Escrito en Papel de Lida P. Gómez pdf
Escrito en Papel: Novela actual, de amor en español, juvenil, suspenso, drama y misterio de Lida P. Gómez pdf descargar gratis leer online
una chiquilla inestable que discurre con ser cirujana.
un artesano intemperante con un misterio callo.
una calvario popular del ocurrido que no se asciende.
un primer piedad en medio de la peligro que se esfuerza por mantenerse…
síntesis
gabriela ha soñado con ser interna cirujana desde que estaba en segunda. durante el proceso, brega enfrente los comedias y contradicciones que padece un imberbe, percibe cómo es en escenario el mundo, aprende a competir los temporadas de la vida sin argumentar lo injusta que es, corrida con las caprichos de su abuelo y mueve a tener carácter y distinción sobre las trastos que ansía. en el me muevo idea a oliver smith, un chico apasionado por el método, quien se rectifica en su quimérico primer amor. gabriela reclama en calzar muchos puntos lo que enclaustran las interfectos que la rodean, hasta que desabriga un fiero produzco que fanfarronea con despojarle todo lo que ha calzado y deberá enfrentar las tesones de su afán.
continúas a un tranco de inventar la fundamento y vivir una inquietante detalla de delicadeza. ¿te atreves?…
Prólogo
Tan solo estimaron seis meses para que despertara desde que lo habían separado de ella. Al principio él no entendía nada de lo que pasaba y se preguntaba por qué nada de lo que había allí le era familiar. Sentía que le faltaba algo en su interior, que nada podía llenar, aunque buscara mil formas de hacerlo. Poco a poco pudo recuperarse, él jamás se quedaría estancado. Solo necesitaba tiempo; tiempo para respirar, para pensar, para recordar, para inspirarse en aquello que hacía elevar su talento y su pasión. Tardó poco en comprender que debía volver al lugar donde pertenecía su corazón sin importar que su razón estuviera en contra de todo lo que sentía. Mientras ella, en la distancia, moría lentamente. Estaba agonizando por un amor que creía, se había evaporado como gotas de lluvia.
Intentó buscarla y no hallaba rastro de ella, nadie le decía dónde podía encontrarla. Siempre se preguntaba en qué momento había sucedido todo, el desespero empezaba a apoderarse de él y su mente le insistía que lo que hacía era en vano. Su esperanza se abatía, pero su amor era tan grande que se mantenía firme sin dejar de persistir. Había pasado mucho tiempo y lo único que tenía, eran recuerdos de lo que quedó en el aire: un amor pausado. En sus manos sentía aferrarse a la responsabilidad de corregir lo que sucedió, de brindarse así mismo, felicidad; y de devolverle a ella el aliento, pues esto no era una cuestión de dinero ni sociedad, sino de un amor en medio de la adversidad.
Pronto la reencontró, sin insistir. No tuvo que buscarla más, porque llegó a él como siempre sucedía; como un imán atrayendo el metal, sin forzarla a ser parte de él. Estaba de pie, en esa posición casual que la caracterizaba y la hacía única, nada en ella había cambiado, ni siquiera porque llevaba el cabello corto. Se encontraba como siempre la imaginó. En sus ojos aún tenía guardada una fotografía de esa sonrisa que lo desvelaba y de esos ojos azules que lo inspiraban, los que siempre podía ver sin dudar porque le confirmaban que aún seguía tan enamorada de él como desde la primera vez, y ahora ya nada los separaría.
Capítulo 1
No hay necesidad de usar bufanda.
—Ahora hace frío porque son las seis de la mañana, pero en cuanto sean las dos de la tarde, querré mandarla lejos con el jean y las botas… ¡No tiene sentido! —le explicaba a mi mamá mientras ella muy ansiosa intentaba acomodarme el cabello, y yo poniendo los ojos en blanco trataba de librarme de ella.
—No seas terca, necesitas ir bien presentada. Es importante saber escoger un buen atuendo. Sandra se fija mucho en esas cosas. Además, todo te queda perfecto siempre. Así que no te quejes y por favor sonríe. —Mamá me explicaba con un tono de voz exigente. Parecía ser una persona a cargo de una pasarela de moda.
