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La chica del tiempo de Rachel Lynn Solomon pdf
La chica del tiempo de Rachel Lynn Solomon pdf descargar gratis leer online
Una meteoróloga de TV y un plan de reportero deportivo para reunir a sus jefes divorciados con resultados inesperados en este electrizante romance del autor de The Ex Talk .
A Ari Abrams siempre le ha fascinado el clima y le encanta casi todo lo relacionado con su trabajo como meteoróloga de televisión. Su jefa, la legendaria meteoróloga de Seattle, Torrance Hale, está demasiado distraída por su tempestuosa relación con su exmarido, el director de noticias de la estación, como para darle a Ari la tutoría que quiere. Ari, que funciona con la luz del sol y el optimismo, está desesperada. La única persona que parece entender cómo se siente es el dulce pero reservado reportero deportivo Russell Barringer.
Después de una desastrosa fiesta navideña, Ari y Russell deciden unirse para resolver los problemas de relación de sus jefes. Entre regalos secretos y citas dobles, comienzan a empujar a sus jefes para que vuelvan a estar juntos. Pero su intromisión bien intencionada resulta contraproducente cuando surge la verdadera química entre Ari y Russell.
Trabajar en estrecha colaboración con Russell significa permitirle conocer partes de sí misma que Ari oculta a todos. ¿Será capaz de abrazar sus nubes oscuras así como sus cielos despejados?
Cada vez que llueve
Estás en mi cabeza
Al igual que sale el sol
Sé que algo bueno va a suceder
−Cloudbusting, Kate Bush
Para quienes estéis buscando la luz en la oscuridad. Os merecéis todo lo bueno que os pase.
Querido lector o lectora:
La idea de La chica del tiempo estuvo rondando por mi cabeza durante un par de años antes de empezar a escribirla, y ha sido una comedia romántica desde que me golpeó el primer rayo de inspiración; una en la que no faltan los juegos de palabras relacionados con el clima. En medio del proceso de redacción, también se convirtió en una comedia romántica con una protagonista que tiene depresión.
Sobre el papel, parece que esas dos cosas no deberían mezclarse. Las comedias románticas son escapistas y emocionantes, y suelen estar llenas de payasadas. Y, sin embargo, lo que más me ha gustado de ellas a medida que ha ido evolucionando el género es su capacidad para equilibrar esas tramas alocadas y escapistas con la clase de realismo que yo solía evitar cuando contaba historias. Durante un tiempo, escribí sobre personajes judíos cuyas circunstancias eran similares a las mías, pero para mí es menos habitual explorar la salud mental de una manera que se acerque a mi propia experiencia.
En La chica del tiempo, Ari suele tener su depresión bajo control, pero le ha costado casi una década llegar a ese punto. También mantiene una relación complicada con su familia y otras personas de su pasado que intenta desenmarañar en el transcurso del libro. He intentado escribir sobre su depresión con sumo cuidado y sensibilidad, siendo consciente de que es una enfermedad que no tiene una cura sencilla. Dicho esto, la experiencia de Ari no es la de todos, pues cada persona tiene una experiencia con su salud mental diferente. Muy pocas, incluida la mía, son una línea recta.
Quería que este libro mostrara a una heroína compleja mentalmente que toma medicación y va a terapia, que se enamora y que avanza. Quería mostrar las partes más complicadas y duras de su vida junto con los momentos en los que está perdidamente enamorada. Y quería un héroe que la amara en sus días oscuros, no a pesar de ellos, porque para mí eso es lo más romántico de todo.
Con mucho amor,
Rachel
Si la lectura de esta novela desencadena en ti ciertas emociones, por favor, sé paciente contigo mismo/a. Puedes encontrar ayuda las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. Comprueba qué líneas telefónicas o páginas web sobre salud mental existen en tu país.
1 PRONÓSTICO: Nublado con probabilidad de humillación pública
Los días nublados son especialmente hermosos. Las nubes sumergidas en tinta, el cielo listo para abrirse. El aire volviéndose fresco y dulce. La forma en la que el mundo parece detenerse durante unos segundos justo antes del diluvio es pura magia, y nunca me canso de esa anticipación embriagadora, de la sensación de que está a punto de ocurrir algo extraordinario.
A veces pienso que podría vivir en esos momentos para siempre.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta mi hermano desde el asiento del conductor. Es posible que acabe de dejar escapar un suspiro de satisfacción—. ¿Te estás volviendo a poner sentimental por la lluvia?
Estaba mirando (bueno, mirando fijamente) por la ventana mientras el cielo de la mañana se rendía ante la llovizna.
—No. Eso no es algo propio de mí.
Porque no es solo que me haya puesto sentimental por la lluvia. Es que la lluvia significa el placer de seguir la trayectoria de un frente frío a medida que se mueve desde el Pacífico. Significa botas hasta las rodillas y jerséis de punto, y que esa es la mejor ropa es un hecho. Yo no hago las reglas.
Para muchas personas, se habla del tiempo cuando no se sabe qué decir; aquello que se menciona cuando uno se ha quedado sin temas de conversación en una fiesta o cuando se está en la primera cita con un chico que vive en el sótano de la casa de sus padres y piensa que podríais ser muy felices viviendo allí abajo juntos. ¿Te puedes creer el tiempo que hace?, es una fuente de alegría o frustración, pero rara vez se encuentra en un punto medio.
En mi caso, nunca ha sido un tema de conversación vacío. Incluso si nos esperan seis meses más de días grises, siempre los echo de menos cuando llega el verano.
—Tienes suerte de que te quiera tanto. —Alex se pasa una mano por el cabello pelirrojo y alborotado que casi compartimos, solo que el suyo es caoba y el mío es una explosión brillante de rojo anaranjado—. Acabamos de superar el miedo de Orion a la oscuridad, pero ahora Cassie se despierta a las cinco si tenemos suerte, a las cuatro y media si no. Nadie duerme en la casa de los Abrams-Delgado.
—Te dije que es una pequeña meteoróloga en formación. —Adoro a los mellizos de cinco años de mi hermano, y no solo porque sus nombres vengan de constelaciones—. No le digas que tenemos que maquillarnos y peinarnos nosotros mismos. Arruina la ilusión.
—Tiene que verte cada mañana antes de ir a clase. Tortitas con forma de dinosaurio y tita Ari en la tele.
—Siguiendo los deseos de Dios.
—No debí de prestar atención ese día en la escuela hebrea. —Alex reprime un bostezo mientras rodeamos Green Lake. Vive en el Eastside y trabaja en South Seattle, por lo que me ha recogido en Ravenna, mi vecindario bordeado de árboles, y me dejará en la tele cuando hayamos terminado.
Su reloj siempre está seis minutos adelantado porque a Alex le encanta tener un impulso extra por las mañanas. Ahora mismo da las 6:08, lo que suele ser tarde para mí, pero gracias a uno de los cambios de horario de última hora de Torrance, no estaré en cámara hasta después del mediodía. Puede que acabe quedándome despierta durante veinte horas seguidas, pero mi cuerpo se ha acostumbrado a que altere su reloj interno. En gran parte.
Aun así, imaginarme a mi diminuta y perfecta sobrina absorta por un pronóstico meteorológico me llega al corazón.
Hace mucho tiempo, yo hacía exactamente lo mismo.
