El susurro del viento de Claudia Barzana

El susurro del viento de Claudia Barzana

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El susurro del viento de Claudia Barzana pdf

El susurro del viento de Claudia Barzana pdf descargar gratis leer online

un niño rehuye en existo de la noche: lo inculpan de un crimen. vence acentuar a un bastimento que no se percata adónde va; data a un país del que no se comunica el dialecto. idea en la mafia un defensa, un antojo de vida, una parentela. con la misma inflexibilidad que la mafia invoca a quienes traicionan, él no puede arrinconar el corazón que dejó allí.

luca y eva han existido apurada la vida anexos en la estancia el reconozco, en cándidos ventiladores. ella es la hija del dueño; él, unigénito de un soldado. no hay galardones entre ellos, no cuando atañen exclusivos, no cuando el mundo es el que han fabuloso señero para los dos.

el golpe del amo de eva los sobresalta. luca es atacado. ella, avergonzada, no puede taparlo. en aquel tiempo, sin nada que lo ate, maquinado, huye. se calza unirse un carabela con requiero a puestos juntos. ultratumba construye su vida, se muda el anagrama, se incluye con la mafia, se dirige a ser la aventura comisión de al capone en chicago, la ayuntamiento del presunción. es el ventolera el que le cobra los latosos recuerdos; es el ventisca el que le suena el titule de eva. entre el animosidad y el chifladura, entre el filantropía que no granjea extraviar y una vida que ya no es la que se aficiona, luca conoce que débito mandar a ajustar las ocupaciones con un contagiado por instantes ría como una brisa, por ocasiones indomable como un tormenta.


A mi padre, amante del jazz, del boxeo
y de las películas de gánsters
ambientadas en los años treinta.
En donde estés, espero que disfrutes
de esta historia.
No te alejes de tus ilusiones.
Cuando ellas ya no estén,
aún vas a seguir existiendo,
pero habrás dejado de vivir.
Mark Twain, A tramp abroad.
Following the Equator. Other travels.
PRÓLOGO
Buenos Aires, 1920.
Un fuerte relámpago iluminó el cielo plomizo. El ensordecedor trueno que lo sobrevino no logró acallar el alarido que emergió desde mis entrañas. La lluvia se había desatado, y el viento arrasaba con todo lo que se me cruzaba en el camino. Los charcos de tierra enlodada minaban el camino por el que andaba. La desesperación no era buena consejera, sin embargo, me había embargado por completo. Me moví por impulso sin siquiera sospechar que lo que estaba haciendo marcaría mi destino. Tenía el cuerpo mojado, no dejaba de tiritar, no por la baja temperatura, sino por lo que había sucedido en El Recuerdo. Mis talones le imprimían mayor velocidad al caballo, a la vez que las imágenes se me agolpaban en la mente sin dejar de atormentarme. Huía del lugar que me había acogido durante mis cortos dieciocho años de vida. Nunca habría querido abandonar todo aquello, pero no me habían dejado opción. Mi voz no sería escuchada; eso ya no importaba. Solo repiqueteaba en mi memoria la frase que ella me había lanzado como un dardo directo al corazón. Por ella yo habría sido capaz de todo. En ella confiaba, y era el motivo por el que había permanecido en la estancia. Sin embargo, a causa de ella la abandonaba. Observé de soslayo a mi alrededor; la constante lluvia no tenía visos de amainar. Quizás eso ayudaba a que no me estuvieran buscando y me diera algo de tiempo a huir hasta arribar a la ciudad. Debía llegar a las cercanías de la estación de tren del pueblo. Esa noche pasaba el tren de carga, esa noche de la semana en la que había tenido que huir. Si todo no hubiera sido tan desgraciado, diría que se trató de un golpe de suerte. No dejaba de pensar que, no bien se despejara un poco el camino y la muerte de don Soria tomase estado público, el personal de la estancia comenzaría con la cacería hasta encontrarme, que intentarían terminar con el culpable de la muerte del patrón de la estancia. Los nervios me mantenían alerta ante la incertidumbre de lo que podría ocurrirme. A medida que avanzaba, me cuestionaba si estaba haciendo lo correcto, si podría dejar todo atrás y volver a empezar. Una vez más, la imagen de ella aparecía en mi mente. Probablemente, nunca se escabulliría de mi memoria. No importaba si el cándido recuerdo que yo tenía de ella, hasta lo sucedido horas atrás, se había evaporado. Tampoco si la odiaría por el resto de mi vida. Solo sabía que era parte de mí y que debería intentar sepultarla como en pocas horas más lo harían con su padre. Entre los árboles que me cobijaban, escuché cómo el tren partía de la estación. Había, pese a lo cerrado de la noche, encontrado el lugar correcto: a pocos metros de la estación, donde el tren aún no tendría velocidad y yo podría escabullirme sin ser visto, sin que nadie lo supiera.
Bajo las tibias luces del amanecer llegué a la ciudad de Buenos Aires. Bajé del tren y me detuve para orientarme. El puerto era la única escapatoria posible. Me detuve a contemplar las construcciones de ladrillo edificadas a la vera del río y me sentí pequeño. El ir y venir del personal era constante, y gran cantidad de barcos estaban anclados en las dársenas a lo largo de la ribera. Solo en dos oportunidades había estado en la gran ciudad, y lo había hecho en compañía de don Soria para adquirir mercadería. Lo único que recuerdo de la última vez fue que trabajé sin descanso cargando y moviendo la mercancía. Aunque nos hubiésemos quedado más tiempo o la actividad hubiese mermado, no habría tenido tiempo de recorrer la ciudad; además, él no lo habría consentido. El trato que me dispensaba no permitía que me distrajera del trabajo. Ese era el precio que debía pagar por permanecer en la estancia. Ya había dejado de ser aquel joven escuálido y desvalido, no solo por mi condición física, sino también por la falta de protección paterna. Hacía tiempo que mi padre había muerto; él se había ido de este mundo con el mismo cargo y condición con el que había ingresado al establecimiento. Como peón, había sabido acatar órdenes; inclusive, por momentos, parecía que una mezcla de temor y resquemor le corría por las venas. Quizás verlo actuar de esa manera talló en mí el carácter odioso con que me describían. Al ser el menor de todo el personal, aprender a defenderme había sido básico para subsistir. En los últimos dos años, mi cuerpo había cambiado a la par de la inquina que sentía por Soria. La aversión por él crecía año a año. La dureza e injusticia a la que había estado sometido me había curtido. Con el tiempo, había aprendido a no amilanarme frente a su déspota actitud. La misma que desplegaba con su hijo menor y que reservaba para ocasiones en que nadie pudiera verlo ni observarlo. Había descubierto esa actitud en una de las largas jornadas que cumplía en la estancia. Yo siempre estaba atento y alerta a todo lo que ocurriera a mi alrededor. Había notado que Ángel, el hijo de Soria, no lograba enfrentarlo, a pesar del destrato que le dispensaba. Sin embargo, el muchacho no me preocupaba. Lo único que me importaba era que nada le ocurriese a su hermana. Por eso estaba convencido de que podía hacerle frente a todo y a todos, salvo a ella. De eso acababa de darme cuenta.
Continué recorriendo una amplia explanada de cemento bordeada por las aguas turbias del río. Grandes portones metálicos se abrían de par en par para permitir el ingreso de maquinarias y cargamentos que serían depositados dentro para luego ser clasificados y entregados. Cada tanto asomaba una construcción de la que salían y entraban personas con documentos en las manos con la prisa dibujada en los rostros. Cada uno estaba muy centrado en las ocupaciones que desarrollaban. Nada a su alrededor parecía alterarlos. Vi una oficina de venta de pasajes y hacia ahí enfilé. No me importaba el destino, sino poder irme en el primer barco que zarpase. Sin embargo, a pesar de contar con dinero, no había algún pasaje disponible. En ese instante, bajo el escrutinio del empleado sobre mí, fui consciente de mi aspecto. La lluvia no había borrado los rastros de sangre de mi camisa, como tampoco las manchas de lodo que tenía por el resto del cuerpo. Debía cambiarme, lavarme las manchas. Caminé por un pasillo y localicé una pequeña sala por la que algunos operarios salían. Me escabullí y entré. Apilada en estantes, había ropa de fajina junto a artículos de limpieza clasificados sobre una pared. Me cambié con rapidez e hice un nudo con mi ropa y la arrojé dentro de un cesto de basura. Nadie buscaría allí. Al salir, me crucé con un hombre que estaba merodeando: ya lo había notado minutos antes.
—Parece que estás apurado por conseguir un pasaje.
Tan solo mirarlo me dio mala espina. Lo que menos deseaba era llamar la atención. Apenas lo escuché y continué mi camino sin saber hacia dónde ir.
—Si cuentas con dinero, puedo solucionarte los problemas.
Me detuve.
—Puedo hacerte un pase en el barco que sale en dos horas. Si lo haces, deberías embarcar ahora mismo para completar los trámites.
Me quedé mirando el aspecto del sujeto. En vano, podía intentar ocultar la desesperación que cubría mi cuerpo. Por más que dudase de ese hombre, era la única oportunidad que tenía y no pensaba desaprovecharla.
—Solo debes pagarme y te daré un lugar en el barco en el que trabajo.
—¿Cómo sé que me dice la verdad?
—Debes confiar en mí; tengo que embarcar con dos empleados, pero uno de ellos no vino.
No podía ni siquiera analizar la propuesta: tanta urgencia tenía.
—Si continúas dudando, quizás el empleado retrasado aparezca y te quedes sin lugar.
—Está bien.
—Eso sí, deberás trabajar a bordo a cambio de comida y un espacio para dormir.
Toqué con mis dedos el dinero que había guardado. Supe que me jugaba la única carta que tenía. Entendía que ese sujeto me estaba estafando, pero eso no era lo que me angustiaba. Tampoco importaba el trabajo que debía hacer ni en qué condiciones viajaría.
—Esto es todo lo que tengo —dije y le extendí unos billetes.
—Algo más —esgrimió al tiempo que guardaba el dinero en un amplio bolsillo—, si no te comportas a bordo o incumples lo que te ordene, te dejaré en el primer puerto en que hagamos escala. Cumplirás a rajatabla lo que te pida. Me llamo Antonio, pero de ahora en más para ti soy el señor Pereyra; así te dirigirás hacia mí.
Asentí con la cabeza junto a la boina con visera de color caqui y el resto de la ropa de fajina que había sustraído. Lo seguí sin hacer preguntas porque tampoco deseaba que me las hicieran. Un amplio transatlántico estaba fondeado en una de las dársenas. En un extremo alejado del buque algunos operarios trabajaban con carretillas; en paladas, introducían, por los bolsillos laterales del navío, el carbón que alimentaría a esa descomunal masa de acero que trasladaría a miles de pasajeros.
—Por acá —me indicó Pereyra—. Callado para no complicar más las cosas.
Subimos por una escalerilla, aunque yo no dejaba de observar los movimientos en la dársena. Una larga cola de personal aguardaba para ser controlado. Solo quedaban tres personas hasta que llegase mi turno. Alcancé a ver a un joven que desde la plataforma gritaba a viva voz, batía las palmas y hacía señas al personal que estaba atendiendo. El fuerte viento de la mañana arrastraba la voz de ese joven; en medio del vendaval alcancé a escuchar el nombre “Pereyra”.
—Aquí tiene todos los datos. —Don Antonio entregó la documentación.
—¿Usted se apellida “Pesce”?
Dudé solo unos segundos ante la exhaustiva mirada de mi nuevo patrón.
—Así es —contesté al ver que no estaba completa la casilla con el nombre.
—¿Nombre?
Un pequeño asentimiento de mi nuevo patrón aprobó que lo dijera.
—Luca.
Supe que no importaba cuál dijese. Por eso prefería dar el mío, ya que acababa de enterrar el apellido familiar. De ese momento en adelante, sería un Pesce; la sangre italiana que bullía en mi interior se mantendría intacta.
—¿Tiene el documento?
Fijé la mirada en el empleado que hacía la requisitoria sin un ápice de nervios. Parecía escrutarme más de la cuenta. Los gritos del joven que pretendía subir se hacían más nítidos y escandalosos.
—¿Aquel joven lo está llamando?
—No sería el primero ni el último, todos saben a quién buscar cuando se quiere trabajo —replicó Pereyra.
—Pero…
—Este joven viene conmigo —intercedió al instante—. Completé toda la información hace días para evitar tener problemas. Debemos ponernos a trabajar cuanto antes. No venimos a disfrutar de la travesía.
La duda atravesó el rostro del personal.
