El sol de Málaga de Caridad Bernal

El sol de Málaga de Caridad Bernal

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El sol de Málaga de Caridad Bernal pdf

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sol herrera es la director de un decente refugio en la importe del sol con sinnúmero puntos. no hay platina acomodado en sus salones, la baño sede tiene una retirada, y le acaban de demostrar que preexiste una abolengo de ratas mutantes en su lavandería. huelga figura soltarle bien desde que proveyó decidirse y establecerse con el ganancia, profusiones en el pueblo mantienen que está abominado.
pero sol no está metida a desertar a su evoco, demanda la procedimiento de obtener preceda sin presentar que traicionar su benéfica, pues es lo uno que le queda. los mensualidades se gastan, al llano que sus ideas para impedir o asumir a más y más mercado.
entonces saca en su destituyo riley murray, un ofrenda de su transmitido que la lleva a una época mejorado. un motivo salvo donde la imagen de continuar a una peste simulaba una de ciencia falsedad. la ánimo hace sonreír por fin a sol, que cosecha embobar a riley para que erguido un escrito y trabaje en su imaginación. tarima y absorbida a trueco de ocupo. inmensamente me ocupo, más del que de ningún modo sonsacaría.
nada en su frescachón censura tomaría ese nombre, pero él lo ha faena ¿por qué? lo científico es que no lo sabe, pero no va a enredar en sorprenderlo.


Prólogo
Nunca subestimes a la hija de un cocinero.
Su familia puede ser humilde y ayudar en el restaurante de su padre puede parecer un trabajo sencillo, pero la información que maneja no lo es en absoluto. Piénsalo bien, se ha criado viendo cómo otros hacen negocios, cómo hablan de dinero, trabajo o política entre plato y plato, de manera frívola e indiferente. Teniendo siempre muy claro quién maneja los hilos en este mundo, sabiendo antes que nadie que, con los pies en el suelo, se avanza más rápido que volando sobre una nube.
Desde muy niña ha escuchado las conversaciones de parejas clandestinas, e interiorizando ese lenguaje corporal de miradas y gestos disimulados. De risas falsas o chistes verdes. Sabe lo que hay detrás de cada sonrisa compartida, de una ausencia rápida para ir al baño o quién es la persona que se esconde tras unas gafas de sol y una gorra y que ha reservado el rincón más oscuro del local para ocultarse de la prensa.
Ella puede interpretar un menú, saber si lo que se pone sobre la mesa merece o no el precio que han puesto, o si es tan fresco o casero como promete el camarero. Tampoco la engañarás con los números, porque después de comprobar los comensales que asisten a una cena, sabrá a ciencia cierta la caja que se hace esa noche. Es capaz de evaluar la rentabilidad de un local en función del número de personas que se han contratado para el servicio. No deben faltar ni sobrar, el número ideal para asegurar el éxito es ajustarse al óptimo más uno.
Málaga
Junio de 1995
Sol
—¿Y qué significa eso del óptimo más uno? —pregunté con tan solo seis años interrumpiendo sin apuro la explicación que mi padre estaba dando a un jovencísimo aprendiz de cocina.
Enrique Herrera me lanzó una de esas miradas que aún recuerdo, de padre perdonavidas que dolía más que cualquier regañina. Mi madre era la de los gritos y estufidos, pero a él le bastaba con los ojos para advertirme que no iba por buen camino.
Su restaurante iba cada vez mejor y pretendía formar a ese muchacho para que lo ayudase en los duros meses de verano, pero conmigo merodeando cerca convertía esa tarea en un imposible. Y no, no es que fuera muy cocinillas, solo estaba celosa de ese extranjero desconocido al que mi padre prestaba tanta atención de repente. Hasta el punto de revelarle sin tapujos todos sus trucos de cocina.
—¡Yuri, explícaselo tú! —respondió, mordaz, para escuchar con atención lo que decía el chico.
Le encantaba poner a prueba a los principiantes.
El nuevo pinche frunció su entrecejo y me miró con gesto serio, torciendo sus finos labios mientras pensaba cómo actuar frente aquella situación tan comprometida en la que lo había metido. Estaba crispado. Tenía delante a una encantadora niñita de melena castaña y ojazos marrones que no podía ni imaginar lo que había tenido que sufrir él para llegar hasta allí. Era muy cruel que, ahora que estaba tan cerca de alcanzar su objetivo, lo apartasen de nuevo de la forma más inocente y estúpida posible.