—Tranquila. Va a ser genial —dice Alex mientras jugueteo con la cremallera de mi chaqueta impermeable y luego con el collar sepultado entre las pelusas de mi jersey. Le he arrastrado conmigo porque no quería hacerlo sola, porque la línea que separa la emoción de la ansiedad siempre ha sido muy fina en mi caso.
Aunque no dé señales demasiado claras de cómo me siento, Alex siempre ha sido capaz de percibir mis emociones con los ojos cerrados. Tiene treinta años, tres más que yo, pero la gente solía pensar que éramos mellizos porque de pequeños éramos inseparables. Eso se convirtió en una rivalidad amistosa de adolescentes, sobre todo porque teníamos la costumbre de colarnos por los mismos chicos; normalmente, el adonis de los atletas, llamado Kellen, quien no tenía ni idea de que existíamos, a pesar de que íbamos a todas y cada una de sus competiciones para animarlo. Ese hecho quedó claro el día del campeonato estatal, cuando aparecí con flores y Alex, con globos, y Kellen nos miró con sus increíbles ojos azules como el mar y dijo:
—Oye, ¿vamos al mismo instituto?
A regañadientes, dejo que el silbido de los limpiaparabrisas me inspire un falso sentimiento de calma. Nos dirigimos a Aurora, pasando por vallas publicitarias del Centro de Ciencias del Pacífico; limpiadores de canalones; un chico que podría ser tanto un abogado como un luchador profesional por la forma en la que frunce el ceño; un conjunto de concesionarios, y luego…
—¡Madre mía! Ahí está. Para el coche. ¡Para el coche!
—No tienes permitido gritar así mientras conduzco —dice Alex, aunque pisa el freno con fuerza, lo que hace que su Prius me lance contra la puerta—. ¡Joder! Pensaba que iba a darle a algo.
—Sí, a mi orgullo. Está destrozado.
Se desvía hacia el aparcamiento de una tienda de donuts que abre las veinticuatro horas y se detiene en un sitio que nos proporciona una visión despejada de mi primera valla publicitaria.
¡despiértate con ksea 6 a las 5! siempre estamos aquí para ti, anuncia en agresiva letra negrita. Y ahí, con la sonrisa Colgate, estamos el equipo de entre semana de las mañanas, mostrándonos naturales y para nada haciendo una pose incómoda: Chris Torres, Noticias. Russell Barringer, Deportes. Meg Nishimura, Tráfico. Ari Abrams, Tiempo.
Y, atravesando mi cara sonriente, veo una raya de un inconfundible gris blanquecino que me tapa el ojo izquierdo y media nariz y culmina en una preciosa caca de pájaro.
Solo en mi cara.
Chris, Russell y Meg siguen sonriendo. siempre estamos aquí para ti. ¡Una mierda!
—Bueno, ya me siento lo bastante humillada —digo tras un momento de atónito silencio—. Al menos tengo el pelo bien, ¿no?
—¿Puedo reírme?
Un sonido que podría ser una risita se me escapa de la boca.
—Por favor. Alguien tiene que hacerlo.
Mi hermano se ríe a carcajadas, y no estoy segura de si sentirme ofendida o unirme a él. Al final, me rindo.
—Aun así voy a sacarte una foto con ella —dice Alex cuando puede volver a respirar—. Es tu primera valla publicitaria, ¡joder! Es algo importantísimo. —Me da una palmada en el hombro—. La primera de muchas.
—Si no me atormenta el resto de mi carrera profesional… —Salimos del coche y mis botas Hunter chapotean a través de un charco que resultó ser más profundo de lo que parecía.
—Di: «KSEA 6: Noticias del noroeste, donde nos importa una mierda» —dice mientras me coloco bajo la valla publicitaria y poso para la cámara—. «KSEA: Lo que ves cuando estás de mierda hasta el cuello».
—¿Qué te parece «Noticia de última hora: Alex Abrams-Delgado es un mierdas»? —inquiero con mi mejor voz de televisión mientras le enseño el dedo corazón.
* * *
—Gracias por haber hecho esto —digo cuando hemos conseguido una mesa en la tienda de donuts. Me aparto el flequillo mojado de la frente con la esperanza de que haya un secador de más en el vestuario de KSEA—. Habría ido con Garrison o con alguien de la cadena, pero…
Alex se atreve a darle un trago al café que ha comprado en la tienda de donuts y hace una mueca.
—Lo pillo. Soy tu persona favorita del mundo.
—Lo eres —contesto—. Pero Cassie ocupa el segundo puesto por poco. No te tomes tan a la ligera ese privilegio.
—Nunca. —Vacía un sobre biodegradable de edulcorante en la taza—. Por cierto, ¿cómo te va con… todo?
Antes del «todo» del que está hablando, mi hermano y yo solíamos vernos una vez al mes. Ahora me tumbo y me tapo en su sofá una vez a la semana mientras su marido chef me sirve reconfortante comida directamente en la boca.
—Hay días buenos y malos. Todavía no estoy segura de cuál es hoy o si eso es una señal del universo que me indica que las cosas van a, bueno, ya sabes. —Hago una señal con la mano hacia la valla publicitaria que hay fuera antes de darle un bocado a mi donut recubierto de chocolate—. Vas a decirme que vuelva a salir al mercado, ¿verdad?
Ese es el peor efecto secundario de una ruptura. Dejarme respirar durante un momento antes de pillarme por alguien que acabará decepcionándome.
Me froto el lugar del dedo en el que estaba el anillo de compromiso. Supuse que su huella duraría más que unos pocos días, y no estaba segura de cómo me sentiría cuando mi piel ya no llevara la prueba de nuestra relación. La verdad es que nunca pensé que estaría tan apegada a un anillo hasta que Garrison me pidió que se lo devolviera. En su defensa diré que era una reliquia familiar. En mi defensa diré que él es un cubo de basura con forma humana.
Un cubo de basura con forma humana en el que apenas he podido dejar de pensar desde que rompimos hace cinco semanas, cuando me mudé de nuestro espacioso piso de alquiler situado en Queen Anne a un estudio lo bastante grande para mí y mis sentimientos. Nuestros amigos sintieron que tenían que elegir un bando, por lo que estos días mis únicos confidentes son mi hermano y una niña precoz que va a preescolar. Al menos ahora soy capaz de decir el nombre de Garrison en voz alta sin querer acurrucarme dentro de una de esas almohadas nido que Instagram no para de anunciarme. Creo que están pensadas para perros, pero no puedo ser la única persona que quiere una con desesperación. El algoritmo debe de saber que lo necesito.
—Pues claro que no. No hasta que estés lista. —Alex estira el brazo para agarrar otro sobre de edulcorante—. Al menos no pagaste ningún depósito. Hay que mirar el lado bueno, ¿no?
—Mmm —respondo de forma evasiva. Planear la boda fue otra cosa que me causaba emoción y ansiedad, aunque la mayoría del tiempo la ansiedad ganaba. Cada vez que empezábamos a hablar de ello, me quedaba paralizada por la indecisión. ¿Primavera u otoño? ¿Banda o DJ? ¿Cuántos invitados? Incluso ahora, basta para hacer que me entren los picores dentro de mi jersey de punto.
Sin embargo, se me queda grabado en el cerebro lo que ha dicho Alex. Porque digamos que mirar el lado bueno es lo mío. Cada vez que siento cómo la negatividad empieza a acumularse en mi interior, la alejo con una de las sonrisas que he practicado para la televisión. Salto por encima de ese charco turbio. Me mantengo seca antes de arriesgarme a hundirme más en la oscuridad.