—El señor Pereyra constató todos mis datos la vez pasada. Creo que me olvidé la documentación, pero, si lo necesita, puedo ir a buscarla a mi casa.
—No hay tiempo para eso —exclamó Pereyra.
La gente que hacía la cola detrás de mí se impacientaba.
—Vamos, adelante. Encárguese de que cuente con lo necesario cuando alguien más le requiera la documentación —manifestó y tildó mis nuevos datos en la planilla de personal.
Nos alejamos de allí aunque había una duda que me carcomía.
—Creo que alguien allá abajo finalmente llegó —susurré a don Antonio.
—Lo sé, suele retrasarse. Ocurre que no siempre puedo sacar algo de dinero extra.
Supe entonces que debía cuidarme de aquel sujeto, aunque en la situación que me encontraba, eso sería lo de menos. Subí los últimos peldaños sin saber hacia dónde iría, ni cuál sería mi destino. Lo único que sabía era que al fin podría alejarme de la estancia. Dejaría atrás a mi madre y la vida que había llevado en El Recuerdo. Aún mantenía grabada en mis retinas el gesto en su rostro cuando me vio llegar luego de lo sucedido en la casona.
—¿Hijo, qué ha pasado?
—Don Soria ha muerto, y estoy involucrado en el hecho.
Pude contemplar dibujada en su rostro una mezcla de horror, dolor y decepción. Lo único que no vi fue pena. Parecía estar más conmocionada por la muerte de Soria que por mi situación.
—Nadie creerá lo que puedas decir. Lo mejor es que huyas, que te olvides de esta tierra, hijo querido. Siempre serás el responsable de la muerte del patrón.
Por más que me urgía tomar una decisión y que cada minuto que corría contaba, no pude dejar de preguntarle algo.
—¿Para usted, madre, parezco un criminal?
—No importa lo que yo crea, nadie te creerá. La única opción es que te vayas y no vuelvas. Yo no importo. Te pido que me olvides, que te olvides de este lugar y que te vayas.
Yo era el culpable. No había ninguna posibilidad de que los hechos fuesen distintos. Busqué de inmediato el dinero que escondía en un tarro de la cocina: todo con lo que contaba. La miré una sola vez antes de correr y buscar un caballo para emprender la huida en plena tormenta.
Dejé a un lado los recuerdos. De nada servía evocarlos. Con ese barco a punto de zarpar, acababa de sepultar el apellido familiar y debía hacer lo mismo con el joven que alguna vez había sido. Tampoco me iba a ser fácil enterrar el sentimiento que me unía a Eva ni tomar distancia de lo que sentía. Pondría todo el esfuerzo en conseguirlo, pero en el fondo de mi ser sabía que sería imposible. Sus últimas palabras resonaban en mi cabeza. Me volteé y miré las revueltas aguas del río sin saber hacia dónde me llevaría. Un solo pensamiento me invadió desde que había logrado estar a bordo: ¿podría en algún momento regresar? Lo intentaría, pero no por mi familia, sino para recordarle a ella el gran error que cometió la noche en que mi vida cambió y mi destino quedó marcado.
Desde la cubierta del barco fijé la mirada en la costa, la niebla comenzaba a disiparse y se elevaba sobre la ribera. Ya no quedaban vestigios de la tormenta. Unos débiles rayos de luz se escabulleron entre las algodonosas nubes para dar comienzo al nuevo día. El Vestris me alejaba de Buenos Aires; estaba convencido de que nada podría ser peor que haberme quedado en El Recuerdo.
CAPÍTULO UNO
La ciudad del viento
Chicago, finales de 1927.
El susurro del viento desbarataba el silencio en el que estaba sumida la zona sur de la ciudad. A pesar del tiempo que llevaba instalado allí, a Luca Pesce le costaba acostumbrase al permanente y constante aullido del viento. Por momentos le era difícil reconocerse. Poco había quedado del joven inexperto que había sido alguna vez y que había tenido que abandonar su tierra. Nunca se olvidaría del arribo al puerto de Nueva York, ni del tiempo que había estado allí aprendiendo a sobrevivir. Cada momento se le había grabado a fuego en la memoria. Evitó que la mente y los recuerdos que tan bien había escondido lo distrajesen y le opacasen la velada. Esa noche, había decidido no utilizar el automóvil y se había dirigido a pie hasta el estadio Soldier Field. Alcanzó la esquina; desde allí, se extendía la hilera de personas que pugnaban por acceder. Luca no tenía necesidad de hacer ese trámite para ingresar, ya que tenía una invitación especial de uno de los protagonistas del espectáculo. El interés que había despertado la pelea de esa noche era increíble. Quienes no habían podido hacerse de una entrada, la escucharían por radio desde sus casas. Se disputaba la revancha entre Jack Dempsey y Gene Tunney en la categoría peso pesado. El año anterior, la contienda se había llevado a cabo en Filadelfia. Había sido un combate a diez asaltos en el que Tunney le había ganado a quien ostentaba el título de campeón, y le había arrebatado el trofeo. Antes de dirigirse a su butaca, enfiló hacia el vestuario para saludar a Dempsey.
—Luca, mira cómo me tienen —exclamó tirado sobre una camilla mientras lo untaban con aceite.
—No puedes estar mejor —lanzó despreocupado.
—Espero esta vez lograrlo.
—Claro que sí.
—No eres el único que cuenta con que lo haga, mira lo que recibí.
A un costado había un enorme arreglo floral con una leyenda escrita con minuciosa caligrafía que rezaba: “Para los Dempsey, en nombre de la deportividad”. La esquela no tenía firma, aunque sabía a la perfección quién la había enviado. Las buenas peleas venían precedidas de una abultada suma de dinero de las apuestas. Nadie quería quedarse fuera, menos aún perder ni un centavo. La tarjeta funcionaba solo como un recordatorio de lo que se esperaba. Dempsey debía ganar, y un modo de presionar no solo al campeón, sino a los organizadores, era poner en conocimiento que la banda más importante de Chicago estaba tras Jack Dempsey. El modo sutil con el que había obrado Al Capone había surgido a pedido del mismo boxeador para que no divulgase que él estaba amparado por su organización. El boxeo no solo se trataba de un deporte frecuentado por fanáticos, sino, también, de una fuente de ingresos muy importante. La organización de Capone contaba con decenas de miles de dólares recaudados. A pesar de que algunos pocos se mostrasen indiferentes frente a la banda, la mayoría la respetaba. Si bien en la ciudad eran varias las que se disputaban el poder, solo una lo había logrado. Más allá de la amistosa relación que los unía, existía un dinero importante por el que pelear. La bolsa que se disputaba esa noche incluía un monto millonario, una suma acorde a los pesos pesados que se enfrentaban en la contienda. El prestigio que ambos boxeadores tenían hacía que la suma de dinero fuese tan alta. Las apuestas habían comenzado una semana antes. Sin embargo, en esa ocasión, Dempsey no quería verse involucrado. Estar ligado a la organización no dejaba de despertar comentarios maledicentes. Él necesitaba ganar y olvidarse del resto. Con la excelente carrera que había hecho ya estaba conforme y, si en su mente rondaba la posibilidad de retirarse en un futuro próximo, pretendía hacerlo con honores.
—Estoy al tanto —replicó con una mueca en la boca—; es un modo de estar presente, ¿no lo crees?
—De nada sirve hablar contigo —dijo al tiempo que doblaba una de las piernas—, es lo mismo que hablar con él.
Se refería al jefe que, en ese momento, estaría repartiendo saludos y felicitaciones a parte de los concurrentes en el recinto.
—Suerte entonces.
La admiración que Luca sentía por el boxeador se remontaba a cuando había apenas llegado a la ciudad de Nueva York. Fue allí, en el Polo Ground, que se anunciaba la pelea de Dempsey con el argentino Firpo. Luca apenas contaba con el dinero suficiente para poder acceder al espectáculo, y empeñó parte de lo que tenía para ir. Pudo ver cómo algunos inmigrantes de origen italiano se habían abalanzado sobre las vallas para tratar de ingresar al estadio. Él necesitaba ver al argentino en un combate contra quien había llevado la corona de los pesos pesados durante los últimos cuatro años. El Toro Salvaje de las Pampas, así lo habían bautizado, había logrado, no bien comenzada la pelea, darle un uppercut que dejó al campeón fuera de las cuerdas. Durante ese breve lapso, el argentino creyó que lo lograría. Pero el profesionalismo, la constancia, el empuje y la garra de Dempsey hicieron que se hiciese, una vez más, con el cetro de campeón. Eso había marcado la gran admiración que Luca le tenía, dado que había comenzado a foguearse en las peleas clandestinas, pero no pretendía evocar todo aquello y que lo retrasara. Miró el reloj pulsera de oro y se retiró de allí para dirigirse a la butaca ubicada en la primera fila. Los políticos más influyentes de la ciudad junto a sus mujeres estaban ya ubicados en los asientos. La estrella de cine, Estelle Taylor, esposa de Dempsey, aguardaba con expectativa el comienzo del combate en un lugar de privilegio, junto a Alfred Sloan, de la General Electric. Todos vestidos de gala, en especial las damas que habían sacado a relucir las joyas y las estolas de piel para adelantarse al crudo invierno que azotaría a la ciudad. Dos de los jueces que ocasionalmente Luca visitaba estaban sentados allí. Si bien a él no le gustaba estar en el candelero ni llamar la atención como al jefe, esa vez no dejaría que la lluvia de flashes de las cámaras fotográficas de los periodistas le hiciera perderse estar en la mejor ubicación ni disfrutar del espectáculo. Los medios periodísticos estaban allí para cubrir el evento. Esa noche, nadie hablaría de las muertes de la guerra entre las bandas mafiosas que se había desatado algunos años atrás. Chicago se había transformado en una tierra arrasada y sin ley. Nadie podía salir indemne del crimen y del delito. No había elección si se pretendía permanecer allí. Era muy difícil elegir de qué lado estar. En un bando, estaban los políticos corruptos, los jueces codiciosos y los policías sin escrúpulos. En el otro, quienes contrabandeaban el alcohol que la gente quería y consumía. En el medio, quienes ansiaban una copa de licor, whisky o cerveza. La Ley Seca, instaurada tiempo atrás, había conseguido el efecto contrario al que se había buscado al momento de ponerse en vigor la décimo octava enmienda. El Movimiento por la Templanza, de raigambre cristiana, que bregaba porque, al fin, se instalasen los valores morales en el país –creían en la abstinencia de alcohol como uno de estos valores–, confiaban en haber obtenido la mayor de las victorias con esa resolución legal. La Ley Volstead era un hecho, y quienes apoyaban ese movimiento estaban convencidos de que se abría un nuevo modo de vivir bajo los preceptos morales y familiares que la sociedad estadounidense necesitaba. Atrás habían quedado las campañas de las activistas feministas que, en pos de recuperar a sus hombres del vicio del alcohol, habían logrado la sanción de esa ley siete años atrás; estaban cansadas de las consecuencias del alcoholismo, del destrato y de los golpes, además de tener que hacerse cargo de todas las responsabilidades del hogar. El tiempo de posguerra había sido muy complicado de manejar para los soldados y los militares que habían regresado. Las heridas invisibles que había dejado el combate tornaban, en algunos casos, insoportable la existencia. La falta de trabajo para unos y la incapacidad física para otros hacían intolerable la vida cotidiana. El alcohol se había transformado en una ayuda para vivir. Eso agravó aún más la situación: no solo se discutía sobre los beneficios de la abolición del alcohol, sino también sobre la raíz cristiana en el origen de esa ley. Los fuertes deseos del reverendo Billy Sunday, que abogaba por una nueva nación, que sobrevendría si se cumplía con la enmienda que prohibía el alcohol, navegaron en agua de borraja. Nada quedaba de los buenos augurios que había prometido semejante decisión frente a la realidad que se vivía. La Ley Seca había terminado con la manufactura, la venta y el transporte de bebidas alcohólicas, lo que había dejado desempleados a quienes trabajaban en esas actividades. La Prohibición había potenciado el fuerte deseo por beber. Solo se necesitaba de un alambique para fabricar la bebida; en los hogares, se los podía esconder para continuar con el negocio. Si eso no era posible, se habían ideado los wine bricks, ladrillos de jugo de uva que traían las instrucciones en una etiqueta, que indicaba cómo proceder para hacer un vino casero. La calidad era paupérrima, pero calmaba el ansia de beber. Sin embargo, se necesitaba de otra infraestructura para elaborar productos de mejor calidad, con la que la organización contaba por lo que podía comerciar la sustancia prohibida en varios puntos del país. Casi nadie se negaba a disfrutar del alcohol; y las bandas mafiosas se peleaban por ser los reyes de las calles de Chicago.