Yo no sabía lo que era verte obligado a abandonar tu país, cuáles eran las consecuencias de una guerra ni lo que significaba pedir asilo político. No conocía ninguna de las desgracias por las que él había pasado y, por eso, en parte, Yuri me odiaba profundamente. Porque yo llevaba la calidad de vida que sus hermanos más pequeños habían perdido hacía tiempo.
Sin embargo, ese aprendiz de cocinero llamado Yuri Kusanovic volvió a demostrar aquel día que merecía el puesto al que aspiraba. Solo tenía que ganar la confianza de su maestro si quería que lo contratase de manera indefinida, y necesitaba ese empleo para poder traer a su familia a España, así que no toleraría que una niñita impertinente como yo arruinase sus planes. Por eso alzó la voz tras dar con las palabras adecuadas y, clavando sus ojos negros en los míos, afirmó con seguridad:
—En la cocina es fundamental que haya alguien que dé las órdenes, indicar los pasos a seguir, coordinar al personal. Eso es lo que hace tu padre aquí, por eso todos lo llamamos chef. Y, aunque su trabajo consiste en distribuir las tareas, su jornada no termina hasta que el último plato se ha recogido. Siempre está con nosotros para comprobar que todo va sobre ruedas. Y ante cualquier incidente, por pequeño que sea, nos brinda su apoyo. Escucha la opinión del resto para poder tomar la mejor decisión y comparte después con todos nosotros tanto el éxito como el fracaso. Él es el óptimo más uno, él es la clave de que esto funcione de maravilla.
A pesar de ser todavía una niña muy pequeña, tenía muy claro que mi padre se pasaba el día entre cacerolas. Si no estaba cocinando, estaba comprando en el mercado o eligiendo cosas para variar su carta. Sus días empezaban y terminaban en esa cocina. Sin embargo, nunca hasta ese instante me había sentido orgullosa por el hecho de verlo allí, liderando a un equipo. Siempre lo había visto dar órdenes, pero no entendía lo que había detrás de esas palabras. Lo sacrificado que era que su gente siempre pudiese contar con él, día tras día, hacer que ese negocio siguiera adelante a pesar de que cada día las cosas se estaban poniendo más difíciles.
Mi padre sonrió, satisfecho por aquella respuesta, estaba empezando a querer a ese joven emigrante como a un hijo y, a pesar de su marcado acento, era evidente que el afecto que sentía era recíproco. Yuri le había gustado desde que puso un pie en la cocina, porque había aprendido español en un tiempo récord para poder trabajar junto a él. En realidad, ese fue el único requisito que le impuso, ya que, como le explicó al entrar, en su restaurante solo se hablaba una lengua y era el español, ya que allí solo se servían recetas del país.
Mi padre puso una mano sobre su espalda en señal de conformidad y prosiguió su explicación. Yuri había venido de Europa del este, escapando de una guerra de la que mi padre solo había visto unas cuantas imágenes en la televisión. En su país, me dijo un día para asustarme, los niños se divertían con los fusiles del ejército. Entonces comprendí lo que estaba pasando en esa cocina, lo que en realidad hacía mi padre al darle un empleo a ese chico para poder sacar a flote a una familia entera.
—¡Sol! La merienda —gritó mi madre para que saliera al comedor, lugar que todavía permanecía cerrado para los clientes. Mientras ella organizaba las mesas, yo hacía los deberes comiendo unas deliciosas natillas.
—¡Ya voy, mamá! —respondí para que no se disgustara.
A partir de ese momento, siempre vería a Yuri como el hermano mayor que nunca había tenido, porque me había abierto los ojos a una realidad que yo desconocía. Quizá por eso, antes de irme, le saqué la lengua.
Madrid
Agosto de 2019
Sol
A los treinta años lo tenía muy claro, no iba a perder el tiempo entre cazuelas como le había pasado a mi padre. Lo que se cocía fuera de su cocina era aún más interesante. Por eso, aunque me cueste decirlo, no sé ni freír un espárrago. Y mirad que mis padres lucharon hasta el último momento para que no fuera así, pero eso se debe más a un acto de rebeldía por mi parte que de determinación.
