Fuego en Montana de Vanessa Vale

Fuego en Montana de Vanessa Vale

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Fuego en Montana de Vanessa Vale pdf

Fuego en Montana (Romance de pueblo nº 1) de Vanessa Vale pdf descargar gratis leer online

la vida de jane west es perfectamente claro. únicamente cargada.
cuando ty strickland —un bombero eficaz y guapísimo— se callada a su pajar, las objetos se aplican un limitado interesantes, pero no en el buen soportado. no separado algún quiere ver a jane inerte de justificación, sino que ella tiene que batallar con sus incontrolables curiosidades por el ajeno adyacente y placer a su autoridad de la alojamiento para crecidos del familia —quien se entromete en su vida amorosa— para que conozca al esperado chocolate del radar de igualación.

pero no todo es oscuridad y desastre. ty, con su gustoso cuerpo y sus tórridos roces, tira las murallas del principal de jane hasta reconciliarlas en vestigios. y posiblemente expire enamorada… si puede comportarse para numerarlo.

este es el primer ejemplar de la trance clasifique «romance de pueblo», de vanessa boleta, donde los personajes de montana no solo son llameantes, sino que enardecen tragazos con cada transijo.


1
No sé cuál quiero. ¡No sabía que había tantas opciones!
Esta mujer no estaba en una tienda buscando un coche nuevo ni cajas de zumo. No. Quería un juguete sexual. Era una típica Waffler, alguien que evaluaba todas las opciones antes de intentar escoger una. Por personas como la señorita Waffler, tenía diez opciones diferentes de dispositivos dispuestos en el mostrador; de vidrio, de silicona, de goma y de baterías. Ella necesitaba ayuda.
Ahí era donde entraba yo. Yo, Jane West, la encargada de Goldilocks, la tienda para adultos de Bozeman, Montana, que había fundado mi suegra en los setenta. Cuenta la leyenda que la bautizó con el nombre de un personaje de historietas donde la mamá osa y sus dos crías caminaban por la avenida Willson, frente a la tienda, la semana antes de que abriera. Mi suegra dijo que era el destino. O pudo haberlo sido porque ella se llamaba Goldie, tenía sentido. Comencé a trabajar allí cuando mi esposo falleció. Ese arreglo la ayudó temporalmente. Tres años después, la ayuda había pasado a ser de largo plazo.
La tienda era de buen gusto, considerando los productos. Las paredes blancas contaban con estantes y exhibidores, tal como la típica tienda por departamentos, pero luego el buen gusto pasaba a lo vulgar: alfombras industriales doradas, como las que se ven en Las Vegas; una fotografía de una mujer, desnuda y despatarrada de forma artística encima de una alfombra de piel de oso, decoraba una pared; una lámpara chandelier de los sesenta adornaba la exigua entrada. Goldie tenía que poner su sello único de alguna manera.
La tienda no era grande, contaba con un ambiente, un área de almacén y un toilet atrás. Los faltantes del inventario —aunque sorprendería la variedad que ofrecía Goldie en un espacio tan pequeño— los pedíamos. Los montanenses eran pacientes para comprar. Con la poca variedad de tiendas en Bozeman, la mayoría compraba todo por internet, a excepción de lo básico. Había un Walmart, un Target o un Old Navy, uno por cada marca, a diferencia de las grandes ciudades, donde si de conducía por tres kilómetros se encontraba la misma tienda repetida. Expansión urbana en su máxima expresión. Aquí no, aunque había dos sedes de Mc Donald’s; una en el pueblo y otra en las afueras de la carretera para los turistas, por si les apeteciera un Big Mac de camino a Yellowstone. La tienda principal del único centro comercial de la ciudad era una cadena de librerías. Aquí no había Nordstrom ni Bass Pro Shop. O se compraba en la zona o se iba a casa a buscar en el ordenador.
En el caso de la mujer que tenía delante, estaba deseando que se fuera a casa.
A ver, me gustaba ayudar a la gente, me sentía cómoda hablando de juguetes sexuales con cualquiera, pero esta vez era totalmente diferente. Muy diferente.
Detrás de la señorita Waffler había un bombero muy atractivo, alto y musculoso que llevaba puesta una camiseta de la estación de bomberos de Bozeman y pantalones azul marino. ¿Que si se podía decir que estaba buenísimo? ¿Un hombre tan guapo con uniforme? Era todo un cliché, pero este lo tenía todo. Madre mía, estaba tan bueno que te daría un patatús, e hizo que se me paralizara el corazón. Sentí un cosquilleo y calor por todo el cuerpo.