Torcí los labios hacia un lado y ladeé la cabeza dándole la razón, me dio un beso en la frente como siempre lo hacía y salí a mi gran entrevista. ¡Uh, qué emoción!
De acuerdo, no estaba muy emocionada que digamos. Ni siquiera sabía por qué estaba nerviosa, pero necesitaba un empleo. Gracias a la necedad y prepotencia de mi papá, junto a su gran obstinación, necesitaba trabajar. No era muy sencillo lograr conseguir un empleo por la situación que pasábamos económicamente en el país teniendo en cuenta mi edad. El estado se encontraba en una zona de confort de la que parecía no quería salir, actuaba como si se estuviera protegiendo mientras que nuestro presidente creía que todo estaba bajo control. Su frase favorita, creo yo, debía ser: «vamos en el camino correcto, directo al bienestar mediante el progreso», pues siempre lo decía al hacer su aparición en el noticiero y con eso lograba pasar desapercibido. Mi papá nunca se sintió amenazado por lo que pasaba en el país, para ser sinceros, él siempre tenía un plan c o d sobre el a y el b. Era una persona muy confiada y segura en sus negocios, todo podía venirse abajo, pero él se mantenía constante y la verdad es que nunca lo vi fracasar. Como todo salía a la perfección, me insistía que era el mejor trabajo que podría desear, aunque yo pensara que no fuera así.
Mis padres tenían muchas amistades; era la razón por la que iba rumbo a una entrevista. Entre un —hola, tiempo sin hablar contigo— y un —ven a la casa a cenar un día que tengas tiempo— está la interesada, pero no inoportuna frase —ya sabes, mi hija tiene talento—, y palabras o frases como estas que intentan aplicar psicología, ayudan bastante y lo suficiente para obtener al menos una entrevista de trabajo. Mi papá siempre quiso que me enfocara en las finanzas, decía que mi futuro estaba ahí, supongo que creía que junto al de él, ¿y para no alardear tanto?, tenía razón; las matemáticas se me daban. ¡Cómo no hacerlo!, si en cuanto se dio cuenta de que se me facilitaban hizo que ingresara a institutos, realizara cursos extracurriculares y me preparara más en las finanzas. Nunca le dije que no, se veía feliz y tampoco tuve ese don de poder decir las cosas que me molestaban, aunque no fuera lo que quisiera para mí. Cumplí dieciocho años y luego enfrenté el problema optando por decirle que odiaba las finanzas. Está bien, no con esas palabras, pero se lo hice saber. Discutimos muchas veces por eso hasta que en un fuerte altercado le dije que jamás estudiaría finanzas; en su lugar, medicina. Se mantuvo en silencio por unos segundos, solo me miraba con preocupación, empezó a sacudir la cabeza negándose a aceptar mis palabras. Dijo que había escuchado suficiente y solo se marchó, no volvimos a hablar del tema. Imploraba que algo lo hiciera cambiar de parecer algún día. No tenía sentido lo que estaba haciendo en el momento, era una clase de chantaje: necesitaba pagar mis prácticas y mi papá no iba a hacerlo, entonces acepté trabajar en lo que él quería para que luego él mismo pagara mi carrera de medicina en la universidad. Supongo que él pensaba que, al estar allá, olvidaría la idea de estudiar una carrera tan desgastante como la medicina y terminaría cediendo a su petición, pero no lo haría. Odio admitir que tengo similitud a él en cuanto a algunos aspectos de su personalidad, pero así es; en su interior, él debía saber que yo no cambiaría de opinión. Aun después de tanto tiempo actuaba como si no me conociera; dotada con el mismo carácter que él poseía.
