La fórmula mágica para parar el tiempo de Christian Martins
A compartir, a compartir! Que me quitan los posts!!
La fórmula mágica para parar el tiempo de Christian Martins pdf
La fórmula mágica para parar el tiempo de Christian Martins pdf descargar gratis leer online
remplaza no supone en el suavidad.
nova no es una muchacha moderado y suelto, aunque puede ser una joven como tú o como yo.
cambia odia las exuberancias, me ponga que nada la se explica, que este ámbito no está arreglado para ella.
pero peleé, horra, es dichoso. no emplea a ningún persona y abundancia menos, a ese tal mike taylor que mata de apoderarse de vanguardia a su junta con empalmes retiradas excavadoras, intranquilizando su paz.
ella no sospechaba en el simpatía…
hasta que apareció él.
LA FÓRMULA MÁGICA
PARA PARAR EL TIEMPO
CHRISTIAN MARTINS
1
Todas las mañanas, sin excepción, la misma rutina. Un café calentito mientras me desperezo mirando al mar, un paseo por el bosque, ese que nada más amanecer aún huele a la humedad que deja el rocío, y después una ducha antes de sentarme en mi despacho y ponerme a escribir. Soy una persona de costumbres, y muy supersticiosa. Los que me conocen dicen que es algo exagerado, pero yo solamente creo que me gustan los rituales, hacer cada día lo mismo y mantenerme fiel a una rutina.
Sentarme en mi escritorio, ese que me dio mi primera obra, con mi ordenador —que, aunque sí lo he ido actualizando, siempre compro uno de la misma marca para que sea exactamente igual, aunque el modelo sea más nuevo—, con la silla de escritorio que heredé de mi abuela y que yo misma tapicé en su momento.
Rutinas, costumbres, que me hacen ser feliz. Que me aportan paz mental.
Vivo en la montaña, a veinte minutos en coche del pueblo más cercano, y aunque mis amigos y familiares —en realidad, solamente tengo una amiga, pero eso lo dejaremos para otro capítulo aparte— digan que soy ermitaña y que aquí terminarán devorándome los lobos, yo soy feliz. Es más, soy mucho más que feliz.
Me encanta la paz que se respira, la tranquilidad y, sobre todo, el hecho de no necesitar relacionarme con otros humanos y adaptarme a la sociedad. Porque, me guste o no admitirlo, yo no encajo con el resto. Cuando mi mejor amigo, Sam, me obligaba a quedar con más geste justificando que era bueno para mi salud mental, yo me sentaba en una silla con el resto, sonreía, me ponía una careta e intentaba reír chistes que, si he de ser sincera, no entendía y sigo sin entender. Imagino que mi sentido de humor nunca ha ido en concordancia con el resto de los mundanos y que quizás por eso, me puedo considerar un bichito un poco raro.
Hoy, lunes uno de noviembre, es un buen día, como otro cualquiera. Aunque en el fondo tengo un cariño especial a los lunes, porque significan comenzar de cero y ponerse nuevas metas. Empezar, crear, abrir horizonte. Resetear. Los domingos también me gustan. Todo lo que signifique abrir y cerrar etapas, me encanta, porque significa que de esa manera surgirán nuevas oportunidades.
Estoy subiendo las escaleras al segundo piso con el café en la mano y, llegando al último escalón, me detengo, respiro profundamente y guardo silencio. Lo único que se escucha desde la ventana abierta del piso de arriba es el cantar de los pájaros. ¡Qué paz!
Me coloco en mi escritorio y le doy un sorbo al café. Frente a mí, la extensión del lago se abre camino hacia el horizonte hasta terminar mezclándose con el cielo. Me encanta. Mis vistas, mi…
El sonido y la paz se destruyen en un instante cuando un tractor de obras se abre camino a través de la carretera semiasfaltada que mandé construir para poder acceder con el coche hasta mi garaje, desde la carretera principal que sube la colina. Aquí estamos a casi ochocientos metros de altitud y nunca, jamás, sube nadie a excepción de en verano, cuando algunos pastores sueltan a su ganado para que pasten a su libre albedrio.
Suelto la taza y me asomo a la ventana. ¿Pero qué diablos está pasando allí fuera? ¿De dónde viene ese tractor y, peor aún, ¿qué piensa hacer frente al lago?
