El amor de la reina de Sarah Jane Rose

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La princesa Eda tiene que casarse con el príncipe de Northdram porque así se prometió cuando ambos no eran más que unos niños. Aunque la princesa lleva años enamorada, en secreto, del capitán de la guardia, sir Marco, sabe que tiene que cumplir con su deber.

Una muerte inesperada, una batalla poco común y una princesa que pasará a ser la reina más poderosa que jamás se haya visto en todos los reinos.


El amor
de la reina
SARAH JANE ROSE
Diecisiete años.
Ya era mayor de edad, así que la princesa Eda sabía lo que se esperaba de ella. Había llegado el momento de su casamiento y le correspondía cumplir con la promesa que su padre había hecho cuando cumplió los seis. Ella y el príncipe Jeffry sellarían aquella promesa con una boda después de siete días de festejos y de torneos, una boda que, además, serviría para unir a los dos reinos más grandes e importantes de la faz de la tierra. Ningún otro palacio se atrevería a imponerse sobre ellos…, lo que para Eda significaba que, en efecto, aquella unión no era mucho más que un simple acuerdo político.
Quizás era demasiado soñadora. Quizás no tenía los pies sobre la tierra, tal y como su padre se empeñaba en repetirle una y otra vez. Pero la realidad era que, sin duda, Eda temía aquel enlace y rezaba a los dioses porque alguna desgracia lo interrumpiera.
Dos golpes contra la puerta de su dormitorio la devolvieron a la vida real y Eda se alejó de la ventana para colocarse una bata sobre sus hombros.
—Pasa, Danys.
Su doncella, que solamente tenía un año más que ella, cruzó la puerta principal con una sonrisa de oreja a oreja. Todos parecían estar radiantes de felicidad menos ella.
—¿Qué te ocurre, princesa? ¡Hoy comienzan los festejos!
El pueblo entero deseaba con ansia aquellos siete días de fiesta, banquetes, comida y torneos. Los torneos le encantaban a todo el mundo, aunque Eda no le encontraba ningún sentido a pelearse sobre un caballo en aquella arena. La joven opinaba que, sin duda, aquello no preparaba al guerrero para el combate. Y aquellas victorias no podían contar como heroicidades.
Eda tenía la firme convicción de que un verdadero guerrero debía curtirse en el campo de batalla, y no en un torneo insignificante. Además, el palco de la corte estaba lo suficientemente cerca como para que, en algún instante, una pudiera terminar manchándose de sangre.
—Lo que me ocurre, Danys, es que no encuentro ningún motivo de celebración.
—¿Tu boda?
—¿Y quién ha dicho que quiera casarme? —respondió con un tono malhumorado mientras regresaba a la ventana.
Danys, que tenía la misma edad que la princesa y que la había acompañado desde su infancia, sacudió la cabeza.
—Yo te envidio. Todas las mujeres del reino te envidian, princesa —aseguró—. Te vas a casar con el príncipe Joffrey, princesa.
—Sinceramente, hubiera preferido haber nacido caballero —respondió con convicción—. Vivir galopando sobre un caballo, sin necesidad de tener que sellar un matrimonio de forma oficial solamente para que el poder del rey continúe ascendiendo.
—Estoy convencida de que tu padre solamente quiere lo mejor para ti.
—Lo mejor para el reino —sentenció.
Apoyó los codos sobre la ventana mientras Danys le trenzaba el cabello rubio en una larga cola de caballo.
—¿Y qué quieres tú, princesa?
Ella suspiró profundamente. ¿Qué quería? Quería ser feliz.
Observó la guardia real, que desfilaba por el patio de la fortaleza mientras los sirvientes preparaban las mesas del banquete. Y sin poder pasarlo por alto, se fijó en él. En sir Marco, capitán de la guardia. Tenía una profunda cicatriz que le cruzaba medio rostro, pero aún así seguía siendo uno de los hombres más rudos y atractivos de todo el palacio.
—Deja de mirarle, princesa —señaló Danys, que la conocía la suficientemente bien como para adivinar sus pensamientos—. No conseguirás nada de esa forma.
—Quizás que se fije en mí.
—¡Por Dios! —exclamó la doncella, indignada—. Sir Marco ha hecho un voto de castidad. Todos los caballeros de la guardia real deben hacerlo para poder ascender en la caballería. Y, además, ¡eres la princesa! —exclamó, sin ocultar su irritación—. Tu deber es sellar un casamiento con otro príncipe y mero miembro de la corte. Tienes que mirar por la corona, por el trono.
—El trono y la corona lo heredará mi hermano, Tristán —señaló ella—. Te repito, Danys, que yo soy un simple acuerdo político. Unir Powys con Northdram solo contribuirá a que las alianzas de los dos reinos más grandes se vuelvan irrompibles y que, a su vez, nadie se atreva jamás a desafiarnos.
—¿Y te parece poco, princesa?
En el exterior, alguien comenzó a hacer sonar el cuerno. El sonido más glorioso para todos aquellos habitantes que esperaban el inicio de la fiesta.
Danys comenzó a abrochar los botones del vestido de la princesa, uno a uno, hasta que por fin terminó. El corsé la impedía respirar con dificultad, pero hizo un esfuerzo por mantener la compostura.
—Creo que ya te están esperando en el comedor principal, deberías bajar.
Eda continuaba con la vista clavada en la ventana. Sir Marco estaba de pie, junto a las mesas del banquete. Incluso a aquella distancia, podía distinguir sus ojos azules titilando en la lejanía. Alzó la cabeza y su mirada se tropezó con la de ella. Eda sintió cómo se ruborizaba al momento y, nerviosa, se apartó de la ventana de forma brusca para romper aquel contacto visual.
