La marea de Ana Prego pdf
La marea (Bilogía Marea nº 1) de Ana Prego pdf descargar gratis leer online
Cuando Edu, Pau y Sandra reciben el encargo de viajar a Galicia para realizar un reportaje de investigación sobre el narcotráfico, no están demasiado felices ante la perspectiva de trabajar juntos. Apenas se soportan y parecen incapaces de mantener una conversación que no desemboque en una acalorada pelea. A medida que escarban en ese sucio negocio, se dan cuenta de que oculta algo mucho más peligroso y aterrador de lo que esperaban. Unir fuerzas es su único modo de seguir con vida.
El pasado, el presente, los miedos, los traumas, los prejuicios, las fortalezas y debilidades se enfrentan en una tierra tan bella como letal, donde los sentimientos y la pasión son igual de incontrolables que las mareas. Y es que del odio al amor hay un paso muy corto.
Un thriller romántico que habla de autodescubrimiento, primeras veces y segundas oportunidades.
A Gorgie, mi compañero y mi mayor apoyo en cada paso del camino.
La tripulación del buque Liberty lanzó el último fardo de cocaína a la planeadora y Xosé arrancó el motor para volver a la costa. Una vez allí, un grupo de braceiros descargarían la mercancía y la meterían en una furgoneta. Después la guardarían en una nave industrial hasta que los socios colombianos del patrón fuesen a recogerla. Xosé había hecho aquel trayecto en más ocasiones de las que lograba recordar. Tenía mucha experiencia y pensaba que nada malo podía sucederle. Sin embargo, aquella noche la suerte no estaba de su lado y las cosas se torcieron sin remedio. Se encontraba a unos pocos cientos de metros de la playa cuando una embarcación de aduanas lo sorprendió. A través de sus altavoces se oyó una voz autoritaria que le ordenaba detenerse. El lancheiro hizo justo lo contrario y aceleró para tratar de despistarlos.
No podía permitir que lo detuvieran. Tenía una esposa, dos hijos pequeños y otro en camino de los que ocuparse. La suya no era la profesión más honrada del mundo, no le pasaba inadvertido el daño que la sustancia que transportaba causaba en los jóvenes del pueblo, pero carecía de alternativas. En la Galicia rural de los años ochenta, encontrar un trabajo digno con el que mantener a su familia resultaba muy difícil. Sus únicas dos opciones consistían en malvivir de la pesca o llevar una existencia medianamente acomodada conduciendo la lancha de su jefe. Xosé había elegido la segunda opción, no quería que sus hijos sufriesen las carencias que él había tenido de niño. Su mayor ilusión era que los tres fuesen a la universidad para que no tuvieran que infringir la ley, como hacía su padre. Soñaba con que se convirtieran en profesionales cualificados e importantes; tal vez médicos, ingenieros o abogados.
No obstante, si no quería ver la graduación de sus hijos a través de fotografías desde una celda, primero debía librarse de los agentes. No iba a ser nada fácil. La planeadora de Xosé era bastante rápida y él llevaba media vida manejando aquel tipo de embarcaciones, pero los policías de aduanas no se rendirían con facilidad. Puso el motor a toda su potencia y casi voló sobre el agua de la Ría de Arousa en un intento desesperado por dejar atrás a sus perseguidores. A pesar de que el lancheiro les sacaba ventaja, ellos se mantuvieron sobre sus pasos de forma obstinada. Por aquella época, la mayoría de los policías y los guardias civiles hacían la vista gorda ante el narcotráfico a cambio de cuantiosas comisiones; sin embargo, Xosé había tenido la desgracia de encontrarse con una de las pocas patrullas honradas que existían. Si se acercaban demasiado, no le quedaría más remedio que tirar la mercancía al mar para que no pudiesen acusarlo de nada. El problema era que entonces no cobraría el trabajo de aquella noche, y no podía permitirse renunciar al dinero que tanto necesitaba.
Xosé giró la cabeza para comprobar la posición de sus hostigadores y descubrió con desazón que le iban ganando terreno. Muy pronto los tendría encima. En cuestión de décimas de segundo, tomó la decisión de dirigirse hacia la zona donde flotaban las docenas de bateas de mejillones. Zigzaguearía entre ellas para tratar de despistarlos. Había realizado ese tipo de maniobras cientos de veces y creyó que sería algo sencillo. Estaba equivocado. Girando de forma brusca, se coló entre las plataformas de madera y comenzó a esquivarlas con una precisión de escasos centímetros. Aquello ralentizó a la embarcación de aduanas, cuyo piloto tenía menos práctica y destreza que él. Las sonoras carcajadas que salieron de su boca, fruto de la euforia y la adrenalina, contrastaron con la furibunda voz que seguía increpándole desde unos metros más atrás para que se entregase. Había cantado victoria demasiado pronto.
Únicamente cometió un fallo minúsculo al girar antes de lo debido, pero fue suficiente para que la planeadora se estrellara contra la esquina de una batea. El conductor y la droga salieron despedidos a demasiada velocidad para poder sobrevivir al impacto contra las rocas cercanas. Durante el escaso instante en que Xosé estuvo en el aire, comprendió que iba a morir. Sus últimos pensamientos fueron para su familia: la esposa que dejaría viuda, sus dos hijos que se quedarían huérfanos y el que estaba por venir, que jamás llegaría a conocer a su padre. Iba a llamarse Eduardo, como su abuelo, pero su mujer y él habían hablado de acortarlo y ponerle solo Edu. «Es un nombre bonito», fue lo último que pensó antes de que su mundo se sumiera en las tinieblas.
Edu abrió los ojos con cierta dificultad. Aún somnoliento, se incorporó en el lecho y, de inmediato, una fuerte migraña le martilleó en las sienes. Estaba recogiendo el fruto de los excesos de la noche pasada. Miró a su alrededor, confuso, y comprendió que no se encontraba en su habitación. Entonces reparó en la mujer que dormía plácidamente a su lado y roncaba como un camionero que fumase cinco cajetillas de tabaco al día. La observó durante unos segundos, esforzándose por recordar quién era ella y qué demonios hacía él allí. Una larga melena rubia y enmarañada cubría la almohada. El maquillaje de la noche anterior se le había corrido y su cara tenía el aspecto de una máscara grotesca. Su cuerpo, semicubierto por una sábana roja, estaba tan bronceado que no parecía natural, ya que se encontraban en pleno invierno, y lo que resultaba más preocupante: daba la impresión de que no llevaba nada encima. Edu levantó la sábana que lo cubría y comprobó con decepción que él también estaba desnudo. Era obvio lo que había sucedido en aquella cama, pero ¿por qué no podía acordarse?
Inspiró hondo y trató de hacer memoria. Esto era lo que sabía: su compañera de piso, Débora, se había pasado meses insistiéndole para que volviera a salir con mujeres después de la dolorosa ruptura con Adela. Su prometida hasta hacía medio año había preferido un breve idilio con un guaperas barato al compromiso para toda la vida que iban a compartir, dejando a Edu destrozado. Débora trabajaba como abogada en un pequeño bufete y le había organizado una cita a ciegas con una mujer a la que le estaba llevando el divorcio, pues opinaba que a los dos les vendría muy bien un poco de sexo por despecho. Al parecer, la clienta, cuyo nombre Edu no era capaz de recordar por más que se estrujase el cerebro, había aceptado enseguida. Sin embargo, él se había estado negando casi hasta el último momento. Al final, no sabía si por aburrimiento ante la insistencia de Débora o porque se sentía muy solo, había terminado por acceder a la encerrona de su compañera.