—Deberíamos comer donuts de estos más a menudo —digo, a pesar de que es un donut normal y corriente.
Alex debe de darse cuenta de que no tengo ganas de hablar más del tema, porque empieza a narrar lo decidido que está Orion a perder su primer diente.
—Estaba intentando el viejo truco de la cuerda y el pomo —cuenta Alex—. Solo que se le soltó la parte que estaba atada al pomo, así que me lo encontré sentado en su habitación con la cuerda colgándole de la boca, esperando con paciencia a que se le aflojara un diente.
—¿Y por qué no me enviaste fotos en ese mismo momento? —pregunto, y él le pone remedio enseñándome una.
Una vez que ambos hemos pasado al segundo donut, mi móvil se ilumina y muestra una notificación. Le doy con el dedo y veo un correo electrónico de Russell Barringer, de Deportes.
Si me está enviando un correo electrónico, solo puede ser sobre una cosa.
Chica del tiempo,
Seth ha puesto hoy carteles nuevos. Torrance se encontró uno en su leche de avena y está furiosa. Solo quería decirte que puede que acabes entrando en un huracán.
—Debería ir yéndome —le digo a Alex—. O deberíamos ir yéndonos y así me llevas.
—¿Pasa algo con tu jefa?
Hago lo que está en mi mano para suavizar mi suspiro para que no deje entrever todo el tiempo que llevo sufriendo.
—Pues como siempre, ¿no?
Estamos a punto de levantarnos cuando un chico de treinta y pocos años con un paraguas empapado se detiene delante de nuestra mesa y se queda mirándome.
—Yo te conozco —dice, moviendo un dedo en mi dirección mientras la lluvia gotea sobre el linóleo.
—¿De las noticias? —inquiero. En ocasiones pasa que personas desconocidas me reconocen, pero por mucho que lo intentan, no son capaces de averiguar de qué. Suele decepcionarles que no sea mi jefa y, para ser sincera, yo me sentiría igual.
Niega con la cabeza.
—¿Eres amiga de Mandy?
—No.
Mi hermano señala con la mano hacia la ventana, hacia la valla publicitaria.
—Canal seis. Es la del Tiempo.
—No veo mucho la televisión —contesta, y se encoge de hombros—. Lo siento. Habré pensado en otra persona.
Alex se está sacudiendo a causa de una risa silenciosa. Le doy un codazo mientras vamos a tirar la basura a la papelera correspondiente.
—Me alegro de que mi dolor te haga gracia.
—De alguna manera tengo que hacer que sigas siendo humilde. —Antes de irnos, Alex espera en la cola para comprar unos cuantos donuts para su clase de cuarto—. Donuts de la culpa —explica—. Es la semana de los exámenes estatales.
—Es un milagro que algunos de nosotros salgamos del colegio y del instituto solo con heridas psicológicas pequeñas.
Me dedica una media sonrisa que no llega a alcanzarle los ojos y luego baja la voz.
—Me escribirás si te encuentras mal o algo esta semana, ¿verdad?
Es tan fácil bromear cuando estoy con él, que a veces olvido que puedo hacer algo más que eso.
—Lo haré. —Miro la hora y toco el móvil con el dedo—. Si me dejas en el vestuario en veinte minutos, haré rugelach de Nutella para Hanukkah el próximo fin de semana.
—¡Marchando! —dice mientras busca las llaves y yo hago equilibrio con las cajas de donuts—. Te vendría bien ese tiempo extra.
—¡Oye, que estoy muy delicada ahora mismo!
Con la barbilla, vuelve a señalar al exterior una vez más.
—Vale, vale. Tienes tan buen aspecto como en tu valla publicitaria.
2 PRONÓSTICO: Lluvia de papel triturado desplazándose esta tarde
Cuando era pequeña, de mayor quería ser Torrance Hale.
La veía todos los días en las noticias de la noche, hipnotizada por la confianza que tenía en sí misma y por la forma en la que se le iluminaba la cara cuando pronosticaba sol. La forma en la que miraba a la cámara, me miraba a mí, con una de las comisuras de la boca torcida en un cuarto de sonrisa mientras bromeaba con los presentadores. Tenía algo electrizante.
Como aficionada a la ciencia, me fascina la meteorología desde que una ventisca dejó la ciudad aislada durante dos semanas en la época en que iba al jardín de infancia Más tarde aprendí que eso no era normal y que, de hecho, daba mucho miedo, pero por aquel entonces quería experimentar todos los fenómenos meteorológicos posibles. Vivir en Seattle lo hacía difícil, por lo tranquilo que es todo el año, pero aun así, vi lo suficiente para mantener mi curiosidad: un calor veraniego récord, un eclipse lunar, un tornado poco común que aterrizó en Port Orchard cuando mi familia estaba de vacaciones.
Torrance hizo que la ciencia, la meteorología, pareciera algo glamuroso. No tenía que estar encerrada en un laboratorio estudiando datos y escribiendo informes. Podía contar historias sobre el tiempo. Podía ayudar a las personas a entender, incluso a protegerse, cuando la madre naturaleza se volviera brutal.
Mi madre era una persona inestable y su mal humor la convertía a veces en una extraña, pero Torrance nunca lo fue. Era una fuente de consuelo y calma, porque siempre estaba donde debía estar: frente al croma a las cuatro en punto y luego de nuevo a intervalos de doce minutos. Los viernes por la noche presentaba un programa de media hora llamado Halestorm que se centraba en las tendencias climáticas, y no me avergüenzo de las veces que rechacé invitaciones a fiestas para verlo en directo. Incluso me decoloré el pelo para pasar de pelirroja a rubia cuando estaba en octavo curso para parecerme más a ella; un proceso durante el cual casi acabé quemándome el cuero cabelludo.
Ni siquiera cuando mi estado de ánimo se oscurecía de tal manera que coincidía con el de mi madre (los primeros síntomas de la depresión que no me diagnosticaron hasta llegar a la Universidad), mi amor flaqueó.
Un par de años más tarde, cuando, por suerte, me había vuelto a crecer el color pelirrojo, gané un premio de periodismo del instituto por un artículo sobre el ciclo vital de un panel solar, y la propia Torrance me lo entregó en el banquete. Estaba segura de que me iba a desmayar y no dejaba de pellizcarme el interior de la muñeca para asegurarme de que seguía consciente. Cuando me susurró al oído lo mucho que le había gustado el reportaje, no tuve ninguna duda. Iba a ser meteoróloga.
La realidad es que trabajar para Torrance Hale es un Halestorm muy diferente.
—¿Has visto esto? —Torrance golpea un papel contra mi escritorio, y sus uñas pintadas de marfil tiemblan de lo indignada que está—. Es inaceptable, ¿verdad? No se me está yendo la cabeza, ¿no?
Después de tres años en KSEA, sigue intimidándome Torrance, sobre todo cuando está totalmente maquillada, esa clase de maquillaje que parece natural en la cámara, pero que da miedo cuando estás a medio metro de distancia de la cara de alguien que tiene demasiado colorete y demasiada sombra de ojos. Como siempre, tiene la boca untada con su distintivo pintalabios, un tono de rojo cereza que cuesta cincuenta y seis dólares la unidad. Yo se lo pedí a mi madre todos los años para mi cumpleaños, sin éxito. Cuando por fin me lo compré de adulta, comprobé que quedaba horrible con mi tez. Así es la vida de una pálida pelirroja: mantenerte alejada del sol y de la mitad de la paleta de colores.