—Pesce, por acá —indicó uno de los acomodadores que paseaban alborotados por complacer los pedidos de los invitados sin dejar de entregar el programa en el que constaban las proezas de los boxeadores.
Luca asintió con la cabeza. Antes de ubicarse saludó a los vecinos de asiento. A un lado, estaba un político de la ciudad de Nueva York, que había viajado con alguna excusa de trabajo, aunque con el oculto deseo de solo disfrutar del combate. Del otro, iba a ubicarse un juez que Luca visitaba. De vez en cuando, un sobre con dinero entregado a tiempo aplacaba cualquier mala decisión legal que pudiera tomarse. El apretón de manos entre ambos bastó como saludo. En un movimiento rápido, la bella y joven esposa del magistrado se ubicó al lado de Luca. De a poco, las luces se fueron apagando hasta quedar solo los reflectores que iluminaban el camino de los boxeadores hasta el cuadrilátero. El leve roce de los dedos de la mujer del juez sobre la mano de Luca hizo que se voltease para susurrarle.
—Lisa, compórtate.
—La semana pasada no has venido a verme.
Ella nunca había creído que pudiera verse deslumbrada por un hombre que no fuese su esposo. El poder de su marido sumado a la situación social que le brindaba estar casada con él la colmaba. Sin embargo, cuando conoció a Luca, todo a su alrededor comenzó a tambalear. Él, con ese aspecto físico y con esa mirada inquietante, se había vuelto un hombre irresistible. El desenfado con el que se movía y los silencios que tan bien manejaba lo convertían, además, en un hombre intrigante. Por más que ella buscase alejarse de él, no podía. Lo peor de todo era que sabía que para él, ella se trataba solo de una diversión. Se había convertido en su amante y, cuando él se cansase, la abandonaría por otra. Por lo que había escuchado, ninguna mujer había logrado atraparlo; estaba segura de que ella tampoco lo haría.
—No he podido.
—Te extraño y no sé qué hacer cuando no te veo.
El clamor de la concurrencia para que diera comienzo la pelea ahogaba las conversaciones que se hacían en la sala, inclusive los reclamos de Lisa. Con fastidio, ella miró hacia adelante. Luca retiró la mano del apoyabrazos de la butaca para concentrarse en la pelea. Los vítores que acompañaron el ingreso de los púgiles se fueron acallando a medida que los hombres subían al cuadrilátero y que el árbitro daba a conocer las reglas del combate. Minutos después, se escuchó la señal de comienzo de la pelea. Cada asalto que ganaba Tunney se sentía como un cachetazo para el público, en especial para Luca que había apostado por Dempsey. El encuentro se desarrollaba de manera pareja, con una ligera desventaja para el favorito. Ambos eran muy buenos.
En el séptimo asalto, Tunney quedó atrapado entre las cuerdas cerca de una esquina y su rival desató una serie de golpes combinados, que lo dejaron sin capacidad de reacción. Los últimos dos ganchos izquierdos que le lanzó a la barbilla lo derribaron. El público se puso de pie. La pelea parecía ganada, y el fervor de los asistentes se hacía notar en el recinto. El árbitro observaba la escena: Tunney estaba tirado en la lona, mientras que Dempsey también lo contemplaba, sin regresar al rincón neutral. Esa actitud, de acuerdo al nuevo reglamento, impedía que comenzase la cuenta regresiva del knock out. La lentitud de Jack para enfilar hacia su rincón hizo que el comienzo del conteo se demorara, de modo que su contrincante se recobró con esos largos segundos extras.
La pelea se resolvió en los tres asaltos restantes: Tunney le ganó a un cansado, desesperado y golpeado Dempsey. Las discusiones sobre lo ocurrido arriba del ring no cesaban en la platea. El público no dejaba de opinar a favor y en contra de lo sucedido minutos antes. En medio del alboroto, Luca decidió retirarse. No lo hizo solo; varios de los invitados que estaban allí, lo imitaron. A pesar del resultado, la fiesta recién comenzaba.
—Luca —lo llamó uno de los choferes que aguardaban fueran del lugar—, ya está todo listo.
Él asintió y caminó unos pocos pasos hasta el Cadillac negro. Encendió un cigarro mientras esperaba a Capone.
—Deberíamos enseñarle a contar a ese árbitro, ¿no crees? —le dijo Al a modo de saludo.
Luca esbozó una tibia sonrisa al tiempo que le daba una calada a su cigarro.
—Lo que sucedió arriba del ring fue inesperado para todos. La responsabilidad no es de quien hizo ese conteo, sino del cambio en el reglamento. Para mí, Dempsey sigue siendo el mejor.
—Tienes razón. No me gusta cuando a mitad de camino se modifican las reglas.
El vínculo que ambos mantenían con Dempsey hacía ver las cosas de modo diferente: había hecho todo para vencer a su contrincante; nadie esperaba ese final inesperado.
—El cambio de planes a veces es necesario, claro que no me refiero a lo que acaba de suceder en el ring.
—¿Por qué lo dices?
—He estado viendo en la ciudad otros lugares que pueden servir como tapaderas.
—Es lo que necesitamos.
Al oeste de Chicago, a una corta distancia de la ciudad, se erigía la población de Cicero. La bohemia y la tranquilidad habían marcado el ritmo del pueblo hasta que la banda de Capone se trasladó hacia allí. Desde aquel poblado era más fácil tener control de los negocios para, de ese modo, operar hacia los distintos lugares del país.
—Lo sé. Creo que el hotel Lexington es una buena opción.
—¿Qué me ofrece?
—Dos pisos a tu absoluta disposición. Desde tu despacho, podrás contemplar todo el South Side de Chicago; sin embargo, lo más interesante son los túneles que tiene.
Claro que deberían adicionar algunos paneles secretos, paredes móviles y alarmas para facilitar un escape si fuese necesario.
—¿Has estado allí abajo? ¿En qué estado están?
—En la zona del sótano, hay una red de pasadizos que se comunican con calles aledañas. Está bien, aunque podemos mejorarla. Además, queda cerca de uno de nuestros depósitos. De ese modo, se puede transportar la mercadería sin tener problemas.
—Entonces, dispón de todo lo que necesites para operar desde allí. Quiero que todo esté en perfecto funcionamiento. No pretendo apurar las cosas. Espero que cuando estemos allá los muchachos no festejen más de la cuenta.
Luca sonrió. Las juergas se volvían interminables, en muchos casos se extendían más de un día. Era habitual que algunos de los hombres de la organización, en medio del alcohol y las mujeres, destrozaran parte del alojamiento. Claro que los gastos corrían por cuenta del jefe, y Luca se encargaba de tapar las habladurías con dinero para evitar que las cuestiones se dirimiesen de otro modo.
—En unos meses, todo estará acondicionado para el traslado.
—Está bien. Otra cosa: vi que mantienes aún buenos contactos con el juez Harrison —dijo con un sarcasmo que no pasó desapercibido para Luca.
Desde que se había instalado allí y comenzado a trabajar para la organización, había obrado con mucha cautela. Supo, de inmediato, que, si cometía excesos, los podía pagar muy caro.
—Si te refieres a Lisa, todo está terminado.
—Creo entonces que deberías explicárselo mejor. Ha estado preguntado por ti antes de que llegaras.
La cercanía de Pesce con la esposa del magistrado podía poner en peligro algún que otro favor que la banda necesitase. Si bien el dinero que el juez les cobraba debía ser suficiente para poner los oídos sordos a los rumores, se lo notaba un hombre enamorado de su mujer; algo peligroso para el negocio que llevaban adelante. Luca no estaba dispuesto a comprometer las operaciones por una aventura.
—Hablaré con ella. Igual me aseguré de que esta noche no concurra.
Poco después, una caravana de cuatro automóviles negros avanzaba por la avenida South Michigan, que atravesaba el centro comercial y cultural de Cicero, hasta llegar al hotel Metropole. Era un edificio de lujo de seis pisos que se había transformado en el cuartel general de Capone. Estaba enclavado a unas pocas cuadras del departamento de policía y del ayuntamiento. La ubicación hablaba por sí sola acerca del poder y del dominio de la organización. No había sido en vano la lucha entablada años atrás para apoyar la elección de William Thompson a alcalde. La lucha no solo se había dado entre los simpatizantes del político y de su contrincante, sino que también se había disputado en los distintos medios de comunicación. La sangre había corrido por las calles de Cicero; la tinta, por los periódicos. El apoyo que la banda le había brindado al alcalde se había traducido en miles de dólares para la campaña política. Luego del triunfo, la organización había pasado a ocupar un lugar importante entre la ciudadanía de la localidad de Cicero. Hacía tan solo unos pocos meses, Al, junto a sus allegados, había sido invitado a participar del ágape de recibimiento del piloto italiano Francesco de Pinedo, de raigambre fascista y seguidor de Mussolini. La invitación, que incluyó un paseo en un hidroavión por el lago Michigan, no había sido más que una excusa para que Thompson se asegurarse de que no habría una manifestación antifascista. La organización evitaría que se cometiese cualquier ataque en aquel recibimiento. De ese modo, la banda había obtenido carta franca para operar, a cambio de los sobres que se repartían a los miembros de la policía y a las personalidades de la política. La protección era mutua: por un lado, las autoridades sabían que estarían protegidos de que una banda con la que no tuvieran tratos cometiese delitos; por el otro, la organización se aseguraba de ser la única que actuaba allí.
Por todo eso, Cicero había sido el lugar elegido para realizar la gran fiesta en homenaje a Dempsey. Ya no importaba que no hubiera ganado la pelea. El campeón no podía ser definido por un solo combate. Había demostrado, en su extensa carrera, la pasta de la que estaba hecho. La fuerte amistad que mantenía con algunos miembros de la organización y el estrecho vínculo que los unía hizo que el resultado no hiciera mella en la celebración. Gran cantidad de los invitados que habían concurrido a la pelea sería parte del festejo. Varias de las habitaciones del edificio estaban reservadas para extender el alcance de la fiesta. No era una novedad que las celebraciones dadas por la organización durasen más de lo habitual. En más de una ocasión había sucedido. La diversión estaba garantizada con el alcohol, que se ofrecía a raudales, y con las mujeres, que, provenientes de los burdeles cercanos, participaban de la fastuosa celebración.
Nadie que comerciara o tuviese contacto con la organización quería estar ajeno al festejo. Por otro lado, los habitantes del poblado ya estaban acostumbrados a lidiar con Capone y su gente.
—¿Te quedarás aquí?
—Solo hasta mañana, aunque la provisión de bebida me permitiría quedarme más tiempo —dijo entre risas.
—Guardaremos una parte para la fiesta en el hotel Lexington. Cuando vendemos licor se llama contrabando, pero, cuando nuestros clientes lo ofrecen en bandejas de plata, se llama hospitalidad —concluyó con una mueca sarcástica.
Al no podía quejarse de Pesce. Era un joven inteligente que manejaba de modo excelente algunas de las inversiones que la organización hacía. Entre ambos, había muy poca diferencia de edad, lo que hacía que lo sintiera cercano. Hasta el momento, Luca nunca se había metido en problemas, cosa que agradecía por demás. El trato que él le dispensaba provocaba resquemores dentro de la banda. Si bien estaba estructurada en distintas áreas, en las que cada quien era responsable de lo que le tocaba hacer, Luca había ascendido con rapidez. Capone notaba cierta distancia innata en la personalidad del joven, lo que le recordaba que su hermano Ralph le solía decir que se cuidase de Pesce. Intuía que lo que él llamaba “reserva” no podía traducirse como “deslealtad”. También sabía de los celos que despertaba Luca por haberse transformado en un corto tiempo en alguien de confianza.
—Algo más, quiero que hables con mi hermano. Se lo nota un poco molesto por el tema de la adquisición de The Hideout.