Ella lo había llevado a un ruidoso pub cuyo ambiente y música no eran para nada de su gusto y allí le había presentado a la rubia en cuestión. Si escuchó su nombre lo borró de la mente enseguida y se pasó el resto de la noche llamándola Marta Sánchez en secreto, ya que poseía un extraordinario parecido con la cantante. Los dos habían bebido sin parar mientras ponían verdes a sus respectivos ex y maldecían al amor. Lo que sucedió después constituía una total y absoluta laguna en su cerebro; aunque estaba bastante claro que, en algún momento de la noche, le había parecido una buena idea irse a la cama con ella.
A sus treinta y tres años, Edu jamás había hecho nada parecido. Él creía en las relaciones estables y en el compromiso. Sus encuentros sexuales siempre habían tenido lugar estando en pareja. Las primeras veces fueron con su novia del instituto, de la cual se separó cuando se trasladó a Madrid para estudiar periodismo. Después conoció a Adela en la universidad y comenzaron una relación seria que habría terminado en boda si aquel cerdo no se hubiese inmiscuido, destrozando su compromiso y echando por tierra sus planes de futuro. En resumen, solamente había estado con dos mujeres en su vida, tres si contaba a la doble roncona de Marta Sánchez.
Lo suyo no eran los rollos de una sola noche. Le parecían impersonales, patéticos e incluso un poco sucios. Admitía que estaba chapado a la antigua y que su forma de pensar ya había pasado de moda en los tiempos que corrían. Su compañera de piso se encargaba de repetírselo hasta el aburrimiento. No podría importarle menos. Él lo consideraba correcto y lo demás le parecía fruto del vicio y la perversión. Con aquella manera de entender las relaciones, no era de extrañar que despertarse junto a una mujer cuyo nombre ni siquiera recordaba le supusiese un auténtico shock.
Resolvió que tenía que salir de allí cuanto antes, volver a su apartamento para darse una larga ducha que borrase los restos de sus pecados y olvidar lo que había pasado en aquella cama. La última parte no le iba a resultar muy difícil, ya que apenas recordaba nada. No estaba acostumbrado a beber alcohol y el día anterior se le había ido la mano. Tampoco era propio de él, nunca le habían gustado los excesos de ningún tipo. «Esa loca no volverá a convencerme para aceptar otra cita a ciegas ni de puta coña», decidió, disgustado.
Luego se levantó del lecho con el poco sigilo que su estado resacoso le permitió. De inmediato, la mujer se giró mientras emitía un indescriptible gruñido. Edu se quedó petrificado, rezando a todas las deidades habidas y por haber para que no se despertara. Le resultaría muy incómodo tratar de mantener una conversación con una desconocida en cueros. Tuvo suerte por una vez en su vida, pues ella siguió durmiendo en la nueva postura que había adoptado, retomando los nada armoniosos ronquidos.
Recogió su ropa desperdigada por la habitación, se vistió deprisa y salió corriendo de allí tan rápido que casi se golpeaba el trasero con los talones. Al llegar a la calle, su móvil sonó, sobresaltándolo por segunda vez esa mañana. Miró la pantalla con los ojos entrecerrados, la luz del sol le molestaba en la vista. Comprobó con sorpresa que quien llamaba era Francisco López, el director del exitoso programa de investigación en el que trabajaba desde hacía varios años. Debía de ser algo muy importante para que se pusiese en contacto con él un sábado, de modo que se apresuró a responder.
—Necesito que te pases por las oficinas de la cadena lo antes posible —le pidió su jefe nada más descolgar; aunque por la seriedad en su voz, sonaba más bien a una orden—. Tengo una noticia que creo que te gustará —añadió, suavizando un poco el tono autoritario, como si hubiese recordado de repente que estaba hablando con uno de sus mejores periodistas.
—Estaré ahí en media hora —respondió antes de cortar la llamada y dirigirse a la entrada de metro más cercana. «Parece que la ducha tendrá que esperar», pensó con disgusto. «Merda!».
El teléfono de Pau sonaba con insistencia en algún lugar del dormitorio. Se dio la vuelta en el lecho de manera perezosa y se tapó la cabeza con el edredón nórdico, huyendo del molesto ruido. Si quien importunaba su sueño esperaba que él se levantase de la cama un sábado por la mañana para responderle, una de dos: o le faltaba un tornillo o no lo conocía en absoluto. Alguien murmuró algo inteligible a su espalda y Pau recordó que no estaba solo. No le importó lo más mínimo y quiso seguir durmiendo. Para su desesperación, el maldito móvil no paraba de hacer estruendo. Se maldijo a sí mismo por no haberlo puesto en silencio la noche anterior. Pero ¿quién demonios se iba a acordar de semejante nimiedad con los dos monumentos que se había traído a casa?
No había podido resistirse a hacer un sándwich con aquellos portentos de la naturaleza. ¿Cómo podría? Se trataba de una pareja de chicos latinoamericanos guapísimos. No recordaba si le habían dicho que eran cubanos o puertorriqueños. Tampoco le importaba demasiado. Únicamente le interesaba que tenían unos cuerpazos de infarto, esculpidos en el gimnasio, y unas caritas de ángeles que quitaban el sentido. «A juzgar por lo que pasó en esta cama ayer, casi mejor se podría decir que son dos demonios lascivos», pensó, complacido por su propia ocurrencia.
Un brazo le rodeó la cintura y un cálido pecho se pegó a su espalda, restregándole de paso un pene erecto entre las nalgas. La sonrisa volvió al instante a sus labios. «¡Este sí que es un modo agradable de despertarse!». Echó su cuerpo hacia atrás y meció rítmicamente las caderas, frotándose contra uno de sus amantes ocasionales. No sabía de cuál de los dos se trataba. Tampoco supondría mucha diferencia porque no conocía sus nombres. Ni siquiera se había molestado en preguntárselos. Él ya se había encargado de bautizarlos con los apodos de Morenazo Uno y Morenazo Dos. Quizá no pareciese demasiado elocuente, pero sí que resultaba bastante exacto.
Aquella situación no era nada nuevo para él. A sus cuarenta y cinco años, Pau ya había perdido la cuenta de cuántos hombres y mujeres habían desfilado por su cama, ya fuera de forma individual, en parejas o incluso en grupos. Quedaban pocas cosas en lo referente al sexo que él no hubiese probado aún y tenía la intención de seguir experimentando hasta que fuese tan viejo que ya no se le levantase. Podría decirse que se había convertido en un adicto a los encuentros esporádicos. En las raras ocasiones en las que aceptaba repetir con la misma persona, no aguantaba más de un mes sin aburrirse y querer pasar a otra cosa.
La gente que lo conocía pensaba que Pau no creía en el amor, pero solo acertaba a medias. Era cierto que, en aquel momento de su vida, tener una relación estable no entraba en sus planes; sin embargo, él había querido mucho a su difunta esposa. Luz había fallecido hacía algo más de dos décadas y la precoz pérdida lo había transformado en el tipo de hombre que era hoy. Cuando ella murió, se trasladó desde Barcelona a Madrid para cumplir su sueño de ser periodista de investigación. Por fortuna lo consiguió poco tiempo después en una importante cadena de televisión. Allí comenzó su vorágine sexual de la cual no se vislumbraba un final próximo, además de adquirir otros vicios mucho más nocivos para la salud. No conocía otra forma de adormecer sus emociones.
Mientras Pau se afanaba en restregar el trasero contra el miembro de uno de los morenazos, el móvil todavía continuaba sonando. «¡Joder! Así no puedo concentrarme», se lamentó, hastiado. Lanzó un fuerte resoplido al aire, dándose por vencido. Se incorporó con cierta dificultad, se sentó en el borde de la cama y estiró la espalda con poca gracia. Al moverse, una botella vacía de un whisky escandalosamente caro cayó del lecho y rodó por el suelo de parqué hasta chocar con el tabique más cercano, donde se detuvo.