Fue fácil, por tanto, llegar a este día. Un punto de inflexión en mi carrera. Tenía la entrevista de trabajo soñada para ser la nueva gerente de un hotel bastante conocido de Madrid. ¡Sí! Madrizzz. La capital de España, el centro de la península, el origen de las mejores oportunidades laborales. O eso es lo que mi mente estrecha y mi culo inquieto pensaban: «que todo lo bueno estaba fuera del pueblo».
Durante mis años de juventud me había portado bien, había hecho los deberes. Había sido de las primeras de mi promoción, con un inglés más que excelente, y acababa de terminar un máster en gestión hotelera. Lo tenía todo a mi favor para ser seleccionada. Todo. Sin embargo, no podía dejar nada al azar. Sabía lo que tenía que hacer y cómo hacerlo para que me llevase esa plaza que tanto ansiaba.
Por supuesto, tenía un plan.
—¿Higinio? ¿Higinio Gutiérrez?
Nota: toparse en la entrada de un hotel con el empresario andaluz que decide tu destino, y al que todas las revistas de economía dedican su portada, nunca puede ser casualidad.
—El mismo que viste y calza, ¿y tú eres? —Su acento era refrescante, musical, al igual que el mío. Ambos veníamos del sur y eso ya era un punto a mi favor.
Sonreí con picardía, mirándolo a los ojos, sin cortarme ni un poquito, haciendo casi inevitable que me acompañara con otra sonrisa. La conexión fue inmediata. Seguro que él no sabía ni por qué me estaba sonriendo, solo pensaba, quizá, que qué hacía una chica como yo en un sitio como este. Eso si le daba para pensar algo, claro.
—Sol, Sol Herrera. Encantada. —Me adelanté para darle dos besos, dejándolo descolocado.
Y así es cómo empieza esta historia.
O tal vez no…
Puede que, para entenderlo todo, tengamos que trasladarnos a la Puerta del Sol, tan solo unas horas más tarde después de aquella forzada presentación.
Madrid
Agosto de 2019
Tan solo unas horas más tarde…
Sol
La primera vez que vi a Riley Murray no llegué a saber su nombre y, a juzgar por su aspecto, tampoco me habría interesado.
Aquel día tenía mucha prisa. Había cruzado a toda velocidad la Puerta del Sol para no perder el metro que me llevaría a Atocha y, de allí, a mi casa: Málaga. Estaba tan ilusionada por haber conseguido ese empleo tan importante que solo quería ver a mis padres para celebrarlo. ¡Me sentía tan afortunada! Ellos habían invertido gran parte de sus ahorros en ese máster que me abrió las puertas de forma definitiva hacia mi gran sueño, y estaba dispuesta a premiar su sacrificio con una buena jubilación.
Tan ensimismada estaba con esos pensamientos que apenas me fijé en aquel chico desaliñado que, de repente, decidió levantarse del suelo donde había permanecido y comenzó a cantar acompañándose solo por las cuerdas de una guitarra:
Alone, listless.
Breakfast table in an otherwise empty room.
Young girl, violence.
Center of her own attention.
Por extraño que pueda parecer, mi cuerpo entero reaccionó de inmediato. Y digo extraño porque a mí ese tipo de cosas no me pasaban. O mejor dicho, nunca me habían pasado. Yo de siempre había sido una chica práctica con las ideas claras y los pies en la tierra. Más de números que de letras. Realista, llegando incluso a ser un poquito borde, es decir, lo más opuesto a romántica.
¿He dicho romántica? ¡Jamás! Justo en ese instante (y ya entenderéis más tarde por qué) detestaba todo lo relacionado con el amor.
Lo que más me sorprendió fue que mi cuerpo, mi propio cuerpo, me traicionase. De pronto, sentí un estremecimiento al escuchar su música, esa voz rota que rompía con el rumor que había a nuestro alrededor. Nunca había estado tan cerca de alguien que cantase así, de esa forma tan espectacular que parecía una verdadera estrella de la canción. Poseía un timbre inusual para ser alguien tan joven, con un tono profundo, intenso, tanto que conseguía hacer que los pies de cualquiera se parasen de repente. De hecho, consiguió que frenara mi carrera. Yo, que siempre me presentaba distante ante cualquier desconocido, fue como si algo tirase de mí y cambiase la dirección de mis pasos hacia él.