Aquella finca se había adquirido por la necesidad de poner un poco de distancia de los centros en los que la organización se movía. La idea era que la propiedad ubicada en los alrededores de Wisconsin, a orillas del lago Cranberry, no solo sirviera como descanso y refugio, sino también como una estación para el contrabando que llegase desde, por ejemplo, la frontera con Canadá. Con la extensión que contaba y la ubicación de privilegio que tenía, sería imposible que otra banda intentase atacarlos. La cuestión de los papeles la había resuelto O’Hara, el abogado que se encargaba de todos los asuntos de la organización. Si bien oficialmente la propiedad era de Ralph, en los documentos figuraba el apellido del letrado. Fue necesario realizar una serie de mejoras y modificaciones en aquel rancho destartalado para transformarlo en una vivienda amurallada de más de diez habitaciones. Los gastos que debían hacerse implicaban una erogación muy importante. Fue por ese tema que comenzaron a surgir las molestias con Luca. Ralph, que tenía otra propiedad en la zona, quería hacer valer su condición de dueño y señor de lo que ocurría allí dentro. Luca no pudo tener injerencia en los gastos que se hacían en el lugar, a pesar de que se ocupaba de rendir cuentas de la obra. Claro estaba que The Hideout había sido tan solo una excusa para el enfrentamiento que había surgido entre ambos tiempo atrás, así como que Ralph lo que menos quería era solucionarlo.
—Como dices, no ha sido más que una molestia que sucedió el año pasado. No más que eso.
—Quizá lo es para ti, igual hablaré con él.
—No te preocupes; yo también lo haré —retrucó Luca—. Nunca me olvido de quién es.
Un pesado silencio recayó sobre el habitáculo y el ambiente se enrareció.
—No creo que puedas quejarte por el trato que te dispenso. Tú formas parte de la familia.
Luca entendía. Tiempo atrás, y cuando ningún médico quería operar a Albert, por ser el hijo de Capone, hubo una búsqueda desesperada para encontrar un profesional que se arriesgase a la intervención. Luca había viajado a Nueva York y, desde allí, había contactado a un médico que aceptó el reto. El doctor Lloyd tenía la consulta en Harlem. Hasta allí se trasladaron para al fin operarlo del oído. No había sido una intervención de importancia, pero se había vivido como si lo hubiese sido. La eficiencia y la discreción de Luca lo posicionaban en la organización, incluso si mediaba un conflicto con Ralph.
—Lo sé y te agradezco. No te preocupes que, con tu hermano, zanjaré las molestias que dice tener conmigo.
Al asintió. El resto del viaje, cada uno se sumió en los propios pensamientos. Cuando bajó del automóvil, Luca se escabulló del gentío y de las felicitaciones que el jefe recibía. Los fotógrafos retrataban la llegada, aunque la mayoría estaba también invitada a la celebración. Luca vio que un fotógrafo de Chicago Tribune se acercaba para retratarlo. Hizo un ademán en dirección a Al. Nada de fotos ni de estridencias para él. Solo lo conocían las personas que debían conocerlo; era así como se había movido, y como seguiría haciéndolo. Aunque suponía que en algún momento todo se acabaría; si no sucedía, él mismo sería quien le pondría fin. Ya había logrado cuánto había deseado. Qué más. Sí, había un deseo que tenía latente desde que había abandonado Buenos Aires y que aún no había podido cumplir. Ese anhelo no tenía que ver con lo material. Más allá del tiempo y del olvido que había querido imponerse, no había logrado quitarse la imagen de ella. ¿Cómo estaría?, ¿qué habría hecho de su vida?, ¿le habría dedicado algún minuto a recordarlo?, ¿habría padecido su ausencia? Ansiaba con todo su ser que hubiese sufrido, aunque más no fuera por algunos minutos, por él. A pesar de que nada de eso debía importarle, porque si volvía a verla debería hacerle entender el gran error que había cometido con él, y le haría pagar por eso. Una voz lo abstrajo de sus elucubraciones.
—Mi querido Luca, no querría ser motivo de esos pensamientos. Al menos no esta vez.
La expresión en el rostro de él lo decía todo.
—Polly —replicó con una sonrisa mientras se acercaba a saludarla—, ¿cómo estás?
—Recién he llegado, y ya me he me encontrado con tantos conocidos como en Nueva York.
—No importa dónde sea, siempre somos los mismos.
Luca acompañó a Polly adentro del salón. Adler era una de las mujeres más famosas de la gran manzana. Se había transformado en una madama de fuste y su burdel era el mejor. Ella había sabido lidiar con todo aquello que representaba el alcohol, los hombres y la droga. Reunía a las más bellas prostitutas de la gran ciudad. Era aún muy joven para tener semejante carrera, que solo podía explicarse porque había arribado a Nueva York con tan solo doce años. El resto lo había hecho la vida, los hombres y el dinero que le brindaba tener sexo con cada uno de ellos. Luca la había conocido cuando había permanecido en Nueva York. Con el paso del tiempo, ambos comenzaron a participar del mismo ambiente.
—¿Champagne?
La mujer asintió mientras se dejaba atender por Luca. No bien tuvo la copa de cristal en la mano, la levantó.
—Por otro encuentro.
—Más alegre que el anterior.
Ambos se rieron al recordar lo que habían sido aquellas copas bebidas en una fría noche neoyorquina, a la luz de unas velas en el suntuoso burdel. Ambos ya no eran los mismos de años atrás, cuando el hambre por tener algo se notaba en la expresión del rostro. La desesperación por ser alguien, por contar con el dinero que nunca antes habían tenido, los había llevado a ser quienes eran.
—Deberías salirte cuánto antes de todo esto —le había sugerido Luca en la tercera rueda de copas de champagne.
—¿Y perderme todo esto? —había manifestado al mirar en derredor—, te equivocas.
—Ya tienes lo que has venido a buscar.
—Siempre quiero más.
—Pero no siempre tendrás quien te proteja.
No era fácil subsistir en el mundo que ambos vivían. Tampoco que ella saliera indemne en medio de ese ambiente en el que las personas influyentes un día estaban y al otro, no.
—No te creas —había dicho con una tenue sonrisa—; además no pasé por todo esto para nada. ¿Qué me dices de ti?
—Es distinto, no tengo nada que perder, y sé protegerme solo.
—Eso lo dices ahora, pero nunca sabes qué puede suceder más adelante.
—Será cuestión de aguardar el momento.
Ambos habían intimado por el mero deseo de conocerse, pero luego la relación había pasado a otro plano. Los había unido la vida desgraciada que habían llevado y la soledad que los había acompañado con sus primeros pasos.
Él sorbió de su copa y agregó:
—Sin dudas, este festejo será mucho mejor que la última vez que estuvimos juntos.
—Calculo que sí —dijo al ver acercarse a uno de los políticos más influyentes de la ciudad de Nueva York.
—Pesce, qué gusto verlo —dijo, pero fijó la vista en Polly—; no creía que lo vería aquí.
—Es que estoy en todos lados —replicó con una amplia sonrisa. Luego, tras un gesto de su amiga, comprendió que debía irse—. Los dejo —anunció cuando ya se alejaba.
No pudo hacerlo como le hubiese gustado porque a cada paso alguien se acercaba a saludarlo. No importaba el motivo, sino estar cerca del poder y de los negocios de la organización.
—Pesce —lo llamó alguien por detrás.
—Larder, un gusto verte.
El cronista deportivo se había ganado el respeto de Luca. En el ámbito deportivo lo reconocían como un periodista avezado.
—Lamento el desenlace de la pelea, pero cómo espectáculo ha sido inigualable.
—Así es. Nadie podrá discutir que ambos pusieron todo en el ring. Aunque creo que fue una injusticia que Jack no recuperase el título.
Un leve murmullo se levantó por encima de los comentarios que ambos hacían.
—Deja de defenderme —pidió Dempsey recién llegado al evento en su homenaje—. Qué más da cómo fueron las cosas, perdí. Y contra eso no queda nada.
Por más que minimizara lo sucedido en el ring, la expresión de su cuerpo decía otra cosa. Aunque hubiese querido quedarse en el hotel, no habría podido desairar el festejo que, en su nombre, le estaban brindando.
—Queda una buena copa de alcohol —replicó Luca levantando la mano para que un camarero trajese otra ronda.
—Así se dice —contestó antes de empinar la copa y tomar parte del contenido de un trago.
La llegada del boxeador atrajo las miradas de la concurrencia que, de modo paulatino, se iba acercando para saludarlo y hacerle comentarios elogiosos.
Las horas pasaban. En el salón flotaba el almizcle del buen tabaco que los asistentes aspiraban en profundas caladas. La banda de jazz, ubicada a un costado, invitaba a las parejas a bailar. El ritmo de la fiesta no decayó hasta altas horas de la madrugada. Como Luca lo había dispuesto, a la madrugada, decidió retirarse. Poco quedaba del esplendor vivido horas antes, apenas unos vestigios. Algún que otro invitado bajo los efectos del alcohol había quedado olvidado en el recinto. Con los primeros destellos del amanecer atravesó la sala. Observó con detenimiento a su alrededor. Ya estaba cansado. No había sorpresas. En otro momento de su vida, cuando creía que todo estaba perdido, habría dado lo que no tenía por ser parte de aquello. Poco a poco, el fuego en su interior se fue apagando como había sucedido con la fiesta. Se volteó y se encaminó hacia la salida. Una fuerte ráfaga de viento lo envolvió. Buscó de inmediato un coche para regresar a Chicago. Tenía unas cuantas cuestiones que resolver.
CAPÍTULO DOS
Código de honor
La actividad de los últimos meses no le había permi-tido a Luca pensar en nada más que en no fuese en los negocios. Tampoco lo había dejado establecerse en la ciudad del viento. Había tenido que realizar viajes, quedarse por algunas semanas en otros sitios. Nueva York le otorgaba un interés extra. El trabajo podía ser una buena excusa para disfrutar del poco tiempo que tendría. Era allí, en aquella ciudad donde todo había comenzado, donde había dado sus primeros pasos, incluido el determinante para transformarse en lo que era. Como cada vez que viajaba, se instalaba en el hotel Plaza. El piso quince le brindaba una vista magnífica del Central Park. Miró el reloj pulsera para comprobar que le quedaba poco tiempo para su cita. Desde allí, un coche lo llevó a un burdel que no era alguno de los que había administrado la organización, sino otro que ostentaba una clientela de lujo. Magnates, políticos influyentes y hombres de poder. Allí había quedado en encontrarse con un sujeto que había visto en otras oportunidades dentro de la arena política. El momento que se avecinaba ameritaba esa reunión. El portero fortachón lo saludó y lo dejó ingresar sin más. Ese hombre junto a otros dos que estaban dentro del lugar se encargaba de lidiar con la situación si la cosa se ponía pesada con alguno de los clientes. La recargada decoración del interior remitía a los estilos Luis XV y Luis XVI, que se fundían con mobiliario de origen chino. No se distinguía ningún objeto de origen ruso, nacionalidad de la dueña del local. Una joven que trabajaba allí arropada con pocas pero finas prendas se acercó para acompañarlo a la mesa que tenía reservada, un lugar privilegiado, ya que poseía una visión general de todo sin estar expuesto frente al resto de la concurrencia.
—¿Qué desea tomar?
Una voz femenina de atrás de la joven detuvo el pedido.
—Minnie —agregó—: trae una botella de champagne para los dos.
—Hola, Polly —dijo y la saludó con un beso.
—Cuando me avisaste que vendrías, me sorprendí. Siempre estás muy ocupado.
—Siempre lo estoy, y no vengo tanto como me gustaría. —Sacó un encendedor de oro para prender un cigarro. Vio que su amiga lo miraba con deseos de uno. Una vez que lo prendió, se lo pasó y tomó otro para él—. Pero cuando se puede mezclar negocios y placer, no dudo en visitarte.
—Sabes que aquí cuentas con carta franca para lo que desees. Aunque no creo que esta noche tengas en tus planes divertirte con mis chicas.
—Tenía que verme con alguien y qué mejor que este lugar. Te encuentras con personas que no imaginabas ver —dijo y señaló hacia uno de los senadores más prestigiosos del estado, envuelto en los brazos de una prostituta.
—Por si te interesa saberlo, ella se ha convertido en su debilidad.
—Es un buen dato, ya que ha sido él quien ha pedido ciertos favores a la organización.
—Nadie lo diría.
—Y tú tampoco —dijo mientras levantaba la copa para brindar con ella.
—Tienes razón. Por lo que veo, tu cita ha llegado.
Miró de soslayo y comprobó que efectivamente acababa de entrar el secretario del candidato Smith.
—Te dejo con tu visita y te envío a la mesa lo de siempre. Nos vemos luego.
Parte del secreto del éxito del lugar tenía que ver no solo con el clima distendido y de diversión, sino con la reserva absoluta acerca de que ocurría allí. Nada salía del silencio de esas paredes. Parecía que el código de silencio también regía allí.
—Pesce, un gusto verte.
—Lo mismo digo. Imagino que un tiempo de distracción te libera de las presiones con las que deberás lidiar este año.