Había ingresado en la tienda mientras yo comparaba los distintos modelos de dispositivos antes de abordar las ventajas de la rotación para obtener una mejor estimulación femenina cuando de pronto alcé la mirada y… ahí estaba. Casi me mordí la lengua. Perdí el hilo de lo que estaba diciendo. Jamás pensé que Dios creara hombres como él. Que existían en las revistas, vale, sí, pero ¿en la vida real? Guau.
—¿Puedes explicar los detalles de cada uno otra vez? —La señorita Waffler tenía los dedos en el reborde del vidrio del exhibidor como si le diera miedo tocarlos.
Era bajita y delgada hasta el punto de la anorexia. Por su voz ronca, debía de ser fumadora de, al menos, una caja diaria. Tenía la piel curtida por los cigarrillos o por el clima de Montana, y las arrugas se habían apoderado de su rostro. Se vería bonita si comiera algo y renunciara al hábito de la nicotina.
Le dediqué mi mejor sonrisa falsa.
—Por supuesto.
Le eché una mirada al bombero por encima del hombro de la mujer. Cabello rubio con corte militar, ojos azules y rasgos acentuados. De treinta y tantos. Sonrisa hermosa. Parecía que no tenía problema con esperar su turno. Si el brillo de humor en sus ojos y el mordisco que le estaba dando a su labio —seguramente para evitar sonreír— significaba algo, claramente se lo estaba pasando bien. Y estaba aprendiendo algo sobre juguetes sexuales. Quizá quería alguna opción para su novia. Alguna mujer debía de estar calentándole la cama. La radio que llevaba en su cinturón cobró vida pero él la ignoró. Evidentemente mi clase sobre necesidades sexuales era más importante que un incendio. La señorita Waffler era completamente ajena al bombero y no tenía ningún efecto en ella. Ya sabía por qué quería un dispositivo.
Cogí uno azul brillante.
—Este usa baterías y vibra. Tiene diez velocidades. Es bueno para estimular el clítoris. —Lo dejé y cogí otro. Estaba acostumbrada a hablar de juguetes sexuales con la gente, con chicos también, pero me estaba muriendo de vergüenza por haber dicho «estimular el clítoris» frente a él. Solo podía imaginar a este exquisito bombero estimulándome el clítoris. Me retorcí, me aclaré la garganta y proseguí—: Este es de vidrio. No es de baterías. Su función es la penetración. Lo mejor en cuanto a este es que lo puede meter en la nevera o entibiarlo para variar la experiencia.
La mujer emitió un sonido de ah mientras exponía los detalles. Le expliqué todas las opciones una a la vez. Llegué al décimo y último modelo.
—Este es claramente realista. Se ha moldeado del pene erecto de una estrella porno. Está hecho de silicona y tiene succionadores en la base.
El bombero se asomó por encima del hombro de la mujer mientras yo levantaba el dispositivo dentro del exhibidor de vidrio. No parecía sorprendido por el tamaño. ¿Significaba que él la tenía así de grande también?
—Puede… eh, colocarlo en alguna superficie si gusta tener las manos desocupadas.
El bombero y la señorita Waffler asintieron con la cabeza como si pudiesen imaginarse lo que estaba diciendo.
—Me llevaré ese —dijo señalando al número diez: el Whopper Dong de veinte centímetros.
—Buena elección.
Le envolví la compra a la señorita Waffler y se fue muy contenta a encargarse del asunto.
Y ahí quedó el señor Bombero. Y yo. Y con el dispositivo exhibido, éramos tres. Por suerte, estando él detrás del mostrador, yo no podía bajar la mirada para comprobar si su Whopper Dong le cabía en los pantalones del uniforme. Madre mía, me iría derechito al infierno. Él salvaba la vida de personas y yo estaba pensando en su…
—Eh… Gracias por esperar. —Me metí un rizo detrás de la oreja.
—No pasa nada. Se aprende algo nuevo todos los días. —Sonrió no solo con la boca, también con los ojos. Sus azulísimos ojos, en los que vi calor e interés.
En ese instante, en medio de la tienda de mi suegra, con juguetes sexuales y todo, le llegó el deshielo primaveral a mi libido. Hacía tiempo que se había enfriado tanto como Montana en enero. ¿Quién podría culparme con todas las artimañas de mi difunto marido? En este preciso instante sentía que se me aceleraba el corazón y que me sudaban las manos de los nervios. El bombero no parecía inmutarse lo más mínimo por mi charla sobre dispositivos; a mí, en cambio, me estaban dando unos calorones cual menopáusica solo con mirarlo. Necesitaba que me apagara con una manguera. Hablando de manguera…
—Soy Jane. ¿En qué te puedo ayudar?