Puro magnetismo, o las jodidas hormonas, no sé muy bien lo que me hizo retroceder.
Nunca había creído en esas cosas del destino y la verdad es que no tengo explicación a lo que me sucedió. Riley y yo éramos dos polos opuestos. Yo, maquillada, peinada, vestida con falda y chaqueta de corte ejecutivo, y él…
Él…
En fin, tan ÉL.
Me quedé mirándolo con fijeza, observando con admiración cómo se movían sus manos sobre esa vieja guitarra española. Parecía estar sintiendo cada nota que salía de ella. A pesar de su falta de aseo, su apariencia era muy seductora. O al menos, para mí. De hecho, podría decirse que era tan guapo que hasta se le perdonaba el ir hecho un guarro. Un par de mechones castaños, casi rubios, caían sobre sus ojos claros de pestañas larguísimas quemadas por el sol. Estaba delgado, fibroso, puede que fuera un aficionado a algún tipo de deporte de agua, porque tenía la espalda ancha y los brazos bien definidos en relación con el resto de su cuerpo. Hacía días que no se afeitaba, algo lógico para alguien que parecía alérgico al jabón, pero su barba descuidada hacía aún más atractivo aquel rostro masculino. Tenía aspecto salvaje, de aventurero. Vamos, el típico surfista californiano.
Sonreí al darme cuenta de lo embobada que me había quedado durante unos segundos. Cerré la boca de inmediato y miré a mi alrededor, avergonzada. Entonces comprobé que no era la única persona que se había parado para escucharlo. Y no era de extrañar, su actuación lo merecía.
Una parte de mí, una que jamás reconocería, sintió envidia porque ese chico era capaz de entregarse en cuerpo y alma a aquella canción de una forma casi liberadora, haciendo que cada palabra de aquel estribillo doliese en el alma. Y yo, por muy buena que fuese con los números, o negociando tarifas, o hablando idiomas, carecía de dotes artísticas para expresarme.
Reconozco que fue una gran interpretación, una que todavía hoy puedo escuchar si cierro los ojos:
Don’t call me daughter, not fit to.
The picture kept will remind me.
Don’t call me daughter, not fit to.
The picture kept will remind me.
Don’t call me…
No hacía falta ser un fan de Pearl Jam para quedarse inmóvil frente a Riley mientras cantaba, haciendo vibrar las cuerdas de aquel instrumento como si fuera una prolongación del dolor que era capaz de transmitir de tal forma que no fuera indiferente para nadie. Pronto fuimos un corro de curiosos los que seguíamos atónitos ante aquel cantautor extranjero, porque de eso no había ninguna duda. Como diría mi padre, un guiri perroflauta tarifeño, como tantos otros que he conocido en mi vida.
Era tan bueno que a ninguno pareció importarnos mucho el calor de mediodía en pleno mes de agosto. Alguien detrás de mí preguntó en un susurro si era famoso. Supongo que era demasiado increíble que alguien así estuviera viviendo en la calle, sin documentos para estar residiendo en el país, aunque para mí no lo era tanto.
Allí no había cámara oculta. Ni trampa ni cartón. Ese sintecho no tenía dónde caerse muerto, aunque fuese un prodigio como solista, y ese triste pensamiento me hizo apretar los puños con rabia. Las lecciones de vida que mi padre me había inculcado hacían que esa escena me provocase, que tuviese ganas de gritar lo injusta que era la vida para algunas personas.
Yo también tenía mi corazoncito, aunque pareciese una chica insensible —o eso me había dicho no hacía mucho un cobarde que tenía por novio a través del móvil, que, aprovechando mi viaje a Madrid, había decidido cortar justo después de saber que la entrevista me había ido bien y que deberíamos mantener una relación a distancia—.
No, no podía soportar ese tipo de injusticias.
En la actualidad ser artista estaba infravalorado. La cultura no era algo en lo que alguien inteligente invertiría su dinero. A pesar de merecer todo el respeto del mundo, la gente estaba menospreciando cada vez más el arte, porque ya ni siquiera podíamos reconocerlo.
