Esperando al diluvio de Dolores Redondo

Esperando al diluvio de Dolores Redondo

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Esperando al diluvio de Dolores Redondo pdf

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Un salvaje asesino en serie. Una búsqueda hasta el último latido. Una ciudad amenazada por un diluvio.

Sinopsis de Esperando al diluvio:

Entre los años 1968 y 1969, el asesino al que la prensa bautizaría como John Biblia mató a tres mujeres en Glasgow. Nunca fue identificado y el caso todavía sigue abierto hoy en día. En esta novela, a principios de los años ochenta, el investigador de policía escocés Noah Scott Sherrington logra llegar hasta John Biblia, pero un fallo en su corazón en el último momento le impide arrestarlo. A pesar de su frágil estado de salud, y contra los consejos médicos y la negativa de sus superiores para que continúe con la persecución del asesino en serie, Noah sigue una corazonada que lo llevará hasta el Bilbao de 1983. Justo unos días antes de que un verdadero diluvio arrase la ciudad.

Dolores Redondo se autodefine como «una escritora de tormentas» y con esta nueva novela, basada en hechos reales, nos conduce hasta el epicentro de una de las mayores tormentas del siglo pasado a la vez que retrata una época en plena ebullición política y social. Es un homenaje a la cultura del trabajo lleno de nostalgia por un tiempo en el que la radio era una de las pocas ventanas abiertas al mundo y, sobre todo, a la música. Y es también un canto a la camaradería de las cuadrillas y a las historias de amor que nacen de un pálpito.

Una obra deslumbrante con unos personajes que nos llevan de la crueldad más espantosa a la esperanza en el ser humano.

«Dolores Redondo, la reina del thriller literario.» Carlos Ruiz Zafón


Esperando al diluvio
Dolores Redondo
 
Para Luisa Vareiro, por compartir con todos tus vecinos,
lo quisiéramos o no, tu pasión por Mocedades y, en particular, por Amor de hombre. En muchos momentos fuiste la persona más divertida de mi vida. Gracias.
A mi amigo el escritor Domingo Villar, que se fue mientras yo terminaba esta novela. También creo que al otro lado hay sol, tiene que haberlo para personas como tú.
Para Neme, Bego y Olatz, ya sabéis por qué.
Para Eduardo, mi amor de hombre, que jamás me harás llorar, salvo si se te ocurre marcharte antes que yo.
La historia es mi musa. Reescribir la historia bajo mis propios requisitos es mi trabajo como novelista. Yo distorsiono, reviso, reimagino y saqueo la historia, y la vuelvo a recomponer como una pintura a gran escala.
JAMES ELLROY, en el epílogo de
La Dalia Negra
No es una lección de historia.
BENEDICT CUMBERBATCH, contestando
a Sam Elliott por sus críticas a
El poder del perro
Desaparecer significa a menudo sufrir una pérdida de identidad o una pérdida del lugar; a veces supone perder una vida.
ANDREW O’HAGAN, en
Los desaparecidos
Sobre Esperando al diluvio
Entre los años 1968 y 1969, el asesino al que la prensa bautizaría como John Biblia mató a tres mujeres en Glasgow. Jóvenes, morenas, de edades que iban entre los veinticinco y los treinta y dos años. A todas las había conocido en la discoteca Barrowland. El asesino nunca fue identificado y el caso todavía sigue sin resolución. Constituyó una de las persecuciones más extremas de la historia criminal de Escocia.
Sin embargo, la alargada sombra de Biblia no cayó en el olvido, ni para la sociedad escocesa ni para la investigación policial.
En 1996, Donald Simpson, en su libro Power in the Blood, afirmaba haber conocido a un hombre que le confesó ser John Biblia. Asimismo, contó que ese hombre había intentado matarlo y que tenía pruebas de que siempre había operado en Glasgow. Es un hecho que en ese lapso hay crímenes sin resolver que podrían atribuírsele, algunos en la costa oeste escocesa y dos en Dundee, en 1979 y 1980; en todos ellos las víctimas aparecieron desnudas y estranguladas como las de John Biblia. En aquellos tiempos, el Scotland on Sunday afirmó que la policía de Strathclyde tenía nuevas pruebas en la investigación sobre Biblia basadas en el ADN extraído del semen hallado en la tercera víctima (y preservado gracias al buen hacer de un oficial que en los años sesenta recolectó la prueba, a pesar de que entonces los análisis de ADN eran ciencia ficción). La policía puso en marcha una operación para comparar el ADN con el de todos los posibles criminales violentos conocidos por el sistema. Uno de esos criminales, John Irvine McInnes, se había suicidado en 1980, por lo que se usó una muestra facilitada por un familiar para la comparativa. El resultado arrojó los suficientes datos como para exhumar el cadáver. Sin embargo, no se obtuvo una coincidencia total (tengamos en cuenta que, en 1996, los análisis de ADN todavía no habían alcanzado el nivel de precisión de los de hoy). Pero ya entonces planteó una enorme duda sobre el perfil del delincuente. Los periódicos de la época sugerían que John Biblia pudo asustarse por la investigación, pero, con los conocimientos criminalísticos actuales, sabemos que esto era muy poco probable, como lo era que un asesino dejara de matar durante los once años anteriores a su suicidio. Pero es que, además, John Irvine McInnes formó parte de la rueda de reconocimiento inicial frente a la hermana de Helen Puttock, una de las víctimas, que no lo reconoció, a pesar de que pasó gran parte de la noche junto a Helen y al hombre que terminaría matándola, e incluso hizo un tramo del viaje de regreso a casa con ellos en el mismo taxi. En 1996 volvió a repetir lo mismo que dijo en la primera ocasión: que aquel hombre no era John Biblia. La policía lo descartó.
A finales de la década de los años 2000 se comenzó a especular con la posibilidad de que un asesino en serie violador llamado Peter Tobin fuera John Biblia. Tras las pertinentes analíticas y estudios de personalidad, la policía también lo descartó. En enero de 2022, la BBC emitió un documental titulado The Hunt for Bible John. En la actualidad el caso John Biblia continúa abierto y, para nosotros, sigue vivo.
El verano de 1983 yo tenía catorce años. Había viajado a Galicia con mis tíos por primera vez en mi vida y, para mí, fue el verano de la música. Como a menudo sucede con los recuerdos, soy incapaz, y además me niego, a ponerles fechas demasiado ajustadas. ¿Qué más dará si aquello que me marcó tanto sucedió un mes antes o después? ¿O si Nik Kershaw había publicado ya su álbum o no? ¿O si al final Wouldn’t It Be Good se convirtió en un himno para mí?
Fue el inicio de mi adolescencia, el primer verano sin mis padres, tomar consciencia del interés que despertaba en los chicos… y la música. Hasta entonces la música provenía de lo que escuchaban mis padres, de la colección de casetes de mi abuelo y del repertorio de las verbenas en Trincherpe. Alguien me preguntó aquel verano: ¿qué música te gusta? Pasé buena parte de las vacaciones pensando la respuesta. El día que subí al tren para regresar al País Vasco, llevaba en mi maleta un par de vinilos comprados en Vázquez Lescaille, en Pontevedra, con la paga que un familiar me dio al conocerme. A partir de ese instante la música se convirtió en algo fundamental en mi vida.
La otra cosa que recuerdo de aquel agosto de 1983 fue el viaje de regreso a casa en tren. Iba sola, pero a cargo de unos conocidos de mis tíos, que iban a trabajar al puerto de Santurce. Hasta Burgos todo fue bien, pero en cuanto entramos en el País Vasco la velocidad del tren comenzó a ralentizarse hasta casi detenerse en algunos tramos. La gente se agolpaba en los pasillos tratando de ver algo por las ventanas. Yo me hice con un buen sitio y observé algo muy llamativo. Según nos acercábamos a Bilbao, había una gran cantidad de objetos de todo tipo prendidos en las copas de los altísimos árboles de las orillas del río Nervión. Objetos que entonces me parecieron harto absurdos: sábanas, abrigos, guantes, zapatos, bidones de plástico, bolsas, ropa de todo tipo. No sé por qué recuerdo particularmente un pijamita de bebé. Quizá porque entonces mi hermana solo tenía dos años y medio. Había muchos operarios trabajando en las vías, recuerdo sus impermeables amarillos. Cuando el tren trazó una gran curva, pude ver cómo aquellos hombres se afanaban, reforzando con sacos terreros los costados donde el agua había arrastrado parte del aglutinado que sostenía las vías. Conforme avanzábamos, el panorama se iba tornando más desolador. La gente murmuraba algo sobre una gran riada que, vista la altura de los árboles donde los objetos habían quedado prendidos, tenía que haber sido fabulosa. Bastante antes de entrar en la ciudad el tren se detuvo y, como compensando su inmovilidad, los rumores comenzaron a circular por el interior a toda velocidad. Hablaban de muertos, de desaparecidos, de una gran destrucción, de un diluvio bíblico. Yo me mantenía firme, aferrada al pasamanos bajo la ventana, escuchando todo aquello y rezando para que no fuera verdad. Entonces el tren volvió a moverse lentamente y, poco a poco, fuimos entrando en Bilbao.
Cuando lo recuerdo me parece estar viendo una de esas fotografías de la Segunda Guerra Mundial en las que todo es gris, solo una escala entre el blanco y el negro. La destrucción era grandiosa, todo aparecía cubierto de una pátina parduzca de barro. Toneladas de ramas de árboles arrancadas de cuajo, plásticos y más ropa robada por la fuerza del agua de tendales y tiendas, o de los cuerpos que había arrastrado. Una mezcolanza de objetos que aún me parecieron más absurdos. Juguetes, maniquíes que mantenían su pose elegante tirados entre el lodo y los escombros, guantes de trabajo, hierros retorcidos, coches ruedas arriba. Aquello era el gran Bilbao. Yo conocía la ciudad y recuerdo que la primera vez que la vi pensé que era terrible por grande, por oscura, por potente, y, sin embargo, ahora la tenía delante con sus vergüenzas expuestas, llena de lodo, triste y vencida. Era agosto, pero recuerdo el frío de la desolación. La angustia de ver aquella titánica ciudad en aquel estado fue aplastante. Comencé a llorar. Si la poderosa Bilbao estaba así, ¿cómo estaría mi casa?
En 1983 no existían los teléfonos móviles. La última vez que había hablado con mi madre fue justo un día antes de salir de viaje. Entonces, cuando estabas de vacaciones, se llamaba a casa como mucho una vez por semana. Quizá deberíamos recuperar esa buena costumbre. El resto de los viajeros del tren no parecía tener noticias más frescas que yo. Una mujer que iba hasta Irún se dio cuenta de que yo lloraba y trató de consolarme mientras instaba a los demás a que se callaran para no angustiarme más. Me dijo que ella había llamado a su casa la noche anterior y que allí las lluvias no habían ocasionado tantos daños, aunque había zonas de Guipúzcoa muy afectadas. «Seguro que en tu casa están bien, no te preocupes.»
Estuvimos varias horas detenidos en las inmediaciones de Bilbao, allí descendieron los que iban a Santurce ante la imposibilidad de llegar a la estación. Los operarios que trabajaban en las rías hablaban de docenas de muertos, desaparecidos, animales ahogados, edificios destruidos, empresas barridas de la faz de la Tierra. Cuando el tren por fin se puso en marcha, regresamos por la vía por la que habíamos venido, en medio de un paisaje de campos anegados, torrenteras abiertas en cualquier parte, y lo que habían arrastrado las riadas repartido por doquier.
Cuando llegué a Donostia, todo estaba bien, mi familia estaba a salvo y ni siquiera se habían enterado de que lo de Bilbao fuera tan grave. A mediodía vimos el informativo territorial de Televisión Española y, aunque sí que dieron la noticia, usaron imágenes de archivo, ya que las comunicaciones estaban tan afectadas que conseguir las reales había sido imposible.
Aquel fue el verano de la música y fue también el verano en que comencé a escribir.
Escribir esta novela me ha costado treinta y nueve años. Sé que empecé a fraguarla aquel día en el tren. Hoy vuelvo a Bilbao para terminar esta historia, que, como veréis, no es un tratado histórico ni una guía de calles. Me he tomado licencias, ya os avisé de que me niego a ser exhaustiva con los recuerdos: la mitad son reales, la otra mitad son fruto del amor a mi tierra, de la necesidad de música en mi vida, del miedo que pasé aquel día y del placer que sigue produciéndome seguir sometida a la dulce tortura de salir indemne de todas las catástrofes que mi mente se empeña en imaginar para robarme el sueño.