Me bajo la cremallera de la chaqueta y la cuelgo en la percha de mi cubículo. Aunque, técnicamente, no debemos llamarlos «cubículos». Durante la orientación, Recursos Humanos hizo énfasis en que se trataba de una «oficina con paredes divisorias bajas», que es… básicamente cubículos, pero las paredes menos altas. El personal estaba descontento con los cubículos, y un experto vino para hacer todos los cambios necesarios para aumentar la productividad. No estoy segura de que haya aumentado la productividad, pero sí que ha hecho que más gente hable de cómo se supone que va a aumentar la productividad.
Son las ocho en punto, lo que significa que el programa de la mañana acaba de terminar. En la sala de redacción de nuestra cadena de Belltown, la gente está encorvada sobre los escritorios bajo unos fluorescentes demasiado brillantes y un conjunto de televisores sintonizados con KSEA, que ahora mismo está emitiendo un anuncio de un limpiador de alfombras con una canción demasiado pegadiza. En un día normal, me faltarían unas horas para terminar mi turno, pero Torrance va a presentar una gala esta noche. Como pequeña celebridad de Seattle, siempre recibe invitaciones de esta clase, y si bien yo ya he superado la obsesión que sentía por ella, la ciudad no lo ha hecho.
Sin mirar el papel, e incluso sin la advertencia de Russell, sabría quién está detrás de este comportamiento inaceptable: Seth Hasegawa Hale, director de informativos de KSEA 6. El exmarido de Torrance.
Me arriesgo a echarle un vistazo.
Por favor, termínate la leche antes de abrir un cartón nuevo para no desperdiciar. Ya hay dos cartones abiertos que tienen más de la mitad. El medio ambiente te lo agradecerá. —SHH
Clásico de Seth. Como al director general le queda un año para jubilarse y retirarse por completo, Seth se ha encargado de dirigir la cadena de televisión a su antojo, a menudo en forma de carteles pasivo-agresivos como este. La ironía de que sus iniciales sean «SHH» no se me escapa.
No estoy segura de cuál de las preguntas de Torrance responder primero.
—No lo había visto todavía —comento—. Igual no sabía que era tuya.
—Sabe perfectamente que hace años que no tomo lácteos y que la soja me produce urticaria. Soy la única que bebe leche de avena. Está claro que iba dirigido a mí —dice, ahorrándome tener que tomar partido en el Gran Debate de la Leche. Apoya la cadera contra mi escritorio, con su vestido azul ajustado y sin arrugas incluso después de llevar en directo desde las cuatro de la mañana y su pelo rubio cayéndole por encima de los hombros. A los cincuenta y cinco años, Torrance está, y lo digo con un tremendo respeto hacia ella como científica, buenísima.
»No puede hacer esto y esperar que todos sigamos las reglas como él quiere —continúa—. Si quiere hablar de salvar el planeta, debería cambiar ese todoterreno que conduce. O dejar de gastar todo este papel.
Estoy bastante segura de que esto no tiene nada que ver con el medio ambiente, pero no pretendo entender los entresijos de la relación de los Hale. Por lo que he oído, estuvieron fatal durante un tiempo antes de que se divorciaran hace cinco años. A mí tampoco es que me encanten los carteles de Seth (la verdad es que podría vivir sin el que hay en el baño y que nos recuerda que la fontanería es demasiado delicada como para lidiar con tampones), pero imagino que me gustarían mucho menos si hubiera estado casada con él.
Hago todo lo posible por mostrarme optimista.
—Al menos ha dicho «por favor», ¿no? Y yo también bebo leche de avena a veces… Igual era una nota general. —Jamás he bebido leche de avena.
—¿Todo bien por aquí?
Seth se acerca a nosotras a grandes zancadas, con las manos en los bolsillos de su pantalón azul marino y con el dobladillo de su chaqueta a juego balanceándose mientras camina. Postura relajada, barbilla ligeramente inclinada hacia arriba. No le preocupa en absoluto la aflicción de su exmujer. Parece tan inocente que podría ir silbando una melodía y llevar una gorra inclinada de forma desenfadada.
—¿A ti qué te parece? —pregunta Torrance con dulzura mientras agarra el cartel con los dedos pulgar e índice y se lo pone delante de la cara—. Te das cuenta de que la gente haría lo que quisieras si se lo pidieras amablemente, en vez de hacer esta mierda pasivo-agresiva, ¿verdad?
—¡Qué sorpresa que prefiera ponerlo por escrito en vez de lidiar con esto! —responde, monótono. Si bien es cierto que no impone tanto como Torrance, supera con creces el metro ochenta y su pelo negro tiene canas en las sienes de esa forma tan distinguida que solo los hombres parecen capaces de conseguir, aunque me encantaría pensar que algún día un mechón gris podría llegar a quedarme genial.
En mi antigua cadena de Yakima, mi primer trabajo a tiempo completo tras graduarme en Ciencias Atmosféricas y en Comunicaciones por la Universidad de Washington, parecíamos una gran familia. Tal vez el problema aquí es que los Hale se parecen demasiado a una familia disfuncional.
Como director de informativos, Seth debería ser el jefe de Torrance, la meteoróloga principal, pero debido a la historia de ambos y a la antigüedad de ella, Torrance está directamente por debajo de nuestro director general, un hombre llamado Fred Wilson, con quien he hablado exactamente dos veces. Dado que el despacho de Wilson, situado en la tercera planta, permanece cerrado la mayor parte del día (cuando se molesta en aparecer, cosa que ni siquiera hizo para la fiesta que le organizamos el mes pasado por su setenta y cinco cumpleaños), esto sitúa a Torrance en igualdad de condiciones con Seth. Los dos están dispuestos a llevar esta cadena a la ruina con tal de que uno de ellos salga ganando.
—No necesito que me microgestionen, Seth —dice Torrance—. Lo que meto y saco de la nevera solo me incumbe a mí.
Seth cruza los brazos sobre el pecho, lo que puede que haga para alardear de cómo se le tensan unos ridículos bíceps contra la tela de la chaqueta. A veces pienso que Torrance y Seth están enzarzados en una batalla para demostrar quién está ganando el divorcio. Me los imagino en gimnasios situados en lados opuestos de la ciudad, jadeando sobre las cintas de correr mientras los entrenadores personales les gritan que vayan más rápido.
—No puedo decir que trabajar en equipo haya sido nunca tu fuerte.
—Y no ser un imbécil integral nunca ha sido el tuyo.
Me llevo una mano a la garganta y froto con el pulgar el pequeño rayo que hay en el extremo de mi collar. El colgante tiene el tamaño de la uña de mi dedo meñique y es de oro martillado, un regalo que me hizo mi madre cuando me gradué en la Universidad. Un día poco común en el que parecía estar feliz de verdad. Quiero desaparecer entre mis bajas paredes divisorias, pero precisamente para eso están, para que no se pueda.
—Me voy a… —empiezo, pero Torrance se endereza de repente, ya que algo le llama la atención al otro lado de la habitación, en su despacho. Va hacia allí y, con un rápido movimiento, arranca una hoja de papel del monitor de su ordenador. Otro cartel.
—¿«Asegúrate de apagar las luces de tu despacho para ahorrar energía cuando no las estés utilizando»? ¿Has puesto esto en mi despacho mientras estaba en directo?