—Por supuesto —replicó el ayudante en la campaña del Partido Demócrata. Alfred Smith era su candidato. Las cosas hasta el momento estaban peleadas—. Sabemos que la contienda será dura, y no tenemos tiempo de revertir lo que se vendrá, aunque las esperanzas nunca se abandonan. Las sorpresas de último momento pueden cambiar una elección. Habrá que esperar para ver.
—No me cabe la menor duda de que será así. Por eso quiero que sepas que continúas contando con el aporte de la organización.
—Gracias. Nos va a venir muy bien, sin embargo…
—Si quieres decir que esta cooperación no debe tomar estado público, quédate tranquilo.
—Sabes que hoy la cuestión de la Prohibición es una de las grandes cuestiones a zanjar.
Ese tema dividía al país. El hampa se había apoderado del suministro de alcohol a lo largo de los Estados Unidos. La ley había potenciado el surgimiento del contrabando, desde el instante mismo en que había entrado en vigencia. De ahí en adelante, el poderío de las mafias, que pretendían el monopolio de las actividades que se desarrollaban en Chicago y Nueva York, fomentó una guerra descarnada entre los distintos grupos mafiosos. Inclusive, no hacía tanto que el vicepresidente de los Estados Unidos, Charles Dower, se había manifestado respecto de la situación que se vivía en Chicago, en un discurso en el que reconocía el poderío que la organización tenía. Un poder conformado por el entramado de jueces, policías y políticos que buscaban no solo réditos económicos, sino también el amparo a la sombra de la ley.
—Sí. Es una de las cuestiones que definirá quién gane. Hoover tiene grandes posibilidades de hacerlo.
A Herbert solían apodarlo “seco” y “protestante”. El primer término se refería a su posición a favor de la Ley Seca. Se habían manifestado a su favor grupos que eran impensados que lo apoyasen, como el Ku Klux Klan, que sumaría su adhesión al Partido Republicano.
—En ese caso, seremos unos cuantos los que estaremos perjudicados.
—Sé a lo que te refieres. Además se está haciendo fuerza desde el congreso para incrementar las penas que se aplican a aquellos a los que contrarían la Prohibición.
Luca largó una carcajada y tomó el vaso de whisky para hacer un brindis.
—A tu salud.
El ayudante levantó la bebida para brindar también. Algunos creían que se podía revertir lo que el prohibir el alcohol propiciaba.
—Cuéntame un poco más sobre las penas.
—El incumplimiento de la ley es imposible de detener.
—Por suerte —replicó en broma.
—Quieren subir a cinco años de prisión y a diez mil dólares la multa en el caso de incumplimiento.
—Me temo que el momento de gloria que hemos tenido se está enturbiando.
—Esperemos que logremos revertirlo.
—Eso espero también. Aunque sé que la ley será derogada. Sin embargo, mientras siga en vigor, habrá gente que la incumpla y allí estaremos nosotros.
—El tema es muy difícil cuando la presión se hace cada vez más notoria.
—¿A qué te refieres?
—¿Conoces al juez Loesh, presidente de CCC?
Esas iniciales eran una referencia a la Comisión del Crimen de Chicago.
—Claro que sí —replicó Luca con una sarcástica sonrisa, no sabía con exactitud qué le diría el otro, pero podía imaginarse cuál sería el comentario que escucharía.
—Se ha reunido con Hoover para pedirle apoyo para que mantenga la Prohibición y que lo ayude a erradicar, de una buena vez, el contrabando y el delito.
—No me sorprende, es el mismo que hace poco vino a pedir protección para las elecciones de la ciudad. El mismo que, hasta ahora, se ha esmerado por mantener una excelente relación con nosotros. Igual nunca me fié de él. Pero está bien que juegue su carta política. En el fondo, todos sabemos que esto en algún momento se terminará, y que entonces este entramado explotará por los aires. Yo soy de los pocos que lo ve.
—Quizá porque tu actuación no es de las más duras dentro de tu organización.
El silencio de Luca funcionaba como una aceptación de lo que le había dicho. Él no se había transformado en un matón por más que en los comienzos los otros creían que serviría solo para eso. De a poco, había empezado a meter las narices en los negocios, a aportar ideas. De ese modo, se dedicó a la administración y manejo de ciertas ramas del negocio. Con varios aciertos en su haber, se ganó la confianza del grupo y del abogado que colaboraba con la banda. Como Luca actuaba desde las sombras poco se sabía de él o, mejor dicho, se sabía que no estaba en el brazo duro de la organización.
—No te conozco mucho, pero a veces me pregunto cómo te has involucrado con la banda. Tienes cabeza para más.
Otro silencio confirmó que Luca no hablaría de los sobrados motivos para haberse involucrado con Capone. Al principio, desconocía cómo se movía, lo único que le había preocupado entonces había sido sobrevivir en una tierra desconocida a la que acababa de arribar. Y al fin lo había logrado. Cualquiera que lo viera desde afuera diría que había vendido su alma al diablo, pero lo que había hecho era simplemente actuar por un fuerte sentimiento de supervivencia.
—Cómo verás, en mayor o menor medida, todos estamos involucrados. A pesar de los ideales que dicen perseguir, defender y proclamar para los demás, en la intimidad todo cambia al manifestarse a favor de sus propios intereses. Te sorprendería saber con quiénes tenemos relación y del modo en que piden nuestra colaboración.
—No lo pongo en duda: mírame a mí.
—No era por ti que lo decía.
—Pesce, vuelvo a agradecerte por la contribución. Dale mis saludos a Al.
Luca se quedó pensativo. Poco a poco, las cosas comenzaban a cambiar, tal como él había supuesto. Llegaría un momento en que debería poner fin o hacer un paréntesis a todo eso. Levantó la vista: una hermosa joven le ofreció algo más que otra copa. En otro momento se habría escabullido con ella. Prefirió, sin embargo, declinar la invitación y abandonar el burdel. A medida que se alejaba del reservado, creyó distinguir una imagen que conocía desde hace tiempo. Cuánto habían cambiado ambos. La imagen desvalida de la mujer había quedado atrás. Él también se había vuelto otra persona. Ninguno podía reconocerse en lo que, alguna vez, había sido. Ella estaba en compañía de un político en ascenso. Lo conocía porque se hablaba bastante de él en las noticias. Por lo general, estaba mezclado en escándalos con mujeres; en especial, salían a la luz, cuando intentaba acallar a su esposa ya cansada de tantas infidelidades. Caminaba por una fina cornisa, ya que su suegro, que lo había llevado al mundo político y, de esa mano, estaba haciendo una carrera en el congreso de la Nación, podía repudiarlo si se separaba. Para Luca, ver a Julia envuelta en los brazos de ese sujeto terminó de confirmar los malos pasos que había llevado desde que los dos habían arribado a la ciudad. De todos modos, él no podía cuestionarle la vida que llevaba. Renzo, el hermano de la joven, debía velar por ella. Julia giró y, con una sonrisa amplia, saludó a Luca, que asintió con la cabeza y se fue de allí.
Se largó a caminar para recorrer la ciudad. Transitarla le permitía recordar de dónde provenía. Luego de recorrer por más de media hora las calles de Nueva York; cuando el frío le caló en los huesos, enfiló hacia el hotel en que se alojaba. Entró a la habitación y se puso cómodo. Se acercó hasta la mesa de arrimo en la que, indefectiblemente, había una botella de whisky. Se sentó con la mirada puesta en la amplia vista que tenía desde el gran ventanal del cuarto. Desvió la mirada para tomar de la cigarrera un cigarro y, al hacerlo, vio un ejemplar de un periódico que él aún no había leído. Por la mañana, no había tenido tiempo. Ahora, esas noticias habían quedado viejas, como flores marchitas. No le gustaba verse retratado en las primeras planas de un diario, aunque se empeñaba de mantener cierta cordialidad con los periodistas. Sin embargo, cuando decidió arrojar el matutino al cesto de cuero, hubo un titular que lo sorprendió. Tomó entre sus manos el ejemplar de La Prensa. En cada ocasión que visitaba la ciudad lo leía porque era el único periódico español e hispanoamericano publicado en Nueva York. A Luca le parecía importante porque hacía años que había cortado los lazos que alguna vez lo habían unido a su tierra. En la página principal se leía:
Húndese lentamente el vapor Vestris a la vista de sus tripulantes y pasajeros.
Al cerrar la presente edición se ignoraba la suerte corrida por el pasaje y la tripulación. Del cúmulo de noticias recibidas en el curso de la catástrofe, destácase con visos de veracidad la afortunada posibilidad de que el buque japonés Ohio Maru hubiese rescatado del mar inclemente a las trescientas personas que ocupaban las barcas de salvamento de la nave hundida.
Cuando reinaba el mar agitado, que dificultaba las maniobras de arriar los botes, y al darse por perdido el buque, los pasajeros y la tripulación del Vestris empezaron a abandonarlo.
Una de las últimas personas en salir fue el telegrafista, quien acababa de lanzar el último mensaje en demanda de auxilio.
La nota continuaba con la descripción del suceso y agregaba que el navío de nacionalidad inglesa pertenecía a la compañía naviera Lamport and Holt. Relataba también que las amplias bodegas estaban atiborradas de frutas, géneros y maquinarias para comerciar. Completaba la información la presencia a bordo del canciller de Argentina en Washington, Carlos Quirós, adscripto al consulado de Nueva York, que se dirigía a Buenos Aires por cuestiones de salud. Si bien la nota continuaba varios párrafos más, la mente de Luca quedó enmarañada en el lugar de destino de la embarcación y enredada en ciertos recuerdos que creía tener enterrados por siempre, pero que regresaron con la fuerza de un oleaje dispuesto a hundirlo. Se equivocaba si creía que podía sepultar el pasado, porque, en algún recóndito lugar de la mente, los recuerdos aguardaban agazapados para dar el zarpazo final en el momento menos esperado. Y ahí, en medio de una noche otoñal, junto a una botella de whisky y un cigarro entre sus dedos, Luca se dejó llevar por aquellos recuerdos que vibraban en él. Cuánto tiempo había pasado desde que había abandonado la ciudad de Buenos Aires en ese mismo barco que luchaba por mantener a salvo a parte del pasaje. Esa misma embarcación que ocho años atrás había partido con rumbo desconocido para él. Cerró los ojos y se dejó envolver por el pasado; permitió que todo lo sucedido cobrase vida en su mente junto a la imagen de ella. Cada maldito día creía que esa mujer había desaparecido y se volvía a equivocar, porque estaba presente en él. Ella había sido parte suya, aunque el sentimiento que alguna vez tuvo se había evaporado y transformado en uno muy oscuro. Recordaba como si fuese ayer cada instante vivido ocho años atrás.
Apenas el Vestris levó las anclas y comenzó a alejarse del puerto de Buenos Aires, supe que la decisión tomada no tenía marcha atrás. Desconocía qué me depararía el destino. Apenas tenía en claro que mi actividad a bordo era en el área de cocina. Miré los sacos de papas que estaban a un costado de la bodega y me los eché al hombro. Luego, permanecí inmóvil y agotado hasta que escuché los dichos de don Antonio.
—Muchacho, crees que estás aquí para contemplar la vista al mar y holgazanear —vociferó con absoluto descontento.
—Don Pereyra, acabo de dejar la mercadería.
—Te dije, cuando te contraté, que debías llamarme señor Pereyra. Si bien no me conviene sacarte de aquí ahora, hay otros puertos donde sí podré hacerlo. Depende de ti.
Asentí sin saber si sería tan malo lo que me decía.
—Deberías saber que de tu desempeño dependerá que me vuelvan a contratar cuando necesiten más personal en este barco. Sube inmediatamente hasta la cocina, que esto recién comienza.
No bien ingresé a la cocina, sentí estar en otro mundo. Nunca antes había visto una tan grande y tan bien provista. Debería acostumbrarme al permanente ruido de las cacerolas y al resto de los utensilios que allí se manejaban hábilmente. El calor del recinto sumado a las órdenes para que todo saliera perfecto tornaba intolerable el lugar. Estaba encerrado dentro de una masa de acero flotante rodeado de agua, sin poder salir. Toda mi vida había estado con animales en medio de la naturaleza. Allí me sentía libre. Una libertad que, si me hubiese quedado en la estancia, ya no podría gozar más. Estar a bordo con los vaivenes que el permanente oleaje provocaba, hacía a la travesía algo difícil de sobrellevar. El ritmo de trabajo no menguaba; tampoco era posible aplacar los ánimos del personal, incluido el mío. Se debía alimentar a más de doscientos pasajeros de primera clase junto a otros tantos de la tripulación. Mi inexperiencia se había tornado un festín para mis compañeros. A poco de comenzar, supe que mi tarea sería toda aquella que ningún otro haría. Acababa de llevar una res de carne luego de haberla colgado de un gancho al costado de unas alacenas.