Hola, soy Jane. Tengo treinta y tres años. Me gusta escalar montañas, hacer esquí de fondo, soy Escorpio y quiero arrancarte ese uniforme y deslizarme por ese poste. Me limpié las manos sudadas en los pantalones cortos.
Se rio y extendió su mano firme, de piel cálida y un poco rústica.
—Soy Ty. Gracias, pero no quiero juguetes.
El localizador pitó. Lo miró por pocos segundos en su cinturón y lo ignoró.
—¿No tienes que responder a eso? ¿No hay un incendio o algo así? —pregunté señalando su cintura.
—Es por un gato en un árbol —bromeó, alzando las comisuras de los labios.
Solté una risita nerviosa. Respiré profundamente para intentar calmar los latidos de mi corazón. No funcionó. Más bien hizo que descubriera lo delicioso que olía. No era colonia fuerte. Tal vez jabón. No me importaba que fuese desodorante. Olía riquísimo.
—Y era para la estación dos. Yo he venido por la inspección de seguridad aquí. —Colocó unos papeles en el mostrador. ¿Los había tenido en la mano todo este tiempo? Ni lo había notado.
—Eh… inspecciona lo que quieras.
¿Inspecciona lo que quieras?
Me sonrió y me sonrojé, lista para esconderme detrás del exhibidor y morirme de vergüenza. Gracias a Dios que cambió de tema. En los siguientes quince minutos, repasamos los papeles de la inspección; la atracción que sentía por él era tan evidente como un elefante en la habitación, con forma de juguete sexual.
 
A la mañana siguiente salí muy temprano. Viviendo en Montana, había que salir a disfrutar del buen tiempo mientras durara. Incluso en julio. Sobre todo, en julio. Los días eran largos, el cielo era inmenso y había mucho que hacer antes de que se congelara todo. No hablaba de noviembre como en el mundo real: esto era Bozeman; el verano terminaba el día después del Día del Trabajador, o sea, a principios de septiembre. Hasta había llegado a nevar en julio. Con esa pequeña ventana para ponerse pantalones cortos y chanclas, y la amenaza de copos blancos en cualquier momento, salí a las siete de la mañana un día sábado. Para las nueve de la mañana tenía más cosas hechas que los militares no porque realmente quisiera, sino porque tenía hijos.
Mis hijos, Zach y Bobby, se estaban muriendo de ganas por salir. Como era sábado por la mañana, eso significaba que había ventas de garaje. Para los niños, las ventas de garaje eran un negocio serio. Había juguetes que obtener y libros que encontrar. Hasta había cosas gratuitas que salvar. De adulta me encantaba comprar cosas que no sabía que necesitaba. La semana pasada compré un zapatero para mi armario y una tostadora para la casa rodante. Por dos dólares iba a poder hacerme tostadas acampando al aire libre.
Estábamos en el coche con Kids Bop en el reproductor de CD. Tenía las mejores ventas de garaje marcadas en los clasificados, el Bozeman Chronicle abierto en el asiento del acompañante, listo para que nos guiara a nuestros tesoros. La primera parada de la mañana fue un desayuno de panqueques para los voluntarios del departamento de bomberos. Lo de comprar gangas podía esperar. Con los panqueques de desayuno no tenía que cocinar. ¿Quién iba a querer hacerlo a las siete de la mañana? Los niños podían quedar satisfechos y yo podía tomar café. Oh, sí, café.
Me di cuenta de que los peques me estaban hablando, por lo que bajé una versión azucarada de Dynamite para escuchar.
—Es tan genial, mamá. Es bombero y fue soldado, y dijo que podíamos jugar en su jardín. Debe de medir como un metro ochenta. Su sopladora de nieve es más grande que la nuestra. Tiene una camioneta plateada de cuatro puertas —dijo Zach desde su asiento elevado en la parte trasera.
—Chocamos los cinco después de que manejé mi bici por la acera. Se llama señor Strickland —agregó Bobby. Miré por el retrovisor y lo pillé asintiendo con la cabeza super serio.
El hombre del que había oído hablar desde que los peques me despertaron era el señor Strickland, el nuevo vecino: que si el señor Strickland hacía esto, que si el señor Strickland hacía lo otro. El nuevo superhéroe de los niños había comprado la casa a dos puertas de la nuestra y acababa de mudarse. Yo todavía no le conocía, pero los niños evidentemente sí. En mi mente privada de cafeína, me imaginé a un hombre de cincuenta y tantos años con la mitad del cabello lleno de canas, una pequeña panza —era bombero, no podía ser tan grande— y, según la descripción de Zach, más alto que un jugador de baloncesto. Excelente. Iba a ser muy útil cuando se atascara otro balón en la alcantarilla.