—Quería asegurarme de que lo vieras —responde Seth mientras se encoge de hombros con inocencia.
Puede que las peticiones de Seth no sean del todo irracionales, aunque su método sí que lo sea. Sí, son mezquinas, pero Torrance tiende a olvidar su entorno cuando está trabajando. En cámara se muestra serena y profesional, pero fuera de ella es un poco desastre. Muchas veces le he limpiado la basura del escritorio, ordenado el maquillaje del vestuario y regado las plantas de su despacho. Si su ficus está floreciendo, no es gracias a ella. Lo más probable es que no sea la mejor manera de conseguir que mi jefa me preste atención, pero al menos creo que he evitado un par de peleas entre un Hale y otro.
Torrance vuelve a acercarse a mi mesa con el cartel hecho una bola dentro del puño.
—Esto es una invasión tan descarada de la privacidad que no sé ni por dónde empezar. —Alza la barbilla en mi dirección—. ¿Tú qué piensas, Abrams? ¿Te imaginas que te pusiera carteles en el centro meteorológico que dijeran «Asegúrate de consultar el Servicio Meteorológico Nacional» o «No olvides sonreír cuando estés en directo»? ¿Te gustaría que te trataran como a una niña pequeña? —Vuelvo a tener la sensación de que cualquier cosa que diga va a ser la respuesta equivocada.
—Tal vez el centro meteorológico funcionaría con mucha más eficacia si lo limpiarais de vez en cuando —dice Seth—. No sé cómo podéis trabajar así. Ese lugar es una pocilga.
—¡Porque acabo de terminar mi turno!
—Disculpad —me excuso mientras me levanto de la silla y agarro mi bolso, pero ya han dejado de escucharme. Si es que lo han hecho en algún momento.
Cuanto más me alejo de ellos, más fácil me resulta respirar, pero sus voces me siguen por el pasillo. Podría haber entrado a trabajar más tarde, ya que no estaré delante la cámara hasta las tres, pero soy una madrugadora empedernida. Y me venía bien pasar un tiempo terapéutico a solas con mi plancha de pelo (nunca he dominado mis rizos naturales y tengo que plancharme el pelo, que me llega hasta los hombros, antes de cada emisión) y mi nueva paleta de sombras de ojos. Las dependientas de Sephora me adoran. Soy una VIB Rouge desde antes de poder beber legalmente.
Puede que mi turno habitual requiera levantarme a las dos y media de la mañana, pero hay una ventaja que no figuraba en la descripción del trabajo: Torrance y Seth nunca están allí.
De camino al vestuario, veo a Russell saliendo del Banquillo, que es como llaman a la oficina donde se sienta el equipo de Deportes. El presentador de la mañana, Chris Torres, me contó (con amargura) que tenían su propia oficina porque una vez estaban lanzando un balón de fútbol y le golpearon a un periodista desprevenido en la cabeza, pero estoy bastante segura de que eso no es más que un rumor. Lo único que sé es que tienen su propia oficina y, en días como hoy, les odio por ello.
Señalo su taza de café vacía.
—¿De vuelta a la escena del crimen?
Russell lleva una chaqueta grisácea que va a juego con el cielo y una camisa azul debajo. Es un tipo grande, de hombros anchos y ángulos suaves que suele llevar el pelo castaño claro engominado para la cámara, pero esta mañana lo lleva un poco revuelto. Probablemente le pilló la lluvia mientras iba de camino a la oficina.
—Te lo advertí —dice, mirando por encima de mi hombro para asegurarse de que no hay nadie cerca que nos esté escuchando—. ¿Cómo de malo ha sido?
—Son unos niños. No, espera, eso no es justo para los niños. —Me detengo junto a un folleto que nos recuerda que debemos confirmar nuestra asistencia a la fiesta de vacaciones de la oficina que se celebra este viernes en un elegante hotel del centro. Ya he confirmado mi asistencia y me da miedo ir sin acompañante—. Tengo ganas de ir a la cocina y tirar lo que queda de leche de avena.
—Le echaría la culpa solo a Seth. —Se le tuerce la boca en una media sonrisa—. De hecho, igual deberíamos usarlo a nuestro favor. Podríamos hacer casi cualquier cosa y asumirían que ha sido el otro.
—Tú los distraes y yo me encargo de la leche.
—Trato hecho —accede con los ojos azules brillantes tras unas gafas negras rectangulares. Tiene las pestañas más largas que he visto en mi vida. Si yo tuviera unas pestañas así, no me querría tanto el Sephora de mi zona—. Bueno, buena suerte ahí fuera. —Hace un gesto hacia la cocina y me dedica una sonrisa amable pero algo apagada.
—Sí. Lo mismo digo.
Russell y yo deberíamos compartir un compañerismo del tipo «nuestros jefes son unos imbéciles», pero nuestra amistad profesional no ha evolucionado mucho más allá de esto. En el Banquillo es muy reservado, amable con sus compañeros de los deportes, pero con todos los demás es agradable de manera superficial. ¿Qué tal el fin de semana?, sonrisa educada y a seguir. Termina las conversaciones demasiado rápido, y nunca he sido capaz de interpretarlo más allá del hecho de que podría estar pasándolo tan mal como yo.
Con la diferencia de que tiene una puerta para dejarlo todo fuera.
* * *
—Como pueden ver, nos espera un aumento de lluvia y de viento durante la vuelta a casa del trabajo —digo mientras muevo la mano por el croma que hay a mis espaldas. En el monitor que tengo delante y en los hogares de los telespectadores hay un mapa del oeste de Washington—. Durante la noche, veremos más chubascos, con temperaturas que rondarán casi los diez grados.
La mayoría de mis pronósticos duran treinta segundos, pero este es más largo y tengo dos minutos. Pienso en ello como si estuviera construyendo una historia. Empiezo con una vista de satélite en directo de la región para mostrar lo que está sucediendo en este momento y luego lo explico a través de los patrones de aire y los sistemas de presión. Siempre concluyo hablando de la semana que se avecina.
—Mañana las temperaturas alcanzarán los quince grados gracias a un frente cálido que se está desplazando. —El gráfico cambia a un modelo que muestra lo que ocurre en la costa—. Sin embargo, detrás de eso tenemos un frente frío más intenso que pasará por el oeste de Washington el miércoles y que aumentará la velocidad de los vientos, con rachas de hasta noventa y cinco kilómetros por hora y posibles cortes de electricidad. Seguiremos pendientes de dicho fenómeno, así que asegúrense de seguir consultando nuestros pronósticos mientras los perfeccionamos.
La pantalla vuelve a cambiar, ahora a la previsión de esta semana.
—Aquí está el pronóstico de siete días y, como pueden ver, no hay mucha variación. Va a haber humedad y viento, y existe la posibilidad de que salga el sol el viernes por la tarde. Al fin y al cabo, estamos en diciembre en el noroeste del Pacífico. —Contengo una risa, jugando con la audiencia mientras proporciono los altibajos de la semana—. Y parece que el próximo lunes podría volver a haber lluvia y viento.
—Y parece que eso te alegra bastante —me dice Gia DiAngelo a través del pinganillo mientras me dirijo a la mesa del presentador y me siento, al igual que hago cada mañana con Chris Torres.