Soy una escritora de tormentas.
El niño
Harmony Cottage
El niño se detuvo en el umbral. Tembló al sentir el intenso frío del exterior. Extendió su mirada sobre la superficie quieta de las aguas del lago, que brillaban bajo la luz de la luna llena, y, después, hacia el cielo. El llanto incipiente le nubló la vista. No quería hacerlo. Quería regresar dentro, junto a la estufa, quería leer un cuento y dormirse allí. Cuando se quedaba dormido en el suelo frente al fuego, nadie se molestaba en llevarlo a la cama, y así él podía descansar.
Desde el interior le llegaron las voces apremiantes.
—Cierra la puerta de una vez y haz tu trabajo, pequeño Johnny, si no quieres que vaya y te dé una tunda.
Afianzó la puerta a su espalda para dejar de oírlas. Cerró los ojos y dos gruesas lágrimas rodaron por su piel, que ya comenzaba a perder el calor. Con la mano libre se las apartó del rostro casi con saña. De nada servía llorar. Se lo repetía siempre, pero cada vez que tenía que hacerlo, el llanto aparecía de nuevo. Avanzó sosteniendo el pesado cubo de madera hacia un lado de la casa. Había allí un pequeño lavadero de piedra bajo el caño de un grifo antiguo. Colgaba de una tubería medio suelta que descendía por la pared de la casa desde la colina. Apoyada en el costado, una vieja tabla de lavar la ropa, un cepillo de madera de cerdas duras y una lata que contenía el jabón de sosa que ellas fabricaban con los restos de la grasa de cocinar. Dejó el cubo en el suelo y tuvo que usar las dos manos para abrir la canilla herrumbrosa. Todavía resultaba posible hacerlo allí, según avanzase el invierno y fueran descendiendo las temperaturas, la cantidad de agua que brotaba de la espita se iría haciendo más escasa, hasta que terminara por helarse. Entonces tendría que irse a la orilla del lago, y sería aún peor.
La pila era profunda. Aunque se alzara de puntillas no llegaba a tocar el fondo con su brazo estirado. Cuando era más pequeño, en alguna ocasión y durante el verano, lo habían bañado en ella. A veces pensaba que, si alguien con problemas para moverse, como la tía Emily, que había tenido la polio de pequeña, cayera de cabeza en el pilón, era probable que muriera. Imaginarla pataleando mientras se ahogaba le produjo una pequeña satisfacción.
Cuando consiguió abrir el grifo hasta el tope, dejó que el agua corriese abundantemente, golpeando contra el fondo de piedra del lavadero. Se remangó el jersey muy por encima de los codos asegurándose de que las mangas quedaban bien sujetas. Tomó la tabla de madera, tan usada que los pequeños resaltes redondeados destinados a frotar la ropa aparecían romos y casi igualados al resto del madero. La apoyó en el borde.
Se inclinó sobre el cubo y apartó la tapa. El olor era nauseabundo y aún no lo había tocado. Sabía que en cuanto moviese su contenido, el hedor impregnaría sus fosas nasales metiéndose en su boca y pegándosele al paladar, donde permanecería durante horas. Hiciera lo que hiciese no podría despegárselo de los dientes, de la lengua, y cada bocanada de aire llevaría adherida aquella pestilencia. Un nuevo arrebato de llanto sacudió al niño agitando su cuerpo menudo, y tuvo que agarrarse al pilón, doblegado por la náusea. Tosió y le ardieron los ojos mientras un rictus de sufrimiento curvaba su boca como la de un payaso triste.
Miró hacia el costado de la casa, seguro de que nadie vendría. Daba igual cuánto tiempo le llevase aquella labor, una hora o cinco. Lo único que sabía con certeza era que no podía volver al interior hasta que hubiera terminado. Intentando mantener la cara lo más alejada posible del cubo, volvió a inclinarse y a tientas metió la mano dentro hasta que rozó la tela, tiró de ella y de inmediato una vaharada putrefacta se expandió a su alrededor. Pero lo peor era tocarlo. Estaba ligeramente templado. Siempre lo estaba, daba igual que lo hubieran mantenido en la cornisa o en un rincón del retrete, donde la ventana desgajada de su marco permanecía siempre abierta. Se estaba pudriendo. Él era un niño de campo, sabía qué sucedía cuando algo se pudría. Sin mirarlo, lo arrojó sobre la tabla y dejó que el chorro de agua corriese arrancando de la superficie los cuajarones negros, y en ocasiones tan gruesos que parecían pequeñas criaturas descompuestas. Con las puntas de los dedos tomó una porción de jabón de sosa y el cepillo de madera y, ya completamente arrebatado por el llanto y las náuseas, comenzó a limpiar la sangre.
John Biblia
Glasgow, 1983
John se demoró aposta ante el gran espejo que había junto a los baños. Mientras fingía arreglarse la ropa, observó a la mujer a través del reflejo.
Había muchos hombres en la discoteca aquella noche, pero no le preocupaba: dejarla sola en la barra después de invitarla a beber era un riesgo calculado. Mientras tiraba suavemente de los puños de su camisa, vio a la chica rechazar la compañía de un par de tipos que se le acercaron y dirigir una mirada esperanzada hacia la zona de aseos. Lo esperaba a él.
Era consciente de que ella también podía verlo, al menos de forma parcial, por eso de vez en cuando se giraba un poco a la derecha como si hablase o estuviese escuchando lo que alguien, invisible para ella, le decía.
Había dicho que se llamaba Marie, y hasta podría ser cierto, en aquellos lugares nunca se sabía; en varias ocasiones había descubierto más tarde, por la prensa, que el nombre que le habían dado no era el verdadero.
En su caso, siempre que le preguntaban su nombre, respondía: «John, me llamo John». Y lo manifestaba con seguridad y la voz ligeramente más alta de lo normal. No hacía gran cosa por destacar, así si por casualidad alguien recordaba al hombre con el que se fue la chica, quizá un camarero o las parejas que se sentaban más cerca, diría: «Creo que oí al tipo decir que se llamaba John, sí, estoy seguro, dijo que se llamaba John».
Le gustaba imaginar la cara de los policías al oír el nombre. Era una travesura y otro riesgo calculado, pero no se exponía mucho más. Se afanaba en que todo lo que pudieran recordar de él no sirviera para nada.
Repasó su aspecto en el espejo. Los zapatos limpios, los vaqueros planchados, la americana azul marino y la camisa blanca. El cabello castaño tenía matices rojizos según cómo le daba la luz y lo llevaba peinado con un corte sencillo. Pulcro. Le encantaba aquella palabra. Pulcro. Así era como lo habían descrito años antes los pocos testigos que lo recordaban: un joven alto, delgado, cabello castaño, aspecto pulcro, nada más… Bueno, sí, quizá mencionaran algún diente algo torcido. Una nimiedad que ya había corregido tiempo atrás.
Forzó una sonrisa ante el espejo y observó satisfecho sus dientes blancos y alineados. Con dedos hábiles retiró una mota invisible de polvo de la hombrera de su chaqueta y, a través del reflejo, volvió a centrarse en la joven.
John tenía una estrategia sagaz y discreta que consistía en apostarse en algún lugar de la barra cerca de la entrada del local. Así fue como la vio. Llegó con un par de amigas que formaban parte del grupo que acababa de desembarcar del autobús. Observó cómo caminaba. Por experiencia sabía que las chicas tenían un modo distinto de moverse en «esos días». Llevaba pantalones oscuros y había elegido una blusa larga y holgada que le cubría la cadera, lo que contrastaba con sus amigas, que vestían top y minifalda. John era un gran observador del mundo femenino y sabía que a menudo los grupos de amigas solían vestir de forma parecida. Pero la ropa no era el único indicio. La siguió a distancia mezclándose entre la gente que abarrotaba el local. La vio salir a bailar con las otras chicas, aunque después de un rato abandonó la pista y se apostó junto a una columna sorbiendo su cocacola y sonriendo a sus amigas, que seguían bailando.
La oscuridad y el estruendo de la discoteca permitieron a John colocarse tras ella para poder olerla mientras fingía observar la pista. Aspiró su aroma. Percibió el sudor suave de sus axilas, mezclado con una colonia de notas dulces que parecía estar de moda entre las chicas, y aquel otro olor, metálico, salobre y ácido. Frunció un poco el labio superior sin poder contener una mueca de asco. Y casi a la vez notó la erección tensando su miembro bajo la tela de los vaqueros.
Sin perderla de vista se alejó unos pasos y metió la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. Con la punta de los dedos acarició el raso del lazo rojo que llevaba allí. Pensó en Lucy y, reconviniéndose, se mordió el interior de la mejilla hasta que el dolor anuló la otra sensación y recuperó la compostura.
Después fue fácil, siempre lo era. La fórmula funcionaba a la perfección desde hacía años, con leves diferencias. Se detendría a su lado y comenzaría a hablar, le diría que a él tampoco le apetecía bailar y que estaba pensando en tomar algo, ¿querría acompañarlo? Ella lo miraría y vería lo que veían todos: un hombre joven, pero no un crío. Limpio, bien vestido aunque sin ostentación, educado, amable. Pulcro. Y que se había fijado, con toda probabilidad, en la única chica que vestía pantalones y una blusa amplia en toda la discoteca.
Él hablaría de cualquier cosa, evitando temas conflictivos. Le haría un par de cumplidos nada exagerados y dejaría caer que tenía trabajo, que en realidad no le gustaban mucho los lugares como aquel, que lo que le encantaba era charlar y que, con aquel estruendo, era casi imposible, que tenía un coche en el aparcamiento y que podían ir donde ella quisiera. Y añadiría rápidamente, y antes de que ella pudiera objetar nada, que, por supuesto, estaría encantado de llevarla a casa si era eso lo que ella quería. Y la chica aceptaría porque él era encantador, porque ella había venido en autobús, porque todas querían un novio con vehículo propio. Aceptaría, aunque en los periódicos se hablara constantemente de la cantidad de jóvenes que habían desaparecido y aunque, con seguridad, habría escuchado mil veces las advertencias de no subir a coches de desconocidos. John sabía lo que respondería cuando se lo propusiera, a pesar de todo y aunque en «esos días» no debería hacerlo. Hasta era probable que la muy cerda aceptase tener relaciones sexuales cuando él se lo insinuara. Entonces la golpearía con saña, borrando con cada golpe el maquillaje y la sonrisa. Le arrancaría la ropa y haría jirones con ella y, con sus propias medias, su cinturón o su sostén, la estrangularía hasta que dejase de gritar mientras la violaba. Y después se la llevaría a casa, a dormir junto a sus hermanas, a dejar que el lago purificase a aquella dama. Era un engorro, pero debía hacerse así. En otro tiempo la habría dejado tirada en la calle o en un parque, habría buscado en su bolso los tampones o las compresas higiénicas y las habría colocado sobre el cadáver para recordar a aquellas cerdas que no debían acercarse a un hombre mientras estaban menstruando.
Solo pensarlo le provocó un intenso hormigueo en la zona genital. Mordió con fuerza el interior de su mejilla mientras la miraba a distancia en el espejo y, cuando estuvo preparado, volvió a su lado.
I got it bad
Lo tengo mal
Glasgow, 1983
El inspector Noah Scott Sherrington llegó al paso a nivel cuando el semáforo se ponía rojo y las luces a los lados de las vías comenzaban a parpadear. Conocía aquel lugar a las afueras de Glasgow, había conducido cada noche por allí los últimos quince días y sabía que la valla aún tardaría una eternidad en bajar, suficiente para que los cuatro coches que lo separaban del que seguía tuvieran tiempo de pasar. Uno, dos, tres, y…
—No, no, no, no… —susurró mientras el conductor que llevaba delante detenía su vehículo.
Scott Sherrington frenó bruscamente y el capó del viejo coche quedó a escasos centímetros de la trasera del vehículo que le precedía. Las luces de frenado se unieron a las intermitencias rojas de la vía arrancando miles de reflejos sangrientos de la carrocería mojada. Scott Sherrington sintió un leve mareo al mirarlas.
Contrariado, se llevó las manos al rostro y lo encontró cubierto de sudor frío. El aire del interior del vehículo se le antojó de pronto irrespirable. Buscando la tecla del elevalunas, manoteó la puerta hasta que tropezó con la manija manual y la accionó maldiciendo. Por un instante había olvidado que no iba en su coche. Aquel era un Escort que, estaba seguro, había sido uno de los primeros en salir de la factoría de Halewood en Knowsley, cuando en los buenos tiempos aún lo fabricaban allí. Un coche encubierto, y, desde luego, nadie podía negarle que cumpliera su papel. Tan viejo y gris, en todos los aspectos, que era difícil que alguien reparase en él o lo mirase dos veces.