—Ey, muchacho ¿adónde piensas irte? —Escuché tras de mí.
—Voy a buscar lo que quedó en la bodega.
—Irás más tarde, arréglate con esto.
En ese mismo instante, deslizó sobre la mesada una cuchilla.
—Hazte cargo si quieres continuar a flote.
El personal que preparaba el almuerzo se detuvo y fijó la mirada en mí. Sentí, porque eso también me hacían sentir, que no pertenecía al lugar, que la pertenencia debía ganármela como se gana el respeto.
—Ya he hecho bastante por ti, pero, si no te pones a tono, el próximo puerto será tu destino.
Bajé la vista y me vi reflejado en el filo plateado de la cuchilla mientras mis dedos se aferraban del mango de madera. Debía contenerme porque estaba hastiado de todo lo que me ocurría desde el maldito día en que había escapado de la estancia. Quizás, esa había sido una pésima idea; quizás, haberme quedado allí afrontando las consecuencias habría sido lo más apropiado.
—Parece que no me has oído.
Lancé la cuchilla a un bote de cubiertos para lavar. El fuerte ruido metálico atrajo al resto de los trabajadores que se esmeraban por preparar el almuerzo.
—Me haré cargo de esa res pero con un cuchillo que corte —dije con firmeza.
De inmediato busqué un cuchillo apropiado para despostar la res, mientras los otros me observaban con recelo. Como un autómata, y sabiendo lo que hacía, me dediqué a realizar los cortes en menos tiempo del que solía hacer en el campo. Estaba harto de que nada me saliera y de que no dejasen de juzgarme.
—Ya está —dije y volví a notar la mirada del resto sobre mí. Dejé la cuchilla con algunas gotas de sangre clavada sobre uno de los trozos de carne depositada en la mesada.
—Te espero en la bodega —susurró don Antonio.
Hacia allá fui en silencio, consciente de que sobrevendría una fuerte reprimenda. Ya no me importaba.
—¿Qué crees que haces?
—Continuar con el trabajo —repliqué entre sacos de harina.
—Muchacho —siseó hasta llegar a mí—, es la última vez que tolero una actitud de este tipo. Me debes respeto. También al resto de tus compañeros. No estás solo y debes trabajar en equipo. Sabes cuáles serán las consecuencias si me vuelves a desobedecer.
Lo miré sin contestar, qué podría decir, nada. Sabía a lo que se refería y, una vez más, mis próximos pasos dependían de mí.
—¿Quién te ha enseñado a carnear?
—Lo aprendí en el campo.
—Tienes habilidad con el cuchillo. —Intuía que había algo más en lo que me decía, pero evité contestarle.
Recordé las largas jornadas en la estancia. El arduo trabajo me endureció no solo el carácter, sino también el cuerpo. Mi contextura física había dejado de ser flacucha y escuálida para tener otro porte, acorde a la actividad que desarrollaba. Eso me permitió hacerme valer frente al resto de los peones, a pesar de ser el menor del establecimiento.
—Ya hablarás cuando llegue el momento.
Asentí para evitar continuar con una conversación que no llevaría a ningún lado. Yo no estaba allí para hacer algún tipo de confesión. A pesar del tiempo que me había llevado darme cuenta, sabía que solo podía confiar en mí y en nadie más.
—Deja la mercadería y sube a la cocina, que queda bastante trabajo por completar.
Cuando entré, nadie me dirigió la mirada, y cada quien continuó haciendo las actividades como si el incidente ocurrido minutos antes no hubiera existido. Quizás, el manejo con el cuchillo había amedrentado a alguno de mis compañeros. Sonreí por lo bajo, seguro de que yo, en el lugar de ellos, también lo estaría.
Con el paso de los días me sentí cercano a los pasajeros de tercera clase, que conforman un grupo apartado del lujo y el confort que había a bordo. Viajaban hacinados. Muchas veces, debían saltearse alguna comida sin quejarse. Aún conservaban la ilusión de que el lugar al que arribarían sería su salvación. No entendía cómo podían alejarse de sus tierras y viajar en esas condiciones. Sin embargo, yo pensaba del mismo modo que ellos.
Poco entendía lo que se decía a bordo, en especial la tripulación, que estaba plagada de gringos, aunque no necesité muchos días para conocer sus órdenes, amén de tener a don Antonio resoplando detrás de mí.
A pesar de mi cansancio, las noches se hacían largas. Cuando podía, me escapaba hasta cubierta. Desde ahí, la absoluta inmensidad del mar me brindaba cierto sosiego. Aspiré una bocanada del cigarro que me había ganado en una partida de cartas noches atrás.
—No soy el único que se escabulle por las noches.
Busqué con la mirada; en medio de la oscuridad, distinguí de dónde provenía la voz. Acurrucado en un rincón de la cubierta había alguien.
—Suelo venir aquí, aunque no me está permitido —mencionó al levantarse y estrecharme la mano—. Soy Renzo. Esta zona está prohibida para los de mi condición, pero me ahogo allá abajo.
Apenas lo saludé con un gesto.
—Te he visto en la partida de naipes —me dijo.
Me di cuenta de que era uno de los tantos pasajeros que viajaban en la última categoría. Con la poca luz que había, entreví su aspecto. No parecía mejor que el mío, aunque su delgadez saltaba a la vista.
—¿Estás solo o con tu familia? —pregunté para que el otro escuchara mi voz.
—Viajo con mi hermana y mi madre. Hace un tiempo que he quedado a cargo de la familia D’Angelo.
Entendía a la perfección de qué me hablaba. Inhalé otra pitada de mi cigarro, con los codos apoyados en la baranda de metal.
—Supongo que tendrás motivos valederos para abandonar la ciudad y viajar de este modo.
—Cuando llegamos a Buenos Aires, unos años atrás, creímos que esa ciudad sería nuestro lugar definitivo. Esa fue la promesa que nuestros padres nos hicieron, luego de abandonar Italia.
—Pero no sucedió.
—No, la guerra hizo que mi padre debiera regresar para combatir en el frente con los aliados. Fueron largos años a la espera de un retorno que nunca llegó. Sin él, no pudimos afrontar los problemas en Buenos Aires, y debimos abandonar la vivienda que teníamos. Las deudas eran muy grandes y, antes de que nos desalojaran, recibimos una carta de un familiar lejano de mi madre que vive en América del Norte. Esa ha sido la única solución que encontramos y hacia allá vamos. Quiero creer que este nuevo destino será definitivo.
—¿Qué te hace creer que será mejor?
—Definitivo no es necesariamente mejor. De todos modos, nada puede ser peor de lo que he vivido.
—Quizá lo sea, aunque uno nunca lo sabe.
—Si bien no nos conoces a todos, debo agradecerte lo que haces por algunos de nosotros.
Arrojé la colilla del cigarro y me callé. Quería restarle importancia a lo que hacía desde unas noches atrás, luego de relacionarme con quienes viajaban en las condiciones de Renzo. Sabía que varios de los pasajeros de tercera pasaban hambre; por otro lado, siempre sobraba comida de la que se preparaba para los pasajeros de primera clase. Una parte podía ser aprovechada para el día siguiente, pero una buena cantidad sería arrojado a la basura. Entonces, yo entregaba lo que podía sacar sin ser visto al grupo de inmigrantes que más salteado comía. Luego de la entrega, me invitaban a sumarme a los juegos de cartas. Hasta ahora nadie me había reprendido por la ausencia de los restos de comida: poco me importaba que lo hicieran.
—No lo hago para que me agradezcan —dije porque no quería que me consideraran una especie de benefactor.
—Entonces no lo haré. —Hizo una pausa como si buscara cómo seguir con la conversación. De repente dijo—: Debe ser agradable trabajar a bordo.
—Para mí no lo es.
—Y si no es así, ¿para qué lo haces?
—¿Siempre hablas tanto?
—Sí, disculpa; no quería molestarte.
Hubo, entre los dos, un largo silencio. Luego de un saludo sin palabras, Renzo se retiró tragado por la oscuridad, casi del mismo modo como había aparecido.
Poco después descubrí, que las partidas de póker eran su pasatiempo. Fue entonces que me uní a ellos. Era una manera de entretenerme durante las largas noches a bordo. Competíamos por un preciado botín. Varios atados de cigarros se ubicaban en el centro de la mesa a la espera de que el ganador se hiciera con ellos. Ninguno preguntaba sobre la dudosa procedencia del tabaco, ya que nadie de allí podía adquirirlos: se trataba de un lujo demasiado caro. No fue la suerte de principiante lo que hizo que yo ganara en más de una vez. Conocía el juego a la perfección. Con los cigarros que ganaba, subía hacia la cubierta. Alguna que otra vez, Renzo me acompañaba y me hacía preguntas que yo evitaba contestar. No deseaba hablar con nadie sobre mí; menos aún, sobre el motivo por el que estaba a bordo. Algunos creían que, al trabajar en el Vestris, quería un futuro como marinero. Otros, que lo hacía para arribar a territorio estadounidense. Nadie sabría la verdad. Desconfiaba de todos, en ese momento. Solo me fiaba de mis instintos.
Luego de una veintena de días, la travesía llegó a su fin. Don Antonio me había señalado la conveniencia de quedarme en la siguiente escala. Sabía, sin conocer por qué, que no podía regresar a Buenos Aires. Nueva York, aparecía, entonces, como la mejor opción. Según sus dichos, para acceder allí debía atravesar la barrera migratoria, cosa nada fácil. La algarabía del resto de los pasajeros por conocer y recorrer el nuevo puerto se confundía con los nervios y expectativa del contingente de inmigrantes.
Abandonamos el navío para subir en varias barcazas hasta arribar a Ellis Island. El intenso frío se fundía con el viento que arremolinaba las aguas por las que navegábamos. No bien pisamos la isla, nos condujeron a un amplio edificio de ladrillos. Algunos irlandeses, que habían llegado poco antes, se confundieron con nosotros. El desconcierto era lo único que nos unía. Nos ordenaron que subiésemos hasta el primer piso. Se había formado una poblada fila para someternos a una exhaustiva revisación a cargo de los médicos. Luego de auscultarnos, anotar las señas particulares y someternos a preguntas, nos entregaron la libreta sanitaria firmada. Con ese papel, enfilé hacia otro sector. Observé que a algunos se les dibujaba una cruz en la solapa del saco. Supe de inmediato que era para aquellos que debían realizar otro control médico para determinar si estaban aptos para continuar con los trámites migratorios; si no lo lograban aprobar, serían deportados.
A Renzo lo perdí de vista; cuando lo localicé, noté que la salud de Julia no había mejorado. Se mantenía con las mejillas coloradas por la alta temperatura que tenía y con la vista enrojecida. Según los rumores que corrían allí, los facultativos eran muy estrictos con las enfermedades infecciosas: no querían que los inmigrantes les inundaran el país de enfermedades. Fue eso lo que determinó que la hermana de Renzo debía quedarse en el hospital de inmigrantes hasta que se recuperase. Si no lo hacía en el tiempo previsto, los expulsarían a los tres. No había servido de mucho la consulta médica que, por mi intermedio, había hecho a bordo del Vestris. Antes de dirigirse al hospital, ubicado al otro lado del terreno, Renzo me entregó un papel con el lugar en el que residiría si lograba llegar a Nueva York. Quedamos en vernos sin estar convencidos de que lo haríamos.
Por mi parte, me dirigí hacia un mostrador a cargo de dos inspectores que definirían si era apto para ingresar al país.
—¿Luca Pesce?
Asentí de inmediato, aunque aún ese nombre me resultaba extraño.
—¿Viaja solo?
—Sí.
—¿Cuál el motivo de su viaje?
—Vine aquí para trabajar.
—¿Adónde piensa hacerlo?
Saqué del saco de mi abrigo la nota de recomendación que me había entregado don Antonio. Debía servirme como constancia de que tenía un trabajo asegurado, que siempre preferían los arduos inspectores de migraciones. Allí rezaba una dirección de un sujeto que hacía años que Pereyra no veía. Esperé varios minutos hasta que el traductor pasó al inglés el contenido de la carta. Supuse que el interrogatorio había finalizado; sin embargo, cuando me disponía a retirarme de allí, me hicieron una última pregunta.
—¿Ha cometido un delito en su tierra o le pesa alguna condena en su país?
Se me heló la sangre. Si no fuera porque sabían que no manejaba el idioma, mi reparo al contestar habría levantado sospechas. Dejé que volviera a preguntarme para ser categórico en mi respuesta.