La medicina para mí era la carrera más especial del mundo. Me apasionaba tanto como a Trina, mi hermana, le apasionaba la biología. Yo estaba pasando por un momento similar al que pasó ella cuando tuvo que enfrentarse a mi papá. ¿Qué creen?, también quería que mi hermana fuera una gran mujer de negocios, la única diferencia entre ella y yo es que pudo librarse de mi papá y cumplir su sueño sin ninguna complicación. Lo convenció de que pagara sus prácticas y su carrera, tal vez porque es la mayor y suele ser intimidante a la hora de hablar. Trina y yo éramos muy diferentes; yo era todo lo opuesto a ella, quiero decir, si ella era valiente, yo era cobarde; si ella dice blanco, yo digo negro y lo demás ustedes lo entenderán. Así que la única culpable aquí de que las cosas no surgieran como yo quería, era yo misma. La mayoría del tiempo lo pasaba en mi casa, viendo programas de medicina; en la biblioteca, investigando o en mi cuarto, leyendo todos y cada uno de los libros que compraba sobre medicina. Quería ser cirujana especializada en cardiología y como papá no pasaba mucho tiempo en casa, era más fácil poder dedicarme a lo que en realidad me importaba. No tenía muchas amistades, seguía en contacto con dos o tres de mis excompañeros de la secundaria y algunas veces nos comunicábamos para salir de compras, cenar o ir al cine. En realidad, no era la gran cosa, pero trataba de disfrutarlo. Mi vida era relativamente tranquila hasta ese momento.
Trina estaba a punto de graduarse, tenía veintiún años. Siempre fue muy dedicada a su carrera y su trabajo, los laboratorios eran sus lugares favoritos y por supuesto los bares, que era donde pasaba más tiempo con Lucas, su complicado amor. Juntas compartíamos tiempo, hablando e investigando temas de medicina general. Nuestros programas favoritos eran los de agilidad mental que pasaban por el canal nacional o las series de comedia y romance; podíamos pasar horas frente a la pantalla, comiendo tacos llenos de aros de cebolla.
Trina era genuinamente ruda, bipolar y antipática cuando la situación lo ameritaba, pero en el fondo era una persona sensible y amorosa. Las cosas más insignificantes podían afectarla lo suficiente como para poder llorar y algo que siempre ha odiado durante toda su vida, son las injusticias. Cuando estaba en la primaria, los niños solían molestarme por tener pecas en el rostro. Nunca me defendía, ni comentaba a nadie sobre lo que me decían, pero un día mientras esperábamos a mamá en la puerta de la escuela, Trina lo presenció todo y me defendió. Nunca más volvieron a molestarme después de eso y nunca olvidaré su reacción al ver como se reían de mí. Su temperamento siempre ha sido fuerte desde ese entonces y yo siempre narro la anécdota como la mejor historia de todos los tiempos. Después de los quince años empezó a vestir ropa oscura; cortó su cabello a la altura de los hombros, se hizo un tatuaje del que mis papás no saben aún, y las uñas las llevaba siempre de color negro o azul oscuro. Nunca quiso tener novio porque decía que nadie la merecía y las relaciones eran una pérdida de tiempo, hasta que conoció a Lucas en la universidad y supongo que ahí se dio cuenta de que las cosas eran diferentes cuando alguien se volvía su debilidad.
Bajé del taxi a media cuadra por detrás del edificio casi llegando a la avenida que conecta con el centro de la ciudad, cerca de una tienda de videojuegos. En un callejón, colgaban de un hilito, en puntillas clavadas en la pared, cuadros de diferentes tamaños con hermosos dibujos, pinturas y fotografías que me hacían sonreír cada vez que los veía, pues todas las veces que pasaba por allí, solía quedarme ahí frente a tan asombrosa obra de arte, contemplando cada línea y cada sombra, intentando imaginar quién podría ser ese talentoso ser que lograba transmitir tantos sentimientos y emociones con sus manos, un lápiz y un papel. En todos los cuadros había un pequeño garabato a un extremo en la parte inferior, que utilizaba para firmar sus cuadros.
Me dirigí al edificio, me detuve frente a él y alcé la mirada hasta el último piso, lancé un suspiro de resignación después de negar con la cabeza, y al final entré y me anuncié en la recepción. La recepcionista era joven, su sonrisa era angelical y su cabello negro era brillante. Muy atenta me sugirió caminar a la sala de espera después de preguntar por Sandra Fischer. Me dirigía a una silla que no se veía muy cómoda mientras la chica hacía una llamada, y de pronto, escuché una voz fuerte y segura decir mi nombre con entusiasmo.