—Al coronel le cae muy bien —agregó Zach.
Pues con eso bastaba. Si el coronel lo aprobaba, debía de ser un hombre decente, independientemente de su gigantesca estatura. El coronel se llamaba William Reinhoff, pero quienes le conocían, que era todo el pueblo, le llamaban coronel. Se había ganado el título luchando en Vietnam y así se quedó. Arisco y malhumorado por fuera, tierno como un malvavisco tostado por dentro, era una de las personas que mejor me caía. La casa del coronel se encontraba entre la del señor Strickland y la mía. Era el vecino de al lado, un seudopadre, un buen amigo, niñero ocasional y novio a distancia de mi madre. Estaba claro que los niños habían conocido al señor Strickland estando con el coronel, mientras yo trabajaba ayer, y les había dejado una buena impresión. El coronel no iba a permitir que los niños le llamaran por su nombre de pila. Era demasiado respetuoso para eso.
Entré al aparcamiento del cuerpo de bomberos, aparqué y me volví hacia los niños. Estaban sentados en sus asientos apretando en los puños los billetes de un dólar que le había dado a cada uno para que lo gastaran en la parafernalia de la venta de garaje. Con siete años, Zach era flacucho, tenía rodillas huesudas y hoyuelos. El pelo rubio y los ojos claros hacían que se pareciera a mí. Nadie sabía de dónde había sacado Bobby el pelo negro y los ojos oscuros, que seguramente no venían de mí ni de su padre. Algunos decían que podría ser hijo del repartidor de Fed Ex, pero eso no me hacía nada de gracia. Mi marido había sido el infiel, no yo.
—Coged solo lo que os vayáis a comer, con buenos modales, y guardaos el billete en los bolsillos para que no lo vayáis a perder —les recordé.
Los niños, emocionados, asintieron. Ventas de garaje y panqueques. ¿Podría ir mejor la vida?
El sol caliente me daba en la cara. Acababa de salir por las montañas a pesar de que había amanecido hacía dos horas.
—Dejad las sudaderas en el coche. Hará calor cuando salgamos. —Me quité mi chaqueta de forro polar y la dejé en el asiento de al lado. Era verano, pero aun así bajaba a los cuatro grados centígrados de repente.
El desayuno era en la bahía del departamento de bomberos, un espacio grande, de suelo de concreto y paredes de chapa metálica gris. Había dos coches autobombas aparcados al frente con bomberos voluntarios mirando a los niños invadir los equipamientos. Mis dos peques miraban con anhelo el aparato, pero sabían que podrían explorarlo solamente después de comer. Adentro olía a beicon y a café; dos de mis cosas favoritas. Cogí platos de cartón y cubiertos de plástico y me puse en la cola del bufé para servir la comida.
—Ahí está Jack, el de la escuela —dijo Zach halándome el brazo y señalando con el dedo. Saludé a Jack y a sus padres con la mano, que ya disfrutaban sus tortitas en una de las mesas largas.
Dondequiera que se fuera en Bozeman, uno se encontraba con algún conocido. Era imposible evitarlo y hasta un crío de siete años como Zach se sentía popular. Si bien sentirse parte de una comunidad era agradable, un día me había escondido en el pasillo de una tienda de comestibles para evitar a alguien a quien no quería saludar. ¿Quién no lo había hecho? En aquel momento había sido mi higienista dental; no me moría de ganas de que me interrogara sobre mis rutinas con el hilo dental.
Como yo era la encargada de Goldilocks, la única tienda para adultos cerca —si se quería otra, se debía ir a Billings—, tenía muchos clientes de la localidad. En ocasiones, era difícil charlar con alguien en la sección de charcutería cuando solamente lo conocía por aquel día en que fue a la tienda a comprarle pinzas para pezones para su esposa. A eso se debían las escondidas en las tiendas. Sabía muchas cosas, guardaba muchos secretos y, con el paso de los años, las personas confiaban en mí.
Nos acercamos a la primera exhibición del desayuno. Al ver la palabra «huevos», los niños prepararon sus platos. Los observé servirse y continuar hacia las croquetas de patata, las cuales pasaron de largo con un «No, gracias» de forma muy educada. Me di una palmadita imaginaria en la espalda por sus buenos modales. Hacían una gallera entre ellos, pero eran casi siempre muy educados con desconocidos que les ofrecían comida.
—¡Mami, allá está el señor Strickland! —gritó Zach.
—Hola, señor Strickland —intervino Bobby.