El frescor de la noche entró por la ventanilla, helando el sudor sobre su piel. Sintió un ligero alivio al aspirar profundamente el aire frío que la tormenta empujaba tierra adentro desde el mar del Norte, alejando el calor de los últimos días, en aquel extraño verano escocés. Asomó un poco la cabeza, justo a tiempo de ver cómo el coche que había estado siguiendo superaba la zona del paso y sus luces traseras se perdían en la oscuridad de la noche. Pensó por un instante en adelantar al coche para ir tras él. Mientras suspiraba extenuado, dejó que la lluvia le mojase el rostro y casi de inmediato se sintió mejor y más calmado. La lluvia siempre había tenido ese efecto en él. Volvió a sentarse erguido y subió un poco la ventanilla. Reparó en que el agua que se había colado dentro del vehículo le había mojado la manga de la chaqueta y comenzaba a formar un charquito sobre la alfombrilla de goma, a sus pies. Lo miró hastiado pensando que daba igual. Ya todo daba igual. Sabía de sobra dónde podía encontrar a Angus Bennett. Llevaba diez días siguiéndolo y cada noche había hecho exactamente lo mismo.
Bennett trabajaba en una empresa de extintores náuticos. Cuando salía del trabajo se dedicaba a conducir dando vueltas por los almacenes del puerto del río Clyde y del polígono colindante a una hora en la que la mayoría de los talleres estaban ya cerrados y las prostitutas tomaban el lugar. Unos pocos coches dispersos aparcados aquí y allá, y las chicas apostadas entre ellos envueltas en guardapolvos que abrían al paso de los posibles clientes, mostrando que debajo solo llevaban ropa interior. A veces reducía la marcha y pasaba más despacio frente a alguna, pero no se detenía. Después de hacer eso, más o menos durante una hora, salía de la zona de almacenes y, siguiendo la misma ruta, atravesaba aquel paso a nivel para detenerse dos millas más adelante en una discoteca que había a las afueras de la ciudad. Permanecía allí una hora, a lo sumo dos. Nunca tomaba más de un par de copas, después regresaba conduciendo cuatro millas y media hasta la casa donde vivía solo.
Noah Scott Sherrington tomó aire y lo expulsó lentamente. Se sentía muy cansado. Aquello no llevaba a ninguna parte y lo sabía.
En los últimos dos meses había seguido a dos tipos, además de a Bennett. Tres sospechosos. Cientos de horas. Charles MacLaughlin, otro merodeador de discotecas, con la mano un poco ligera en su trato con las jovencitas, había resultado tener dos esposas y andar por lo visto en busca de la tercera. Y Daniel Garrat. El más desconcertante de los tres. El que mejor cuadraba con el perfil de John Biblia. Tenía algo más de cuarenta años, lo que encajaba con la teoría de que, a pesar de su rostro aniñado, pudiera haber tenido los veintitrés o veinticuatro que le suponían en la época de los crímenes de la sala Barrowland. Al principio había pensado que vivía con su madre, pero descubrió que eran su madre y el novio de esta los que vivían con él, quizá porque contribuían a pagar la renta, ya que a Garrat le duraban poco los empleos. Scott Sherrington averiguó que no era mal trabajador, pero, sin duda debido a su gusto por la noche y las discotecas, a menudo llegaba tarde a su puesto, lo que le había valido el despido, al menos en sus dos últimos empleos. Aun así, Garrat se las arreglaba para cambiar de coche con cierta frecuencia y tener en el bolsillo lo suficiente para salir cada noche a recorrer las discotecas de Glasgow. Sin embargo, no se le conocían novias, las chicas no se le daban bien. Lo habían detenido un par de veces por altercados dentro del hogar, peleas con su madre y con el novio de esta. Un mes y medio siguiendo su pista. Nada.
Lo que le había parecido turbio de Bennett, el merodeo por los polígonos frecuentados por prostitutas, limitándose a mirar para acabar en una discoteca y seguir mirando, había quedado revelado aquella misma noche cuando lo vio detenerse frente a la puerta de un taller de reparación de autorradios. El sospechoso repitió su rutina conduciendo lentamente entre las naves vacías, dedicando miradas furtivas a las prostitutas que, cuando lo veían acercarse tan despacio, salían a su paso para ofrecerse. Un observador que no lo conociera como lo conocía Scott Sherrington podría haber pensado que estaba buscando algo o a alguien, pero el policía sabía que aquella era su rutina. Mirar sin comprar. Quizá buscaba calentarse lo suficiente, observando a las que cobraban por el servicio, para después descargar su furia con la joven que accediera a acompañarlo al salir de la discoteca. Pero en aquellas dos semanas no lo había visto hablar con ninguna mujer nunca, ni con las que cobraban, ni con las que observaba de lejos en la pista de baile. Así que, cuando lo vio detenerse y bajarse del coche, pensó que, como en otras ocasiones, el tipo iba a mear. Reparó entonces en que la puerta del taller de autorradios se abría un poco. Un intercambio rápido de palabras con el fulano que estaba dentro mientras se dirigía a la trasera del vehículo y sacaba un saco de arpillera que delataba la forma rectangular y afilada de cuatro o cinco radiocasetes, a todas luces robados. Nada, una vez más.
Scott Sherrington miró con fastidio hacia fuera. Las luces rojas continuaban parpadeando a los lados de las vías. Alcanzó a ver por encima del coche las vallas que seguían en alto.
Se llevó la mano a la boca del estómago y, por un momento, pensó que tenía una indigestión. Se sentía lleno, empachado, aunque lo más probable era que fuese hambre, las dos sensaciones se parecían bastante, y no había probado bocado desde el mediodía. Miró el reloj y se dijo que quizá no era tarde para acercarse al pub a comer algo. Eso lo llevó a pensar en el sargento detective Gibson. Frunció el ceño al hacerlo. Se lo había cruzado cuando salía de la comisaría, justo a tiempo de ver cómo sacaba a un detenido de la sala de interrogatorios y cedía su custodia a dos policías de uniforme.
Gibson, la corbata floja, el cuello de la camisa algo torcido, el faldón a punto de salirse de uno de los lados bajo la incipiente barriga.
—Aquí el amigo Billy ha cantado. Es el atracador de licorerías que andábamos buscando.
El amigo Billy no iba mucho más aliñado que Gibson. El rostro enrojecido, especialmente la nariz. No llevaba corbata, pero el cuello de su camisa también aparecía torcido y abierto hasta la mitad del pecho, le faltaban un par de botones y, en la pechera, cuatro o cinco manchas de sangre, muy rojas, ovaladas, como un racimo de uvas tintas.
La mirada de Scott Sherrington se detuvo un par de segundos más en aquellas manchas mientras pensaba: «Gravitacionales, por goteo». Gibson se dio cuenta y se apresuró a explicar:
—Ha tenido una hemorragia nasal, por el calor… —Se ladeó un poco para preguntar al detenido—. ¿Verdad, amigo?
El hombre respondió con un gesto cansado, parecido a un asentimiento.
Noah continuó su camino mientras pensaba que había sido mala idea estrenar zapatos ese día. Le dolían los pies.
—Sherrington —lo detuvo Gibson utilizando, como siempre, la mitad más inglesa de su apellido. Empujó a la vez con el tacón del zapato la puerta a su espalda para que se abriese del todo y el detective McArthur, que seguía dentro, pudiera oírlo.
Desde el interior de la sala de interrogatorios, a la que algunos llamaban «la galletera», le llegó el olor nauseabundo a sudor, gases y aliento viciado que salió como niebla flotando en el humo de cigarrillos.
—Vamos a ir a celebrarlo al pub. El sargento McArthur, los chicos de Robos y algunos patrulleros, ¿por qué no te vienes?
—No puedo, lo siento —respondió Noah sin que su tono dejase traslucir que lo sintiera en absoluto—. Hoy tengo cosas que hacer —añadió dirigiéndose a la salida.
Gibson lo alcanzó ya en la calle y se le acercó hasta casi rozarle. Aunque no llovía de momento, la temperatura había descendido por debajo de los dos dígitos tras una jornada templada para Escocia. El frescor del exterior arrancó de la piel de Gibson el vapor viciado que llevaba adherido. Apestaba como un perro mojado.
—¿Y qué es eso tan importante que tienes que hacer? ¿Perseguir a John Biblia?
—Nunca he dicho que fuera John Biblia —contestó Noah.
El detective Gibson intentó sonreír mientras le ofrecía un cigarrillo, que Scott Sherrington aceptó.
—Claro que no —dijo con sorna—, porque John Biblia está muerto.
Scott Sherrington lo miró a los ojos mientras daba una profunda calada.
—No hay pruebas de eso.
Esta vez la sonrisa le salió magnífica al sargento detective Gibson.
—O sea que sí, que persigues a John Biblia —dijo volviéndose a mirar atrás, como si esperase público—. Pues voy a decirte todo lo que haces mal.
Scott Sherrington negó con la cabeza y se armó de paciencia mientras miraba hacia el coche. Los pies lo estaban matando.
—Hay tres errores en lo que haces —explicó Gibson blandiendo ante su cara sus dedos manchados de nicotina—. Primero, John Biblia está muerto y no se puede atrapar a un fantasma. Segundo, te crees capaz de conseguir lo que no logró toda la policía escocesa investigando durante años.
Percibió la intención al decir «escocesa», era vox populi que Noah Scott Sherrington se había formado en Londres. Algunos no se lo perdonaban. Le daba igual. Dejó salir el aire por la nariz demostrando su desdén, pero no dijo nada.
—Pero el tercero y más grave —continuó Gibson— es que pareces olvidar que estás en «La Marina», y la ofensa que eso supone.
Noah levantó la mirada hacia la recia construcción que parecía cernirse sobre ellos. El viejo edificio de Anderson Street, en Partick, recordaba a una escuela estatal de los años cuarenta. Era el cuartel de la policía de la ribera del río Clyde, conocida como División Marina. A finales de los sesenta y principios de los setenta se convirtió en el centro de investigaciones de la operación para capturar a John Biblia: interrogatorios, rondas de reconocimiento, declaraciones de testigos, retratos robot…
Y no, no era casualidad que Scott Sherrington hubiera requerido trasladarse allí, aunque entendía que resultase incomprensible que un inspector pidiese la incorporación a una destartalada y vetusta comisaría que ya lucía en sus paredes el aviso gubernamental de «propiedad condenada», que era como llamaban a los edificios que se iban a derribar, objeto del gran proyecto urbanístico de Glasgow. Pero lo que a la mayoría se les escapaba era que seguía manteniendo en sus sótanos una docena de insanos calabozos de azulejos rayados con miles de nombres y la mayor recopilación de documentación sobre el caso John Biblia. Noah sintió una gota de agua en el rostro.
Alzó la mirada, el aire estaba revuelto y cargado de humedad. El mes de agosto había comenzado con una promesa de verano que había durado unos días, pero aquella mañana el cielo empezó a cubrirse al poco de amanecer. Al principio no le habían dado importancia porque las nubes se desplazaban desde las islas Shetland, pero por radio llegaban noticias de que en Aberdeen diluviaba.
Quizá Gibson advirtió entonces la diferencia de temperatura del exterior y comenzó a colocarse la ropa, remetiendo el faldón de su camisa dentro de los pantalones y enderezándose la corbata. Fue en aquel instante cuando Scott Sherrington percibió las pequeñas manchitas oscuras en la pechera. Casi microscópicas, por aspersión, formando una hilera ascendente y con tal fuerza que el mayor cúmulo de sangre se había concentrado en la parte superior de las gotículas. La clase de salpicadura de alta velocidad que se produciría al propinar un puñetazo contra la nariz del amigo Billy, por ejemplo.
Gibson pareció haber adecentado sus modales, además del atuendo, cuando volvió a hablar.
—Noah, deberías venir, es un momento de celebración. Esta es la clase de cosas que crea compañerismo.
«¿Compañerismo o pandillerismo?», pensó Scott Sherrington, consciente de que en esta ocasión Gibson había utilizado su nombre de pila.
—Quizá otro día… —contestó avanzando hacia el coche.
—No hay otro día, es hoy. Hazme caso…
En aquel momento Gibson no le pareció tan mal tipo, incluso era posible que tuviera buen fondo.
—No es nada personal, tengo cosas que hacer —dijo mientras abría el coche.