Algo se removió en mi interior y quizá por ese motivo deseé ayudarlo de alguna manera, dándole una oportunidad para conseguir su sueño, como mis padres habían hecho conmigo.
Fue entonces cuando me prometí a mí misma que, si algún día estaba a mi alcance, ayudaría a la gente como ese músico de la calle. Gente capaz de demostrarle al mundo lo mucho que nos estábamos equivocando. Tanta experiencia virtual, digital, extrasensorial, estaba relativizando nuestros propios sentimientos. Estábamos dejando de apasionarnos por las cosas, de vivir la vida.
Puede que, porque mi infancia fuese en un pueblo pequeñito de Cádiz, en el seno de una familia humilde, siempre me había entretenido con lo más simple. La conversación con las vecinas en el patio mientras cortaban las judías para la cena, refrescarme en verano con el agua de la manguera que utilizábamos para regar las plantas del patio o despertarme con las chicharras en la siesta. Por eso valoraba tanto el toque de una guitarra española, porque me devolvía a esos días perdidos entre tantos recuerdos entrañables. Imborrables. Muy míos.
Terminó su canción y Riley volvió a una realidad que, en esa ocasión, lo sorprendió gratamente. Había congregado a un pequeño grupo de admiradores a su alrededor que no tardamos en aplaudir su modesta actuación en directo. Aquello hizo que levantase esos preciosos ojos hacia nosotros para dar las gracias en un simpático español y cuando nuestras miradas se cruzaron, mi interior se agitó.
Había llegado a tocarme sin poner ni un solo dedo sobre mí.
Fue un chispazo abrumador.
En ese preciso instante supe también lo perdido que estaba a pesar de recibir el calor de un público. Estaba rodeado de gente, pero sin casa, sin familia, sin amigos. ¿Quién o qué lo habría llevado a estar en esa situación de tanta necesidad?
Incómodo por sentirse descubierto, Riley escondió su rostro bajo unos ya conocidos mechones grasientos, y fingió afinar su guitarra mientras algunas personas se acercaban para dejarle dinero en la funda que había junto a sus pies. Esto alegró su semblante de inmediato. Esa mañana podría almorzar algo más que un café en un vaso de plástico.
—¿Qué demonios haces aquí? ¡Deja de tocar por las calles y súbete a un escenario! —dije en mi mejor inglés cuando mis monedas cayeron sobre el resto, colocándome justo enfrente de él.
Riley entonces me dedicó una enorme sonrisa. Conocía el idioma lo suficiente como para saber que había formulado la frase de forma correcta, pero me dio la impresión de que se reía de mí. ¿Tal vez fuera por mi acento? Todo el mundo me decía que era muy andaluza, incluso cuando intentaba hacerme entender en otra lengua que no fuera el español.
—Eres muy amable —respondió en su lengua natal sin dejar de mirarme. Y reconozco que me gustó esa forma que tuvo de recrearse en mí con pereza.
—Te deseo mucha suerte —expresé mis deseos esforzándome aún más en vocalizar de forma correcta. Incluso mi profesor de inglés habría estado orgulloso de mí.
Riley volvió a sonreír, esta vez fue de una forma más disimulada, pero no menos provocativa. Creo que notó mis pobres intentos por corresponderle, así que decidió hacer lo mismo diciendo en español:
—Digo lo mismo, chica bonita —respondió con tanta ternura que me sorprendió.
Más correcto habría sido «lo mismo digo, chica bonita», pero di por buena su respuesta dadas las circunstancias, y así se lo demostré levantando mi pulgar. Gesto internacional que imitó mientras me alejaba.
Porque sí, antes de bajar a la boca del metro y perderlo de vista, cometí el error de girarme por última vez. Quería saber si seguía mirándome de esa manera tan extrovertida y me emocionó comprobar que el muy canalla no me había quitado ojo de encima.
Aquella vez perdí el AVE de regreso a casa por culpa de aquel guitarrista extranjero. Puede que por eso nunca se me olvidó su cara y nuestro extraño pero breve encuentro en una estación del metro en Madrid.
Dos años y una pandemia más tarde…
Thank you – DIDO
Riley
—¡Arréglate! Hoy es tu día de suerte —ordena Sunday nada más coger su llamada.
