Los abrazos lentos de Elísabet Benavent pdf
Los abrazos lentos: Esbozos, reflexiones y vida de Elísabet Benavent pdf descargar gratis leer online
La ocupación más personal de Elísabet Benavent. Un canguro a la empatía.
Las redes sociales se han achicado en una abertura por la que asomarse al globo, sobre todo en los últimos dos años. Estos compendios, revisados y recopilados, son un encuentro al microrrelato, a la sorpresa instantánea. Un punto desde el que honor referirse y buscar lazos con el otro, aquel a quien no conoces y que siente semejante que tú.

A mi amigo Miguel Gane
Te quiero, te respeto y te lo mereces
Prólogo
Tengo un idilio con las palabras. Es una historia de amor larga, fiable, bonita y sana. Las palabras son, probablemente, lo más preciado que poseo, después del amor de mi gente. Nací con muchas carencias: no tengo paciencia, no sé andar despacio, tiendo al exceso, me gusta la soledad, doy portazos…
Sin embargo, las palabras siempre me han salvado de morir ahogada en la piscina de lo que me falta. Porque escribiendo mastico lo que me pasa, porque escribiendo imagino realidades lejanas, porque escribiendo me analizo y me entiendo. Me mido, me abrazo, me calmo. Las palabras son, para mí, un salvavidas, un modo de vivir, un puñado de abrazos lentos.
Las palabras, además, siempre han sido para mí un billete que invita a viajar a cualquier realidad imaginable. Lo más bonito de esta profesión es el ejercicio de empatía que supone, el disfraz, la posibilidad de ser quien quieras ser cuando quieras serlo. Las palabras no tienen dueño y, por eso, pueden ser utilizadas en vano, siempre y cuando no se lancen contra el pecho de nadie.
Las redes sociales han supuesto, en estos años duros, una ventana hacia el mundo. Negar que han marcado un antes y un después en nuestra forma de comunicarnos es dar la espalda a una realidad que avanza a pasos agigantados. No podemos negarles su espacio si no queremos que, como en La historia interminable, la Nada nos devore. La Nada, en este caso, sería el equivalente a quedarnos obsoletos, de cara a la pared, negando que fuera de nuestra casa existe un mundo enorme.
Además de ese hipervínculo, las redes sociales son, para los soñadores, un espacio donde esbozar, un cuaderno donde anotar ideas peregrinas, dibujar historias breves y jugar.
Cuaderno de bitácora vital, conexión interpersonal, ejercicio de imaginación; un texto de Instagram puede contener verdad, manos tendidas y ficción. Aunque, seamos sinceros, será también, independientemente de la intención o motivación de su creador, lo que el lector quiera que sea. Pero ese es otro tema.
Desde 2017 vengo compartiendo textos, prosa poética, pedazos de historias que servirán en el futuro como puntos de partida, esbozos que no llevarán a ningún sitio, reflexiones y vida. No vida privada, solo vida. En la era de la inmediatez, en el momento histórico en el que más conectados estamos pero más solos nos sentimos, es la palabra una vez más, lanzada al vacío de la red, lo que nos une de una manera que es difícil de explicar. Quizá pase lo mismo que con las canciones…, que a veces alguien escribe por nosotros lo que nos es complicado expresar.
A mí también me pasa. Sigo algunas cuentas en Instagram en las que encuentro respuestas para preguntas que aún no me he hecho. Y es en el alivio que siento al leer lo que otros comparten donde encuentro la pasión para seguir escribiendo. Lejos de lo dañino que, no seamos comeflores, existe también en estos lares.
Las palabras nos reconfortan. Las palabras nos unen. Las palabras son abrazos. Y aquí van los míos: un recopilatorio de lo sentido, imaginado, vivido y trabajado en los últimos años.
La posibilidad de que alguien sienta que tener este libro en la estantería es guardar muy cerca un punto de encuentro me ha animado a publicarlo. Pensar que todos estos textos puedan suponer un refugio donde buscar algo que reconforte también.
Esta idea me la distéis vosotras, como casi todo lo bueno que tengo, así que… aquí están, con humildad, con honestidad, con toda mi imaginación, con toda mi sinceridad, un buen puñado de abrazos, pero de los buenos.
Los abrazos lentos.
ELÍSABET BENAVENT