Se frotó los ojos para despegarse las legañas y fue en busca del infernal aparato. Tuvo que sortear varios condones usados que habían sido desechados en el suelo la noche anterior y a punto estuvo de pisar uno con su pie descalzo. Por suerte para él, logró esquivarlo a tiempo. De forma perezosa, recuperó el teléfono del bolsillo de su pantalón, miró la pantalla durante unos segundos y volvió a resoplar más fastidiado que nunca.
—¡Esa puta loca otra vez! —refunfuñó entre dientes mientras colgaba.
La puta loca, como Pau la llamaba, no era más que una pobre chica a la que había seducido hacía unos cuantos meses, causando que se liase la manta a la cabeza y abandonase a su prometido por él. Después de varias sesiones de sexo salvaje se había obsesionado tanto con el catalán que, cuando este terminó dejándola después del mes de rigor, ella no había podido aceptarlo y aún continuaba llamándolo con la esperanza de que retomasen su idilio. Tras muchos intentos infructuosos de hacerla entender que no podía suceder nada más entre ellos, había optado por dejar de cogerle el teléfono. Sin embargo, por alguna extraña razón que no alcanzaba a comprender, pues no concebía que alguien tuviese tan poco amor propio, ella continuaba insistiendo.
—¿Qué ocurre, papi? —preguntó Morenazo Dos, dedicándole una mirada tan lasciva que Pau se excitó de inmediato.
—De momento nada, pero está a punto de pasar algo.
Sonrió con malicia y se dispuso a regresar a la cama con sus ardientes amantes para repetir el trío de la noche anterior. Entonces el móvil volvió a sonar y lo dejó paralizado a mitad de camino. Pau se cagó en las estrellas del firmamento y decidió contestar para poner a aquella jodida lunática en su sitio. Tendría que dejarlo en paz de una puñetera vez o él mismo se encargaría de ahogarla en el Río Manzanares. Estaba tan enfadado que cometió el error de no comprobar el nombre del contacto en la pantalla antes de responder.
—¿Qué collons te pasa por la cabeza, Adela? —gritó, histérico—. ¡Ya te dije un millón de veces que no quiero saber nada de ti!
—No soy Adela —respondió con total tranquilidad una voz masculina al otro lado de la línea—. Soy tu jefe y quiero que muevas el culo hasta las oficinas de la cadena ahora mismo. Voy a encargarte un trabajo —le ordenó de forma muy poco amigable.
—Pero si es sábado por… —empezó a decir antes de darse cuenta de que su interlocutor ya había cortado la llamada.
Definitivamente, su buen humor acababa de esfumarse por completo. No obstante, Pau no iba a permitir que nadie le amargara el fin de semana. Encendió un cigarro al que dio varias caladas antes de desecharlo en un cenicero repleto de colillas. Preparó tres rayas de cocaína encima de la mesilla de noche. Esnifó el primero y los otros dos lo siguieron con obediencia. Después se abalanzó sobre sus morenazos, dispuesto a hacerles de todo y dejarse hacer de todo por ellos. «Francisco tendrá que esperar», se dijo, curvando las comisuras de los labios con cinismo.
Sandra estaba preparada para luchar. Se movió con rapidez y esquivó un puño que iba directo a su mandíbula, manteniéndose alerta mientras planeaba el siguiente paso. Al mirar a su oponente a los ojos, logró anticipar sus movimientos. Él trató de golpearla de nuevo, pero ella volvió a sortearlo. Le devolvió un fuerte puñetazo que impactó en la mejilla del hombre, lo que le arrancó un lastimero gemido. Aprovechó aquellos segundos de confusión para pegarle en la garganta, dejándolo sin aire. Luego enredó la pierna derecha en la de su maltrecho rival y lo hizo caer al suelo boca abajo. Apoyó la rodilla en su espalda y le retorció el brazo. No se detuvo hasta que el chico dio varias palmadas sobre la tarima del gimnasio en señal de rendición. Sandra sonrió, triunfante, y se quitó de encima del derrotado. Había ganado de nuevo. Estaba en racha.
—Bueno… Con esta tremenda paliza, doy por terminada la clase de hoy —anunció el monitor de krav maga, conteniendo una carcajada.
El reducido grupo de alumnos de aquella brutal técnica de defensa personal, utilizada entre otros por las fuerzas de seguridad israelíes, se fueron marchando a los vestuarios para ducharse y volver a sus hogares. Probablemente, allí contarían como anécdota graciosa que una chica que mediría un metro sesenta y cinco y no pesaría más de sesenta kilos había derribado a un hombre que casi la doblaba en tamaño con una facilidad pasmosa. Tampoco se trataba de algo nuevo. Sandra había demostrado ser una alumna muy aventajada desde que empezó a tomar clases de krav maga cinco años atrás.
Lo que comenzó como una medida de extrema necesidad se había convertido en una divertida afición a la que le dedicaba todo el tiempo que le resultaba posible. Aquel inusual pasatiempo la había mantenido cuerda en la época más oscura de su vida, devolviéndole la autoestima y la confianza en sí misma después del terrible maltrato al que la había sometido su exnovio durante la adolescencia. Ahora, a sus veinticuatro años, tenía muy claro que jamás volvería a ser una víctima y actuaba en consecuencia.
Sandra le dedicó una sonrisa de disculpa al chico con el que acababa de luchar. Todavía seguía sentado en el suelo y trataba de recuperar la respiración tras el salvaje golpe en el cuello. Le tendió una mano para ayudarlo a levantarse, que él aceptó, gustoso. En realidad, no existía ningún tipo de animadversión entre los dos. A pesar de que Sandra solía evitar a los hombres, pues no terminaba de fiarse de ninguno, aquel chaval le caía bien y había aceptado tomarse un café con él para charlar un rato en varias ocasiones. No obstante, le había parado los pies al primer indicio de coqueteo, dejándole muy claro que jamás podrían ser nada más que amigos. No tenía ni las ganas ni el tiempo de volver a mantener una relación. Acababa de terminar la carrera universitaria y estaba centrada en cumplir su meta de ser una gran periodista de investigación.
Recientemente, la habían contratado en un programa de reportajes que se emitía en la cadena de televisión nacional que dirigía su tío. Aun así, estaba decidida a dejarse la piel para ganarse el puesto por méritos propios. Uno de sus grandes defectos consistía en que era una persona muy orgullosa. De hecho, si no hubiese sido por la elevada tasa de desempleo que atravesaba el país, no habría aceptado que la enchufaran de una forma tan descarada, pero tenía que ser práctica y pensar en su futuro. No podía pasarse años en el paro o malviviendo con empleos precarios. Además, le habían puesto su trabajo soñado en bandeja de plata y resultaba muy difícil resistirse. A partir de aquel momento, dependía de ella demostrar que era algo más que «la sobrina de».
También estaba deseando independizarse, y para eso necesitaba dinero. La mayoría de sus amigas se habían mudado a residencias o pisos compartidos durante la universidad. Sin embargo, como Sandra se había quedado a estudiar en una facultad de Madrid, su familia no había visto la necesidad de que se marchase de casa. Al ser hija única y haber sufrido una experiencia tan traumática, la sobreprotegían demasiado y no querían dejarla sola bajo ningún concepto. No obstante, para ella había llegado el momento de volar del nido y sus padres tendrían que aceptarlo, quisieran o no.
—¡Gran pelea! —la felicitó él. Cuadró los hombros y sacó pecho para exhibir su cuerpo musculado, ganándose con ello un bufido desdeñoso de Sandra—. ¿Vamos a tomar un café?