—¡Gabriela!, ¡estás aquí!
Me di vuelta y sonreí a la guapa señora de tacones rojos y vestido negro ajustado con apliques dorados, que caminaba hacia mí mientras su rubio cabello largo y ondulado se movía de un lado para el otro de una manera natural y muy sensual. Casi parecía que todo sucedía en cámara lenta al acercarse. Elegantemente destacaba. Se detuvo frente a mí, besó mi mejilla derecha y luego la izquierda, apoyando sus manos en mis hombros.
—Ven, acompáñame —me pidió, poniendo su mano en mi espalda, haciendo que caminara con ella al ascensor.
Su hermosa sonrisa delineada de un rojo mate pasión le proporcionaba volumen a sus labios. Mientras subíamos, me distraje mirando sus perfectos zapatos de tacón que se notaba que eran de diseñador. —Esos cuestan como unos tres mil, y eso que aproximando—, pensé.
—Tu papá me ha hablado mucho de ti. No deja de mencionar lo inteligente que eres —me halagó con ternura, interrumpiendo mi pensamiento.
Yo sonreí y asentí.
—Veo que sigues siendo la misma niña tímida de hace diez años, ¿eh?, no has cambiado nada. —Sandra cruzó los brazos, rememorando momentos de mi vida en los que apenas recuerdo haberla visto.
—Lo siento —me disculpé, negando con la cabeza— Es… es que no suelo ser muy expresiva con las personas cuando apenas las estoy conociendo —expliqué.
—Lo imaginé, pero tranquilízate, ¿okay? Mírame como esa madre-amiga alcahueta que nunca podrás tener —sugirió de manera divertida.
—¿Qué? —pregunté, sonriendo.
—Ah, cariño —se quejó, poniendo una mano en su cintura—. Conozco a tu madre. Es hermosa, tiene buen gusto y cocina delicioso, pero le sigue la corriente a tu padre y todos sabemos que tu padre está loco —expresó exageradamente divertida.
Reí bajito y asentí. Su personalidad extrovertida causaba comodidad. Salimos del ascensor, caminamos por el pasillo mientras pensaba en su exagerada manera de hablar, y seguía desconcentrada por sus zapatos, pensando en que tal vez yo podría comprar un par de aquellos que llevaba puestos o tal vez eran demasiado elegantes para mí.
—Como te decía, Gabi. Puedo decirte Gabi, ¿verdad?
—Sí, claro. No hay problema.
—Bien. Pues Gabi, el mundo es un pañuelo. Algunos se suenan la nariz con él, otros lo mantienen guardado en un cajón mientras se llena de polvo y telarañas, y otros disfrutan rayarlo con bolígrafos —me explicó, encogiendo los hombros y sonriendo, parpadeando repetidamente.
—Seguro —contesté lentamente sin entender de qué hablaba.
—Carolina —llamó a una chica que se encontraba en la recepción, en una esquina del pasillo. Y se detuvo allí mientras la chica atendía a su llamado.
—Dígame, señora Fischer.
—Cancela las citas que tengo para el resto del día, trata de programarlas para mañana si es posible, voy a estar ocupada.
—Sí, señora Fischer. Lo haré.
—Gracias. —Dio la vuelta, me miró y volvió a Carolina con cara de olvido—. Ah, y por favor prepara la oficina del bloque dos para la señorita Mcalister, imprime los listados del correo que te envié ayer y déjalos en el escritorio —añadió, sonriendo.
—Sí, señora Fischer —contestó la chica de rostro angelical, ladeando los ojos y echándome un vistazo rápidamente.
Continuamos caminando y no pude contener la curiosidad que sentí.
—Señora Fischer.
— ¿Sí? —Dio media vuelta y me miró con una sonrisa.
—Tal vez sea una pregunta tonta, pero… ¿la oficina es para mí?