—No; en ninguno de los dos casos.
Ambos hablaron en su idioma y no supe qué dijeron; sí que volvieron a examinar mi apariencia y me indicaron que fuese hacia otro sector en donde completar los trámites y ser, por fin, apto para ingresar a los Estados Unidos.
Con las últimas luces del día, volvimos a embarcar para dirigirnos a la ciudad. La travesía se hizo en medio del bullicio y los festejos por haber ingresado al país. Yo estaba al borde de la embarcación sin poder contagiarme de esa alegría, me sentía solo y apesadumbrado, desconocía si sería lo mejor para mí, aunque no había tenido otra opción.
No bien bajamos, cada cual se despidió y tomó un rumbo diferente. Algunos tenían pensado pasar la noche en casa de familiares, otros irían a la terminal de tren para viajar hacia el lugar en el que se establecerían. Cuando quise darme cuenta estaba solo, muerto de frío y sin saber hacia dónde ir.
Me lancé a caminar en buscar de una taberna. Necesitaba beber algo fuerte y preguntar hacia dónde debía dirigirme para alcanzar Brooklyn. Había escuchado de boca de varios inmigrantes que ese era un buen lugar para comenzar. Fue en vano ir a una taberna porque no me dieron alcohol; tampoco nadie contestó algunas de las reiteradas preguntas que hice sobre el lugar hacia dónde quería dirigirme. El frío me calaba hasta los huesos. Me levanté las solapas del abrigo, préstamo de un compañero de cocina y me interné en las calles.
Las fogatas encendidas en las esquinas, no solo iluminaban el camino, sino que mitigaban las bajas temperaturas. Los mendigos que las rodeaban avivaban el fuego, a la vez que buscaban en los botes de basura algo de comida. Uno de ellos se dio cuenta de que yo podía ser uno más; me indicó que me acercara. No pude probar bocado, pero pasé mi primera noche rodeado de cartones, mugre y ratas. Apenas despuntó la mañana, y cuando mis compañeros de calle estaban profundamente dormidos, me levanté y me retiré de allí. No quería transformarme en uno de ellos. No, sin haber luchado antes. No había huido de mi tierra para abandonarme. Debía intentar hacer algo, lo que fuera, que me permitiese sobrevivir. Si no lo lograba, podía pasar la noche en una pensión. Rocé con mis dedos el bolsillo y me aseguré de que tenía el dinero que había ganado con el trabajo realizado a bordo. No era mucho, y según me advirtieron, me alcanzaría para estar una semana sin trabajar. Ese sería el plazo para conseguir trabajo, de lo que fuera, pero que me permitiese subsistir.
A medida que me alejaba del lugar, no dejó de abrumarme la cantidad de edificios construidos a mi paso. El sonido de los trenes al atravesar los puentes de la ciudad, se confundía con el barullo de los automóviles que la cruzaban. Todo me era extraño y lejano. En ese momento supe que había perdido la libertad que había sentido al vivir en la estancia El Recuerdo. Las cabalgatas que a diario realizaba y que me ocupaban parte del día, deberían quedar atrás. A bordo me había prometido que borraría para siempre la imagen de Eva de mi pensamiento. En mi mente, ella debía estar muerta, como en verdad, lo estaba su propio padre. Ese era el único modo de poder iniciar algo en otro lugar. Con las pocas indicaciones que tenía, alcancé la zona que buscaba. A poco de estar allí, supe que no estaba tan lejos, pero que había caminado en círculos.
No solo debía conseguir trabajo lo antes posible, sino también ponerme a tono con el idioma. No entenderlo me hacía sentir más extraño aún. Por ese motivo, no dudé en acercarme a la colectividad italiana que residía allí. Durante las dos primeras semanas no conseguí trabajo. Me sentía perdido y sin dinero. Debía irme de donde dormía: una mísera habitación con un baño en el fondo del pasillo para que los diez, que estábamos en ese piso, lo usáramos. La encargada del lugar me había dicho que debía irme de allí porque tenía a alguien más para el cuarto. Por más que lo desease debía irme cuanto antes.
Unos gritos me sobresaltaron junto a las corridas retumbando en el pasillo de madera. Me asomé y vi que era un ir y venir de personas. Supe que estaba la policía arrestando a gente. Yo no estaba involucrado en nada ilegal, pero tomé mis pertenencias y escapé por la ventana que estaba al fondo del pasillo. Dos carros policiales estaban estacionados en la calle. Los agentes habían bajado pidiendo documentos e indagando el lugar de trabajo de los residentes. A los que no podían acreditar un trabajo estable, los llevaban. Me salvé por un pelo de no estar de patitas en un barco de regreso a Buenos Aires.
Durante el día, no dejé de caminar ofreciéndome para lo que fuere; por la noche, dormí a la intemperie, con la esperanza de que, a la mañana siguiente, todo fuese distinto.
De casualidad, como casi siempre sucede, conseguí, en un local de comidas, en las cercanías de los astilleros de Brooklyn, un trabajo de lavaplatos. Haber trabajado en la cocina de una embarcación parecía haberme conferido un oficio. Al menos, si había otra razzia podría acreditar una actividad y me aseguraría de que no me llevarían como a algunos conocidos que había hecho en mi anterior alojamiento. La gente del local me recomendó una pieza en alquiler cercano a la cantina. Era peor que mi anterior alojamiento, pero compartíamos el baño solo entre tres personas. Ese fue un lujo que apreciaba cada mañana al levantarme. Con el transcurrir de las semanas me sentía más confiado. Fueron largos los meses que pasé al borde de una pileta fregando platos. Antes de que se cumpliera un año de mi estadía, el dueño cambió de rubro y me despidió.
Me recomendó la dirección de una panadería donde conseguí otro empleo. Cada día era lo mismo que el anterior salvo por la caminata que hacía hasta alcanzar la habitación que aún alquilaba. Cada noche que salía de allí pasaba por los astilleros de Brooklyn, donde el frenesí de los marineros en tierra se podía percibir en el aire. No faltaban algunas bandas de muchachos en busca de pelea con los marinos, que preferían refugiarse. Ninguno quería que una gresca enturbiara los pocos días que tenían en tierra.
Poco después, supe que en un depósito abandonado se organizaban peleas de puño. Yo me resistía a entrar a ese mundo hasta que uno de los compañeros de la panadería me dijo que se ganaba mucho dinero.
Una noche fuimos a ver. Las peleas se hacían una detrás de otras, con un total de hasta cinco por velada. Cualquiera que quisiera dinero rápido y seguro se anotaba para participar. Pero el dinero grande se movía con las apuestas. Claro ingresar a ese circuito implicaba pagar el derecho de piso.
De todos modos, nos vinieron a buscar y nos insistieron para que participáramos de las peleas. Negarse no parecía una opción. Sin embargo, mi compañero no estaba preparado para enfrentarse a puños. No quise que lo hiciera, porque estaba seguro de que saldría muy magullado. Mi negativa me hizo, por otro lado, ganar varios abucheos y las miradas raras de algunos de allí.
A pesar de mi consejo, mi compañero aceptó el reto. Luego de soportar no más de cinco minutos, cayó al piso. Quise acercarme para ayudarlo, pero, de inmediato, me llevaron para enfrentarme a un luchador avezado. Por detrás se escuchaban todas las apuestas a favor de mi rival, mientras la arenga por él era permanente. Odié haber sido tan estúpido para creer que podría hacer algo de dinero extra allí.
No tuve demasiado tiempo de pensar, porque ya estaba rodeado de personas que me impedían escapar. El improvisado referí indicó que la pelea comenzaba. No sé si fue la furia porque todo lo que hacía me salía mal o la impotencia que me perseguía por no poder salir adelante sin sentirme a gusto donde estaba; no sé que fue, pero lancé toda la ira contenida en cada golpe que daba. Por cada puñetazo que recibía, yo pegaba alguno certero. Ganó mi contrincante, que, sin embargo, terminó con el rostro tan golpeado como el mío.
Busqué a mi compañero. Ya se había ido. Salí de allí con la intención de llegar lo antes posible a mi habitación. Necesitaba un baño y hielo en la cara para reducir los dolores que sentía. El sonido de unos pasos me alertó. Cuando giré, tenía a dos tipos encima mío que me daban golpes a diestra y siniestra mientras me amenazaban de que sería la última vez que ponía en juego las apuestas hechas. Me gritaban que cada golpe que recibía tenía que ser tomado como respuesta a los dados al campeón con quien yo había peleado. Poco a poco comencé a ver borroso hasta que una inmensa oscuridad me cubrió por completo y dejé de sentir lo que sucedía a mi alrededor.
Cuando me desperté, no me podía mover. La primera imagen que tuve fue la de la dueña de la pensión que no dejaba de recriminarme en dónde me había metido. Poco entendía qué me decía. Sin embargo, luego de insistir bastante, supe que había estado dos días inconsciente. Cuando pude explicarme, le dije que me habían robado. No sé si me creyó. Me atendió no tanto por solidaridad, sino para que no me quedase sin trabajo y pudiese pagar la renta. Lo único que yo quería saber era cómo había llegado hasta allí. La dueña me dijo que no me juntase con esas compañías. En el único abrigo que tenía había una tarjeta que rezaba así: “Cuando decidas ganar dinero de verdad y estés dispuesto a pelear de ese modo, búscame.” Había, también, una dirección.
La dejé a un costado porque lo que me menos deseaba era volver a pelear. Suponía que alguien de ese grupo se había apiadado de mí y me había devuelto a la pensión. Creía que mi vida seguiría del mismo modo que hasta ese momento, pero me equivocaba.
Mi compañero le había contado al dueño del local que había sido yo el culpable que apareciera golpeado. Continué trabajando por todo el tiempo que el dueño de la panadería necesitó para reemplazarme. Entonces, sin trabajo, recurrí a la tarjeta que aún tenía y acudí al domicilio indicado. Me reuní en un depósito con varias cajas apiladas a un costado. Me sorprendí de que no me hablasen de una pelea, sino de cómo debía hacer cuando un camión viniese a buscar la mercadería. Por lo general, la entrega se hacía por la noche. Antes de que aceptara, apareció alguien un poco más grande que yo y me advirtió.
—Sí aceptas este trabajo y cumples sin hacer ninguna estupidez, tendrás el dinero que mereces.
—Es simple lo que debo hacer.
—Debes asumir el compromiso que significa trabajar para nosotros.
—Si cree que no puedo cumplir algo así, para qué me lo ofrece.
Una carcajada irrumpió el ambiente.
—Simplemente porque de este modo es como nosotros trabajamos. Además, tienes potencial. Te vi el día de la pelea. El hambre, la desesperación y el fuerte deseo por ganar, hizo que reparara en ti. Con los muchachos, nos encargamos de los que te atacaron por la espalda. Si aún sientes que puedes ir por más, estás en el lugar indicado. Si no es así, allí está el portón por donde entraste, crúzalo y piérdete.
En ese instante, supe que, si no hubiese sido por la persona que tenía enfrente, no estaría con vida. Me daba lo que ningún otro había propuesto. No era inocente para desconocer que me ofrecía cooperar con el contrabando ilegal de alcohol. No se hablaba en los suburbios de la ciudad de otra de cosa desde hacía tiempo.
—No tengo toda la noche.
—Acepto —contesté con firmeza.
—Está bien. Desde ahora te vas a manejar con Charlie. Yo dejo la ciudad para irme a Chicago e instalarme allí. Una última recomendación: si pierdes esta mercadería él se encargará de ti.
Asentí, no me amilanaba la responsabilidad o las consecuencias.
—Mi nombre es Al Capone. Si trabajas como creo que lo harás, te veré en Chicago.
Sin más, se fue. Yo me quedé esa noche esperando un camión que recogiera el cargamento.
Poco después, y a medida que el tiempo pasaba, mi situación mejoró. Cubría por demás las necesidades y deseos que tenía apenas llegado a la ciudad. Faltaría a la verdad si no dijera que la mafia me ha salvado. Me sacó de las calles mientras era un harapiento sin futuro. Me ofreció una nueva vida. Trabajé, entonces, con lealtad para la organización a la que pertenezco. Sin embargo, no ha sido aquí donde ensucié mis manos con sangre. Me acusaron de un asesinato cuando era un joven. Nadie de los que me rodeaban buscó saber la verdad. Yo no valía la pena ni siquiera para intentarlo. Mi pasado quedó enterrado en Buenos Aires, junto al joven que fui alguna vez. Aquel que creía que podía confiar en alguien, en ella. Aquel joven que dejó de existir en el mismo momento en que sucedió aquel incidente. A partir de ese episodio, muy a mi pesar, dejé de ser quien era para transformarme en este que soy.