Busqué al señor Strickland de mi imaginación en todas las mesas ocupadas y por la fila de la comida. ¿Dónde estaba el hombre barrigón de cincuenta y tantos? Zach sacó su plato para que le sirvieran panqueques.
—¿Cómo estás, campeón? —le dijo el hombre de los panqueques a Zach.
El corazón se me subió a la garganta y empecé a sudar por la adrenalina.
—Joder.
El hombre de los panqueques no tenía cincuenta, ni cuarenta. Desde luego que no tenía panza; solo un abdomen preciosamente plano debajo de la camiseta azul marino del departamento de bomberos. Era guapísimo. Zach se quedó corto con la estatura del señor Strickland. Era muy alto. Tuve que inclinar la cabeza hacia arriba para mirarle a los ojos, con lo cual no tuve ningún problema. Con el metro setenta que medía, me gustaban los hombres altos.
Este bombero sí que estaba encendiendo una llama en mí.
—¿Joder? —repitió el hombre de los panqueques, también conocido como el señor Strickland.
Ruborizada, intenté sonreír, pero estaba muerta de pena y no por el «joder», eso se me pasó. Se me pudo haber ocurrido algo mejor, pero, joder, era el bombero que había ido a la tienda a hacer la inspección, el de la Whopper Dong, el que…
—Yo te conozco —comentó Ty, sonriendo. Madre mía. Sus dientes eran tan derechos y perfectos. Sentía que la presión arterial se me iba por las nubes. Nada de beicon en el desayuno, porque me daría una embolia aquí mismo—. Eres Jane, la de Goldilocks.
Su sonrisa se amplió por completo. Se acordaba de mí y de la variedad de dispositivos.
—¿Conoció a mamá en su trabajo? —preguntó Bobby, mirándonos a los dos con curiosidad. Con el plato repleto de comida, lo tenía que cargar con las dos manos—. Ella dice que su trabajo es para adultos.
Ty asintió con la cabeza y miró a Bobby a los ojos.
—Tuve que evaluar el sistema contra incendios y comprobar que hubiese extintores en la tienda. Yo también estaba trabajando.
—Chicos, tomad vuestros platos y buscad lugar donde sentaros. —Señalé las mesas con la cabeza—. Ya os alcanzo.
—¿Se va a sentar con nosotros, señor Strickland? —preguntó Zach, esperanzado.
—¿Por qué no me llamáis Ty, chicos? ¿Os parece?
Los niños asintieron.
—Dadme unos minutos para terminar aquí y os voy a acompañar —respondió Ty, alzando sus pinzas de metal para hacer énfasis en el trabajo que tenía que hacer. Los chicos se escabulleron para acabarse los platos. Ty observó a los niños mientras se iban y luego me miró a mí todavía con la sonrisa en la cara.
—Ayer conocí mucho de ti en la tienda —dijo Ty.
Parecía estar pasándoselo fenomenal; yo, no tanto. El señor alto, rubio y guapo estaba… coqueteando conmigo.
Parada en la cola de los panqueques hice un recuento mental. No eran ni las ocho de la mañana, así que no estaba en mi mejor momento. En un buen día, o al menos a última hora de la mañana, me gustaba pensar que me veía mejor que el promedio con mi una estatura superior, el pelo rubio oscuro y rizado más largo, los pechos más grandes y siendo más delgada que la mayoría de las mujeres. Lo del peso se lo podía agradecer a mi madre. Al igual que ella, podía comer lo que se me antojara sin engordar ni un gramo. Mi mejor amiga, Kelly, me odiaba por eso, pero ¿qué podía hacer? Debería odiar a mi madre, más bien.
La desventaja de ser delgada era que no tenía pantorrillas. Nada. Era un palo recto desde las rodillas huesudas hasta los pies. Podía correr días enteros y no me crecían las pantorrillas. Al menos Kelly tenía pantorrillas. En mi caso, incluyendo las pantorrillas, era solo algo raro de la genética.
Por supuesto, esta mañana no me había arreglado tanto como debía, o como Kelly decía que debía. Yo era algo así como una mujer sencilla. Ni siquiera tenía un pote de laca en casa.
Repasé las cosas más importantes en mi mente: el pelo, el aliento, el sujetador, la cremallera. Al menos me había cepillado los dientes, pero tenía una coleta y seguramente los rizos se me habían salido por todas partes. Llevaba puestos pantalones cortos con cremallera, una camiseta vieja del Festival de los Guisantes y unas chanclas. Sin maquillaje, mi situación no podía empeorar a no ser que se me hubiera ocurrido salir sin sujetador, algo que, siendo talla 34D, habría sido bastante malo.