Me quedo mirando la zona en la que se planta y me doy cuenta de que se escapa a mi propiedad, por lo que no puedo echarles. Me digo a mí misma que seguramente se trate de un control de aguas que el ayuntamiento ha mandado y respiro hondo, convencida de que pronto se marchará y recuperaré la paz.
Vuelvo a meter la cabeza dentro de casa y respiro profundamente. Odio las visitas inesperadas, pero no soy ninguna loca psicótica. Puedo superarlo.
O eso creo, sí. Porque cuando el segundo tractor aparece justo detrás de un camión, mis conexiones neuronales sufren un pequeño cortocircuito y yo salto por lo aires, nerviosa, sin poder contenerme.
Me calzo unas botas de montaña, me pongo el chubasquero que más a mano tengo y salgo indignada, con los brazos cruzados sobre el pecho, en busca del responsable de semejante escándalo.
Por lo general, el ayuntamiento no suele enviar más a un par de personas a tomar medidas de profundidad, saber la calidad del agua, algún análisis…, poca cosa. Y fue precisamente por la paz de este lugar por lo que decidí comprar mi casa. Mi preciosa y tranquila casa. ¡¡Tranquila!! Sobre todo, ¡¡tranquila!!
—¡Eh! —grito, llamando la atención de un par de obrero que están tomando medidas del suelo. Parece que son delineantes—. ¿Alguien me puede explicar qué diablos hacéis aquí y cuánto tiempo pensáis incordiar? Porque no sé vosotros, pero yo tengo mucho trabajo y necesito…
—Señora, por favor, salga de nuestra zona de trabajo —me corta, ignorándome, mientras saca un papelito que está sellado por el ayuntamiento—. Nosotros también tenemos que trabajar. Y cuanto más nos incordie, más tardaremos.
Cojo el papel que me tiende y me quedo mirándome con estupefacción que se trata de un permiso de obra. ¿Un permiso de obra? ¿Y qué significa eso? ¿Y qué diablos piensan construir aquí en frente?
—No entiendo nada —replico, volviendo a cruzarme de brazos—. ¿Me puede explicar qué…?
—Si quiere más información, le recomiendo que se acerque a urbanismo y pregunte. Nosotros, aquí, solamente estamos haciendo nuestro trabajo.
—¿Pero me puedes explicar qué diablos es…?
—Le recomiendo que vaya a urbanismo, señora. Aquí estamos trabajando.
¿En serio me ha llamado señora dos veces seguidas? ¿A mí, que solamente tengo treinta años? Bueno, en realidad, ni siquiera eso. Me faltan dos meses para cumplir los treinta, así que aún estoy en la veintena.
Respiro hondo e, indignada, decido resignarme y volver a mi casa. Está claro que en una cosa tiene razón: ahora mismo voy a acercarme a donde sea necesario para pedir explicaciones.
2
Me subo en mi todoterreno con los nervios crispados y, apretando con fuerza el volante, desciendo colina abajo mientras mi cabeza va dándole vueltas y más vueltas. ¿Una obra delante del lago? ¿Qué puede significar? No se me ocurre absolutamente nada, a excepción de una cosa… Pero no va a tratarse de eso, qué va. No puedo tener taaaan mala suerte.
La razón principal por la que compré esa casa fue porque nadie, absolutamente nadie, quería vivir allí. En invierno se nieva toda la zona y es imposible acceder por la carretera de la colina. Bueno, en realidad, con decir que es imposible acceder es más que suficiente. Porque sí, es imposible. Si quieres vivir ahí arriba, tienes que procurar tener suficientes suministros y leña como para sobrevivir en invierno. Y admito que es duro, muy duro, porque los días se hacen largos, las semanas pasan lentas y los meses se vuelven eternos.
En verano, cuando es época de que los pastores suban a dejar ganado, algunos turistas también vienen a ver los lagos. Pero no son demasiados y el alto de la colina sigue siendo un lugar tranquilo y agradable.
Conduzco durante veinte minutos y al final llego al pueblo. Aparco frente al ayuntamiento y, antes de bajarme del coche, llamo a Sam. Sam vive aquí abajo, y es un chico normal y corriente. Es decir, no es un bicho raro como yo, pero por alguna razón encajamos de maravilla. De alguna forma, mi Sam siempre ha sido un hermano mayor para mí. Alguien que me ha enseñado, que me ha cuidado, que me ha dado todo desde que le conocí sin pedirme absolutamente nada a cambio.