—No puedo evitarlo, Gia. Soy de Seattle de la cabeza a los pies. —Levanto los brazos, todavía con una sonrisa—. Por estas venas corre agua de lluvia en lugar de sangre.
Es una broma recurrente que, mientras que la mayoría de los meteorólogos (la mayoría de la gente en general) se emociona cuando va a hacer sol según el pronóstico, yo soy todo lo contrario. Pero aquí no llueve tanto como se cree. Nueva Orleans y Miami reciben más precipitaciones anuales, mientras que el noroeste del Pacífico suele tener más días de lluvia de media. Aun así, hay algo en la lluvia de Seattle que me resulta profundamente romántico.
Gia se ríe y vuelve a mirar el apuntador electrónico.
—Pronto volveremos a escuchar a Ari. Estoy segura de que todo el mundo quiere saber cómo afectará todo esto a los planes para las vacaciones. A continuación: una mujer de la zona creía haber encontrado la casa de sus sueños, pero cuando empezó las reformas, la policía se presentó para decirle que la casa no era suya. Kyla Sutherland investiga.
Y corte a la publicidad.
Todavía estoy llena de adrenalina cuando dejamos de emitir en directo. Casi hace que se me olvide el hecho de que mi jefa apenas se da cuenta de que existo a menos que me necesite para cubrir un turno. Por una vez, me gustaría que me dijera: ¡Anda! Este reportaje meteorológico tan sustancioso sería genial para Ari; ve y encárgate de él.
—Siempre es un placer tenerte aquí por las tardes —dice Gia, que se está sacando una polvera del bolsillo para comprobar que cada mechón de su brillante pelo negro está en su sitio—. Incluso cuando nos das malas noticias.
—La lluvia no es una mala noticia, Gia —contesto en tono cantarín mientras apago el micrófono que tengo enganchado al vestido, y me dirijo a la sala de redacción para rellenar mi botella de agua durante esta pausa de diez minutos.
Torrance está en su despacho, pasando una pila de carteles de Seth por una trituradora de papel con regocijo.
En lugar de dejar que me afecte, me pongo derecha, me detengo junto al conjunto de escritorios de los becarios situado en la parte más fría de la sala de redacción y les digo lo contentos que estamos todos en KSEA de tenerlos aquí y que, si alguna vez tienen dudas sobre la transmisión o sobre el tiempo, pueden sentirse libres de preguntarme en cualquier momento. Sus miradas de extrañeza valen la pena por cómo se alivia la tensión que tenía en el pecho, aunque sea un poco.
—¡¿Alguien sabe cómo arreglar una trituradora de papel?! —grita Torrance.
Dicen que no hay que conocer a tus héroes. Tampoco hay que trabajar para ellos.
3 PRONÓSTICO: Refúgiense y prepárense para el Huracán Torrance
—Bueno, lo han intentado —digo.
—¿De verdad? —pregunta la periodista de Tráfico Hannah Stern mientras aparta la rama de un árbol.
Nos acercamos para inspeccionar el árbol de Navidad del salón de baile del hotel, más concretamente, el único ornamento de la menorá, el cual cuelga con todo su esplendor azul y plateado detrás de un Papá Noel surfista que lleva una bolsa roja. Parece una forma ineficiente de entregar regalos, pero vale.
—Es un adorno judío más que el año pasado —respondo en busca de algo positivo. Y como parece que un cumplido siempre ayuda, señalo los tacones dorados de Hannah—. Y estoy obsesionada con tus zapatos.
Esta judía no va a echarse atrás e irse de una fiesta de Navidad, sobre todo porque he tardado tres horas en arreglarme. Me alisé el pelo y luego temí dar la impresión de que me había esforzado demasiado, así que le rocié agua y lo estrujé para devolverle las ondas. Luego saqué la plancha para rizar más las puntas y me quemé la palma de la mano durante el proceso, por lo que tuve que ir corriendo a la cocina en busca de una bolsa de hielo. Lo único que encontré fue un paquete de raviolis de Amy�s demasiado caro que había estado guardando para una ocasión especial. Es bastante triste que me hicieran tanta ilusión esos raviolis, que compré la primera vez que fui a la tienda de comestibles después de lo de Garrison. Puede que mi vida no vaya por buen camino si el único punto positivo es una caja de pasta congelada.
Tal vez esa valla publicitaria sí que era un presagio.
El salón de baile del hotel está adornado con guirnaldas, copos de nieve y luces multicolores, y una banda en el escenario está tocando Jingle Bell Rock. La fiesta es de etiqueta según Seattle, lo que significa que se puede ir en vaqueros. Me probé no menos de cuatro trajes antes de decidirme por el vestido de encaje negro que llevé en mi fiesta de compromiso. Le estoy dando una nueva vida, liberándolo de la asociación que tiene con mi expareja. Para convencerme más a mí misma, me cambié el collar con forma de rayo de siempre por un broche vintage que Alex encontró en una tienda de antigüedades y que me regaló hace tiempo por mi cumpleaños, compuesto por una pequeña nube salpicada de piedras preciosas. Le faltaban la mitad de las piedras preciosas, así que busqué en Etsy y en las tiendas de abalorios de Seattle para arreglarlo y le colgué unos cuantos cristales azules para que fuera la lluvia. O soy trágicamente predecible o no soy nada. Esa misión de reparación se convirtió en un pasatiempo en toda regla, el cual ocupa la mitad de la mesa de mi cocina además de una cajonera entera y todo tipo de herramientas de las que no sabía el nombre hace un año, y me relaja cuando el mundo me resulta demasiado.
¡Me va genial!, dice el conjunto que llevo puesto, solo que no estoy segura de a quién se lo está afirmando. A lo mejor estoy tratando de demostrármelo a mí misma.
Hannah y yo somos las únicas judías en KSEA, aunque como Hannah trabaja por las tardes, no nos solemos cruzar. Como resultado, no hemos abordado la brecha que hay entre la amistad dentro del trabajo y la amistad fuera de él, lo que está empezando a ser un patrón. Tal vez yo sea el denominador común, lo que requeriría un montón de introspección para la que no estoy segura de estar preparada.
La sigo de vuelta hacia una mesa con su novio, Nate, y otros periodistas, momento en el que queda claro que soy una de las pocas personas en la fiesta que no ha traído a su pareja. A pesar de lo cómoda que me siento ante la cámara, nunca he sido una persona extrovertida por naturaleza, capaz de entablar una conversación con desconocidos. No tengo mis previsiones ni mis gráficos que hagan de red de seguridad.
—¿Existe la posibilidad de que nieve este año? —me pregunta el marido de Gia DiAngelo con esa amabilidad que se usa para preguntarle a alguien de quien sabes exactamente una cosa. Imagino que es similar a cuando le preguntas a un conocido médico si te echará un vistazo a un lunar que te ha salido en la parte interior del muslo.
—Todos mis modelos predicen un tiempo más cálido de lo habitual —respondo—. En el caso de que nieve este invierno, dudo que sea en diciembre.
Deja escapar un largo suspiro, como si el aumento de las temperaturas globales fuera culpa mía.
—Menuda decepción para mis hijos. Por una vez me gustaría vivir una Navidad blanca. —Señala con la mano la nieve falsa que forma parte del centro de la mesa—. ¿No sería increíble? Que todo el mundo salga en directo llevando gorros de Papá Noel; seguro que a los telespectadores les encanta.