Mi amigo sabe mejor que nadie que llevo meses buscando trabajo y, gracias a su hermana Mercy, acaba de conocer a una chica que está desesperada por encontrar a alguien como yo. Un manitas, que no un chapuzas. Es decir, un tipo que sepa hacer un poco de todo, pero sin tener que facturar nada a cambio. Algo muy usual en este país.
La muchacha en cuestión es la gerente de un modesto hotel vacacional a medio camino entre Torremolinos y Málaga, perdido en esa jungla de resorts que han crecido como esporas frente al mar Mediterráneo dando forma a lo que todos conocen como la Costa del Sol. Como tantos otros negocios de hostelería, se ha visto obligada a invertir un dinero que no tenía para poder abrir sus instalaciones con todas las medidas de seguridad que dicta el Gobierno. Al parecer, tras el Estado de Alarma, se quedó sola al frente del negocio antes incluso de que se inaugurase y con una soga de deudas al cuello.
La verdad es que no me gustaría estar en su pellejo, todo este mercado ahora mismo es muy inestable, el sector tardará años en volver a repuntar. Sin embargo, quiere comenzar la temporada con una gran oferta turística para atraer al mayor número posible de clientes, centrándose, sobre todo, en los extranjeros, que son los que más dinero dejan en esta zona. Y quiere hacerlo, además, con el mínimo personal disponible. Es su método para poder rentabilizar todos los gastos que lleva acumulados hasta la fecha. Tan apurada está de dinero que ha tomado decisiones tan arriesgadas como la de prescindir del aire acondicionado. La factura de la luz es para ella otro quebradero de cabeza. Una solución estúpida si sabes lo que es el calor en el sur de España. A cambio, ha comprado a precio de oro treinta y cinco ventiladores de techo para cada una de sus habitaciones. ¡Y el que se lo ha vendido ni siquiera le ha ofrecido el montaje gratuito! No será ni la primera ni la última estafada de España. Pobre, me empiezo a compadecer de ella, y eso que ni siquiera la conozco.
Después de escuchar semejante disparate de boca de su hermana, Sunday no solo ha pensado en mí para echarle una mano, también se ha personado en su hotel y la ha convencido para que me hiciese una entrevista urgente. Según él, soy el tipo que está buscando, perfecto para cubrir la vacante de mantenimiento: alguien barato, que cuide de su hotel como si fuera su propia casa y que no pretenda engañarla de ninguna manera.
—Olvídate de mí, Sunday. Si esa mujer no tiene dinero, no va a pagarme. Conozco muy bien a ese tipo de clientas, me darán largas cuando termine el trabajo con cualquier excusa. Además, debe estar mal de la cabeza si piensa que los turistas no se quejarán cuando sepan que sus habitaciones no tienen aire acondicionado. Van a empapelarle el hotel con malas reseñas. A los pocos días nadie querrá alojarse —contesto de inmediato, vaticinando con seguridad su futuro más negro.
—Por eso tienes que ayudarla. Tú eres lo que ella necesita.
—Ayudarla yo, ¿por qué?
—Escucha, chico. Primero de todo, no vayas tan a la defensiva. Ella no tiene la culpa de lo que te pasó. No solo va a ofrecerte un contrato laboral y buenas referencias al terminar la temporada, también te dará un alojamiento. —Aquello me hace recular. Son palabras mayores.
Mi amigo es de lo más persuasivo cuando quiere. Él me ha dejado vivir en su casa todo este tiempo y durante nuestra convivencia hemos hablado mucho sobre las situaciones difíciles por las que hemos tenido que pasar. Sunday sabe que me engañaron en mi último trabajo y cuánto odio que se aprovechen de mí. Por eso lo creo cuando dice que es una oportunidad, o quizá quiero creerlo porque estoy harto de mi mala suerte.
—La chica apenas puede pagarte, por eso incluye en su oferta laboral una habitación. Una habitación en un puñetero hotel de playa, con piscina y todo. ¿Me has oído? ¿Sabes lo que cuesta eso en pleno verano en la Costa del Sol?
—¡Sí, lo sé muy bien! —barbullé, pensativo.
Llevaba meses viendo los precios de los pisos en alquiler. A cada mes, más altos. Pero por algún lado debe haber gato encerrado, por eso guardo silencio. Prefiero pensármelo mejor.