—Absolutamente.
—¿Qué hay de la entrevista? —pregunté confundida. Ella soltó una pequeña risa y con su mano derecha mandó un mechón de su perfecto cabello rubio hacia atrás.
—¿En verdad esperabas una entrevista? —preguntó, frunciendo el ceño y yo encogí los hombros en señal de respuesta—. Tu papá tenía razón, eres adorable —me agarró una mejilla—. No hay entrevista, querida. El trabajo es tuyo, desde hoy eres mi asistente personal. Ven, vamos a mi oficina mientras preparan la tuya, tenemos tanto de qué hablar.
Me tomó de la mano y me llevó hasta el final del pasillo donde estaba su espaciosa oficina. Me contó cómo inició su empresa, cómo creció y cómo había logrado mantenerse como una de las mejores empresas contables en México. Me enseñó todas las bases de datos de las empresas que respaldaba económicamente, empresas en restauración, registros contables de empresas antiguas y empresas nuevas, entre otros. Me puse al tanto de todo el trabajo y además de la razón por la que tenía todo este acumulado: viajes de negocios, compras, fiestas, cenas de negocios y más negocios. Necesitaba mucha ayuda, muchas empresas la buscaban para hacer uso de sus servicios, y el número de clientes crecía sin parar junto con el trabajo.
Hablamos un poco sobre mi vida, del por qué una jovencita como yo se involucraba en el mundo de los negocios a tan temprana edad en lugar de estudiar. Sentí la confianza suficiente para explicarle el macabro plan de mi papá y lo mucho que deseaba estudiar medicina. Y en lugar de juzgarme, como pensé que lo haría, me animó a que no desistiera de la idea. Se quejó por algunos minutos sobre el comportamiento de mi papá y juró que se dedicaría a hacerle la vida imposible. Luego de que intentara hablar sobre su caótica vida amorosa y los infortunios que ha tenido con aquellos avaros que están interesados en su fortuna, salí de allí en cuanto mi oficina estuvo lista. Me dediqué a trabajar sentada en una cómoda silla frente al computador con una taza de café y pan de queso sobre el escritorio al lado derecho y mientras trataba de terminar pronto, tocaron a la puerta.
—Adelante.
—¡Vaya!, veo que te adaptaste muy bien —mencionó la señora Fischer, asomando su cabeza por la puerta.
—Sí. Bueno, es una oficina cálida, la silla es acojinada y además sirven un café y un pan delicioso —contesté, sonriendo.
—Sí, tienes razón, el pan de queso es el mejor. Anda, ya vámonos. Necesitas descansar, tienes los ojos cuadrados. Te invito a cenar a un restaurante cerca de aquí.
—¡Oh! No, señora Fischer, no es necesario. Iré a casa en unos minutos. Me quedaré un poco más.
—Ya te dije que no —se acercó a mí y me tomó del brazo, haciéndome levantar de la silla—. Yo sé que este trabajo puede ser algo estresante y no quiero que te aburras —añadió con gestos graciosos.
—Eso es imposible. Créame, para aburrirme se necesita mucho más que lo que hice el día de hoy —expuse con una sonrisa.
—¿En serio? —preguntó, frunciendo el ceño sorprendida.
Asentí, alineando los labios como niña chiquita.
—De cualquier manera, has hecho suficiente por hoy. Necesitamos otro ambiente. —Puso los ojos en blanco y me llevó a rastras hasta la puerta.