—Vale —aceptó ella—. Deja que me duche y nos vemos en la puerta del gimnasio en quince minutos.
—Eres la única chica que conozco que pide quince minutos para arreglarse y no tarda dos horas —dijo guasón.
—Ese comentario desprende un tufillo rancio a misoginia, ¿no te parece? —protestó ella frunciendo el ceño.
—Perdona, no era mi intención ofenderte. Estaba bromeando. ¡Joder, tía, qué susceptible eres!
Sandra negó con la cabeza y echó a andar en dirección al vestuario sin añadir nada más. Entendía que él solamente había elegido una forma bastante desacertada de halagarla, pero cualquier comentario despectivo hacia las mujeres, fuera del tipo que fuese, la ponía de muy mal humor. Era una feminista convencida y tenía sus motivos: había pasado por un infierno debido a la violencia machista y conocía de primera mano el daño que una experiencia así podía provocar. Por esa razón jamás le consentiría a ningún hombre que atacase al sexo femenino, incluso si eso le causaba innumerables disputas con sus conocidos varones.
Recogió su mochila en una taquilla y sacó el móvil para revisarlo. Se sorprendió mucho al descubrir que el director del programa en el que iba a trabajar la había telefoneado media docena de veces. Le devolvió la llamada de inmediato, pues tenía pinta de ser importante. Él respondió a los tres tonos:
—Sandra, si te es posible, ¿podrías pasarte por las oficinas de la cadena? Voy a encargarte tu primer reportaje.
La joven olió la adulación a kilómetros de distancia, pero se abstuvo de comentar nada al respecto. El apellido familiar suponía un pesado lastre con el que tendría que cargar para siempre si quería hacerse un nombre en la profesión por sí misma. En lugar de eso, se limitó a asegurarle que estaría allí enseguida y, tras colgar, fue a darse una ducha rápida. Por lo visto, tendría que dejar el café para otro día. No le importó lo más mínimo, pues estaba muy ilusionada ante la perspectiva. Lo único que esperaba era que se tratase de un tema jugoso y que no le tocasen unos compañeros demasiado gilipollas.
Edu estaba de muy mal humor. Había tenido que dirigirse a las oficinas de la cadena sin ducharse después de haber pasado la noche con una desconocida y se sentía terriblemente incómodo y sucio. Para colmo, cuando llegó al despacho del director la secretaria le comunicó que debía esperar, ya que todavía no habían aparecido los demás periodistas. Maldijo a los que iban a ser sus compañeros por tan imperdonable falta de profesionalidad. Empezaban mal si ni tan siquiera podían presentarse puntuales a una reunión con el jefe.
Lo único que lo consolaba un poco era que Francisco le había asegurado que iba a darle una buena noticia, y ya tenía una ligera sospecha de lo que podía ser. Llevaba meses rogando para que lo dejase investigar el persistente narcotráfico en la Galicia del siglo XXI. Aquel tema le generaba un gran interés, pues le tocaba muy de cerca. Había crecido en Cambados, un pueblo tradicionalmente ligado al contrabando de tabaco y después al narcotráfico. Su propio padre se había dedicado a ese negocio sucio y había muerto por su causa antes de que él naciese. Edu cargaba con aquella vergüenza desde siempre, lo cual había marcado su personalidad y su carácter sin remedio.
El tráfico de drogas era un asunto que había dado mucho que hablar en los años noventa debido a las diversas operaciones policiales realizadas para combatirlo. Entre ellas destacaba la Operación Nécora, que llevó a juicio a los principales narcos gallegos. A pesar de que las condenas fueron irrisorias, marcó un antes y un después en la lucha contra aquella lacra, acabando con la impunidad con la que los responsables se movían hasta entonces. Sin embargo, en la actualidad ese grave problema había ido perdiendo interés en los medios de comunicación y casi había desaparecido por completo de los noticiarios. Daba la sensación de que estaba erradicado, pero nada más lejos de la realidad.
El narcotráfico nunca llegó a desaparecer de esa bella tierra. Otros criminales más discretos que sus predecesores continuaron con el lucrativo negocio. Edu lo sabía porque sus parientes y conocidos se lo contaban y estaba obsesionado con denunciarlo ante la opinión pública. En parte, por su historia familiar, pero también porque alguien muy querido para él había caído en las drogas, destrozando su vida. Lamentablemente, la respuesta de Francisco cada vez que insistía era siempre la misma: «Tengo que pensarlo». Esperaba que se hubiese decidido por fin.
Sandra consultó la hora y profirió una palabra malsonante. Odiaba ser impuntual. Al salir del gimnasio, había decidido coger un taxi creyendo que así llegaría antes, pero el implacable tráfico de Madrid la había retrasado más de lo esperado. «Debería haber tomado el metro», se lamentó. Pagó al taxista deprisa, salió del vehículo y se cargó la mochila al hombro. Entró corriendo en las instalaciones de la cadena y esprintó por los pasillos de las oficinas hacia el despacho de Francisco. A pesar de ser la sobrina del director, Sandra sentía la imperiosa necesidad de causar buena impresión por sí misma, y aparecer tarde no era la mejor forma de comenzar.
Cuando se acercó a la mesa de la secretaria, ni siquiera reparó en el hombre que la miraba con interés desde un sofá cercano. La empleada le comunicó que todavía no habían comparecido todos y debía esperar. Luego le señaló un sitio vacío junto a Edu. Sus ojos siguieron la dirección del dedo de la secretaria hasta posarse en un chico muy delgado que desprendía una inusual y atrayente aura melancólica.
Por primera vez en años, Sandra fue capaz de experimentar algo más que apatía hacia un miembro del sexo opuesto. Lo disimuló con una convincente máscara de indiferencia que su colega confundió con vanidad. Dejó la mochila en el suelo y se sentó lo más alejada que pudo de Edu, dirigiéndole un escueto y seco saludo al que él respondió del mismo modo. Estaba centrada en cumplir las metas que se había marcado y la enorme complicación de sentirse atraída por un compañero no entraba en sus planes. Albergaba un fuerte deseo irracional de que no la emparejaran con él para realizar el reportaje. Ella aún no lo sabía, pero no iba a tener suerte.
No pasó mucho tiempo hasta que Sandra comenzó a percibir el fuerte hedor a alcohol y perfume de mujer que Edu desprendía. Fue la excusa perfecta que necesitaba para formarse una pésima opinión de él y ahuyentar su incipiente interés. «Seguro que es un borracho y un mujeriego. Los hombres guapos suelen tener esos defectos», se convenció a sí misma. Evitó de manera deliberada entablar conversación y se distrajo jugando con el móvil hasta que la secretaria les comunicó que ya podían pasar. Al parecer, todavía faltaba otro periodista, pero iban a empezar la reunión sin él. A pesar de que ninguno de los dos lo exteriorizó, su impresión fue muy negativa hacia aquella tercera persona. Los habían hecho esperar casi una hora por su culpa y aún no había tenido la decencia de presentarse.
Edu sujetó la puerta para que Sandra entrase primero. No lo hizo solamente porque era la chica más hermosa que había contemplado jamás, sino también por el modo en el que su madre lo había educado. Ella le había inculcado desde muy pequeño que debía ser respetuoso con las mujeres, y él seguía sus enseñanzas a rajatabla. Para su desconcierto, Sandra no se mostró demasiado impresionada ante el gesto de caballerosidad. Al contrario, parecía molesta. «¿Y a esta qué le pasa?», se cuestionó con perplejidad. Se abstuvo de hacer ningún comentario al respecto, convencido de que era una arpía altiva e insoportable. Por desgracia, los indicios apuntaban a que tendrían que trabajar juntos. La situación empeoraba por momentos.