—Llevas tres meses aquí. Al principio podía hacer gracia que llegaras con tu apellido rimbombante, tus camisas planchadas y tus técnicas de Scotland Yard, pero la gente empieza a hablar.
Noah se volvió a mirarlo.
—¿Y qué dicen?
—Ya sabes cómo son estas cosas, no es solo que crean, como yo, que pierdes el tiempo con toda esa teoría tuya del depredador, John Biblia, o lo que sea… Hay otros que opinan que es un cuento chino. No tienes nada, Sherrington, no hay denuncias, ni sospechosos, no hay víctimas, no hay caso.
—Es Scott Sherrington, como el premio Nobel de Medicina —respondió con calma—, y están todas esas chicas que faltan de sus casas…
—¡Joder, Noah! Estarán trabajando de putas en Aberdeen, haciendo negocio con los trabajadores de las plataformas petrolíferas o en Londres. Todo el mundo sabe que ahora las crías se pirran por ser estrellas del pop.
Scott Sherrington bajó la cabeza mientras negaba, pero Gibson continuó:
—Estamos en los ochenta, ¡joder! Todas quieren ser Bonnie Tyler o Cyndi Lauper, Girls Just Want to Have Fun. No hay un depredador. Esas chicas se han escapado de casa, se han teñido el pelo de rosa o de violeta y hacen coros en un grupo, como esa Fredrica Bimmel: tanto revuelo y estaba con esos Dancing Pigs o como mierda se llamen.
Scott Sherrington apuró su cigarrillo. Sí, la chica Bimmel se había unido a un grupo de perdularios que presuntamente hacían música.
—Nunca incluí a Fredrica en mi lista, no encajaba en el perfil y ya se había escapado de casa en otras ocasiones. En todos los casos de las desapariciones que investigo, las chicas eran morenas, no muy altas, delgadas, con compromisos familiares. —Omitió ante Gibson que todas tenían la menstruación en el momento de desvanecerse, como las víctimas de John Biblia—. Pero es que, además, no se ajustan en absoluto al tipo de chicas que se escapan de casa.
—Eso es porque la imagen que tienes de ellas es la foto que sus padres llevan en la cartera: modositas, con las uñas limpias y la falda del largo que manda mamá.
—¿Y Clarissa O’Hagan? —preguntó mirando a Gibson y fingiendo calma.
Clarissa tenía dieciséis años. Era la mayor de las tres hijas de Peter y Marisa O’Hagan. Marisa había fallecido de cáncer un año atrás. Peter no era mal tipo, trabajaba en la zona portuaria del río Clyde en Glasgow, y se decía que los fines de semana empinaba el codo un poco de más, pero era un borracho tranquilo, un poco llorón, pero no violento. Clarissa, que seguía estudiando en el instituto, había ejercido de madre de sus dos hermanas pequeñas. Un sábado, tres meses atrás, acudió a una discoteca con dos amigas. Clarissa no quiso bailar, aún estaba de luto por su madre. Desde la pista, sus amigas vieron que un hombre se le acercaba, estuvieron hablando un rato; cuando volvieron a mirar, habían desaparecido.
Gibson se mordió el labio superior y parte de los largos pelos de su bigote pelirrojo se le introdujeron en la boca.
—Sí —admitió—, la chica O’Hagan.
—Adoraba a sus hermanas, aún estaba en duelo por la muerte de su madre, era responsable, sacaba buenas notas…
—¿Qué quieres que te diga? Es verdad que parecía buena chica, pero a lo mejor estaba harta de tanto esfuerzo, era mucho para alguien tan joven. O vete a saber, a lo mejor uno de los días en que su padre llegó un poco borracho se propasó con ella, ya sabes, sustituta de su madre para todo…
Scott Sherrington negó asqueado arrojando a sus pies el cigarrillo.
—Me parece repugnante que puedas insinuar algo tan asqueroso sin pruebas. O’Hagan es un buen hombre que está destrozado por la pena, y, de haber ocurrido lo que dices, Clarissa nunca hubiera dejado solas a sus hermanas en esa situación. Estoy seguro.
—Sus amigas dijeron que el tipo con el que hablaba iba bien vestido y que no parecía de la zona —replicó Gibson—. Créeme, las chicas de Glasgow llevan toda la vida intentando como locas cazar a uno de esos tipos que trabajan en las plataformas petrolíferas, para que las saquen de aquí y les compren una bonita casa en Saltcoats. —Dijo lo último mirando alrededor, como si él mismo estuviera harto de la ciudad—. Todo el mundo quiere irse de aquí, Sherrington, todo el mundo menos tú, por lo visto. Y eso es otra de las cosas que levanta sospechas.
Noah alzó una ceja, extrañado.
—¿Te sorprende? —Gibson arrojó la colilla de su cigarrillo entre los coches aparcados y apoyó las manos en las caderas antes de hablar—. Mira, amigo, yo creo que estás equivocado, no eres mal tipo, pero soy de los que opinan que demasiada formación no es buena para un policía. Tienes la cabeza llena de pájaros, pero se te pasará, he visto a otros como tú, y los pájaros saldrán volando en cuanto pases un par de años en «La Marina» y veas que todas las técnicas, ciencias y teorías aquí no sirven para nada. Y por eso, porque creo que no eres un mal tipo, te insisto en que hagas las cosas bien. Estoy tratando de ayudarte porque creo que estás equivocado, pero hay otros que empiezan a pensar que todo esto de tu investigación secreta es solo una excusa.
Noah entornó los ojos mientras negaba.
—No, no es secreta, y no es eso…
—No, si no hablo de que seas un antisocial, que también lo creo…
Scott Sherrington miró a Gibson sin comprender. El detective tensó la camisa sobre su pecho y observó ambos lados de la calle antes de susurrar:
—Creen que eres de Asuntos Internos, creen que puedes estar aquí por el caso McArthur, por lo de Alfred «el Carcasas».
El caso «Carcasas». Noah entendió entonces el empeño de Gibson en que McArthur escuchase la conversación cuando sacaban a Billy, el atracador de las hemorragias nasales. Un mes antes de ser trasladado allí, un detenido, Alfred Galt, alias «el Carcasas», un ladrón que debía su apodo a su trabajo como despiezador de pollos en el matadero municipal de Glasgow, había fallecido en los calabozos después de pasar más de seis horas con McArthur en la sala de interrogatorios, aquel cuchitril que los policías no tenían reparo en llamar «la galletera».
—Eso es una estupidez —sentenció.
—Lo que no es una estupidez es que Graham te puso aquí de la noche a la mañana. ¿Quién en su sano juicio pediría el traslado del DIC de Edimburgo a «La Marina» en Partick? Te coloca en Homicidios, pero sin asignarte a ningún grupo; das vueltas por la comisaría, pero sin ningún caso concreto, persiguiendo fantasmas, y eres más antisocial que un topo. —Debió de hacerle gracia su ocurrencia, porque sonrió un poco antes de repetir—: Eso es, como «un topo».
—Una soberbia estupidez —volvió a decir Noah caminando hacia los coches aparcados.
—Pues si lo es, ¿por qué no demuestras…? Ven al pub con los chicos, come algo, ¡por todos los santos! ¡Estás pálido como un muerto! Y luego, emborráchate como un hombre normal.
La lluvia arreció y Gibson retrocedió dos pasos hasta quedar cubierto por la marquesina de la comisaría.
Scott Sherrington aprovechó la retirada y subió al coche.
—Ya hablaremos, Gibson —dijo mientras cerraba la puerta.
Las luces rojas seguían parpadeando y las vallas comenzaron a temblar.
¿Estaba persiguiendo a John Biblia?
Su sola mención levantaba ampollas en cualquier policía escocés jubilado o en activo, y más en «La Marina».
A finales de los años sesenta el asesino al que la prensa bautizó como John Biblia, y al que jamás capturaron, se cobró tres vidas de mujeres que había conocido en la sala Barrowland. Patricia Docker fue la primera, después le seguirían Jemima McDonald y Helen Puttock. Para los mayores de veinticinco la noche de los jueves era la noche perfecta para ligar, pasar un rato divertido con hombres que siempre se llamaban John o con mujeres que siempre se llamaban Jane. Era uno de esos lugares discretos en los que podías deslizar tu alianza en el interior del bolsillo, conocer a una chica o a un chico, bailar y, quizá, hasta consentir que te acompañara a casa, sin que nadie esperase que dieras demasiadas explicaciones sobre tu vida. Se suponía que así era como había sucedido. Las tres habían aparecido muertas, con signos de gran violencia, en el trayecto que llevaba a sus domicilios. Cuando la policía comenzó a considerar y a admitir que había un asesino en serie en las calles de Glasgow, John Biblia se detuvo. O quizá no… Excepto por las mujeres desaparecidas, que Noah había incluido en su perfil victimológico, no había rastro evidente de nuevas actuaciones de John Biblia, aunque hubo unos crímenes extraños en la costa oeste y dos más en Dundee, en el estuario del Tay, en 1979 y 1980, que tenían cierto tufo a los asesinatos de Biblia. ¿Intentos que habían salido mal? La gestión de las investigaciones no había sido modélica, pero Noah pudo constatar que, aunque los cadáveres fueron abandonados aún con ropa, y al menos en uno de los casos la víctima no fue estrangulada, todas las chicas tenían la menstruación en el momento de su muerte.
Las vallas comenzaron a bajar.
Un coche cruzó a toda velocidad en sentido contrario. Las barreras estuvieron a punto de rozar el techo del vehículo. El vivo color naranja del Ford Capri le resultó familiar y, aunque pasó como una exhalación junto a los coches detenidos, Scott Sherrington tuvo tiempo de volverse y reconocer la matrícula. John Clyde. Había formado parte de su lista de sospechosos el año anterior mientras estuvo asignado en Edimburgo. Lo que hizo recaer la sospecha sobre él fue descubrir, al revisar casos antiguos, que dos chicas, que encajaban perfectamente en el perfil victimológico que había desarrollado, habían desaparecido en los años setenta en el mismo campus donde Clyde estudiaba. No había podido llegar a establecer que John las hubiera conocido allí, ni siquiera si habían coincidido en las mismas clases, pero Clyde estaba en la lista de los que abandonaron los estudios en los meses previos o posteriores a la desaparición de las jóvenes. Myriam Joyce y Helena Patrickson. Morenas, delgadas, no muy altas. Las dos tenían la menstruación cuando se desvanecieron. Igual que en los recientes casos de Glasgow, las desapariciones se trataron como fugas. A ambas les iban mal los estudios y en algún momento habían hecho pública su intención de abandonarlos.
También tenían una relación complicada con sus novios, que las llevaba a salir solas de vez en cuando. Ambas lucían una preciosa melena oscura, coincidencia o no. La última vez que se las vio iban acompañadas por un joven agradable, no tan guapo como para ser inolvidable, ni tan feo como para ser recordado. Un joven normal de aspecto confiado, de esos con los que una chica hablaría sin temor.
Scott Sherrington hizo las comprobaciones rutinarias con todos los nombres de la lista. En el caso de Clyde, pidió referencias a la policía de Killin, la localidad donde siempre había vivido. John Clyde: hijo de madre soltera, se había criado junto con ella y sus dos tías. Después de abandonar sus estudios de Filología en la Universidad de Edimburgo justo antes de terminar la carrera, había regresado a su pequeño pueblo junto al lago, y desde entonces no había trabajado de manera seguida ni dos meses. Constaba algún trabajillo como guía en los barcos para turistas donde estaba empleada una de sus tías y una temporada como recepcionista en el hotel local, donde la otra limpiaba y su madre era gobernanta. El trabajo no estaba hecho para John Clyde. Scott Sherrington presentía que era uno de esos jóvenes que creen que nada es demasiado bueno para ellos y que, de alguna manera misteriosa, llegan a convencer de que es así a los que doblan el espinazo para mantenerlos. De otro modo no tendría explicación que su madre y sus tías siguieran cuidando de él como si fuera un crío.
Noah rememoró su rostro en la foto del permiso de conducir que acompañaba el informe de la policía de Killin. Según aquel documento, acababa de cumplir treinta y siete años, pero conservaba uno de esos rostros aniñados que le hacían parecer más joven de lo que era. Vestía bien, era aseado y un buen conversador. Se mostraba cordial con los vecinos y educado con las mujeres. Sin embargo, nunca se le había conocido una novia, aunque eso no significaba nada. Scott Sherrington tardó poco en descartar a Johnny Clyde: le bastaron un paseo por las cercanías de su casa, una noche observándolo de lejos en una discoteca y la lectura del informe de la policía de Killin. Johnny Clyde era la indolencia personificada. En ese tiempo jamás lo vio propasar la velocidad permitida, saltarse un stop o beber una gota de más. Así que verlo ahora atravesando las vías cuando las vallas comenzaban a bajar le resultó sin duda llamativo.