No recordaba que la señora Fischer tuviera una personalidad tan espontánea y extrovertida. Solo recordaba partes en las que la veía cenando con mis papás cuando era pequeña y no había cambiado mucho físicamente. La verdad es que, en las cenas familiares a las que asistían los amigos de papá y mamá, los niños nos quedábamos en otra habitación, conviviendo con otros niños para dejar que los adultos tocaran temas sensibles y hablaran de negocios. Sandra siempre estuvo involucrada con mis papás en todo sentido; desde los negocios, proyectos asociados, hasta eventos familiares. Recuerdo que cuando tenía nueve años, Sandra estuvo con nosotros en Francia durante unas vacaciones familiares. Sí tenía el leve recuerdo borroso de que era muy sonriente y divertida. Incluso se pasaba las tardes en casa, charlando con mamá, leyendo libros mientras tomaban el sol en el jardín con sus perfectos vestidos de baño y gafas de sol. Siempre le pedía al cocinero que le llevara una margarita porque era lo que la inspiraba a leer con más fluidez y aceptación. No leía libros financieros, ni de autoayuda o superación. Sandra se la pasaba leyendo libros policiales. Le gustaban las historias de detectives que escondían un gran misterio, había suspenso y la dejaban intrigada, con ganas de saber más. Hasta la escuché decir una vez que leyó un libro de cuatrocientas páginas en dos días no más. Cuando tenía tiempo libre realmente lo aprovechaba.
Salimos de la oficina y Sandra se ofreció para conducir. Se estacionó justo detrás del edificio y luego caminos al restaurante. Mi corazón empezó a latir fuerte de nuevo al ver que los cuadros de pinturas aún estaban en aquel callejón. Algo en su apreciación me emocionaba y no entendía qué era.
—Señora Fischer, ¿podría pedirle un favor?
—Claro, pero si prometes no volver a llamarme señora Fischer. Dime Sandra, me haces sentir vieja cada vez que me dices así, y dejemos la formalidad de lado.
—De acuerdo. Sandra, ¿podría pedirte un favor?
—Mucho mejor —asintió, sonriendo.
—Quisiera ver los cuadros que están por allá en esa pared —comenté, señalándole el callejón. Ella ladeó la cabeza y echó un vistazo a los cuadros.
—¡Claro! Se han vuelto famosos últimamente. Mary Johnson viajó desde Los Ángeles la semana pasada para comprar algunos, porque según ella un día estuvo en México por negocios y dijo que no pudo resistirse. Dice que es una apasionada por el arte, pero no lo es. En realidad, solo quería alardear a sus amigas del club —relataba el suceso al caminar.
Reí con fuerza después de escuchar cómo Sandra hablaba de Mary Johnson. Eran rivales sin ningún motivo y se la pasaban hablando de las cosas que hacían o no hacían, si se tinturaban el cabello, si adelgazaban o engordaban y si compraban la misma ropa. Porque eso sí, juntas tenían el mismo gusto por la moda y casualmente llegaban a vestir igual en ciertas ocasiones.
Nos detuvimos frente a la pared en medio de la multitud que contemplaba el arte y compraban algunos cuadros, buscando la asesoría de una chica joven y carismática.
—Hola. —Escuché una voz a mi espalda.
Giré sobre mis pies y me topé con un chico alto de ojos café claro como la miel, mejillas ruborizadas, labios sonrojados, cabello castaño claro, un poco despeinado; vestido con jean, una camiseta de los Lakers y Converse—. ¿Puedo ayudarte en algo? —añadió, preguntando atentamente.
Sentí su voz vibrando en mi cuerpo. Y me perdí en su mirada mientras las manos empezaron a sudarme. Él frunció el ceño extrañado por mi silencio, luego me dejó ver una curva sencilla en su rostro y una extraña sensación me atravesó el pecho cuando lo vi sonreír. Me percaté de mi distracción y tosí ligeramente para asegurarme de que la voz no se me fuera a la hora de hablar. Aunque quisiera, no pude evitar sonrojarme y sentirme nerviosa.
—Sí, claro… Lo siento —susurré apenada—. Tú eres quien dibuja, me imagino —supuse, cambiando el tono de mi voz sin entender por qué lo estaba haciendo.
—Ese soy yo. Es un gusto, Oliver Smith —me extendió su mano con efusividad—. Artista, fotógrafo y pintor. —Ladeaba la cabeza de un lado a otro, indicando sus profesiones y me miraba a los ojos.
Miré su mano extendida y la estreché. Su manera de hablar me hizo volver a sonreír.
—Pues el gusto es todo mío. Soy Gabriela y estoy muy admirada por tu trabajo, lo que haces es increíble —expresé con un poco de temblor en mi voz.