—Tío, confía en mí. —La voz de Sunday sigue apremiándome al otro lado del teléfono—. La muchacha es legal. Es un cielo de niña, mi hermana la adora, pero ahora está pasando por un bache muy feo. Tanto en lo financiero como en lo personal. Por eso verás que se la comen los demonios por dentro, pero de verdad te digo que es buena persona.
Silencio continúa al otro lado del teléfono. Mi amigo se muestra tan efusivo a la hora de recomendarme a la jefa de su hermana que sospecho aún más de ella que antes.
—¡Oye! —exclama un poco harto de mis dudas— ¿Te acuerdas de cuando te plantaste en mi casa pidiéndome un sitio donde dormir? Pues ella ahora está casi tan perdida como tú ese día y todo por culpa de haber confiado en terceras personas, lo mismo que te sucedió a ti. Su situación es muy parecida. En serio, ¿vas a negarte? Dijiste que me ayudarías cuando lo necesitase. Pues bien, en este momento reclamo mi deuda, aunque sea haciéndole un favor a otra persona. Así estaremos en paz.
El maldito Sunday sabe cómo ablandarme; con un gruñido acepto su propuesta a pesar de no tenerlas todas conmigo.
—¡Genial! —suelta entre risas—. Recuerda, la chica se llama Sol y te espera a mediodía en su despacho. Yo mismo te llevaré al hotel, así no la harás esperar demasiado, no vaya a ser que cambie de opinión antes de verte.
—Gracias, Sunday —manifiesto con sinceridad, pues sé que también hace esto por mí. Necesito volver a trabajar y dedicar mi tiempo en algo—. Es un alivio saber que cuento con gente como tú a mi lado.
—Querrás decir tan guapos y estilosos como yo, ¿no? Tranquilo, no gastes saliva dándome las gracias, lo hago por mí, ¿entiendes? ¡Estoy harto de verte por mi casa todos los días!
Sonrío. Puedo imaginar a Sunday enseñando su baraja de dientes blanquísimos junto al móvil. Mi amigo es de origen nigeriano y conoce mejor que nadie lo que significa que te den una oportunidad en un país extranjero.
—Solo prométeme una cosa, ¿vale? No la fastidies… ya sabes a lo que me refiero —añade tras una pausa para evitar enumerar mis antecedentes: una ristra de nombres de mujer que siempre termino olvidando.
—Tranquilo —respondo con rapidez—. ¿Por quién me has tomado?
Aunque todavía no sé hasta qué punto ha acertado mi amigo con esa advertencia.
La chispa adecuada – Héroes del silencio
Sol
—¿Sol Herrera? ¡Hola! Soy Riley Murray. Perdona si te he hecho esperar —dice con seguridad en un estupendo español, adelantando su brazo tatuado para chocar los nudillos. Algo que nunca me sale bien y, cuando lo hago, queda siempre un poco torpe.
—No te preocupes. Estás perdonado.
Carraspeo de forma disimulada para reponerme de la impresión. No sé ni cómo me ha salido la voz. Cuando el hermano de Mercy me habló de su amigo, en ningún momento me comentó nada acerca de su extraordinario físico. Solo sabía de él que era muy trabajador y que había tenido mala suerte en el curro anterior, por eso necesitaba un empleo de manera urgente.
Siento la garganta seca y humedezco mis labios. No pretendo parecer insinuante y menos mal que con la mascarilla no se advierte, porque me pondría aún más nerviosa.
¡Madre! De repente, hace mucho calor en mi despacho.
Me detengo ante ese rostro exótico porque me resulta ¡¿familiar?! No logro averiguar dónde lo he visto antes, y no me refiero a la televisión, porque me suena de algo más cercano, aunque debo descartar esa idea de inmediato porque es evidente que Riley Murray no es de por aquí ni mucho menos.
Debo haberlo visto en mis mejores sueños.
Frente a mí se encuentra un chico castaño claro, casi rubio. Más largo que un día sin pan, aunque para mí eso es algo muy normal porque soy muy chiquitilla. Incluso con tacones alcanzo a duras penas el metro sesenta. Tiene los ojos de un color muy raro, amarillo ocre, y la tez morena. Bronceada. ¡Qué envidia! Seguro se pasa las tardes enteras tomando el sol en la Malagueta, fijo.


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