Observó los pilotos traseros del Capri alejándose en la noche. Sintió cómo se le aceleraba el pulso, dejó salir todo el aire de sus pulmones mientras intentaba tranquilizarse y tomó la decisión. Dio marcha atrás lo suficiente para poder maniobrar y cambiar de carril para seguir a John.
Se mantuvo a una distancia prudencial, dejando un par de coches entre ellos, aunque pudo constatar que el modo de conducir de Johnny no era el habitual aquella noche. A lo de atravesar las vías cuando las vallas comenzaban a bajar y las señales rojas estaban encendidas, se sumaban otros aspectos llamativos. No volvió a saltarse un semáforo, pero condujo por encima del límite, reduciendo un poco cuando se acercaba a una zona poblada y volviendo a acelerar de inmediato. El Ford Capri no tenía bandeja trasera, la luna del portón se prolongaba hasta la línea de los intermitentes dándole aquel peculiar corte deportivo que lo caracterizaba. Le dio la sensación de que John Clyde transportaba en el maletero de su Capri una carga grande y desmadejada. Al pasar un pequeño resalte a las afueras de una urbanización, Scott Sherrington estuvo seguro de haber llegado a percibir cómo lo que fuera que llevaba allí se tambaleaba y asomaba, durante unos segundos, por el cristal trasero del coche. Noah presintió que el nerviosismo de John estaba directamente relacionado con la naturaleza del fardo que había en el maletero. Una carga que, a pesar de estar cubierta con una lona o una manta, era lo suficientemente comprometedora como para poder alterar al calmoso Johnny Clyde.
En el mismo instante en que vio el Capri rebasando el paso a nivel, Noah tuvo la corazonada de que algo extraordinario estaba sucediendo. No habría sabido explicarlo, no habría podido. Pero en su pecho, en su cuello, en sus muñecas, en todas las partes de su cuerpo donde podía sentir el pulso palpitaba la sensación todopoderosa de haber olfateado a la presa, de haber hallado la fracción, de estar a una pieza de completar el puzle. Intentó contenerse haciendo respiraciones profundas que llenaban de vaho los cristales del coche. La lluvia helada que llegaba desde el noreste seguía arreciando con gotas tan densas y cargadas que, aun con los limpiaparabrisas puestos a su máxima velocidad, solo alcanzaba a ver la carretera apenas un segundo en cada pase. Con el envés de la mano limpió el empañado de la luna delantera en un par de ocasiones, y al hacerlo sintió el frío del exterior aliviando la fiebre que ardía en su piel.
Sabía a dónde iba. John se dirigía a casa. Killin era un bucólico pueblo turístico de apenas setecientos vecinos, enclavado en una de las preciosas zonas de glens boscosos, perteneciente al concejo de Stirling y atravesado por las cascadas del río Dochart a orillas del lago Katrine, en los Trossachs. Este era el nombre común que se usaba para referirse a toda la zona que abarcaba los bosques, los lochs, con sus numerosos brazos de agua, sus lagos recluidos y sus pequeñas islas. Clyde seguía viviendo allí, mantenido por su madre y sus tías, en medio de aquel edén. Alejada del pueblo, pero aún perteneciente a la localidad, era la suya una casa solitaria y destartalada, que alguien con bastante humor había bautizado como Harmony Cottage.
Cuarenta minutos después, el Capri llegó a las proximidades del lago Katrine y, aunque las carreteras se volvían allí mucho más sinuosas, Johnny Clyde no redujo la velocidad. Aquel era su territorio, lo conocía como la palma de su mano. Scott Sherrington no podía decir lo mismo. Había explorado la zona cuando hizo la comprobación rutinaria de Johnny Clyde un año atrás, pero su conocimiento distaba mucho de dominar los cientos de senderos y la variabilidad de un paisaje tan cambiante.
Clyde solo frenó un poco la velocidad en los tramos en que la carretera atravesaba las pequeñas poblaciones que circundaban el lago, y Scott Sherrington estuvo seguro de que simplemente evitaba el celo de algún policía local que pudiera pararle para echarle una reprimenda.
Harmony Cottage estaba a menos de una milla de allí girando hacia la derecha. Superaron la zona de embarcaderos donde los pantalanes se extendían hacia el agua, los botes amarrados a los costados apenas se percibían con la escasa luz de los faroles del muelle empañados por la lluvia que arreciaba.
Por un instante la duda planeó sobre Noah: ¿cabía la posibilidad de que Clyde solo estuviera volviendo a casa?, ¿de que por alguna razón tuviera prisa por llegar? ¿Quizá le había prometido a su madre estar a una hora determinada? A pesar de que Johnny era un mimado por las mujeres de su familia, ese tipo de relaciones a menudo suelen estar sujetas a normas de servidumbre inexplicables para los demás.
Scott Sherrington jadeó sintiendo que se ahogaba de puro agobio, y para su sorpresa Johnny tomó la carretera que ascendía la colina en dirección contraria y se internó en el bosque.
No había ninguna población por allí. Para ir a la localidad más cercana era más lógico dar la vuelta al lago que atravesar los bosques en plena noche. Algunos tramos de aquella carretera descendían hasta la orilla por zonas inundables que a menudo, durante la primavera, con las grandes lluvias que llegaban desde el mar del Norte, eran impracticables. Y aquella noche el mar del Norte estaba cayendo sobre sus cabezas. Según las previsiones meteorológicas, el pico de la tormenta alcanzaría Glasgow en apenas media hora, pero ya estaba allí con toda su fuerza.
Scott Sherrington comenzó a preocuparse. Era consciente de que desde aquella carretera se abrían infinitos ramales que conducían a zonas de cuevas y riscos boscosos, y en sentido contrario, a pequeñas calas naturales que formaba el lago. Perseguir a alguien por una sinuosa carretera en mitad de la noche complicaba mucho las cosas. Los faros del coche destellaban entre los árboles como estrellas fugaces, y Scott Sherrington temió que lo delatasen. La escasa luz de la luna menguante desaparecía por momentos entre los oscuros nubarrones, pero ni con un cielo despejado habría sido capaz de atravesar la arboleda que se cerraba más según avanzaban. La opción de conducir a oscuras quedaba totalmente descartada si no quería acabar sepultado en el lago llevando como ataúd aquel viejo coche. Apagó las luces largas dejando solo las de posición y se concentró en seguir de lejos los pilotos traseros del Capri, que perdía en cada curva y volvía a recuperar un poco más adelante. Bajó la ventanilla para poder seguir la difusa línea blanca que delimitaba la carretera a los costados y que a veces desaparecía entre los líquenes y el musgo que pugnaban por ocultarla.
Aumentó la distancia cuando vio que el entramado que formaban los árboles sobre la carretera se cerraba tanto que producía la sensación de estar atravesando un oscuro túnel ferroviario, pero a la vez tenía la ventaja de guarecerlos de la lluvia y su estruendo, permitiendo que Scott Sherrington pudiera oír el ronroneo del motor trucado del Capri. De no haber sido por eso, quizá no habría llegado a percatarse de que John disminuía la velocidad antes de cambiar de marcha y comenzar un lento avance por una pista en la que la hierba había crecido hasta borrar las huellas de rodada. Un sendero descendente que hubiera pasado inadvertido para cualquiera que no lo conociera como Clyde. Los árboles que habían cerrado el camino en el último tramo se abrieron por el lado de la pista diseminándose hasta desaparecer en la orilla abierta del lago. Las nubes moviéndose a toda velocidad allá arriba abrían claros por los que se asomaba la luna iluminando la superficie plomiza y rizada del Katrine. Las aguas oscuras se parecían aquella noche a un mar tormentoso que empujaba fuera de sus límites su contenido. El Capri se detuvo a diez metros de la orilla, bajo la copa del último gran árbol. No había a donde ir. Scott Sherrington apagó las luces de su coche y lo echó a un lado del camino mientras notaba que el terreno bajo las ruedas comenzaba a ceder ablandado por la intensa lluvia. «Es imposible —pensó— que las ruedas del Capri no se estén sepultando ya en la orilla reblandecida del lago.»
El detective Scott Sherrington palpó su arma bajo la chaqueta, la sacó de la pistolera y, a oscuras, extrajo el cargador y deslizó la yema del pulgar por la punta redondeada de la munición mientras contaba las balas. Con un clac certero y un golpe seco con la palma de la mano, deslizó de nuevo el cargador, alzó el arma y se la acercó al rostro hasta sentir el frío del acero para infundirse valor. Suspiró. El corazón le latía a toda prisa. Intentando tranquilizarse, repasó mentalmente todo lo que sabía sobre John Biblia mientras lo extrapolaba a John Clyde y enumeraba las razones por las que un año atrás lo había descartado de entre los sospechosos.
Clyde tenía ahora treinta y siete años, así que debía tener veintitrés, como mucho veinticuatro, en 1969.
Scott Sherrington pensaba que John Biblia solo había tenido suerte en sus inicios. Clyde estudiaba en aquel tiempo en Edimburgo (en la universidad en la que desaparecieron dos chicas un par de años después) y no tenía coche. Trasladarse de una ciudad a otra habría sido un problema, esa fue una de las razones para descartarlo. Pero cuando el año anterior Noah incluyó el perfil de las dos chicas del campus de Edimburgo en su lista de posibles víctimas, descubrió que Clyde solía conducir el Morris oscuro de una de sus tías. Scott Sherrington tenía grabadas a fuego en su memoria cada una de las declaraciones de los dispersos testigos de los crímenes de John Biblia. Aunque no estaba dispuesto a jurarlo, uno de ellos creyó ver fugazmente a Patricia Docker la noche de su muerte cerca de la entrada de Queens Park, junto a una parada de autobús. Vio como un Morris 100 Traveller se detenía frente a ella, pero no estaba seguro de si la chica había subido al coche o no.
Un indicio y un montón de aspectos en contra, la razón principal para descartar a Johnny Clyde fue cuestión de carácter. Johnny Clyde simplemente le había parecido demasiado pueril como para tener el buen criterio de parar, de tomar distancia de sus crímenes, de no regresar una vez más a aquel territorio de caza que le había sido tan propicio, pero sobre todo de evolucionar, de llevar sus actos a otro nivel. John Biblia había evolucionado desde su primer crimen. A su primera víctima la había abandonado en la calle, frente a un garaje; para la segunda había elegido un parque oscuro y silencioso en la noche donde no pudiera ser hallada hasta la mañana siguiente; a la tercera la había abandonado en una «propiedad condenada». Tardaron veinticuatro horas en encontrar el cadáver. A la primera la había estrangulado con sus propias medias, con la segunda y la tercera se había garantizado el arma llevando un trozo de cuerda común de tender. Aprendía rápido y sobre la marcha.
Tres mujeres captadas en la misma discoteca, que fueron vistas con un hombre que casi nadie recordaba demasiado bien, ni siquiera la hermana de la última víctima, Helen Puttock, que pasó parte de la noche con ellos y los acompañó un tramo en taxi; aunque a partir de su descripción se realizó el primer retrato robot. El resto de los testigos estaba de acuerdo en que había dicho que se llamaba John. El apodo Biblia fue, como suele serlo casi siempre, un invento de la prensa basado en que uno de los testigos recordaba vagamente haberle oído citar las Escrituras (aunque no estaba muy seguro). Pero la posibilidad de que lo hubiera hecho, unida a la descripción de un hombre educado, correcto y tan relamido como para citar los salmos, dio con el nombre «John Biblia», y esa fue la otra razón de peso para descartar a Johnny Clyde. No encajaba con un asesino como John Biblia la temeridad de presentarse con su verdadero nombre.
Los periódicos de la época los habían catalogado de «crímenes salvajes». Las tres víctimas tenían la menstruación. En un análisis de lo más simplista, este aspecto llevó a los investigadores a pensar que de algún modo eso irritaba al asesino; que era el mismo hecho de que tuvieran la regla lo que motivaba que acabaran muertas, quizá porque se negaban a tener sexo por esa razón, y eso lo enfurecía.
