas, que mandé a mi asistente Abba para que las enviase al laboratorio, así que la chica regresó a la semana siguiente.
—Tienes muchas prostaglandinas en el útero.
—Pues quítamelas.
—Sí —sonreí —Eso hace que los músculos del útero se contraigan y al relajarse suele provocar esos dolores en forma de calambres.
—¿Y cuándo me quitas eso?
—Como te decía —reí negando —para esto hay un tratamiento.
—Te digo ya que no me hará efecto.
—Y yo te digo que lo vamos a probar y después de la siguiente menstruación te pasas por aquí y me cuentas.
—Como se me quiten o mejoren, te advierto desde ya que te invito a cenar, así se ponga tu mujer celosa.
—Tranquila no tengo mujer y estaré encantado de ir.
—Amenazado quedas —dijo levantándose.
Y regresó al mes y medio…
—Doctor, me debes una cena, he pasado la mejor menstruación de mi vida, casi hasta que le cojo cariño —dejó sobre mi mesa una caja de bombones —Es para usted, así que el viernes le espero a las nueve de la noche en la calle Drottininggatan que me voy a dejar recomendar por usted y comer lo que diga —me hacía gracia que lo mismo me hablaba de tú como de repente de usted.
—Así que resulta que el que pagaba era yo —carraspeé con una media sonrisa —No lo tenía claro, pero no hay ningún problema, celebraremos que pasó unos días mejores gracias a mi tratamiento.
—Así es, paga usted que tiene cara de tener muchas coronas. Y, además, es la tercera vez que vengo y usted, precisamente barato no es.
—No te preocupes que esta consulta de hoy no la abonarás —por su culpa yo también la trataba tanto de tú como de usted.
—¿Me la regalas?
—Claro —sonreí y vi cómo se levantaba.
—Deja que te dé un beso que te lo has ganado —se vino hacia mí, agarró mis mejillas con sus manos y me dio un descarado beso en los labios que me sacó una risilla.
—Pues sí que te hizo efecto el tratamiento.
—Doctor —miró a la placa de mi mesa —Aleksi, vaya nombrecito, hasta ahora no me había dado cuenta de cómo se llamaba usted —casi me da algo de la risa pues era la tercera vez que venía y no se lo sabía —A las nueve en la ciudad vieja, en la calle donde te he dicho justo en la terraza roja.
—Allí estaré —sonreí.
—Me vas a echar de menos estos dos días. Cuando la española besa, besa de verdad. Acuérdese de estas palabras. Ah —se levantó —, y de decirle a su asistente que no me cobre la consulta —se marchó tan feliz.
Siempre había escuchado hablar del desparpajo y carácter abierto de los españoles y ahora daba fe de que así era.
Desde el primer día ya vi algo en ella que me despertaba curiosidad, pero a estas alturas sabía que iba a ir a cenar con alguien que más que curiosidad, me llamaba mucho la atención y me parecía la chica más bonita que jamás había visto.
Y, además me había regalado un beso, ¿no iba por buen camino?
Capítulo 2
Y por fin llegó el tan ansiado viernes…
Me dirigí hacia Gamla Stan, el casco antiguo de Estocolmo, en una de sus calles habíamos quedado y hacia allí me dirigía con una sonrisa y emoción que hacía mucho tiempo que no sentía.
Vi a Clara aparecer a la misma vez que yo e iba guapísima con su abrigo negro y labios rojos como el pantalón ajustado que llevaba debajo y que tapaba con unas botas negras hasta debajo de la rodilla.
—Perdone, ¿esperas a alguien? —pregunté murmurando en su oído desde atrás.
—¡Mi ginecólogo! —gritó emocionada sacándome los colores porque la escuchó todo el que pasó por ahí —¡Qué guapo estás! —se puso a comerme a besos toda la cara —Una cosa, ¿cómo es que te llamabas?
—Aleksi, Aleksi —sonreí negando. La que me había formado en un momento.
—A partir de ahora Alexis, en español, porque imagino que es una copia de ese nombre, pero traducido al sueco —me reí.
—Alexis, suena bien —fruncí los labios.
—Alexis de mi corazón ¡casi nada! —tocó las palmas y, me eché a reír. Era todo un personaje de lo más divertido. Estaba llena de vida.
Entramos en un restaurante muy afamado de la zona.
—Un vino bueno, que para los cartones del súper ya me los compro yo —dijo delante del camarero causando que no pudiera reprimir este la risa.
—Eso está hecho —sonreí y miré al señor para pedirle una botella. Lo bueno es que mis padres vivían en esa zona y me podía quedar allí a dormir para no tener que regresar conduciendo.
—Ya habrás perdido la cuenta de con cuántas pacientes has salido a cenar —ni preguntó, lo dio por hecho.
—Eres la primera —sonreí mientras la miraba como mordisqueaba unos panecillos con salsa de marisco que nos habían acabado de servir.