¡Vaya desastre que era! Kelly me repudiaría si entrara por esa puerta.
Entonces recordé que Ty era mi nuevo vecino. Por más nerviosa que estuviera de momento, no me podía esconder de él toda la vida.
¿Qué podría ver este hombre en mí más allá de la guarra experta en dispositivos sexuales que yo era? ¿Qué llevaba puesto ayer? No importaba. Seguramente estaba muy cegado por todos los juguetes sexuales como para haberse fijado en mi atuendo. Me sentía como un bicho raro y, aun sí, me coqueteaba conmigo.
—Este es uno de esos momentos vergonzosos de la vida. —Lo señalé con el dedo. Guapo o no, estaba molesta. ¡Cómo se atrevía a coquetear cuando no estaba preparada!—. Me tienes que contar un secreto tuyo para que haya un equilibrio.
La comisura de su boca se elevó y formó una sonrisa.
—Me parece justo. —Se inclinó hacia mí por encima de la bandeja de panqueques, miró de un lado al otro y susurró para que solo yo pudiera escuchar—: Entiendo las ventajas del consolador de silicona del que hablabas ayer, hasta del que tiene una punta giratoria. —Giró el dedo en el aire para hacer la demostración y luego me miró directo a los ojos—. Pero me gustan las mujeres a las que les apetece la carne de verdad.
¿Ese vapor estaba saliendo de la bandeja de panqueques o había empeorado mi sudoración?
 
Ty se tardó cinco minutos en separarse de los panqueques y las pinzas para sentarse en la mesa al lado de Bobby, enfrente de mí y de Zach. No dejó su sonrisa atrás.
—Después de que terminemos aquí, vamos a ir a ventas de garaje —le dijo Bobby a Ty con un bocado de huevo en la boca.
—Los dos tenemos un dólar para gastar —agregó Zach. Se le cayó un trozo de panqueque de la boca y aterrizó en el almíbar que tenía en el plato.
—No habléis con la boca llena —murmuré.
—Suena bien. Me enseñáis todas vuestras gangas luego —les dijo Ty a los dos.
Los chicos asintieron a la respuesta de Ty, con los labios sellados mientras masticaban.
—¿Tú no vas a comer? —me preguntó a mí.
Tomé un sorbo del glorioso café.
—Sí, claro.
Alzó una ceja sin decir nada.
Charla banal, eso tenía que hacer. Los niños podían con eso. Debía olvidar el pasado, los consoladores, el pelo horrible. Todo fuera por el futuro. Era mi vecino, y en algún momento tenía que dejar de sentirme avergonzada.
—Eh… No sabía que eras bombero voluntario.
Ty negó con la cabeza.
—No lo soy. Trabajo en el pueblo para la estación Bozeman, la uno en Rouse. En esta área al sur del pueblo sí estoy como voluntario. Tengo amigos en el departamento y me ofrecí a ayudar con el desayuno esta mañana.
Entonces fue una pequeña coincidencia de pueblo que me lo encontrara, a primera hora de la mañana, hecha un completo desastre. Habría salido mejor si me hubiera arreglado un poco y le hubiera llevado brownies a su casa para darle la bienvenida. La única ventaja de encontrarme con él de esta manera era que no tenía que hornear.
—¿Y tú? ¿Goldilocks es tuya?
—Debes de ser nuevo por aquí. —Extendí la mano y agarré el vaso de zumo de Bobby antes de que se volcara, y lo hice a un lado.
—Sí, me crie en Montana. Soy nuevo en Bozeman. Estuve muchos años en el ejército y decidí quedarme cerca de casa. Compré la casa que está al final de tu calle.
—Goldilocks es de Goldie, mi suegra. La tienda es de ella. Todo el mundo conoce a Goldie. Es famosa. Sabrás a qué me refiero cuando la conozcas. Es muy elocuente. Empecé a trabajar allí para ayudarla desde que falleció mi marido.
Ty tenía una mirada en el rostro que no pude interpretar. Lástima, tristeza, amargura. Pudo haber sido cualquiera de esas opciones.
—Mi padre murió en una hamburguesa —le dijo Bobby a Ty.
Ahora Ty parecía confundido. Me estaba mirando ceñudo como si estuviéramos locos.
—¿Terminasteis todo? —pregunté a los niños, sonriendo, contenta de verlo perplejo—. Podéis ir a ver el camión de bomberos si os apetece.
No hizo falta decírselo dos veces. Se levantaron de sus sillas más rápido que un cazador al comienzo de una temporada de alces. Me acerqué el plato de Bobby y me comí los panqueques y los huevos que dejó.
Ty se aclaró la garganta.