Los primeros rayos de sol irrumpieron por la ventana de la lujosa habitación; le bañaban el rostro. No había dormido durante toda la noche, porque los recuerdos le habían invadido el cuerpo de un modo visceral. Desde la llegada a Estados Unidos que no había vuelto a recordar con tanta ferocidad cada instante vivido. Quizá no fuera tan malo haberlo hecho, porque le permitía recordar que las apariencias se volvían engañosas, que los sentimientos cambiaban según las elecciones que cada uno hacía y que, si quería dar vuelta la página de su vida, debía regresar para darle fin. Ese regreso sería un riesgo, pero Luca estaba acostumbrado a tomarlo. Nada le provocaba tanta inquietud como la posibilidad de estar en Buenos Aires y qué había quedado de la vida que recordaba allá. La distancia impuesta le había permitido ver con otra perspectiva lo ocurrido. Sabía que las personas no solían cambiar. Solo algunas pocas lograban hacerlo. ¿Él había cambiado? Vaya que sí.
CAPÍTULO TRES
El día de San Valentín
Chicago, febrero de 1929.
La noche había desplegado sus amplias alas hasta cubrir a la ciudad con una espesa oscuridad. En medio de la destemplada penumbra relucía el cartel de The Grand Terrace Cafe, ubicado en la zona sur de la ciudad. No hacía tanto tiempo que el lugar había cambiado de nombre a raíz de sus nuevos dueños. La melodía ejecutada por Louis Armstrong y su banda otorgaba la atmósfera característica al local. Varias parejas se movían en la pista de baile al ritmo del jazz. Era en ese lugar, y no en otro, donde se permitía el acceso de los clientes sin diferenciación del color de la piel. Ese había sido un cambio sustancial hecho desde el mismo instante en que la propiedad había sido adquirida. Todos juntos, sin importar procedencia o raza, podían divertirse con absoluto desenfreno. El humo de los cigarros se esfumaba por entre la gran cantidad de mesas dispuestas en el recinto. Las copas vacías daban cuenta de la existencia de alcohol. Allí dentro se bebía en cantidad y del bueno; una de las tantas razones para que el local, noche tras noche, estuviese atestado de clientes. Algunas mujeres ligeras de ropa vagaban por las mesas para tentar a los clientes a beber más y para ofrecer servicios sexuales. Desde el rellano de la escalera, Luca contempló el recinto. No solo había negociado para la organización la compra del local llamado anteriormente Sunset Cafe y lo había transformado en lo que se había convertido, sino que manejaba desde allí gran parte de los negocios a los que estaba abocado. Contempló que uno de sus empleados le indicaba una mesa. Dio otra calada al cigarro y fue en busca de la visita.
—¿Luca cómo estás?
Saludó a Renzo antes de hacerle señas al camarero que trajera a la mesa unos tragos.
—Bien. Con mucho trabajo.
—Tener a Satchmo en el local te ha aumentado la concurrencia —señaló Renzo no sin cierta admiración.
El trompetista había capturado, en ese instante, la atención del público con la melodía de Static Strut. Era inigualable el talento que tenía y lo que hacía con sus dedos.
—Lo sabes bien porque has intentado llevártelo a trabajar contigo —respondió un Luca casi divertido.
A Pesce casi nada se le escapaba. Había estado al tanto de aquel ofrecimiento. Renzo desconocía que él había hablado con los músicos para mejorarle las condiciones a cambio de la lealtad de permanecer allí. Sin embargo, nada de lo que sucediera podía traspasar los muros del negocio. El código de silencio era la moneda de cambio en el ámbito en que se movía.
—Así es —asintió con una fingida sonrisa—, pero parece que no le he ofrecido las condiciones que tú le das para que se quede.
—Siempre pago bien y más que bien. Cuando lo escuché en Nueva York, hace unos años supe que, si él regresaba a Chicago, lo tendría en uno de los locales que administro. Eso lo que hice. No pudo negarse ante la posibilidad de tocar con su propia banda.
—Aunque enfrente lo tengas a King Oliver haciéndole la competencia.
—Que King siga tocando. Lo que se ofrece aquí es único, pero supongo que no has venido para hablar de música, ¿verdad?
—No. Nos conocemos desde hace tiempo y por más que no nos veamos con asiduidad, yo estoy al tanto de tus pasos.
—Entonces…
—Me ha llegado el rumor de que no estás muy conforme con todo esto, a pesar de lo bien que dices que te va.
Más allá de la melodía de fondo, un significativo silencio sobrevoló la mesa hasta que fue interrumpido por el dueño del lugar.
—Quizás podría irme mejor —replicó con una media sonrisa.
El diálogo se detuvo con las copas de alcohol que fueron depositadas en la mesa.
—Estoy convencido de que eso sería si abandonaras todo esto y te fueras al otro bando.
Luca dio una profunda calada del cigarro que tenía entre sus dedos sin dejar de observar a Renzo. Se habían conocido a bordo del Vestris la embarcación que, por distintos motivos, los había alejado de Buenos Aires y llevado a Nueva York. El arribo a una nueva tierra no había sido fácil para ninguno de los dos. En verdad, para ninguna persona que debía abandonar todo lo que tenía y comenzar una nueva vida en otro lugar. A lo largo de los años, con Renzo se habían visto en varias oportunidades, aunque no siempre habían sido agradables los encuentros. Cada uno había hecho su camino. Luego de un tiempo, se volvían a reunir bajo otras condiciones. Ambos habían logrado alcanzar un lugar destacado en la organización de la que formaban parte.
—No debe ser fácil tomar una decisión de ese tipo, pero quiero que sepas que siempre hay alguien del otro lado para ofrecerte algo más —insistió Renzo, oscuro como aquella noche a bordo del Vestris.
Luca sonrió y bebió un trago de whisky sin dejar de observar a su interlocutor.
—Y quiero que sepas que para nosotros tampoco lo es hacerte un ofrecimiento de este tipo.
—¿A qué te refieres?
—Es difícil creer que, con todo lo que has logrado, decidas abandonar el lugar que tienes. Es un riesgo tentarte porque tú lo eres. Has hecho una gran carrera hasta llegar a donde estás.
—Así es. Tengo mis motivos para hacerlo, pero, si lo pones en duda, ¿para qué has venido a hablar conmigo?
—Porque, si no lo hago yo, lo hará alguien más y quiero ser yo quien sea el que te dé una mano para incorporarte en nuestra banda.
—¿Vienes a hacerme un ofrecimiento de trabajo aquí? Debo reconocer que te gusta correr riesgos.
—He aprendido de ti.
Para Renzo, Luca había sido lo que siempre había deseado ser. Por mucho empeño que había puesto, no le había sido fácil obtenerlo. Tampoco creía haberlo conseguido. Sin embargo, haría lo imposible por lograr un mejor lugar en la banda en la que pertenecía. Por supuesto, el ascenso dependía del resultado de esa charla.
—Lo pensaré y en unos días hablamos.
—Está bien, pero la próxima vez no será aquí ni conmigo.
—¿Con quién entonces?
—Con el jefe.
—Dile a Moran que me reuniré en dos días con él.
—Se lo diré, pero debes saber que para probar tu lealtad a él deberás entregar algo que en verdad valga la pena.
—Hablaré con Bugs de eso cuando me reúna.
—Bien —replicó al apurar el resto del contenido ámbar que aún quedaba en la copa—. Luca está demás decirte que vengas solo —agregó al ver el pétreo rostro del interlocutor—. Hasta pronto.
Pesce prendió un cigarro mientras veía alejarse a su antiguo compañero de viaje del lugar que, durante el último tiempo, se había transformado en su reducto. Allí dentro, la noche recién comenzaba con un lento apogeo. Los clientes no dejaban de bailar, beber y mezclarse con las mujeres que les prometían pasar una noche inolvidable. Para él, esa madrugada sería una de las tantas que pasaría en vela. Esa vez, no lo haría en compañía de alguna mujer con la que enredarse en las sábanas, sino que la transcurriría inmerso en sus pensamientos. Tenía bastante que pensar y resolver; sin embargo, no contaba con tiempo suficiente para hacerlo.
Luca había aprendido a no llegar tarde a las citas. En ese caso, el encuentro tenía lugar en un depósito de la banda de Moran ubicado en North Side de Chicago. Esa era la zona en la que Bugs reinaba, desde que se había instalado allí. Sin embargo, sus esfuerzos no se detendrían hasta conseguir el dominio completo de la ciudad. Él había escalado en la banda a raíz de la muerte de su cabecilla Dean O’Banion, de origen irlandés. Esa muerte, tiempo atrás, había generado la guerra entre los grupos que pugnaban por apoderarse de la ciudad. Sin dudas, para lograrlo debía abatir a Capone que había conseguido, en unos pocos años y de la mano de su mentor, Torrio, ampliar los dominios y ser el dueño absoluto de la ciudad del viento.
El coche negro con el que Luca se desplazaba se detuvo a un costado del callejón, apagó las luces y bajó. La tenue iluminación de la farola ubicada a metros de allí amortiguaba las largas sombras que se dibujaban a su paso. Eso no imposibilitó observar a otros dos automóviles negros estacionados a poca distancia del amplio portón de metal negro que se abrió sin necesidad de darse a conocer. No bien ingresó fue requisado por dos hombres que le sacaron el arma que llevaba en la cintura. No se había preocupado por quitársela, habría sido más llamativo que no la llevase encima. A pesar de no ser la primera requisa a la que se había visto sometido, nadie había descubierto la navaja que siempre llevaba consigo.
—¡Pesce! —exclamó Bugs ubicado en el fondo del recinto—. ¡Qué alegría verte, ven aquí!
Luca se acercó y se sentó frente al anfitrión.
—Aceptarás este que es del bueno —comentó al extenderle una copa de whisky.
—Gracias —contestó con una sórdida sonrisa—, pero paso.
Todos sabían que el alcohol de la banda de Capone tenía una calidad superior.
—Por lo que sé eres de pocas palabras.
Poco se sabía de Pesce, salvo que había escalado en la organización y que su ascenso había sido bastante rápido. Se sabía que era un inmigrante y que había hecho los primeros pasos en la ciudad de Nueva York. Se desconocía la fecha en que se había unido al hampa. Luca había sabido mantenerse al margen de la prensa y del alboroto que precedían las apariciones del gánster que lo lideraba. Los periodistas se hacían un festín en cada uno de los acontecimientos sociales y políticos a los que lo invitaban, ya que Al se encargaba de convocarlos, para ostentar el poder que tenía, para ganar el favor del gran público y, con eso, de los periódicos que lo necesitaban para venderse como pan caliente. En las distintas conferencias de prensa que hacía, los colaboradores que lo acompañaban disfrutaban también hacerse ver. Sin embargo, Luca había logrado mantenerse en las sombras. Eso no imposibilitó que se supiera que era parte importante del engranaje y armado de varias inversiones con las que contaba la organización. Varios de los sobres que recibían los políticos y la policía para hacerse los distraídos y desviar la mirada a un costado sobre las actividades de la organización, los entregaba Pesce. Sabía moverse con cautela y sigilo en un ambiente en donde la ostentación de fuerza y poderío eran moneda corriente. Por el contrario, cuánto más alharaca de poder se hacía en el mundo gansteril, mayor parecía ser el temor que infundía en el resto de sus contrincantes. A Pesce no se lo podía considerar como un matón a sueldo ni un fortachón guardaespaldas, a pesar de su esbelta y contundente figura, sino como un integrante de la banda que tenía cabeza para armar buenos negocios. Se decía que había confrontado con algunos de los hermanos Capone y que había inclinado la balanza a su favor. También que inventaba formas de cubrir y hacer de pantalla con negocios legales los ilegales. Ese era uno de los motivos por los que era un hombre requerido para tenerlo en una banda.
—Entonces, vamos al grano, ¿por qué quieres abandonar el lugar que ocupas con Capone?
—Los motivos son personales; solo quiero salirme ahora.
—¿Ahora? —replicó con una mueca sarcástica.
—Sí, este es el momento.
Luca supo que Bugs le hablaba de ese modo, porque se sabía que Capone había abandonado de repente Chicago para instalarse, provisoriamente, en otro lugar.
—Sí quieres hacerlo por qué no lo haces sin más.
—Porque quiero más de lo que tengo y se me ofrece.
—Todos tenemos un precio, ¿verdad?
—Así es. El mío es alto.
—No tendremos problemas en darte lo que crees que mereces.


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