—Desde luego que sí —coincido con una sonrisa falsa. Hannah está sentada a mi otro lado hablando animadamente con nuestro meteorólogo del fin de semana, A. J. Benavidez. Me pongo de pie para dirigirme al bufé—. Disculpa. —La cola ya es larga porque hay pocas cosas que entusiasmen a una sala llena de adultos como la comida gratis. Para ser sincera, yo soy uno de esos adultos.
Sé que vivo en una ciudad con una población judía de menos del dos por ciento, pero la suposición de que todo el mundo celebra la Navidad nunca ha dejado de rozarme como la etiqueta afilada de un jersey muy suave. En esta época del año es casi constante. He sido la única persona que no ha llevado un gorro de Papá Noel durante una retransmisión, y nuestras redes sociales estallaron con acusaciones de que odiaba Estados Unidos.
—Chica del tiempo —dice alguien detrás de mí en la cola, y siento que me relajo cuando me giro y veo a Russell, que lleva unos vaqueros negros y una chaqueta de tweed color burdeos sobre una camiseta negra abotonada. Sus chaquetas son siempre un poco más coloridas que las de cualquiera de nuestros compañeros de trabajo. Esta noche va más informal que ante la cámara: sin corbata y con el botón superior de la camisa desabrochado. Una sombra de barba incipiente a lo largo de la mandíbula que no recuerdo haber visto a principios de la semana.
—Chico de los deportes —contesto, y acto seguido arrugo la nariz—. No tiene el mismo gancho, ¿verdad?
Esboza una sonrisa.
—Me temo que no.
Las primeras veces que Russell usó el apodo, temí que estuviera trivializando lo que hago. Que lo estuviera degradando. Sin embargo, siempre lo ha dicho con simpatía, y eso es parte del problema: todo en Russell es tan simpático que no estoy segura de cómo conocerlo más allá de eso.
—El partido de hoy ha sido… ¿bastante intenso? —inquiero, dándome cuenta demasiado tarde de que estoy haciendo lo mismo que el marido de Gia ha hecho conmigo.
—No sigues los deportes, ¿verdad?
Le hago una mueca.
—Es por el horario. Si los partidos fueran a las tres de la mañana, los vería seguro.
La sonrisa da paso a una carcajada.
—Veré lo que puedo hacer. Estoy seguro de que te encantará saber que el partido que cubrí fue de fútbol universitario, y el resultado final fue 66-60.
—Puede que no sepa mucho de fútbol, pero esos números parecen… altos, ¿no?
—Así es. Nunca había visto nada igual. Un gran ataque, una defensa vergonzosa.
La fila del bufé avanza, y por una fracción de segundo tardo demasiado en reaccionar, y los pocos sorbos de vino que me he tomado en la mesa se me suben a la cabeza. El viento debe de haber hecho de las suyas con el pelo de Russell durante el partido, y hay algo en los hombres que llevan el pelo revuelto que me encanta. Ahora que ya no estoy en una relación, mi cerebro se ha vuelto loco mirando a hombres. No paro de tener flechazos.
El hombre cuyo buzón está al lado del mío y que está suscrito casi exclusivamente a revistas de cannabis: guapo.
El hombre que me sonrió en el autobús la semana pasada y que, al mirarlo más de cerca, escondía no uno, sino dos hurones dentro de su abrigo: muy guapo.
El hombre de la cafetería para los empleados que, no sé cómo, pero se las apaña para que una redecilla para la barba parezca atractiva contra todo pronóstico: extremadamente guapo.
No obstante, eso es lo único que son: fugaces «¡Oh! ¡Qué guapo!». Teniendo en cuenta lo mal que acabó la cosa con Garrison, tienen que mantenerse así, lo que significa renunciar a mi sueño de convertirme en la Sra. Redecilla para la Barba.
—Siempre me siento un poco raro en este tipo de cosas —dice Russell mientras se tira del cuello de la chaqueta—. Si alguien me habla, suele ser porque quiere saber cómo es su jugador favorito fuera del campo y si fulano es tan idiota como todo el mundo dice que es.
—A mí igual, excepto que quieren quejarse del tiempo. Al menos la comida es buena. Posiblemente es lo único que hace que todo esto merezca la pena.
Señala con la cabeza un expositor que hay en una esquina.
—¿No te gusta el niño Jesús montando a Rudolph?
—Esto… Soy judía —respondo, deseando no haber sacado el tema—. No es que sea precisamente la fiesta más inclusiva.
Se queda callado mientras mira a su alrededor, y mi arrepentimiento se cuadruplica. Russell y yo no somos cercanos. Todas las quejas que hacemos sobre nuestros jefes son de forma desenfadada. No quiero que piense que soy todo lo contrario a la chica alegre que soy ante la cámara. Hago todo lo posible para que nadie lo piense.
—Sin duda es festiva —dice de una manera extraña y plana.
Aun así, hay costillas de primera, espárragos con miel y limón, y macarrones con queso y cebolla caramelizada. Puede que nuestra cadena sea disfuncional, pero no nos falta dinero. Russell y yo llenamos los platos en relativo silencio, salvo un momento en el que me dice que un espárrago corre el peligro de caerse de mi plato, y volvemos a nuestras respectivas mesas: Russell con el resto de los de Deportes, yo como la sujetavelas de ocho parejas.
Una vez que el bufé ha sido arrasado, las luces que tenemos sobre nuestras cabezas se atenúan y se quedan solo las luces parpadeantes que cuelgan del techo y las que envuelven los árboles de Navidad. Torrance y Seth suben al escenario del salón de baile. Torrance lleva un mono plateado que le hace parecer una feroz diosa de las nieves, y Seth lleva un esmoquin gris pizarra y una corbata con estampado de bastones de caramelo y se ha peinado el pelo oscuro hacia atrás de una forma que le da el aspecto de una estrella de cine de los años cuarenta.
Nuestros magníficos y terribles jefes supremos.
—Buenas noches a todos —dice Torrance frente al micrófono, y la iluminación hace que sus rizos se vuelvan dorados—. Queremos daros las gracias por otro año increíble.
—Somos capaces de contar historias importantes y mantener altos índices de audiencia gracias a todos y cada uno de vosotros. Desde las noticias hasta los deportes pasando por el tiempo. —Los ojos de Seth se posan en Torrance con la boca curvada hacia arriba—. ¡Y muchas felicidades a Torrance por haber sido nombrada la meteoróloga favorita de Seattle por séptimo año consecutivo por la revista Northwest Magazine!
Un amplio aplauso. Hace casi tres décadas que empezó a trabajar aquí, y Torrance sigue clavándolo cada noche.
A su lado hay un estante que muestra una colección de premios, algo que también les gusta hacer cada año. Es agradable, tengo que admitirlo, ver esta clara medida del éxito en forma de estatuillas aladas.
—¡Y enhorabuena, también, a nuestra cadena por las dieciséis nominaciones a los Emmy regionales y las cinco victorias! —exclama Torrance—. Incluyendo el reportaje estelar de Seth sobre la revitalización de la zona costera de Seattle.
Le da una palmada en el hombro y Seth le dedica una sonrisa de asombro. Hay un momento (o, al menos, creo que hay un momento) en el que se miran a los ojos y retraen las garras y parecen dos personas que solían amarse. Que solían respetarse. El hielo que cubre el exterior de Torrance parece derretirse, y Seth incluso le toca la mano y le da unas palmaditas. Es una gran actuación; casi me creo que no se desprecian el uno al otro.