En el interior del despacho, Francisco los saludó desde detrás de su escritorio, luciendo una sonrisa tirante. Se levantó de inmediato para estrechar la mano de Sandra con sospechosa pleitesía. Aquello mosqueó a Edu. Había escuchado rumores de que el director de la cadena acababa de colocar a su sobrina en el programa. Ni sus compañeros ni él la habían visto todavía, pero su nombre y apellidos sí que habían transcendido. Cuando el jefe la llamó Sandra y la invitó a sentarse de una forma tan amable, dedujo al instante que se encontraba en la presencia de la niña mimada de la que todos hablaban. «Ya entiendo su actitud: se cree mejor que los demás», especuló con disgusto. Tras estrechar también la mano del gallego, Francisco comenzó a hablar:
—Lamento mucho haber tardado tanto en recibiros. Estaba esperando a vuestro compañero porque quería informaros a los tres a la vez. —Se rascó la cabeza con molestia—. Imagino que su retraso se debe a alguna urgencia —mintió, pues sabía demasiado bien que Pau siempre iba por libre. «Si no fuese tan bueno en lo suyo, ya lo habría mandado a la cola del paro hace tiempo», se recordó, irritado—. En fin, vamos a empezar sin él. No sé si os conocéis.
—No —negaron los dos al unísono, evitando cualquier contacto visual entre ellos.
—Dado que vais a pasar bastante tiempo juntos, me parece que lo mejor será que empiece por presentaros: ella es Sandra Ayamonte, nuestra más reciente incorporación —afirmó, confirmando así las sospechas del gallego—. Y él es Edu Ulloa, uno de los jóvenes periodistas más prometedores con los que contamos. —Ambos se dieron la mano a desgana—. Al otro ya lo conoceréis cuando llegue. —«Si se digna a presentarse». Francisco tenía a Pau en alta estima. De hecho, eran buenos amigos, pero a menudo su horrible carácter lo sacaba de quicio—. Os pedí que vinierais para hablaros del documental que quiero asignaros.
»Hace ya un tiempo que Edu me sugirió indagar sobre los traficantes de drogas que aún operan a día de hoy en las playas gallegas. —Le dedicó una sonrisa de simpatía a su empleado—. Lo medité con calma. No estaba seguro de que fuese un tema actual, pero he decidido darle una oportunidad a su idea.
—¡Muchas gracias, Francisco! —exclamó Edu con euforia—. No te vas a arrepentir.
—¿Drogas en Galicia? —preguntó Sandra descolocada.
La madrileña no estaba demasiado informada sobre el tema. Sabía que había sido una lacra allí desde finales de los años ochenta hasta comienzos del nuevo siglo, pero tenía la idea errónea de que las fuerzas de seguridad ya la habían erradicado. Ciertamente, el documental que Francisco les proponía no parecía demasiado jugoso. Resultaba improbable que descubriesen algo interesante. No obstante, tenía muy claro que no sería ella quien protestase. Al fin y al cabo, era nueva y por algún sitio debía empezar. Se encogió de hombros y se dijo que ya llegarían trabajos mejores. Lo único que de verdad le molestaba era estar obligada a hacer equipo con aquel vividor, quien además pensaba que ella no poseía dos manos funcionales para abrirse la puerta solita. Esperaba que el compañero que faltaba por llegar fuese un poco menos idiota.
Pau dio una última calada a su cigarrillo y arrojó la colilla al suelo antes de entrar en el edificio. Le había costado horrores levantarse de la cama y despedirse de los morenazos. Al final no le había quedado más remedio que echarlos para darse una larga ducha que aplacase un poco su resaca. No creía que Francisco fuese a despedirlo si no se presentaba, pero tenía bastante curiosidad por saber cuál era aquel asunto tan importante que no podía aguardar al lunes.
Atravesó los pasillos con una exagerada calma, como si nadie lo estuviese esperando, y se entretuvo saludando a las trabajadoras guapas con las que se cruzaba. La mayoría habían sido sus amantes en algún momento, y las restantes estaban en su lista de futuras conquistas sexuales. También se detuvo a hablar con un jovencísimo becario tan atractivo como gay al que ya le había echado el ojo. Si todo iba bien, no tardaría mucho en caer.
Cuando llegó al despacho de Francisco ya había conseguido un par de números de teléfono nuevos para su listín de «follamigos». Saludó a la secretaria con un guiño y entró en la oficina de su jefe sin esperar a ser invitado. No creía necesitarlo. Nada más atravesar el umbral, tres pares de ojos se clavaron en su persona. Cada uno reaccionó de un modo distinto:
Francisco se lo quedó mirando como quien contempla una planta. No le sorprendía ni lo más mínimo la tardanza de Pau, tampoco su descarado modo de irrumpir allí. Llevaban trabajando juntos bastante tiempo y el catalán siempre había sido así. «Genio y figura hasta la sepultura», pensó con resignación.
Sandra examinó al recién llegado con una gran curiosidad. No pudo negarse a sí misma que aquel desconocido tan impuntual le parecía muy atractivo. Se notaba que ya tenía sus años, las arruguitas de expresión y el pelo canoso lo delataban, pero también le daban una apariencia muy interesante y sexi. Además, lucía una sonrisa maliciosa en los labios que le resultó de lo más atrayente. Tuvo que apreciar la ironía de que llevase años sin sentirse realmente interesada por un hombre y que, en una misma mañana, dos hubiesen captado su atención. No obstante, estaba segura de que en cuanto el abuelete macizo se le acercase demasiado o abriese la boca perdería el interés en él, como le había sucedido con el otro.
Por su parte, Edu pasó por un sinfín de emociones. En décimas de segundo, su alegría por la buena noticia se transformó en furia por encontrarse frente a frente con el tipejo que había arruinado su compromiso. Del enfado pasó a la indignación en cuanto se dio cuenta de que era el tercer compañero que faltaba, el mismo que no se había molestado en ser puntual. «¿Francisco pretende que trabaje con este cerdo? ¡Ni hablar!», se dijo con rabia.
—¡Hombre, Pau! Por fin apareces —refunfuñó el director, negando con la cabeza de forma desaprobatoria—. Iba a enviar a la policía a tu casa para que comprobasen si seguías vivo o por fin te habías ahogado con tu propio vómito.
—¡Qué guasa tienes, Paquito! —respondió Pau, burlón.
Mientras avanzaba hacia los presentes con su habitual parsimonia, reparó en Sandra. «Esta monada debe de ser nueva. No la tengo fichada», pensó, fascinado por su belleza juvenil. El día acababa de ponerse interesante de repente, y ya tenía algo con lo que entretenerse: iba a ligarse a la «yogurina». No albergaba la menor duda de que lo conseguiría, pues se jactaba de ser un gran conquistador. Ningún hombre o mujer se resistía a sus encantos. Ignorando a Edu de manera intencionada, miró fijamente a Sandra mientras le decía al director:
—¿No me presentas a tu preciosa acompañante?
—Este individuo tan irreverente es Pau Azcón —explicó Francisco, dirigiéndose a la chica. Luego centró su atención en el catalán y añadió—: Ella es Sandra Ayamonte. A Edu ya lo conoces. Van a ser tus compañeros en el reportaje que quiero encargaros. Toma asiento y te lo explicaré.
El apellido de ella le sentó a Pau como un jarro de agua fría. Se dio cuenta de que tendría que formar equipo con la sobrinita del director y no le hizo ni pizca de gracia. Una cosa era tratar de tirarse a la novata y otra muy distinta que lo obligasen a trabajar con una niña rica sin experiencia. Sería una carga y un gran estorbo para realizar su labor en condiciones. Por si eso fuera poco, había otro problema: Edu estaba muy resentido con él por haberse liado con la psicópata de su exprometida. «Como si no hiciesen falta dos personas para echar un polvo», pensó con humor, fingiendo que no reparaba en la expresión furibunda del gallego. No se podía decir que la situación tuviese buena pinta. Se preguntó si él era lo bastante valioso en la cadena como para conservar su empleo si se negaba a colaborar con ellos.