Scott Sherrington había revisado casi todo el material relativo a John Biblia. Cientos de policías habían terminado trabajando en aquel caso, pero era un hecho que a finales de los sesenta la recogida y custodia de pruebas no era el fuerte de la policía escocesa, ni de la de ningún lugar. Los restos biológicos no se habían conservado debidamente en un tiempo en el que realizar un análisis de ADN era menos probable que viajar a la Luna. Los pocos objetos recuperados habían permanecido años abandonados y mohosos en el sótano de «La Marina» hasta que, al cierre de aquella comisaría, fueran trasladados a las oficinas del DIC de Edimburgo a seguir criando moho. Por suerte había fotos. No eran magníficas, pero Scott Sherrington las había estudiado al milímetro y lo que había visto en ellas trascendía bastante más allá de los crímenes violentos, salvajes e irracionales que aparentaban ser a primera vista.
Entre el anárquico caos que reinaba en las escenas de los crímenes, con los objetos de los bolsos desperdigados a veces más cerca, a veces más lejos de los cuerpos, sin ningún sentido, Scott Sherrington había hallado el ritmo, la cadencia. Todo aquel desbarajuste escondía una intención, una búsqueda, la de un objeto: una toalla sanitaria, una compresa o un tampón. A pesar del desorden reinante habían aparecido cuidadosamente colocados bajo la espalda o en las axilas de las víctimas, de un modo tan estudiado que para un ojo no entrenado era simplemente aleatorio. Nadie se percató hasta la tercera víctima. A Scott Sherrington no le gustaban las leyendas del crimen, jamás iba a alimentarlas, pero había algo que le fascinaba en John Biblia y tenía que ver con haber descubierto que tenía un propósito. Que las tres estuvieran menstruando en el momento en que fueron asesinadas no podía ser una casualidad. Noah era consciente de que, en los ochenta, igual que en los sesenta, la menstruación era, para la mayoría de los hombres de la época, un impedimento transitorio para tener relaciones sexuales esos días en que las esposas estaban doloridas e irritables y, en algunos pocos casos, la garantía de soslayar un embarazo.
Había una cosa en la que el detective Gibson tenía razón: Noah Scott Sherrington creía que John Biblia seguía vivo y que seguía matando, pero también estaba seguro de que en aquellos catorce años había evolucionado lo suficiente como para ser consciente de los avances de la ciencia forense. Cualquier delincuente sabía que un cadáver era un testigo y que, con los medios con los que se contaba en 1983, las huellas, los restos y los indicios que dejó desperdigados alrededor de las tres mujeres que asesinó en 1968 y 1969 habrían llevado muy probablemente a detenerlo.
Abrió la puerta del coche y salió al exterior. Retrocedió hasta rodear la parte trasera del Escort. Se desvió de la vereda y caminó agachado entre los árboles que iban tornándose más frondosos, aunque más escasos, mientras descendían hacia el loch. Avanzó ocultándose tras los troncos y buscando entre la espesura los exiguos rayos de luz de luna, que de vez en cuando se colaban entre las densas nubes de la borrasca. El estruendo de los árboles era fabuloso. Las ramas se golpeaban unas contra otras y Scott Sherrington tuvo la sensación de que por doquier caían trozos del ramaje roto por la furia del viento. Trató de concentrarse; si no lo hacía, corría el riesgo de caminar en cualquier dirección y terminar al otro extremo del bosque. Como si alguien hubiera escuchado sus plegarias, las luces traseras del Capri brillaron en la oscuridad como los ojos de un monstruo legendario. El terreno formaba allí una planicie, y la frondosidad del árbol bajo el que había aparcado Clyde parecía haber mantenido razonablemente compacto el suelo a su alrededor, pero por la ladera inclinada a su espalda el agua bajaba formando un pequeño regato natural de agua lodosa. Las luces delanteras del coche se proyectaban hacia la orilla iluminando las rachas de lluvia, que como cortinas mecidas por el viento ondeaban frente a los faros del Capri.
Scott Sherrington se sobresaltó. Sin darse cuenta se había acercado mucho, demasiado. Dio un paso atrás precipitado, intentando guarecerse tras el tronco de un árbol y maldiciendo el modo en que las ramas crujían bajo sus pies. Una de las luces traseras del Capri se oscureció cuando Johnny se interpuso ante ella para abrir el portón trasero. Tomó algo del interior y, sin cerrarlo, se dirigió a la orilla del lago. En un primer instante Scott pensó que era un arma, una escopeta de caza, de las que abundaban en la zona. Pero cuando Clyde pasó ante los faros del coche, Scott Sherrington pudo ver que era una pala. Johnny avanzó hasta quedar a unos trece pies de la orilla. Se detuvo mirando al lago y alzó el rostro como si los rayos, los truenos o la inmensa cantidad de agua helada que ya lo había calado hasta los huesos formasen parte de él. Levantó los brazos abiertos en cruz, emulando a Freddie Mercury, y Scott Sherrington observó incrédulo el espectáculo que ofrecía ante sus ojos y bajo la lluvia. John estuvo así unos segundos, como si en su mente escuchase una gran ovación, después bajó los brazos y comenzó a cavar.
Lo vio palear el lodo reblandecido de la orilla. Trabajaba a buen ritmo ayudado por la blandura del terreno. Noah se agachó cuanto pudo para evitar que la luz roja del portón trasero delatase su presencia y se acercó al coche.
No abultaba mucho. El fardo estaba cubierto por una manta con estampado de tartán escocés y ribetes de plástico negro. Incluso en el pequeño maletero del Capri su presencia resultaba insignificante. Scott Sherrington se arrodilló y sintió cómo la tierra se hundía bajo su peso como mantequilla reblandecida. Asomó la cabeza por un lado del coche para asegurarse de que Johnny seguía cavando. Deslizó los dedos ateridos por debajo del fardo en el lugar en el que Clyde lo había remetido para evitar que accidentalmente se le escapase. Las puntas de sus dedos rozaron la piel tersa y gélida del cuerpo que estaba debajo, como un resorte apartó la mano, aprensivo. Ya no hacía falta, pero aun así retiró la manta. Una mujer pequeña, pero no era una niña. Siguiendo el protocolo, Noah buscó el pulso poniéndole dos dedos en el cuello y después palpó la mandíbula, que comenzaba a mostrar los primeros signos del rigor mortis. La piel del rostro aparecía avejentada por el maquillaje estropeado y los golpes recibidos, su vientre era una colina abierta que delataba esa forma abolsada común en las mujeres que han gestado más de una vez. Tenía tatuados tres nombres en el brazo que quedaba a la vista. Probablemente los de sus hijos: Sam, Gillian y Andrew, orlados de flores y mariposas. En el hueco de sus piernas Johnny Clyde había dejado hecha un ovillo toda la ropa de la chica. Sobre el montón, unas braguitas de un color claro indeterminado aún delataban la mancha oscura de sangre menstrual. «Como todas las víctimas de John Biblia.» Ese había sido uno de los grandes misterios para los estudiosos del perfil de aquel asesino, ¿cómo se las arreglaba para sonsacar a mujeres a las que acababa de conocer una información tan sensible como esa? ¿Quizá cuando les proponía tener relaciones íntimas? ¿Era, como habían pensado los investigadores de la época, la frustración ante su negativa lo que disparaba su ira? Noah no lo había creído ni por un instante.
Sintió cómo el mareo invadía su cabeza, entornó los ojos tratando de vencerlo sin perder el equilibrio y notó cómo aquella enorme bola que se había ido formando en su estómago ascendía por su pecho abundando de nuevo en aquella sensación de empacho que lo había acompañado desde la tarde. Pensó que iba a vomitar, pero era imposible, hacía horas que no comía. La náusea le atenazó la garganta y Scott Sherrington contuvo el aliento intentando no toser, aunque estaba seguro de que, en medio de aquel estruendo extraordinario, John no habría podido oírlo ni aunque gritase su nombre. Esperó paciente a que la angustia cediese y, en un gesto de infinito respeto, volvió a tapar el cadáver.
La tormenta arreció, las nubes cubrieron por completo el cielo y solo los relámpagos iluminaban de vez en cuando, sobre las colinas, la noche más oscura. Noah avanzó de costado hacia campo abierto evitando que las luces de los faros del coche delatasen su presencia. Caminaba medio agachado, estaba calado hasta los huesos, el agua le resbalaba por el rostro y se le metía en los ojos obligándolo a parpadear y entorpeciendo su escasa visión. Jadeó. Los nervios le estaban jugando una mala pasada. Era consciente de su situación, del peligro que corría, pero había algo más. Era como si aquellas luces rojas de las vías siguieran parpadeando en los extremos de sus ojos, en el límite hasta donde llegaba su vista periférica. Una señal de aviso, de alarma, de la que no había conseguido deshacerse desde el momento en que el Ford Capri de John Clyde había cruzado la vía a toda velocidad, ¿o había sido antes? Usó la manga empapada de su chaqueta para enjugarse el rostro. La fuerza del agua en dirección al lago arrastraba el suelo bajo sus pies, sentía cómo se hundía a cada paso que daba. La suave tierra de la pradera que se había acumulado frente a la orilla del lago había pasado a formar parte de él, y la leve inclinación de la ladera a su espalda contribuía a que el agua descendiese a toda prisa llevándose la tierra oscura hacia las profundidades.
Estaba a unos diez metros de la fosa que Johnny intentaba abrir cuando lo oyó gritar. Fue casi un rugido, pura frustración. Instintivamente, Scott Sherrington se echó al suelo. Levantó la cabeza muy despacio y vio que Clyde se había desplazado catorce o quince pies a su izquierda fuera del ámbito de los faros. Paleaba la tierra allí, pero entonces se desplazó otros seis pies hacia delante, más cerca de la orilla, y comenzó de nuevo a cavar. Noah no entendía nada, se suponía que estaba abriendo una fosa para enterrar a aquella pobre chica. Johnny volvió a gritar y el aullido de ira fue audible en medio de la tormenta. Como un loco, sin sentido ni dirección, Johnny comenzó a dar vueltas arriba y abajo, a izquierda y a derecha, moviendo paletadas de barro aquí y allá, por la inmensa ribera lodosa que era la orilla del lago. Desde la vertiente de la colina seguían llegando oleadas de agua hacia la ensenada inundada, que se juntaban con las olas que el viento empujaba hacia tierra, como si tratase de vaciar el lago. Johnny estaba hundido en el lodo hasta las pantorrillas y seguía paleando secciones de barro casi líquido que se escurrían de la pala. Cayó de rodillas como si uno de los rayos que cruzaba el cielo lo hubiera fulminado y, abandonando la pala, usó sus propias manos para amontonar el barro formando un cúmulo redondeado que era visible a distancia. Un inmenso relámpago iluminó la noche y Scott Sherrington estuvo seguro de que, de haber tenido la cabeza alzada, Johnny lo habría visto. Pero Johnny solo tenía ojos para aquello que emergía de la tierra. Era un cráneo. Debía de llevar tiempo allí, porque al iluminarlo la luz del rayo arrancó fulgores blanquecinos de los huesos lavados por la lluvia. Clyde se puso en pie y avanzó intentando tapar con sus manos el horror que brotaba desde otra fosa que se abría.
Scott Sherrington volvió a oírlo gritar.
—Noooooo, no, no…
Cayó de nuevo al suelo.
Clyde se desplazó de lado sin siquiera intentar ponerse de pie, arrastrándose por el lodo hasta arrodillarse frente a otra tumba que emergía. Continuó empujando con las manos porciones líquidas de barro que arrojaba sobre los cráneos de sus víctimas intentando infructuosamente volver a enterrarlas. Su particular cementerio se abría aquí y allá mostrando sin misericordia su contenido. Noah contó tres. Tres flores oscuras brotando del lodo. Tembló aterrado ante la fuerza de la prueba, Johnny Clyde era John Biblia y aquel, su cementerio particular. Sujetó con las dos manos el arma mientras se ponía en pie y se cercioraba una vez más de haber quitado el seguro. Avanzó chapoteando ruidosamente, aunque en medio de aquel estruendo ni él mismo podía oírse. Se colocó detrás de John, que seguía gimoteando mientras arrojaba barro sobre los restos grisáceos de un cuerpo que ya casi afloraba sobre las aguas. Scott Sherrington gritó.
—¡Policía! ¡No se mueva!
John continuó echando sobre el cadáver el lodo que extraía del suelo con sus manos, como si no lo hubiera oído.
—¡John Clyde, quedas detenido! —gritó tocando su cabeza con el cañón del arma—. ¡Tírate al suelo! ¡Al suelo!