Mi mano seguía estrechada con la de él mientras sonreía. Pensaba en la posibilidad de que se diera cuenta de que mi mano estaba fría y sudorosa, mis pensamientos me mantuvieron más sonrojada y nerviosa, mi rostro era una combinación de gusto y colores que no podía esconder y que se hizo más evidente cuando su silencio a mi propuesta se hizo mucho más largo y su sonrisa me hacía sentir ahogamiento entre la garganta y el pecho. Sandra tosió con fuerza, fingiendo sentir molestia en la garganta, e inmediatamente solté su mano y me la pasé por el pantalón, secándome el sudor disimuladamente, mirando a Sandra un poco incómoda.
—Entonces… ¿Están a la venta? —preguntó Sandra, dirigiéndose a Oliver con afán.
—Eh… Sí, claro. —Dejó escapar una pequeña sonrisa de lado al mirar a Sandra, pasó su mano por el cabello y volvió su mirada a mí—. Sigan por aquí, pueden escoger el que quieran, todos estos están a la venta —señaló con su mano, llevándonos hasta el otro extremo de la pared. Se detuvo justo a mi lado derecho, metió las manos en los bolsillos del pantalón y esperó con tranquilidad para que escogiéramos uno.
—¡Vaya!, mira las sombras de este paisaje. —Sandra admiró un cuadro a blanco y negro de un bosque con algunos animales escondidos entre las ramas de los árboles y arbustos, con miradas realmente profundas.
—Sí, tienes razón, ¿y qué me dices de este ocaso?, me gustan más los colores.
—Es increíble, de verdad. Deberías llevar ambos, igual todos son perfectos… Espera. —Sandra empezó a revolcar su cartera y sacó su teléfono que no paraba de sonar—. Tengo una llamada, dame un segundo —añadió con el ceño fruncido. Asentí con la cabeza y ella se alejó unos pasos.
Mientras Sandra atendía su llamada, yo seguía pensando cuál cuadro escoger. Me sentía muy analítica en ese momento, nunca me había interesado tanto por admirar el arte de una manera tan objetiva. Me puse nerviosa nuevamente por la presencia de Oliver. Él dio tres pasos detrás de mí, cogiendo su mentón. Llegó a mi lado izquierdo y puso sus manos atrás, cogiendo una con la otra. Yo intentaba pasar saliva con tranquilidad, sintiendo un nudo en la garganta.
—Creo que no podré decidirme. —Rompí el silencio, cruzándome de brazos, tratando de parecer menos nerviosa de lo que ya estaba.
—No te preocupes, a la mayoría les pasa. Yo lo llamo el síndrome de aturdimiento por pinturas. —Su tono de voz tenía el ánimo de hacer un chiste, aunque lo dijera con seriedad. Sonreí meneando la cabeza.
—¡Vaya!, suena terrible —seguí su divertido comentario.
—En realidad lo es —afirmó con seriedad nuevamente, sin dejar de lado la diversión—. Si me permites, tengo una propuesta para ti que nos favorecerá a los dos —añadió con intención de hacer negocios.
—De acuerdo, te escucho —acepté expectante, cambiando mi posición de brazos y poniéndolos atrás. Él dio un paso hacia delante y se recostó en la pared con aire cómplice, llenando su mirada de misterio.
—Dejaré que lleves los dos por el precio de uno, es día de ofertas… ¡Qué suerte tienes! —expresó con aire divertido, encogiendo los hombros. Flexionó sus codos y extendió sus manos hacia los lados.
—¡Vaya!, parece que… sí es mi día de suerte, nunca había disfrutado de una oferta. —Sonreí, poniendo un mechón de cabello detrás de mi oreja, respondiendo a su particular manera de coquetear conmigo—. De acuerdo, llevaré los dos.
Oliver sonrió con un leve movimiento de cabeza.
—¿Qué? —pregunté curiosa.
—Nada, solo que fue muy fácil convencerte. Sin ofender.