—¿De qué se trata? —inquirió Pau sin hacer ademán de sentarse.
—El lunes os vais los tres a Pontevedra para investigar el narcotráfico. Ya está todo preparado. —Si Francisco reparó en la tensión existente entre los dos hombres, hizo caso omiso—. Os conseguí una furgoneta para viajar hasta allí y llevar el material necesario. Alquilé un pequeño apartamento en la ciudad que os ayudará a pasar desapercibidos. También recopilé un dossier con información sobre el tema para que tengáis por dónde empezar.
—¿En serio? ¿En qué momento me habéis metido en una máquina del tiempo y he acabado en los años noventa? —se rio Pau—. Ese asunto está más pasado de moda que las SpiceGirls. ¿Para esa tontería me levantas de la cama un sábado por la mañana? ¿Qué te has fumado, Paquito?
—¡No tienes ni idea de lo que hablas! —gruñó Edu sin poder contener más su enfado—. El tráfico de drogas en Galicia es un problema muy actual.
—Igual que tu impotencia —le espetó entre carcajadas.
—¡Imbécil! —refunfuñó, rojo de ira—. ¡No pienso trabajar con él! Quiero otro compañero.
—¡Callaos los dos! —Francisco se removió en su silla con incomodidad—. Tú, Pau, harás lo que yo te pida porque sigo siendo tu jefe. Y tú, Edu, irás con Pau. Es un periodista muy bueno y tiene mucha más experiencia que tú. ¿Me he explicado con claridad? —Los dos asintieron a desgana.
Mientras tanto, la mirada de Sandra oscilaba de uno a otro, como si se encontrase en un partido de tenis. Ella sabía bastante sobre lenguaje corporal, pues le parecía un tema muy interesante y había leído mucho al respecto. Sin embargo, no lo necesitaba para deducir que Pau y Edu se llevaban fatal. Parecía que tenían algún asunto sin resolver y que no se partían la cara allí mismo por guardar un poco las apariencias. Empezaba a temerse que no le iba a quedar más remedio que mediar entre ellos para que no se matasen antes de terminar el reportaje. Además, ninguno le caía bien: tenía la impresión equivocada de que Edu era un golfo y Pau actuaba como un prepotente. «Me han tocado dos compañeros gilipollas», se lamentó, disgustada.
Edu colocó la última caja en la parte de atrás de la furgoneta. Resoplando con hastío, se limpió el sudor de la frente. A Sandra y a él les había tocado cargar el material sin ayuda, ya que Pau todavía no había hecho acto de presencia. Llegaba tarde, por no variar. Aún no habían empezado a trabajar juntos y ya lo sacaba de quicio. Edu albergaba la esperanza de que hubiese renunciado al encargo y no apareciese. De lo contrario, no estaba seguro de si sería capaz de comportarse con profesionalidad. Había demasiadas rencillas entre ellos por el asunto de Adela. No dejaba de repetirse a sí mismo que debía ser civilizado, tenía que concentrarse en realizar bien el reportaje por el que tanto había luchado. Sin embargo, lo único que de verdad le apetecía era partirle la cara a aquel engreído. Siempre había sido una persona muy correcta y contenida, incluso de niño, pero Pau sacaba lo peor de él. Por eso lo odiaba tanto.
En cuanto a Sandra, al menos había sido puntual y había arrimado el hombro como una más. Era un punto a su favor. No obstante, apenas había abierto la boca y se mostraba muy distante con él sin motivo aparente. Aquella actitud le molestaba muchísimo, ya que ni siquiera lo conocía. Su interacción más larga hasta el momento fue un encontronazo bastante feo: cuando Edu quiso ayudarla a guardar una maleta que parecía pesada, Sandra le respondió con muy malas maneras que podía hacerlo sola. Él trataba de ser caballeroso y no entendía por qué reaccionaba de aquel modo tan arisco. Estaba convencido de que jamás podría comprenderla. Tampoco tenía ninguna intención de intentarlo. Admitía que le parecía muy guapa, pero también la consideraba una creída insoportable. Sin duda, incluso si Pau no se presentaba, el viaje a Galicia se le haría muy largo e incómodo. Volvió a resoplar.
—Nos vamos ya —anunció Edu de repente, rompiendo el tenso silencio que imperaba en aquel estacionamiento.
—¿No esperamos a Pau? —preguntó Sandra, confusa.
—No, que se hubiese presentado a tiempo. —Abrió la puerta del conductor para sentarse al volante—. Puede ir en su coche o coger un autobús, me da igual.
—A Francisco no le va a gustar.
Sandra se cruzó de brazos sin moverse de su sitio. No se iría hasta que viniese el tercero en discordia. No le hacía demasiada gracia tener que esperar a aquel impuntual crónico, pero le parecía lo más correcto. A pesar de que ninguno de los dos le caía bien, no estaba dispuesta a abandonar a un compañero por culpa de unas estúpidas rencillas que ni siquiera conocía. «Esos dos tendrán que buscar la forma de arreglar sus diferencias para poder trabajar en condiciones, o el documental será un desastre», se dijo con disgusto.
—Tranquila, dudo que te despida —ironizó él—, pero si te hace sentir mejor, puedes decirle que la decisión fue mía.
—No me marcharé sin Pau —sentenció Sandra con determinación, ignorando la pulla.
Aquel comentario la había ofendido, pero no quería que él se diese cuenta. Además, ¿quién coño se creía que era para tomar las decisiones por ella? Se suponía que era su compañero, no su jefe. Solamente por eso ya se merecía que le llevase la contraria. Mirando hacia otro lado con el ceño fruncido, añadió:
—Tendrás que largarte también sin mí y después explicarle a Francisco la razón por la que nos abandonaste a los dos. Tú mismo.
—Como quieras.
«Ese playboy del tres al cuarto ya ha encandilado a la sobrinita. Nunca entenderé qué ven las mujeres en él», se lamentó Edu, molesto. Dejó escapar un largo bufido mientras bajaba de la furgoneta con resignación. No hacía falta ser muy avispado para darse cuenta de que Sandra parecía de esa clase de personas que llevaban sus decisiones hasta las últimas consecuencias. Si ella decía que no se marchaba, no lo haría a menos que la atase y la subiese al vehículo a la fuerza. Aquella no era una opción, de modo que optó por aguantarse y armarse de paciencia. «Si Pau no aparece pronto, quizá no sea tan mala idea dejarlos a los dos en Madrid. Al menos así tendré un viaje agradable». Aquel pensamiento le proporcionó unos instantes de paz, pero la tranquilidad no duraría demasiado.
Pau se bajó del taxi y sacó el equipaje del maletero. Encendió un cigarrillo, inspiró hondo y expulsó el humo muy despacio. Caminó con lentitud hacia el lugar donde había quedado con sus compañeros, saboreando el pitillo. No tenía ninguna prisa por encontrarse con ellos. Le esperaban casi seis horas de viaje por carretera con el resentido y la niña mimada. No resultaba una perspectiva demasiado agradable. Para colmo, aquella investigación sería una completa pérdida de tiempo: Francisco lo había metido en un asunto muy insulso y pasado de moda. Casi parecía que quería castigarlo y no entendía el motivo. Siempre había hecho bien su trabajo y tenía una buena relación con el jefe.