—Tu marido murió en una…
—En Hamburgo —dije, riendo—. En Alemania. Un coágulo de sangre se atascó en su pulmón, supuestamente por el vuelo.
Aquí era donde normalmente me detenía cuando hablaba de la muerte de Nate. No me encantaba tratar con los cotilleos, pero cuando miré a Ty, decidí compartir el resto. ¿Qué carajo? ¿Qué daño podría hacer? Ya debía verme como una caricatura andante. Por alguna razón, quería que supiera la verdad y los detalles.
—Fue por negocios y por placer. Murió en la cama con otra mujer. —Respiré profundamente—. Y con otro hombre.
—Hostias —murmuró, con la boca un poco abierta, lo cual me permitió ver sus dientes blancos y rectos.
Recibía muchos lamentos y simpatía incómoda cuando la gente se enteraba de que Nate había fallecido, sobre todo porque no era tan mayor. Solo unos pocos conocían sus actividades extracurriculares, o sea, que me había engañado. No solo era viuda; mi marido me había engañado antes de decidir morirse.
Hacía tiempo que lo había superado desde que recibí la llamada. Quise matarlo yo misma un par de veces por haberme sido infiel. Me pareció tan irónico que muriera en el acto. Yo, por mi parte, seguía trabajando en mi autoestima por su culpa, incluso años después.
Ty se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa. Se le pegotearon con almíbar, cogió una servilleta y se limpió los brazos. Alguien debió de haber ensuciado la mesa antes que nosotros.
—¿Sabías lo de ella…? Santo Dios, ¿ya sabías lo de ellos?
Sonó el claxon del camión de bomberos, seguramente una de las cosas más ruidosas de todo el condado. Todo el que estaba a un kilómetro a la redonda debió de oírla. Quienes estaban en la bahía tuvieron suerte si no se les cayó el café en el regazo y no se quedaron sordos. Los bebés lloraron, los ancianos se llevaron las manos al pecho asustados de sufrir un infarto. Vi que Zach me saludaba desde el asiento del conductor del camión de bomberos con una mirada de culpa. Le devolví el saludo.
—Es una larga historia. Debo correr antes de que lo arresten. Bienvenido al vecindario.
2
Alas siete, el sol seguía alto en el cielo, pero me quedé tumbada en mi silla, protegida por la sombrilla del patio. Los restos de la cena quedaron frente a mí en la mesa de teca. Los platos, las servilletas y los cubiertos estaban desparramados; las mazorcas sin maíz y el pollo asado había quedado para el recuerdo. Todavía olía a carbón quemado. Me recosté, cómoda, con la cabeza apoyada en el respaldo de madera, relajada y con el estómago lleno. Agotada. Tenía la punta de la nariz caliente y me picaba un poco, seguramente me había quemado con el sol.
El día había sido largo. Después del desastroso desayuno en la estación de bomberos, visitamos seis ventas de garaje y luego subimos a Pete’s Hill para hacer un picnic con emparedados de mantequilla de cacahuates y mermelada frente a esa panorámica. Me encantaba ese sendero, ya que estaba en el centro del pueblo pero en una cresta que ofrecía vistas amplias, sobre todo al atardecer. Bozeman se encontraba en un valle rodeado por montañas en tres de sus lados; Gallatins, Spanish Peaks y Tobacco Roots. Había vistas hermosas en todos los sentidos. A los niños les gustaba porque podíamos ver el tejado de nuestra casa desde nuestro banco favorito.
Mientras de momento yo los miraba desde el patio, los niños jugaban en el jardín con sus disfraces de Halloween del año pasado. Zach, vestido de Stormtrooper, estaba en el columpio simulando ser un Tarzán del futuro o un pirata. Bobby vestía su traje del hombre araña con la máscara de Stormtrooper de Zach. Tenían que tener mucho calor con esos trajes de poliéster.
Bobby escarbaba en el arenero con una pala de jardinería, fingiendo que era Indiana Jones en busca de un tesoro perdido, aunque no entendía cómo veía por esos agujeritos de los ojos. Mis hijos no estaban obsesionados con un solo personaje infantil impreso en todas sus sábanas, toallas de playa y loncheras; les gustaban todos. No discriminaban.