Pero John no se tiró al suelo, John continuó cavando en el barro en un vano intento por cubrir el rostro del cadáver. John parecía ajeno al mundo, John deliraba ensimismado. Entonces, cuando Noah comenzaba a pensar que tendría que derribar a aquel enajenado, este se giró de lado golpeando las piernas del policía con la pala que había estado rebuscando entre el barro mientras fingía cavar. Scott Sherrington cayó al suelo y perdió el arma mientras John se le echaba encima cruzando la pala sobre su pecho. Noah fue de inmediato consciente de la situación. Sin duda era más fuerte que John, pesaba al menos cuarenta y cinco libras más que él, pero el lodo lo lastraba dificultándole mover las piernas, que se le atoraban en el barro. John no soltaba la pala, y las oleadas de agua que bajaban por la colina le cubrían por momentos la cara impidiéndole respirar. Noah intentó erguirse para tomar aire y, luchando contra el instinto de agarrar los extremos de la pala, soltó la mano derecha y con el puño cerrado golpeó con todas sus fuerzas el rostro de John Clyde, que, a pesar de su ventaja, cayó de lado como un muñeco. Noah se incorporó hasta quedar de rodillas mientras buscaba desesperado el arma entre el lodo y el agua. No veía nada. Se olvidó del arma y se lanzó sobre John, que, aturdido, se agarraba la cabeza donde Noah le había golpeado. Intentó revolverse, lo que le valió un par de puñetazos más, uno en la cara y otro en el costado, que lo dejó tendido boca abajo. Sin darle tiempo a reaccionar, Noah se sentó a horcajadas sobre él, consciente de que ahora era John el que luchaba desesperadamente por sacar la cara del lodo. Le retorció los brazos hacia atrás y, mientras lo sujetaba, buscó con la otra mano las esposas que llevaba prendidas en su cinturón. Lanzó el grillete contra su muñeca y llegó a oír el peculiar cras al cerrarse sobre la carne. Y solo entonces se incorporó y tiró de John hasta dejarlo de rodillas para permitirle respirar.
La lluvia amainó un poco, las nubes abrieron un claro y la luna iluminó a los dos hombres.
Primero fue como un leve hipar, como cuando alguien presa de la angustia toma aire de modo profundo y entrecortado; después, el gemido fue perfectamente audible. Un llanto hondo y tenebroso que parecía venir de todas partes. Ambos se detuvieron al percibir el movimiento a su alrededor, y Noah volvió la cabeza hacia las luces del Capri mientras se preguntaba cómo era posible. La mujer del coche llevaba horas muerta. Un movimiento más cercano reclamó su atención. Los cuerpos de las damas del lago, las señoras de aquel cementerio particular, liberados por la fuerza de la tormenta, salían flotando arrastrados fuera de sus tumbas hacia los amorosos brazos de agua de los Trossachs.
Todo un espectáculo.
John jadeaba de rodillas. Noah también necesitaba respirar. Inhaló profundamente, y esa fue la última vez que lo hizo. El infarto que le había estado rondando en las últimas horas, que le había mandado mensajes durante toda la tarde, lo fulminó con la misma velocidad con que brilló el rayo que cruzaba el cielo en ese mismo instante. El inspector Noah Scott Sherrington estaba muerto cuando llegó al suelo.
John Biblia
John tenía el rostro lleno de barro y las manos esposadas a la espalda. Jadeaba por el esfuerzo intentando recuperar el aliento cuando el cuerpo cayó a su lado.
En un primer momento pensó que el tipo había resbalado en el lodo y que se incorporaría de inmediato, pero cuando fueron pasando los segundos y vio que seguía inmóvil, lo miró con atención.
Había quedado ligeramente de costado, con el cuello torcido colgando sobre el hombro izquierdo.
John lo empujó con la rodilla y el cuerpo se venció desmadejado quedando boca arriba con los ojos en blanco y la boca abierta, como si la muerte lo hubiera sorprendido en mitad de un suspiro.
Lo miró, incrédulo ante su suerte. De no haber tenido las manos esposadas a la espalda le habría tomado el pulso, pero ante la imposibilidad de hacerlo se inclinó sobre el rostro hasta que su nariz y su boca quedaron sobre las del policía. Permaneció así unos segundos hasta comprobar que no respiraba. Estaba muerto. John no estaba demasiado seguro de qué era lo que había pasado. Había leído mucho sobre la muerte y sabía que existían casos en los que se podía sucumbir súbitamente. Ignoraba si era eso o si un rayo lo había alcanzado, pero había una realidad que se imponía: el tipo estaba muerto. Le costó un poco recuperar la llave de los grilletes del bolsillo del cadáver. Con ella apretada en el hueco de su mano se incorporó. Se le complicaría regresar hasta Harmony Cottage por las laderas enfangadas, pero no iba a arriesgarse a intentar quitarse las esposas allí: si la llave resbalaba de su mano, no la encontraría jamás. Con la punta del pie empujó la cabeza del policía, que osciló volviéndose hacia el lado contrario. A la escasa luz de los faros del Capri, observó el rostro. Empapado, lleno de barro y limo, era difícil recordar haberlo visto alguna vez. El movimiento en las tumbas, que seguían abriéndose a su alrededor como flores del mal, lo sacó de su abstracción.
Aunque lo lógico para cualquiera habría sido apresurarse presa de la urgencia, John sabía que precisamente en los momentos de máxima premura era cuando más atención debía prestar a los signos, y él se había convertido en un experto en descifrar señales cuando Dios le mandó la primera el día en que cumplió trece años.
Se detuvo unos instantes para mirar en rededor y tomar consciencia de lo que las señales significaban.
La tormenta que se alejaba encendiendo luces fugaces tras las colinas que encerraban el lago. Las inmundas mujeres flotando fuera de sus tumbas hacia las aguas encabritadas. La luna que se abría paso entre las nubes que se desplazaban a toda velocidad, iluminando las orillas del Katrine. Y el policía muerto a sus pies.
Aspiró profundamente el aire cargado de electricidad y ozono, levantó la cabeza, orgulloso, y sonrió. Sabía a la perfección lo que debía hacer. Entonces volvió a oír aquel gemido, que parecía proceder de todas partes. El llanto agónico se clavó en sus oídos. La sonrisa se le borró de los labios. Aquello también era una señal. Temblando de miedo se alejó del lago corriendo hacia el interior del bosque.
El niño
El niño no sabía por qué, pero era importante que, al terminar de lavar los trapos, los dejase bien estirados sobre la hierba y bajo la luz de la luna para que los refrescase el rocío de la mañana. Aquella parte también le llevaría un rato. Uno a uno los fue estrujando, intentando eliminar el agua después de sacudirlos con un golpe seco, que sonaba como un latigazo, y tendiéndolos sobre el heno. Solo podría regresar a la casa cuando se hubiera cerciorado de que el trabajo estaba bien hecho. Entonces ya sería muy tarde y ellas dormirían, pero la estufa todavía estaría encendida, alimentada por la última carga que siempre colocaban antes de irse a la cama para mantener templada la casa hasta el amanecer.
El niño estaría extenuado y tendría mucho frío. Sin embargo, no entraría inmediatamente. Siempre debía tomarse un tiempo para conseguir sosegarse lo suficiente y dejar de llorar. Si se despertaban al oírlo sollozar, se enfadaban.
Empujando la puerta observaría el interior: la única luz en la estancia era la del fuego ardiendo lentamente en la estufa. Escucharía con atención durante un par de minutos hasta confirmar que solo él estaba despierto en aquella casa y, entonces, aseguraría la puerta a su espalda. Evitando las tablas que crujían en el suelo, se acercaría despacio para calentarse. Extendería una manta raída que usaban para cubrir la leña y allí se postraría, acercando sus manitas ateridas al hierro colado de la estufa hasta quedarse dormido. Durante el invierno, el agua del lavadero llegaba a estar tan helada que a menudo amanecía con los dedos enrojecidos e hinchados por los ardientes sabañones, pero le daba igual.
Soñando con el calor de la estufa y el olor a musgo y madera que desprendía la manta sobre la que dormiría, sacudió uno de los paños y, volviéndolo por ambos lados, se cercioró de que no quedase ni una sola mancha. Era fácil: la sangre era negra a la luz de la luna. Estiró el último trapo sobre la hierba y al alzar las manos vio las líneas oscuras que manchaban sus dedos bajo las uñas y hasta las cutículas. Exhaló todo el aire de sus pulmones y sintió que el mareo avanzaba por sus entrañas y trepaba caliente a su cabeza. Emitió un gemido, un gañido, como el de un cachorro herido. Y, exponiendo las manos bajo la luz de la luna, casi gritó al ver la sangre coagulada tiñéndole la piel hasta formar parte de él mismo. Como por ensalmo, el olor a pescado podrido, oveja muerta, a cadáver y podredumbre penetró en su nariz como si, en lugar de unos restos oscuros de sangre coagulada, tuviese sus manos sumergidas en el cubo. Jadeando de puro pánico corrió hacia el pilón, abrió el grifo, clavó sus dedos en la masa informe de jabón de sosa y con el cepillo de cerdas de madera frotó sus pequeñas manos intentando desprenderse de aquella inmundicia, de aquel horror. El niño siguió frotándolas con todas sus fuerzas hasta que las manchas negras que había bajo sus uñas se fundieron con la sangre que brotaba de los lugares donde se arrancaba la piel. Pero el niño continuó restregando y gritando horrorizado, y supo que ya no podría parar nunca cuando, al exponer de nuevo sus manos bajo la luz plateada de la luna, vio que se habían teñido completamente de negro.
You don’t know how bad I got it
No sabes lo mal que lo tengo
—Señor, señor, ¿me oye?
La voz llegaba desde muy lejos.
—¿Cómo se llama? El nombre de pila.
Otra voz le contestó.
—Noah, se llama Noah.
—Noah, abra los ojos —ordenó la primera voz.
Los abrió, aunque no pudo ver nada. La luz era blanca e hiriente y se sentía muy cansado. Quería dormir. Cerró los ojos y se dejó arrastrar a la inconsciencia.
Pero la voz insistió. Hablaba muy alto, y su tono era imperioso.
—Noah, sé que está despierto, abra los ojos y míreme. No intente hablar o le dolerá. Abra los ojos despacio, confíe en mí. —Había algo en su voz que le recordó al señor Parks, su profesor de primaria.
Obedeció, y esta vez pudo ver algo más. Un rostro masculino, aunque muy borroso. Se mareó y sintió que la náusea atenazaba su garganta. Intentó abrir la boca, pero no pudo. Lo invadió el pánico.
—Noah, está en el servicio de vigilancia intensiva del hospital de Edimburgo. Soy el doctor Handley. Escúcheme con atención, tiene un tubo endotraqueal en la garganta. Si me ha entendido, parpadee dos veces.
Apretó los ojos con fuerza.
—Está conectado a un respirador, pero creemos que ya puede hacerlo solo. —Y dirigiéndose a alguien que Noah no podía ver preguntó—: ¿Ha respondido bien a las pruebas de respiración espontánea?
—Ni arritmia, ni fiebre.
De nuevo el rostro ante sus ojos.
—De acuerdo, sujétenle las manos. Vamos a destetarlo.
Oyó el gorgoteo que emitía el aspirador mientras sentía el tubo subiendo por su garganta y el doctor Handley le ordenaba:
—¡Respire!
Lo hizo. El aire tenía sabor a alcohol, a metal, y estaba templado.
—¿Cuánto tiempo llevo…? —La voz se le rompió, el médico tenía razón: le dolió tanto que instintivamente intentó llevarse las manos a la garganta. No pudo. Oyó el tintineo metálico de las barras de la cama al sacudirlas.
—Dos días —respondió el médico.
—Jefe Graham, tengo que hablar con él —susurró, intentando así contener las cuchillas que rasgaban su garganta.
—Aún no puede recibir visitas, pero no se preocupe, el jefe de policía ha estado ahí fuera todo el tiempo. Ya lo sabe todo.
Seguía notando la presencia del tubo en la tráquea, aunque sabía que ya no estaba allí.
—Es John Clyde, dígaselo.
—Lo sabe todo, descanse —repitió terminante el médico.
Noah cerró los ojos. Se durmió inmediatamente.
El doctor Handley entró en la habitación, cerró con cuidado la puerta a su espalda y se detuvo allí durante unos segundos para observar al hombre que ocupaba la cama junto a la ventana. Noah se había incorporado, estaba sentado con las piernas flexionadas y rodeadas por los brazos. En el informe ponía que tenía cuarenta y dos años. Delgado y nervudo, su palidez contrastaba con el cabello oscuro y abundante que se le ondulaba en la nuca y sobre la frente. Miraba pensativo hacia la ventana a su derecha. Aun en reposo, su postura tenía algo de urgencia y de dinamismo, que Handley, que llevaba media vida siendo cardiólogo, interpretó como algo negativo. Apretó los labios, contrariado, antes de llamar la atención de su paciente mientras se acercaba a la cama.