Lo que Pau no sabía era que el director se había dado cuenta de lo fuera de control que estaba desde hacía un tiempo, por lo que trataba de ayudarlo de algún modo a encauzar su vida antes de que terminase mal. Opinaba que la influencia de alguien tan cabal y responsable como Edu resultaría beneficiosa para él, que lo ayudaría a centrarse. Por supuesto, desconocía el no tan insignificante dato de que le había robado la novia y luego la había desechado como un clínex usado. Nunca los habría juntado de saberlo. En cuanto a Sandra, la incluía porque su tío había insistido, pero no consideraba ni por asomo que estuviese preparada. Albergaba la esperanza de que la holgada experiencia del catalán compensase la inexperiencia de ella.
Pau llegó por fin al aparcamiento y se encontró con una estampa bastante peculiar: a Edu y Sandra de morros, cruzados de brazos y mirando cada uno hacia un lado, como si trataran de olvidar que el otro estaba allí. No pudo reprimir una sonrisa de diversión. Siempre había opinado que el gallego era un negado para las mujeres, pero que ignorase de un modo tan absurdo a aquel bollito resultaba sorprendente. Saludó a los otros dos con un «buenas», y guardó su maleta en la parte de atrás de la furgoneta. Después, sin mediar palabra, se sentó al volante.
—Llegas tarde. Lo hemos cargado todo solos —le recriminó Edu con enfado.
—Tenía asuntos importantes que atender.
Pau omitió apropósito la disculpa para molestarlo. Obviamente, lo de que tenía asuntos que atender no era cierto. En realidad, se había quedado dormido por salir de fiesta la noche anterior. Otro largo fin de semana de alcohol, drogas, sexo y excesos en general.
—Bájate de ahí, yo conduzco —le ordenó Edu, cada vez más malhumorado.
—¿Por qué? —inquirió Pau con una mirada burlona.
—Porque sé el camino. Además, conociéndote, seguro que te tomaste alguna mierda antes de venir y vas colocado. No quiero sufrir un accidente por tu culpa.
—Tendrás que confiar en mi palabra de boy scout de que estoy sobrio. —Alzó la mano derecha con tres dedos extendidos mientras le dedicaba su expresión más inocente.
—Como si tu palabra valiese algo —repuso con sarcasmo.
—Me rompes el corazón —replicó, componiendo una mueca de abatimiento al tiempo que trataba de reprimir la risa.
—¡Sal de una puta vez!
Edu estaba a punto de perder los nervios por completo. Lo único que le impedía arrastrar a su compañero fuera de la furgoneta y arreglarle aquella cara de pretencioso a puñetazos era su entrenado autocontrol. Desde luego, ganas no le faltaban.
—Voy a conducir yo, así que tú decides si vienes o no —anunció el catalán con una sonrisa de medio lado.
Los dos hombres se retaron con la mirada en silencio. Ninguno estaba dispuesto a dar el brazo a torcer. Edu supuraba odio por cada poro de su piel. Pau se divertía.
—¡Oh, por Dios santo, esto es ridículo! —se quejó Sandra, harta del exceso de testosterona que imperaba en el ambiente—. ¿Se puede saber qué os pasa a vosotros dos?
—Es una historia muy larga —contestó el catalán con tranquilidad—, o quizá sea demasiado corta y ese fue el problema.
El doble sentido provocó que Edu rechinase los dientes. Pau no pudo reprimir más las carcajadas que pugnaban por salir y se ganó con ello otra mirada asesina de su compañero. Estaban a punto de pelearse en el estacionamiento de la cadena. Sandra los observaba con impotencia, reafirmándose en su opinión de que ambos eran gilipollas. «Tengo que hacer algo antes de que estos dos idiotas acaben dándose de hostias», se apremió, alarmada. No conocía lo bastante bien a ninguno para saber cuál era la mejor forma de mediar entre ellos, así que decidió apelar al sentido común.
—A ver, es un viaje bastante largo y los tres vamos a tener que turnarnos para conducir. ¿Qué más da quién lo haga primero? —les dijo, adoptando el tono paciente de una maestra de preescolar—. Edu, deja que Pau conduzca ahora y ya cogerás el volante más tarde. Venga, sube de una puñetera vez o acabaremos llegando a Galicia en primavera.
—Tiene razón —señaló Pau divertido.
Edu tuvo que admitir la derrota. Si Sandra se ponía de parte del cerdo de su colega, estaba en minoría y carecía de sentido seguir discutiendo. Llevaba las de perder. Refunfuñó algo inteligible entre dientes, se acomodó en el asiento del copiloto y se puso el cinturón de seguridad sin perder tiempo. Si tenían un accidente por culpa de aquel alcohólico, al menos estaría un poco protegido.
El viaje se hizo eterno y muy tedioso para los tres. No tenían gran cosa que decirse entre ellos que no implicase discutir, de modo que habían optado por el silencio. La radio estaba apagada, pues Edu y Pau ni siquiera fueron capaces de llegar a un acuerdo sobre qué emisora escuchar. Por su parte, Sandra los ignoró desde el principio y se puso los cascos para oír música en su teléfono. Se turnaron para conducir, como les sugirió ella. En cuanto Pau le cedió el volante a Edu, la falta de sueño le pasó factura y se quedó traspuesto. Para cuando se despertó, era Sandra la que llevaba la furgoneta y ya habían entrado en Galicia.
—¡Esto es precioso! —exclamó ella, maravillada por los bonitos paisajes.
—Pues espera a ver la costa. Galicia es una tierra de contrastes: infinitos campos verdes, bosques frondosos, montañas y playas espectaculares —le explicó Edu, emocionado.
—¡Ni puto caso! En Galicia solo hay vacas y paletos —murmuró Pau sin molestarse en abrir los ojos.
—¡Jódete! —refunfuñó Edu de mal humor.
—Lo que tú digas, Eucalipto1.
—¡Sois los dos idiotas! —sentenció Sandra, hastiada.
Los hombres enmudecieron al escuchar tal afirmación. Ninguno volvió a abrir la boca hasta que llegaron a Pontevedra.
A pesar de ser la capital de la provincia que llevaba el mismo nombre, el casco urbano era poco más que el de un pueblo grande. Se podía cruzar andando de un extremo a otro en menos de una hora. Estaba casi peatonalizada por completo y contaba con anchas aceras para los transeúntes. Por el contrario, los carriles eran estrechos y en su mayor parte de una única dirección, lo que resultaba un auténtico quebradero de cabeza para los conductores que no conocían bien el lugar.
Se trataba de una ciudad administrativa, monumental, turística y de servicios donde escaseaba la industria. Contaba con preciosas zonas verdes y paseos rodeados de árboles que hacían olvidar por un rato que se trataba de una localidad urbana. Tenía el segundo centro histórico más importante de Galicia, el cual contrastaba con los edificios más modernos que lo rodeaban. Los aparcamientos públicos habían ido desapareciendo durante los últimos años a favor de los parkings de pago. Por suerte para ellos, la vivienda que su jefe les había conseguido contaba con una plaza de garaje.
Sin embargo, no les resultó nada fácil encontrarla. Se perdieron y dieron más de una docena de vueltas por los carriles de una sola dirección hasta hallar el correcto. Edu no pudo ser de ninguna ayuda pese a sus esfuerzos. Llevaba más de una década viviendo en Madrid y Pontevedra había cambiado mucho durante aquel tiempo. Cuando al fin estacionaron la furgoneta en su plaza, ya comenzaba a anochecer. Los tres estaban agotados del viaje y deseando encerrarse cada uno en su habitación para no tener que seguir soportando a los demás, pero no les quedó más remedio que llevar su equipaje y el material de grabación al piso. Era un equipo demasiado valioso para dejarlo abandonado en el vehículo.