Danys se quedó mirándola.
—Te están esperando, princesa.
Ella suspiró.
—Sí, claro.
2
Los invitados ya habían llegado al palacio, incluido el príncipe Joffrey. Tenía casi treinta años y era una de las personas más egocéntricas y prepotentes que Eda conocía. No simpatizaba con él y, en realidad, no le caía nada bien.
Pero iban a casarse, lo que significaba que tenía que poner buena cara y ser una chica adorable. Una esposa digna, tal y como le había dicho su padre. Su madre, la buena reina, hacía años que había fallecido en el alumbramiento de su hermano, Tristán. Eda no culpaba a su hermano en absoluto, aunque detestaba pensar que las mujeres solamente servían para engendrar hijos, aunque con aquello sus vidas pudieran quedar en peligro.
El día que su madre falleció, Eda se prometió a sí misma que ella jamás tendría bebés. Pero allí estaba, celebrando la próxima boda y lo que conllevaba ello: un encamamiento. Tendría niños. Claro que tendría niños. Tal y como se esperaba de ella. Y si se negaba a encaminarse con el príncipe Joffrey…, bueno, entonces él la forzaría. Era su deber y tendría que cumplir con él, quisiera o no.
El simple hecho de pensarlo le provocaba escalofríos. No quería imaginar ese momento porque, de hacerlo, sentía el impulso de salir corriendo y escapar del lugar.
Ni siquiera ella, la princesa, estaba a salvo de las obligaciones de la corona.
Su padre se levantó de la silla para dar el discurso de bienvenida.
—Nos complace estar hoy aquí, reunidos, para celebrar la próxima unión de la princesa Eda, de Powys, y el príncipe Joffrey, de Northdram…
Continuó con la palabrería hasta que la música comenzó a sonar y ambos pretendientes se levantaron de las sillas.
Ella caminó hasta él. Joffrey tenía la barba pelirroja, el pelo se le había caído de forma prematura y casi era calvo. Estaba en forma, era fuerte. Pero esos ojos castaños no le transmitían absolutamente nada. Aún así, Eda sonrío.
—Prometido —dijo, a modo de saludo.
—Prometida —respondió él—. Tan bella como de costumbre.
Intentaba halagarla y complacerla, por supuesto.
El problema era que, incluso antes de que pudiera aprender a caminar o hablar, su destino ya había estado sellado y firmado. Y eso la mataba, la carcomía por dentro. “Ojalá hubiera nacido plebeya”, pensó, mientras él rodeaba su cintura con un brazo y la atraía hacia su cuerpo.
—¿Nerviosa?
—¿Debería estarlo?
Intentaba aparentar tranquilidad y calma, pero le costaba horrores. Él soltó una risita que ella no consiguió descifrar justo antes de hacerla girar sobre sus talones.
—Estoy deseando el momento en el que, por fin, regresemos a nuestro hogar.
La princesa titubeó.
—Ya estamos en nuestro hogar.
—Me refiero a Northdram, querida —señaló él, antes de besarle el cuello—. Mi tierra te enamorará —aseguró—. Prados verdes, murallas altas, muchos colores en las calles. Creo que tenemos el reino más floreado de la península.
Eda pestañeó, confusa.
—Pensaba que, al menos los próximos años, nos quedaremos a vivir en Powys —dijo ella, sintiendo como el corazón se le aceleraba en el interior de su pecho.
De pronto, el corsé le apretaba todavía más y no conseguía respirar.
—¿Y qué íbamos a hacer el Powys, mi princesa? Por supuesto que no  —sentenció con tan rotundidad que ella pensó que se desplomaría allí mismo—, regresaremos a nuestro hogar.
“Nuestro hogar”.
Eda sintió que se asfixiaba.
No solamente tendría que casarse con un hombre que, desde niña, había detestado. Sino que, además, perdería su virtud, sus sueños y su hogar. Casi no podía ni respirar cuando la canción llegó a su final. Eda se despidió con el mejor de los gestos que fue capaz de dibujar en su rostro y salió corriendo del banquete con esa sensación de angustia apretándole el pecho.
Corrió a los establos. Percibió que alguien la pisaba los talones, pero no se giró hacia detrás. Pensó que debía de ser Danys, por supuesto, porque su doncella solía tener orden de no separarse de la princesa jamás.
Pero ni siquiera miró hacia atrás para corroborarlo. Corrió hasta que se quedó sin aire y, angustiada, abrió los portones de un tirón en busca de su yegua. Ni siquiera se molestó en ensillarla. Se subió sobre el caballo, le golpeó el lomo con el talón y salió galopando del lugar.
Eda solía tener la mala costumbre —y era mala porque su padre la detestaba—, de abandonar las murallas del castillo para perderse, de vez en cuando, en el bosque. Con los años, había aprendido a esquivar a los guardias, conocer sus cambios de horarios y cómo escabullirse sin ser vista.
—¡Princesa! —gritó alguien a su espalda.
No se giró.
Se sujetó con fuerza a la crin del animal y volvió a golpear su lomo para aumentar de ritmo.
No consiguió recuperar el rimo habitual de sus palpitaciones hasta que abandonó que la música del festejo quedó atrás y se perdió en entre las ramificaciones del bosque.
Llegó hasta el claro de la luna —o al menos así lo llamaba ella—, y descendió de la yegua. No fue consciente de que, aquel o aquella que había seguido sus pasos hasta ese lugar, estaba en su espalda, justo tras ella.


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