—Noah Scott Sherrington.
Noah se volvió hacia él expectante. De nuevo aquella energía.
—Supongo que es el cardiólogo —contestó tendiendo una mano que el médico estrechó—: ¿Cuándo cree que podría recibir visitas, o al menos hablar por teléfono? Es importante que hable con mi jefe. Ni siquiera me han dejado ver la prensa —dijo mirando incrédulo a su alrededor.
—No se preocupe, el señor Graham ha estado al corriente desde que usted ingresó. Nos dijo que no tenía más familia y se le permitió que lo viera en la unidad de cuidados intensivos.
Handley hizo un gesto señalando la superficie de la cama y Noah se apartó un poco para permitirle sentarse.
—¿Cómo te encuentras, Noah? ¿Puedo llamarte Noah?
Scott Sherrington asintió con seguridad.
—Sí, bien, muy bien.
El médico sonrió indulgente.
—¿No notas ninguna molestia?
—Bueno… —Puso una sonrisa de circunstancias—. Estoy un poco cansado, me duelen la garganta y las costillas —dijo llevándose una mano al costado—, pero la enfermera me ha dicho que es normal, por las maniobras de… —Se detuvo sin terminar la frase.
—Reanimación —dijo el doctor Handley.
—Creo que la enfermera dijo resucitación…
A Handley no se le escapó la carga oscura con la que Noah revistió la palabra.
—¿Qué recuerdas de ese día, Noah? Cuéntame todo lo que puedas recordar, con detalle, es importante.
Noah elevó la mirada arriba a la izquierda en claro gesto de intentarlo.
—Estaba persiguiendo a un sospechoso. Me paré en un paso a nivel. Y entonces vi un coche que cruzaba las vías en sentido contrario, de un modo… Bueno, reconocí la matrícula y decidí seguirlo.
Se notaba su experiencia presentando informes. El doctor Handley reparó en que se limitaba a narrar hechos, no sensaciones.
—Enseguida me di cuenta —continuó— de que se dirigía a la zona de los lagos, a su casa. Conduje unas veinticinco millas tras él hasta la orilla del Katrine. Sorprendí al sospechoso…, digamos, en una acción delictiva. Peleamos, peleamos un buen rato, conseguí esposarlo… y… nada más. —Noah se detuvo, abandonó el tono profesional que había mantenido durante todo el relato y desconcertado añadió—: Después nada. —Desvió la mirada hacia la ventana y allí la dejó vagar. Triste.
Handley lo trajo de vuelta con su pregunta.
—¿No recuerdas haber sentido ningún síntoma raro durante el día? Cansancio extremo, falta de aliento, inquietud.
—No.
El médico lo miró suspicaz.
—¿Y las piernas o los pies hinchados? ¿Notaste alguna molestia?
—Sí, pero llevaba zapatos nuevos. Creí que era por eso —dijo encogiéndose de hombros.
—Deja que adivine. Te compraste un nuevo par porque los otros te apretaban.
—Sí.
—Probablemente un número más, pero también te apretaban, ¿no es cierto?
El doctor Handley escribía algo en su informe.
—¿Sudor sin causa aparente, calor o frío repentino, palpitaciones, sensación de urgencia o de peligro…?
Noah fue asintiendo a cada una de sus palabras.
—Y empacho —añadió—. Tuve una sensación parecida al hambre todo el día, pero sabía que no podría tragar nada, como si hubiera comido hasta hartarme.
—¿Y no pensaste que era raro? ¿Que podía estar ocurriéndote algo?
—Sí, una corazonada.
—¿Qué? —se sorprendió Handley.
—Instinto, un pálpito, un presentimiento. Es difícil de explicar, ya lo había sentido otras veces, y siempre ha tenido que ver con algo que estaba a punto de ocurrir. Cuando las luces rojas del paso a nivel comenzaron a parpadear tuve ese presentimiento tan claro que podía haberlo agarrado con las manos, y cuando vi el Capri atravesando la vía a toda velocidad lo supe, una certeza manifiesta y tan evidente que no me cupo ninguna duda.
—Una corazonada —repitió el médico— o los síntomas de un ataque al corazón.
Noah buscó su mirada demandando respuestas.
—Entonces no hay duda, ¿verdad? ¿Ha sido un infarto? Conocí a un tipo aquí en Edimburgo, un patrullero, Joe Chambers, le dio un infarto mientras iba con su compañero en el coche. Tuvo suerte, estaba muy cerca de un hospital, puede que este mismo. Cuando volví a verlo había adelgazado sesenta y seis libras y ya no bebía ni fumaba. Ahora trabaja en oficinas.
Handley lo miró compasivo. Tal y como había esperado nada más verlo: primero fingía que no había pasado nada, ahora intentaba negociar.
—Noah, hoy te repetiré los análisis, pero incluso en los que te hicimos cuando llegaste, los niveles de colesterol, glucemia y glóbulos rojos eran normales. Mírate, no te sobran ni dos libras. Tus funciones renal y hepática son correctas, y aunque sé que fumas, tus resultados no me hablan de una vida de excesos. Hay una gran diferencia entre lo que le pasó a tu conocido, quizá una obstrucción por grasa, y lo que te ha ocurrido a ti.
—Pero me ha dado un infarto, ¿no? —preguntó confundido.
—Has tenido un ataque, sí, pero por otras razones. Tu corazón está enfermo, Noah, muy enfermo, y aunque el modo de vida puede influir, lo que te pasa no es lo mismo que lo que le ocurrió a ese tipo. Se llama miocardiopatía dilatada.
Noah lo miró fijamente.
—Suena muy grave.
—Porque lo es, Noah, me gustaría no tener que ser tan directo, pero es imprescindible que lo sepas cuanto antes. Tu vida va a cambiar desde este instante y debes tener toda la información. ¿Estás de acuerdo?
Noah asintió lentamente.
—De acuerdo —susurró—. Cardiomio…
—Miocardiopatía dilatada —se apresuró Handley sacando de la carpeta que llevaba varios pliegos de papel—. Seguramente ocurrió en ese instante, mientras peleabas, debido al sobreesfuerzo que estabas realizando. Temor, nervios, fatiga física, pero habría sucedido de igual modo en cualquier otro instante. Iba a ocurrir. ¿Lo entiendes?
Noah volvió a apretar los labios, contrariado.
—Pero no recuerdo nada, ni dolor, ni caer, pensaba que un infarto avisaba y que dolía muchísimo.
—Es un mecanismo de defensa, el cerebro bloquea momentos de gran sufrimiento, pero en tu caso, además, fue muy rápido, un ataque masivo, lo que se conoce como un infarto fulminante que provocó que entraras en parada. Una muerte súbita.
Noah se llevó una mano a la boca. Entre los dedos surgió su voz abatida.
—¿Así que es verdad? Estuve muerto.
El médico asintió.
—Sí, es verdad.
—¿Y entonces cómo es posible…?
—Concurrieron varias circunstancias que te fueron propicias; que uno de los cazadores que te encontraron hubiera sido enfermero en el ejército y recordara la técnica de reanimación. No lo consiguió, pero sus maniobras mantuvieron el corazón funcionando en mínimos. La baja temperatura del agua sin duda jugó a favor. Cuando llegaste al hospital estabas aún muy frío y eso protegió tu cerebro de los daños por falta de oxígeno, y fue una de las razones por las que apostamos por la reanimación. Pero estuviste en parada un buen rato.
Handley le puso ante los ojos una gráfica.
—El electrocardiograma es claro. Presentas lo que llamamos un bloqueo de rama izquierda, pero aquí lo verás mejor —dijo desplegando un rollo de papel continuo que extendió por toda la cama—. Es un ecocardiograma en modo M, y muestra tu corazón cortado en un solo plano. Es la prueba diagnóstica más precisa con la que contamos hoy en día. —La impresión en papel mostraba las cavidades del corazón. El médico había trazado segmentos para medir los diámetros de las cavidades.
Noah estaba mareado. Tragó saliva procurando prestar toda su atención.
—Mira, el diámetro telediastólico del ventrículo izquierdo es de dos pulgadas y media —dijo Handley señalando—. Lo normal está en torno a un poco más de una pulgada y media. Y una fracción de eyección, que es la fuerza con la que tu músculo proyecta la sangre, del veinticinco por ciento. Lo normal es que estuviera por encima del sesenta por ciento. Esto, Noah, significa que la fuerza de contracción del músculo cardíaco es de dos a tres veces menor de lo normal. La enfermedad ha provocado que tu músculo se dé de sí, como una bolsa de plástico que ha sido forzada hasta hacerse más grande y ahora es incapaz de volver a su estado inicial. Es una disfunción severa.
—Ya lo entiendo —respondió rápidamente, casi como si quisiera dejar el tema atrás, pero sin quitar los ojos de los oscuros huecos del ecocardiograma de su corazón—. ¿Y cuál es el tratamiento?
El médico suspiró.
—Noah, no hay tratamiento. Por supuesto, hay algunos medicamentos que pueden ayudar para hacerte la vida más fácil; diuréticos para la retención de líquidos, para evitar esa hinchazón en los pies, y tendrás que eliminar la sal de tu dieta. Y digitalina, un tónico que ayudará a mantener el ritmo de tu corazón. Te recetaré también nitroglicerina por si en algún momento te sientes más ahogado… Son unas pastillitas que se ponen debajo de la lengua, te explicaré con detalle la posología cuando te vayas a casa. Pero la labor más importante la tendrás que hacer tú, adaptando tu modo de vida a tu nueva circunstancia.
Noah interrumpió la explicación.
—¿Qué quiere decir con que no hay tratamiento? ¿Y todos esos medicamentos que ha nombrado?
—Noah, la miocardiopatía dilatada es una enfermedad mortal.
—Mortal —repitió Noah sorprendido—. ¿En cuánto tiempo?
—Es imposible saberlo. Unos meses…
Noah lo miró asombrado.
—¿Cuántos meses?
—Todavía eres un hombre joven y fuerte. Cuatro, seis… Algo más si te cuidas.
—Algo más… —Noah ensayó una mueca que un observador ajeno podría haber tomado por una sonrisa, y el doctor Handley supo que era la desesperación abriéndose paso.
—¿Y qué se supone que es cuidarse? ¿Qué clase de vida voy a llevar?
Handley se demoró un par de segundos antes de contestar.
—No podrás volver al trabajo, no debes hacer ningún esfuerzo, como levantar pesos, subir muchas escaleras o correr. Todo deberá ir más despacio. Evitar el sobreesfuerzo psicológico, el sufrimiento. Tendrás que modificar tu dieta y tus costumbres; el alcohol es veneno para tu corazón, por supuesto el tabaco, las comidas copiosas, nada de sal…
Noah lo escuchaba entre incrédulo y enfadado, hasta negó con la cabeza antes de levantar las manos, se cubrió los ojos y las dejó descender poco a poco, casi con saña, como si en un acto de impotencia quisiera arrancarse la consternación del rostro. Cerró los puños junto a su boca y abrió lentamente los ojos.
—¿Y qué me lo ha provocado? Ha dicho que mis análisis están bien.
—A estas alturas es imposible saberlo. En ocasiones está relacionado con ciertas enfermedades o sus tratamientos, pero he revisado tus informes médicos y no aparece nada destacable. Un simple virus, como el que provoca un catarro, puede haber sido el causante. Algunos de mis compañeros mantienen que la enfermedad tiene ciertos aspectos hereditarios, pero el señor Graham me explicó que tus padres fallecieron hace años, tengo entendido que en un accidente doméstico…, así que es imposible establecer la relación.
Pero Noah ya no escuchaba. Murmuraba algo en voz baja.
—Unos meses.
—Noah. —Handley dijo su nombre como una llamada de atención, consciente del momento de confusión que vivía.
—¿Y los trasplantes? He leído algún artículo sobre eso.
El médico suspiró contrariado.
—Es ciencia ficción, Noah. En Francia y Estados Unidos han conseguido algunos avances con animales, pero en los contados casos en que se ha llevado a cabo con humanos no se consigue supervivencia más allá de dos o tres días después del trasplante.
—¿Entonces no hay ninguna salida? Quiero la verdad. ¿Me muero?
Handley odiaba aquella parte.
—Lo siento, Noah.


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