En cuanto terminaron de descargarlo, se dedicaron a inspeccionar el sitio en el que vivirían durante las siguientes semanas. Se encontraron con un apartamento minúsculo y sombrío. Las paredes estaban pintadas de blanco y habían recubierto el suelo con un baldosín horrible color crema; seguramente para dar el falso efecto de que era un lugar más luminoso. No lo conseguía ni por asomo.
Tras el recibidor había un corto pasillo en forma de ele que conducía a la reducida sala de estar, separada de una pequeña cocina por una barra americana. Los muebles eran de contrachapado blanco con un aspecto muy barato. Contaba con todos los electrodomésticos básicos, incluida una cafetera vieja, pero tenían pinta de haber visto días mejores. El mobiliario de la zona de la sala consistía en una mesa redonda del mismo material que las alacenas y cuatro sillas a juego, un sofá azul de tres plazas con aspecto desgastado, una mesita auxiliar y una estantería baja que sostenía una televisión antigua.
En una pared lateral había tres puertas. La primera conducía a un claustrofóbico cuarto de baño con un váter, un lavabo y una ducha, los cuales parecían sacados de una casa de muñecas. Tras la segunda se encontraba el dormitorio principal, por llamarlo de alguna forma: con la cama de matrimonio, la cómoda, las mesillas y el armario empotrado apenas quedaba espacio para andar alrededor. La ventana tenía unas preciosas vistas al edificio de enfrente.
En cuanto a la tercera y última, se encontraron con la desagradable sorpresa de que pertenecía a un cuarto infantil. Había dos camas gemelas de noventa, una mesilla en medio y un escritorio cutre con su silla cutre a juego en un rincón. Fue entonces cuando repararon con estupor en que dos de ellos tendrían que compartir habitación. Era un gran contratiempo. Edu y Pau hicieron un alto en su ardua tarea de lanzarse hachazos mutuamente para pensar en el problema, pero fue Sandra quien habló primero:
—Me quedo con el dormitorio grande. —Cogió su equipaje e hizo ademán de dirigirse allí.
—¿Y eso por qué? —preguntó Pau, enarcando una ceja.
—Creo que es evidente: soy la única chica y necesito intimidad.
—¿En serio? —protestó Edu, perplejo—. Cuando quise ayudarte a cargar tu maleta, estuviste a punto de sacarme los ojos. ¿Y ahora apelas a la excusa de que eres una mujer? ¡A ver si te aclaras! O te consideras feminista o no, pero no vayas cambiando de ideología según te convenga.
—Esto no tiene nada que ver con el feminismo. Es una cuestión de sentido común: no estoy dispuesta a cambiarme de ropa delante de vosotros —se defendió Sandra.
—Odio admitirlo, pero Eucalipto tiene razón: tu postura es un tanto hipócrita —intervino Pau.
—¡Deja de llamarme Eucalipto, Pantumaca de los cojones! —refunfuñó a punto de perder los estribos.
—Me da igual lo que digáis. No quiero compartir cuarto con ninguno de los dos —sentenció Sandra con tozudez.
—Pues yo no voy a dormir con él. —Edu señaló a Pau con dramatismo—. Antes prefiero el sofá.
—Entonces asunto resuelto —afirmó el aludido, risueño—. Nosotros dos nos quedamos las habitaciones y Eucalipto el salón. Si me disculpáis, voy a deshacer mi equipaje y a tumbarme un rato que estoy agotado.
—Yo también.
Ambos se marcharon a sus respectivos dormitorios y dejaron a Edu a solas. Este se quedó mirando el sofá en el que dormiría las próximas semanas y pensó con disgusto que tenía pinta de ser muy incómodo. Maldijo su mala suerte. Estaba claro quién de los tres había salido perdiendo.
—Merda!
1Eucalipto: árbol procedente de Australia que se usó para repoblar los bosques de Galicia con propósitos de explotación maderera por su rápido crecimiento. En la actualidad, los bosques gallegos están infestados con estos árboles que han desplazado a las especies autóctonas.
Sandra llevaba más de dos horas revisando la información que les había facilitado Francisco sin encontrar nada de utilidad. El dossier contenía datos sobre el tráfico de drogas en los años noventa: narcos conocidos, operaciones policiales, juicios realizados y otros detalles que no resultaban de ninguna ayuda, ya que estaban desfasados. Se dio cuenta de que en realidad no tenían nada para empezar. El asunto no pintaba bien. No le apetecía ni un poco, pero debía hablar con sus compañeros. Necesitaban ponerse de acuerdo sobre cuál sería la mejor forma de proceder.
Inspirando hondo para armarse de paciencia, abandonó el dormitorio con la carpeta debajo del brazo. No encontró a nadie en el salón, de modo que decidió llamar a la puerta de Pau. «Quizá Edu haya recapacitado sobre lo de compartir habitación», supuso con ingenuidad. Una grave voz masculina la invitó a pasar. Al cruzar el umbral se encontró a Pau recostado en una de las camas. Un edredón de estampados infantiles lo cubría hasta la cintura y llevaba el torso desnudo. No había ni rastro del gallego.
Sandra tragó saliva con nerviosismo, pues no le pasó inadvertido el hecho innegable de que aquel hombre tenía un cuerpo muy sexi: con los músculos marcados en todos los lugares correctos, la piel bronceada, unos pezones puntiagudos y pequeños y una fina capa de vello que comenzaba en el pecho y bajaba por la línea del ombligo hasta perderse bajo la ropa de cama. Mientras sus ojos recorrían ese camino, Sandra se humedeció los labios de forma inconsciente, sus mejillas se sonrojaron y notó un hormigueo muy difícil de ignorar entre las piernas. Hizo un gran esfuerzo para apartar la vista del pecho de Pau y mirarlo a la cara. Entonces se encontró con una expresión socarrona que volvió a ponerla en guardia. Si algo detestaba profundamente era la vanidad.
—¿Dónde ha ido Edu? —preguntó ella, tratando de sonar serena—. No está en la salita.
—Puedes buscarlo debajo del edredón si quieres. —Pau le guiñó un ojo y esbozó una sonrisa pícara.
—¿Esa actitud de chulo de playa te funciona con alguien?
Sandra arrugó el entrecejo y frunció los labios para demostrarle que no estaba ni un poco impresionada, pero su rostro ruborizado la delataba.
—Te sorprenderías.
—No vine aquí para escuchar idioteces.
—¿Y a qué viniste?
Pau se incorporó en el lecho y apoyó la espalda contra el cabecero. Al hacerlo, se le bajó un poco el nórdico hasta mostrar la cinturilla blanca de su ropa interior. De forma inconsciente, Sandra dio un paso hacia atrás, poniendo algo de distancia entre ellos. No supo por qué, pero aquello no la hizo sentir más segura.
—Quería hablar del informe que nos entregó Francisco. —Ella notó la garganta seca de repente y carraspeó—. No sé si se me escapa alguna cosa, pero no logro dar con un hilo del que tirar. ¿Tú viste algo más?
—Pues no sé, no lo he leído. —Se lamió el labio superior de forma premeditada y le sonrió con maldad.
—Sé que este reportaje no te gusta, tampoco es que a mí me haga demasiada gracia —refunfuñó, apartando la mirada—, pero ¿no te parece que deberías mostrar más interés por tu trabajo?
—No lo leí porque sé lo que contiene. Son los mismos datos que ya se han difundido docenas de veces en artículos de prensa, libros, documentales, películas y series. Créeme, no hay nada nuevo que contar. Esto es una pérdida de tiempo. No vamos a encontrar una mierda.
—Edu no opina lo mismo.
—Él es un incauto que vive con la cabeza metida en el culo —se rio—. Si quieres un consejo gratis, haz igual que yo y tómate este viaje como unas vacaciones.

Deja una respuesta