Torrance y Seth llevándose bien; puede que sí que sea la época más maravillosa del año.
Está claro que esta noche Torrance está de buen humor. Me encantaría pillarla a solas, tener una conversación de verdad. Juro hacerlo en cuanto esté libre.
—Como la cena está llegando a su fin… Sí, ¡démosle un aplauso al personal del catering del Hilton! —Seth hace una pausa para aplaudir—. Como la cena está llegando a su fin, queríamos empezar con la que siempre ha sido nuestra tradición favorita de KSEA. Ya sabéis lo que eso significa… Es hora del amigo invisible anual edición «Trastos que nadie quiere».
Nuestras mesas están dispuestas en semicírculo alrededor del árbol más grande del salón de baile, y dado que hay más de sesenta personas presentes, la pila de cajas que hay debajo de él es importante. He traído una tabla de quesos con la forma del estado de Washington que encontré en una tienda que hay cerca de mi apartamento.
—Por favor, no traigas nada vergonzoso —le pide Hannah a Nate.
—Me siento ofendido. Sabes que has usado los guantes para el horno del año pasado tanto como yo, si no más.
Cuando llegamos, los sitios que ocupamos en la mesa tenían unos números que designaban el orden que tenemos que seguir en el juego. Hannah es la primera y desenvuelve un trío de velas perfumadas. La periodista Bethany Choi es la siguiente, y escoge un paquete que tiene una forma extraña y que resulta ser una pequeña aspiradora que funciona mediante USB.
Luego es el turno de Seth. Pasa por alto los regalos de Hannah y Bethany y elige algo nuevo, y nunca he visto la cara de un hombre adulto iluminarse tanto como la suya cuando saca una sandwichera.
—No puede ser —dice mientras la sostiene como me imagino que un padre sostiene por primera vez a su bebé recién nacido—. ¿Esto puede hacer panecillos, huevo y jamón al mismo tiempo?
—Y queso —añade Chris Torres—. Tengo una de esas. Marca un antes y un después.
—Me encanta desayunar sándwiches de queso, huevo y jamón. —Seth se lo mete bajo el brazo y vuelve a su asiento—. Como alguien venga a por esto, espero que esté dispuesto a renunciar a su próximo aumento. Estoy de broma, claro.
—No creo que esté de broma —le susurro a Hannah.
—Es curioso que te haya gustado tanto —interviene Torrance en un tono que sugiere que no es nada curioso—. Porque que yo recuerde hubo un año en el que te compré algo muy parecido, algunos incluso dirían que idéntico, por Navidad.
—Sí, es verdad. Y te lo llevaste en el divorcio —contesta Seth con calma.
Desde una mesa más allá, capto la mirada de Russell, y el movimiento que hace con la mandíbula no me pasa desapercibido.
No ocurre ningún incidente mientras continúan los siguientes jugadores, y luego me toca a mí. Elijo un kit de cócteles artesanales que me roban en la siguiente ronda. Eso hace que vuelva a ser mi turno, y ahí es cuando veo la oportunidad.
Torrance sigue enfurruñada mientras Seth lee la caja de la sandwichera con teatralidad, como si fuera lo más importante del mundo. El juego tenía un límite de cincuenta dólares, así que no es que sea algo que no haya podido comprarse a sí mismo, pero me doy cuenta de que es cuestión de principios. Y si quiero caerle bien a Torrance, o al menos que me respete (soy realista; sé que no puedo tener ambas cosas), tengo que hacer algo para ganármelo. Evidentemente, ese algo no ha sucedido todavía durante las horas de trabajo. En la cadena o bien desaparezco o bien me desentiendo, aunque normalmente acaba siendo lo primero. Esta noche, tal vez pueda suavizar algunos de los roces que hay entre ellos.
—¿Me llevo la sandwichera? —digo. Lo pronuncio como una pregunta.
Las cabezas de Seth y Torrance se giran hacia mí. Hay una regla tácita en el amigo invisible: no le robas a tu jefe.
—No quieres esto, Ari —responde Seth—. Es un pedazo de chatarra. Lo más seguro es que se rompa la primera vez que lo use.
—Puede decidir por sí misma, Seth. —Torrance no está haciendo un gran trabajo reprimiendo su alegría. Unos segundos más y podría saltar al otro lado del círculo para arrancarle el regalo a Seth de las manos—. Si quiere la sandwichera, debería quedársela. Parece que también puede hacer minipizzas, ¿no?
—Sí. —Seth cruza los brazos, y los bíceps se le tensan contra la tela del traje—. Así es.
De repente, ya no estoy segura de querer meterme en medio de la mezquindad existente entre Torrance y Seth. Miro alrededor del círculo, y la mayoría de la gente desvía la mirada. No sabía que un juego pudiera ser tan tenso. Pero, claro está, esto es lo que hacen los Hale. Ellos son la razón por la que no podemos tener cosas bonitas. Convierten cualquier cosa, incluso un simple juego de una fiesta de vacaciones, que es una fiesta de Navidad con un triste ornamento de la menorá, en un enfrentamiento.
—Pu-Puedo quedarme otra cosa —afirmo—. Robaré algo o elegiré un regalo nuevo o…
Sin embargo, Seth ya está dando un paso adelante y entregándomelo, y así es como aprendo que es posible sentirse triunfante y como una mierda absoluta al mismo tiempo.
Agarra otro regalo, uno con un envoltorio con dibujos de pingüinos.
—Un juego de pajitas reutilizables. Mola —dice con toda la emoción de un niño al que le han regalado calcetines por su cumpleaños.
—¡Genial! —La sonrisa de Torrance brilla más de lo que lo hace en la televisión—. ¿Quién es el siguiente?
* * *
La fiesta se alarga, y hay postre y la gente baila y se ríe de sus regalos. Durante un breve momento, me pregunto por qué Garrison no podría haber esperado a que pasara Año Nuevo para dejarme. Así al menos no habríamos tenido que sufrir estas fiestas solos. Aunque lo más probable es que se lo esté pasando genial en la fiesta que su empresa de inversiones hace todos los años en un yate.
Estoy picoteando un plato de galletas «festivas» (un Papá Noel, un árbol, un trineo) y debatiéndome si renunciar a todo, cuando Torrance se deja caer en la silla de al lado.
—Hola, Ari Abrams —saluda, y las palabras se funden las unas con las otras. Está borracha. Y, aun así, no se le ha corrido el pintalabios. Si alguna vez nos volvemos amigas íntimas, para lo que haría falta que una de las dos desarrollase una amnesia incurable, le rogaré que me enseñe sus trucos—. Ari Abrams. Es un buen nombre para la televisión, ¿no?
—Eso espero, dado que ya salgo en la televisión. —Le tiendo un vaso de agua con la esperanza de que capte la indirecta. Me gusta aún menos la Torrance descuidada que el huracán Torrance.
—Perdón por lo de antes —dice al tiempo que agita el vino hacia el caos de papel de regalo y cajas vacías, lo que hace que el líquido forme un tsunami de merlot dentro de la copa.
—No pasa nada —me apresuro a contestar, porque estoy tan acostumbrada a que me aplasten cuando se trata de Torrance que incluso puedo hacérmelo a mí misma. Y entonces, como tengo la esperanza de no haber sonado demasiado despectiva, añado—: Felicidades de nuevo por los premios. No hay nadie que se merezca más que tú el de meteorólogo favorito. —Positividad. Eso es.
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