Al lado de Bobby, inclinado en un ángulo extraño, estaba el gnomo de cerámica que había comprado con su dólar en la segunda venta de garaje. Vino con un abrigo azul, un sombrero rojo puntiagudo y la barba blanca. Medía treinta centímetros y tenía una sonrisa espeluznante en los labios. Zach también se había comprado un gnomo. El suyo era diferente, tenía abrigo rojo y sombrero azul con la misma barba blanca y lo había dejado sentado en su propia silla de patio, en la mesa conmigo. Zach había insistido en que nos acompañara a comer. Si me recostaba más en la silla, me miraría con esos ojos vidriosos. Por suerte, quedaban dos gnomos a la venta, porque uno solo habría provocado una debacle nuclear global. No podía partir una figura de cerámica por la mitad para compartirla como si fuera una galleta. Por el valor de un dólar, los niños estaban contentos, y eso me puso feliz. La vida era buena.
—¡Ey, baja el arma! —gritó Zach mientras pasaba corriendo como si fuese una bala en el aire.
El columpio colgaba del fresno que le daba sombra al patio. La valla que separaba la casa del coronel de la mía llegaba a la altura de la cintura; Zach se subió y se lanzó desde allí. Aunque las casas no se habían construido en lotes pequeños —el mío medía más de un cuarto de hectárea—, desde donde me encontraba podía ver el interior de la sala de estar del coronel por la noche. Él también podía ver hacia mi casa, aunque su vista era la hilera de ventanas que daba a mi cocina. Quizá por eso venía a cenar tan seguido; podía ver lo que cocinaba.
Vivíamos al sur de Bozeman, a diez cuadras de la avenida principal. Todas las casas eran diferentes, algunas seguían como cabañas mineras desde los inicios de la ciudad y otras de estilo ranchero como en los años sesenta. La mía era de las últimas. Una casa moderna de mediados de siglo de un solo piso con techo plano y mucho carácter, con el típico sótano desordenado, revestimiento de madera roja pintado de color gris oscuro con ribetes negros. Los aleros curvos le daban a la casa un aire de Frank Lloyd Wright. Las ventanas que iban desde el suelo hasta el techo, de pared a pared, le daban un estilo especial. La sala de estar, la cocina, el comedor y el dormitorio principal tenían enormes ventanales que hacían que el exterior formara parte de la casa. Lamentablemente, también dejaban que cualquiera mirara sin discriminar; vecinos, mirones, el que fuere.
Yo amaba mi casa. Era de Nate antes de que nos casáramos, la casa de sus padres antes de eso, y la casa de los padres de Goldie antes. El abuelo de Nate la había comprado nueva en el año 1959 y se la dio a Goldie y a Paul, su marido, como regalo de bodas a finales de los sesenta. Vivieron allí hasta que Nate y yo nos casamos y nos la regalaron a nosotros. Me habría hecho feliz un set de vajilla o un juego de fondue de regalo, pero regalarle la casa a la siguiente generación se había convertido en una tradición. Nate, siendo el gilipollas egoísta que era, no rechazaba ni una comida gratis, mucho menos una casa.
Cuando falleció, tuve la intención de devolverle la casa a Goldie y a Paul para luego mudarme y encontrar algo más pequeño para mí y los niños. En ese momento, eran casi unos bebés. De hecho, Bobby lo era. Pero Goldie insistió en que la casa era mía. Dijo que me la había ganado. Ella amaba a su hijo y todavía lo extrañaba, pero sabía todo lo que Nate me había hecho. Además, dijo que la casa era demasiado grande para ella y Paul.
Así fue como me quedé con la casa. Pero tres generaciones de West habían dejado su sello en el hogar. Siempre me había preocupado causarle daño, pero debía admitir que me estaba hartando de los muebles eclécticos de segunda mano de Nate. Murió hacía unos años, así que quizá también era hora de dejar atrás sus muebles. Lo haría el próximo invierno.
Una casa grande con ventanales enormes venía con una factura abultada de calefacción. Las ventanas eran de un solo panel, de vidrio original, y no eran la mejor opción para los inviernos de Montana ni para niños pequeños que aspiraban llegar a las grandes ligas.
La casa del coronel no era tan antigua como la mía. También era un rancho, pero todas las similitudes terminaban ahí. Era amplia y bajita, tenía un tejado de poca altura, un revestimiento blanco con detalles de ladrillo y era muy linda. Contaba también con un patio muy bien cuidado, con flores hermosas que le daban el toque que le faltaba a la casa.
La casa de Ty había sido construida al mismo tiempo que la del coronel, salvo que el revestimiento de madera estaba pintado de color marrón barro y la puerta, de color naranja brillante. Había comprado la casa que era parte de la herencia del señor Kowalchek, quien tenía noventa y siete años cuando murió. El querido difunto era el propietario original y el hombre no había hecho nada desde el día en que se mudó. El baño debía de estar de color verde aguacate. Podía imaginarme a Ty ocupando sus días en reparaciones y renovaciones que podrían durar tanto como su hipoteca.


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