—No me lo creo, conmigo los cuentos ni se te ocurra que yo soy muy liberal, que, a mí, como si te has tirado a toda Suecia —se encogió de hombros.
—No es el caso, pero si lo fuera, tampoco hablaría de cantidad, creo que eso está muy feo.
—Los hombres metéis una y os contáis diez —en mi vida había conocido a ninguna chica con esa manera tan descarada de hablar, pero a mí me encantaba.
—Te repito que no es mi caso —sonreí mirándola como hacía gestos con su cara. Era muy expresiva.
—¿Cómo era como te llamabas?
—Alexis —se lo dije en español como ella me lo había dicho antes para ver si así se quedaba con el nombre de una vez.
—Es verdad —resopló —Que cabeza la mía.
—¿A qué te dedicas?
—La pregunta del millón —le dio un buen trago a la copa —Verás, te voy a explicar mi vida para que deduzcas a que me dedico, porque ni yo lo sé.
—Sorpréndeme —levanté la ceja sonriendo y sosteniendo la copa de vino en la mano.
—Me levanto a las seis de la mañana para preparar a la niña.
—¿Tienes una hija?
—¿No te diste cuenta en la revisión?
—No, mujer —me reí —eso no se detecta a no ser que tengas un desgarro en el canal o alguna cicatriz evidente.
—Pues pensé que sabíais hasta el día en que habíamos tenido hasta relaciones sexuales.
—Somos ginecólogos, no magos —sonreía, me hacía muchísima gracia las cosas que decía.
—¿Dónde me quedé?
—En que te levantas a las seis para preparar a tu hija ¿Cuántos años tiene?
—Cinco —sonrió a la vez que sonreía resoplando.
—¿Y se llama?
—Carmen, se lo puse por mi madre para que me perdonara lo del embarazo, pero nada, hoy en día sigue sin hablarme.
—¿Y tu padre?
—Tampoco, es el perro faldero de mi madre, si ella no me habla, él tampoco, si ella me habla, pues él también. Así en todo.
—Ellos me dijiste que son españoles.
—Sí, como yo. Nos vinimos hace quince años a vivir aquí cuando contrataron a mi padre en un hotel para cantar flamenco a los turistas y, desde entonces, trabaja cantando todos los fines de semana y mi madre tiene una academia de baile también flamenco y, la verdad, que se hizo con una buena reputación y tiene muchas alumnas.
—Ya se quiénes son tus padres, tu madre vino por mi consulta muchas veces.
—Efectivamente, por eso te dejé para el último, por si me cruzaba con ella, pero claro, como nadie dio con el problema, me dije, voy a ver al que decía mi madre que era el mejor de la ciudad.
—Se ven muy buenas personas, también con mucho desparpajo. Tu padre me invitó una vez a una actuación cuando vino a una revisión con tu madre.
—¿Y fuiste?
—Sí, cantó en el teatro hace unos meses.
—Vi los carteles —puso los ojos en blanco.
—Pero ¿desde cuándo no los ves?
—Pues desde que di a luz a Carmen, pero ni por esa me hablaron y ni se acercaron a mi hija cuando vine del hospital con ella. No me acompañaron cuando supieron que me había puesto de parto. Ahí ya decidí que, si la llegada de mi hija no los hizo perdonarme, ya no lo iban a hacer, así que, me busqué un apartamento y me fui a vivir allí.
—¿Y el padre?
—El padre me dijo que me la metiera por donde la había echado, así más o menos.
—No quiso hacerse responsable.
—No quiso y, no solo eso, renunció legalmente a ella.
—Vaya.
—Así que me cogí un apartamento chiquitito y, las horas que me iba a trabajar a las casas a limpiar, se la dejaba a mi amiga Hanna que tenía una panadería y se la quedaba allí en el cochecito. Luego conseguí un trabajo por las tardes en una tienda y la dejaba en una guardería de bajo coste. Así hasta que ya comenzó a ir a la escuela y me vi más aliviada. Siempre amoldándome a sus horarios. Ahora trabajo por la mañana en la tienda y por la tarde limpio casas mientras mi vecina Julia, una señora viuda de sesenta años, la cuida. La verdad que los dos últimos años me ayudó muchísimo y ella con la niña tiene locura.
—Eres toda una luchadora.
—No me queda otra. Dos bocas que alimentar y sola, ante todo. Bueno, ya te digo que bendita mi vecina que se la queda siempre.
—¿Ahora está con ella?
—Sí, se va a quedar a dormir allí. Es la primera vez que la dejo por la noche. Desde que me quedé embarazada no he vuelto a salir.
—Por lo que veo, para los dos, hoy es la primera vez después de pasarnos algo… —le comencé a contar mi vida.
—¿Y vives en la cabaña?
—Sí —sonreí.