Camino en dirección al área de urbanismo, aún con el teléfono en la mano. Sam no me coge y yo necesito urgentemente hablar con alguien que me devuelva a la realidad, porque estoy a punto de sufrir un ataque de nervios.
Me sientan en la sala de espera y me hacen esperar. Diez minutos, veinte minutos, una hora… Mis nervios cada vez están más crispados cuando una joven que parece nueva en el ayuntamiento me hace pasar a su mesa y me pregunta qué ocurre. Le cuento dónde vivo, y que una panda de camiones y tractores han invadido las tierras que hay frente a mi casa con un permiso de obra.
—Son tantos que ya ni siquiera veo el lago desde mi casa —respondo de malas formas, casi histérica—. Así que, ya puede contarme alguien qué narices está pasando.
—Ya veo… —murmura en voz baja—. Dame un minuto para que vea qué está pasando.
Se levanta y se aleja de la mesa para hablar con otro compañero suyo. Es Jerry, ya le conozco. Admito que no soy la típica pesada que siempre viene a quejarse al ayuntamiento, qué va. Aunque en ocasiones sí que lo hago —cuando alguien viene por los lagos a irritarme y a sacarme de quicio—, por lo general ni siquiera me molesto en bajar al pueblo.
—Verás, un particular ha comprado los terrenos que había frente a tu casa.
Yo pestañeo sin entender muy bien qué me quiere decir esta chica.
—¿Un particular? ¿Los terrenos? —repito, como si estuviera hablando en un idioma que yo no soy capaz de descifrar.
—Sí, un particular ha comprado los terrenos y ha solicitado un permiso de construcción para una vivienda.
—Eso no puede ser —respondo con una sonrisa, como si se estuviera equivocando—. Es un terreno rural.
—Y va a construir una casa rural —responde ella con la misma sonrisa irónica que yo tengo en los labios.
Una sonrisa que más bien me dura poco, porque antes de que me dé cuenta se me ha borrado de un plumazo y estoy entrando en pánico. No puede hablar en serio.
—No puede.
—Sí, sí puede. El propietario es arquitecto y ha solicitado todos los permisos necesarios para realizar la construcción…
—No puede hacer eso —le digo, entrando en bucle—. No puede construirme una casa en frente de la mía… No puede hacer eso.
—Señora, le repito que sí puede…
Vale, necesito respirar.
Esto no puede estar pasándome a mí. Siento que me estoy ahogando y, cuando eso ocurre, suelo terminar perdiendo el conocimiento por culpa de la hiperventilación. Así que me obligo a mí misma a respirar con mucha calma para que no me ocurra mientras intento procesar con la mayor madurez posible lo que esta señorita me acaba de decir.
—¿Me puede decir el nombre de esa persona que ha comprado los terrenos que hay frente a mi casa?
La mujer frunce el ceño.
—Voy a preguntarlo…
Se marcha. Una vez más, veo que se acerca a donde Jerry —como podéis imaginar, Jerry y yo no nos llevamos muy bien, por eso suele evitar atenderme cuando vengo a hacer alguna “consulta”—. Unos minutos más tarde, regresa.
—Me han dicho que debe rellenar este formulario y solicitar esa información justificando para qué la necesita.
Tiene que estar de broma. Esto tiene que ser una broma.
—¿De verdad? ¡Por Dios! ¡Solamente necesito un maldito nombre!
—Pero es información que no se puede dar a cualquiera, señora.
—¡Si construye esa maldita casa seré su vecina! ¡No soy cualquiera!
Ella se encoge de hombros sin saber qué decirme y yo solamente pienso y proceso que necesito, muy urgentemente, hablar con Sam. Necesito a Sam.
—Rellene el formulario y solicite la información por vía escrita, por favor.
Yo cojo el maldito papel —bueno, mejor dicho, casi se lo arranco de la mano— y con la vena del cuello palpitando me alejo en dirección a mi todoterreno mientras llamo a Sam, una y otra vez. Sam trabaja en una de las cafeterías más famosas del pueblo. Bueno, en realidad, no solamente trabaja allí, sino que es el propietario de la misma. Pero yo suelo evitar visitarle cuando está trabajando porque siempre está hasta arriba y no entra ni un alfiler. Respiro hondo, profundamente. No puedo perder los nervios, tengo que relajarme.
Vuelvo a llamar a Sam, y como no me coge, decido que no me queda más remedio que ir a visitarle a la cafetería.
Deja una respuesta