—Cualquiera se dejaría convencer para comprar tus cuadros. En verdad tienes mucho talento —refuté, mirando toda la pared nuevamente.
—Gracias. —Sonrió apenado—. Hago lo que puedo.
—No seas modesto.
Ajustó algunos cuadros que estaban torcidos, cruzó unas palabras con algunos otros clientes, le dedicó una sonrisa amable a su compañera y yo solo observaba cómo podía desenvolverse tan bien, o mejor, cómo podía ser tan simpático y afable. Fruncí el ceño sacudiendo levemente la cabeza para volver al presente y le entregué el dinero que me pidió.
—Dos cuadros para la chica de ojos azules.
—Te lo agradezco —asentí.
—Gracias por contribuir al arte —dijo, sonriendo mientras empacaba mis cuadros y me los entregaba.
—Tus cuadros deberían estar en una galería —sugerí al recibir la bolsa.
—Descuida, por ahora están bien aquí. Estarán en una galería muy pronto, algún día. —Su voz sonó insegura, con un poco de tristeza en ella.
—No pareces muy convencido.
—Las cosas toman su tiempo. ¿Qué puedo decir?, es mejor no apresurar la vida —reflexionó.
—Qué profundo. Bueno, pues asegúrate de hacérmelo saber. Seré la primera en estar allí.
Sonreía después de haberle confesado a Oliver que sería una de las primeras personas en estar en su galería de arte. No quería sonar desesperada por querer volver a verlo, pero ya estaba dicho. Solo quedaba esperar a que no pensara que era muy obvia, aunque en el fondo sí quería volver a verlo. Y nuevamente las palabras se me atoraban en la garganta.
—Bueno, quiero decir, me encantaría ser una de las invitadas a tu exposición de arte… en caso de que quieras invitarme. No es que yo quiera que me invites, porque si no quieres está bien. Porque soy una simple desconocida, pero estaría encantada de poder acompañarte ese día y… y ya estoy balbuceando. —Mi voz sonaba quebrada y las manos me volvieron a sudar.
—Sí. —Sonrió, frunciendo el entrecejo—. Estás balbuceando, pero fue lindo. —Hubo silencio—, como tus ojos y tu cabello —apuntó, suavizando su voz.
Abrí la boca para decir algo, intentando no sonreír, porque no esperaba ese comentario. Oliver apretó los ojos y bajó la mirada por unos segundos.
—Perdón, lo siento. No debí decir eso —se disculpó como si hubiera hecho algo malo.
—No, está bien. No tienes que disculparte —me ruboricé.
—Bien. En ese caso, es verdad y no me arrepiento —manifestó con osadía.
Sentí los latidos del corazón en todo mi cuerpo. Sentí una conexión entre los dos desde que lo vi a los ojos y su mano fría estrechando la mía me lo confirmó. La primera vez que le pregunté a mamá cómo se había enamorado de papá, sonrió y se ruborizó. Solo con ver sus ojos podía darme cuenta del amor tan grande que sentía por él y como a pesar de los años, se mantenía e incluso crecía más y más. Papá conoció a mamá en el muelle de Santa Mónica en California. Ella estaba caminando a la orilla de la playa, viendo el atardecer y cuando papá la vio, no dudo en acercarse para hablarle. Él se paró junto a ella a observar el cielo y el mar también. Mencionó algo importante sobre el océano y cuando sintió que tenía la atención de mamá, se dispuso a relatar una anécdota graciosa: cuando tenía siete años, navegaba con su padre en un velero muy pequeño, una ola lo golpeó con fuerza y él cayó al agua. Sabía nadar, pero sintió miedo de saber que podría morir si un tiburón venía. Lloró desde que cayó al agua, hasta que su padre lo ayudó a subir nuevamente. Mamá no dejaba de reírse y él no dejaba de mirarla, fue entonces cuando supieron que había algo especial que hacía que el tiempo no importara. En ese momento mamá se dio cuenta de que no reía igual con sus amigos, como lo hacía con él; que se sentía una sensación diferente e inexplicable. Recordaba esa historia y esas palabras siempre.

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