—Muero y mi Carmen se volvería loca nada más verla.
—Estáis invitadas cuando queráis.
—¿Mañana? —preguntó emocionada y se me escapó una carcajada.
—Claro. Esta noche duermo aquí en la ciudad en casa de mis padres. Por la mañana desayunaré con ellos y sobre las doce os puedo recoger, ¿qué te parece?
—¿Y cuándo nos traes de vuelta el domingo? Que el lunes ella tiene clases y yo que trabajar —casi me ahogo, se había autoinvitado a dormir.
—Claro, el domingo —no podía parar la carcajada. Y lo mejor de todo, saber que se iba a venir conmigo el fin de semana, y eso, hasta me causaba una ilusión enorme.
—Me va a venir genial, la verdad es que llevo dos semanas de lo más agobiada.
—¿Qué te pasa? —pregunté preocupado cuando la vi entristecerse.
—Que me quiero morir, que te he mentido, que el tratamiento no funcionó y he pasado un antes, durante y post periodo que me han tirado por los suelos.
—¿Y por qué me dijiste que sí?
—Para ganarme una cena, porque una solución inmediata a mi problema tenía claro que no la iba a ver —me tuve que reír de como lo dijo y le agarré la mano por encima de la mesa —Al menos salir un rato y desconectar de todo, por eso te mentí —juntó sus manos a modo perdón.
—Con la verdad también te hubiese invitado —le acaricié la mano — de todas maneras, para tu problema tengo un plan b y lo tomarás para la siguiente.
—¿Y si no funciona?
—Te mando a sacar los ovarios —murmuré recordando el día que vino a mi consulta diciendo eso. Se echó a reír y ese era mi cometido.
—Te juro que no hay ni un mes que no me revuelque, me he gastado más dinero en consultas del que podía o debía y nada. Me da mucha rabia.
—Lo solucionaré, te lo prometo —le volví a acariciar la mano y ella la miró sonriendo —Y lo de la cena, estuvo muy bueno, la verdad es que te la ganaste por el desparpajo con el que le diste la vuelta a todo.
—Si tengo que pagar una cena con vino, me tengo que ir mañana a prostituirme —nos echamos a reír.
—No, por favor, que yo te invito con mucho gusto las veces que quieras.
—Seguro que después de este finde se te quitan las ganas de volverme a ver.
—No creo eso.
—Yo soy muy bruta y tú eres muy fino.
—¿Y no está bien eso? A mí me encanta como eres. Tienes mucha alegría a pesar de ser una mujer luchadora.
—No me queda otra, tengo una hija y no comemos del aire. El apartamento se lleva mucho dinero.
—Imagino, pero el día de mañana tu hija estará muy orgullosa de ti.
—Espero, porque nunca podrá imaginar todo lo que tuve que hacer para sacarla adelante. Eché horas de trabajo hasta por la boca. Un día trabajé dieciocho horas seguidas. Menos mal que se la quedó Julia y no tuve que pagar niñera que si no, se me hubiera ido la mitad, pero bueno —chocó su copa con la mía —hoy me tocó la lotería con salir esta noche y no solo eso, un fin de semana en una cabaña a pie de lago —sonrió.
—Parece que la vida comienza a sonreírte —le hice un guiño.
—Otra vez que te ganas un beso —se levantó y vino hacia mí, agarró mis mejillas con sus manos, me plantó otro beso en la boca como el que me había dado en la consulta y regresó a su asiento.
—Creo que también estoy de suerte.
—Ya te digo, vino a vernos Papa Noel en octubre.
Después de una velada que se alargó tres horas tomando copas y charlando de lo más animados, la acompañé hasta su casa. Casualmente vivía en la calle de atrás de mis padres, justo donde yo aparqué el coche. Así que quedamos a las doce del día siguiente ahí mismo.
Mis padres estaban en el sofá sentados durmiendo. Sabían que iría a dormir y se quedaron esperando, tenían esa manía.
Los desperté con un beso en la mejilla y después de darles un abrazo, nos fuimos a dormir. Ya estaban tranquilos de que había llegado bien y es que, desde que era joven, cuando sabían que salía por las noches, se ponían malos. Imagino que como todos los padres.
Me acosté con una sonrisa imborrable, mis labios se habían quedado así y no había manera de relajarlos.
Clara me gustaba muchísimo y la veía tan natural, divertida y luchadora, que tenía ese toque que faltaba a mi vida para darle un poco de color.
Y eso de que fuese doce años menor que yo, me gustaba, aún había mucha inocencia en ella, esa que se va perdiendo con el paso de los años.
Lo de que tenía una niña fue algo que me impresionó para bien, no sé, pero hasta se me crearon muchas ganas de conocerla ¿Le caería bien?
Estaba deseando quedar dormido y que pasase el tiempo rápido para llevarlas conmigo a la cabaña.
Deja una respuesta