La noche es para los valientes

La noche es para los valientes. Y para nosotros. Para los que se hablan en susurros al oído y se ríen por cosquillas y vergüenza.
La noche es para las brujas, los hechizos y las maldiciones. La noche es para los sueños, joder…, y también para joder un rato si es lo que quieres.
La noche es para las palabras lo que la magia para tus mejillas. Así que aquí estoy, buscando palabras en un ejercicio de prestidigitación y dejando que me hables al oído para que me dictes el final de esta historia a la que cada vez le quedan más páginas por escribir.
La noche es, sin duda, para las musas.
Odio

Odio tener que calcular… con números y con personas.
Por eso soy de letras y huyo de los que imagino que, más que sentir, cuentan con los dedos conquistas, besos, favores o mensajes de texto.
Odio que los planes me salgan mal y odio recular. Llevo mal la frustración, qué le vamos a hacer.
Odio los consejos que nadie pidió.
Odio el cursor del ordenador parpadeando y las palabras por salir.
Odio que no me alcancen las fuerzas y, a veces, hasta dormir.
Odio el postureo, aunque acepto que se contagia.
Odio cuando la gente no está cómoda porque finge ser alguien que no es. Odio que esa gente me haga sentir incómoda a mí. Odio que me lo haga alguien a quien aprecio de verdad.
Odio que me dejen plantada, con la palabra en la boca o que me mientan cuando pregunto. Si pregunto, es para saber, no para que me soben el lomo.
Odio que me miren mientras como, que me cuenten las horas de sueño, las toallas húmedas al salir de la ducha, mi risa, la gente que no sabe decir «Ey, me encanta estar contigo», los abrazos falsos, las miradas de arriba abajo cuando no dicen «Te comía entera», las palabras vacías…
Pero…

A veces no tengo la menor idea de lo que estoy haciendo.
Es la pura verdad.
Pero…
¿Y qué?
¿Está de más?
¿Saberlo todo no le quitaría la emoción?
A veces no sé qué narices hago, pero esas ocasiones suelen ser hijas del «ya lo pensaré mañana», «me encanta» o «solo un poco más». Vamos, los impulsos, que toman las riendas, amordazan a la razón y nos llevan de viaje. Hagamos locuras maravillosas. Olvidémoslas mañana.
Controlémonos menos en todo aquello que nos hará felices. Que la vida son dos días… y medio lo pasamos durmiendo.
Breve carta a un desconocido

Querido tú:
Sé que no soy nadie para dar consejos, pero permíteme un par…, quizá alguno más. Voy a susurrarte algunas de mis verdades, aunque es posible que no sean las tuyas.
Aprende a querer bien, sobre todo a ti mismo. Si te acuerdas de ella, escríbele. No juegues; nos aburre y desespera. Sé un caballero, pero selo siempre. Que cuando se desnude delante de ti se sienta poderosa, no avergonzada. No juzgues su experiencia, inexperiencia, sus errores, el largo de su falda o su manera de decir «coño» y «joder» constantemente. No quieras cambiarla. Si te hace sentir débil, díselo. Si te hace sentir fuerte, también. Si la admiras, no te lo calles, porque la grandeza que ves en ella no te hará más pequeño.
No mientas, tampoco para hacerla sentir mejor; es un placebo que ni siquiera dura lo suficiente como para que no duela. No te escondas, sé tú mismo. Si te acuestas con su recuerdo, busca la manera de que lo sepa. No des las cosas por sabidas o entendidas. Acaricia. Besa. Busca ese rincón de su cuello donde huele más a ella y donde le encanta que la besen. Mírala a los ojos. No hace falta que le abras la puerta o le retires la silla, pero respétala siempre, dale espacio, que sea libre y no la creas tuya nunca. Es suya, pero quiere estar contigo, ¿no es mejor?
Mándale esa canción que te recuerda a ella y pregúntale cuál escucha cuando piensa en ti. Tócala ahí, justo ahí. Y, si se te pone dura con que solo muerda tus dedos o tu hombro, muéstraselo. Susúrrale al oído que te vuelve loco cuando no sepas qué hacer o qué decir. Cógela de la mano y echa a correr por las calles de Malasaña. Que no os falte el vino ni las risas. Dile que brilla si lo hace. Dale lo que te pide si puedes dárselo y atrévete a pedirle lo que necesitas.
Sé tú, joder, pero auténtico, sin crecerte ni ponerte tonto porque te mire o te hable. Sé tú y que ella sea ella. Lo demás importa poco.
Fdo.
YO
Sentir el golpe

Uno de mis mayores problemas es darle vueltas a la cabeza. Pienso demasiado en un caos extraño. Dice mi mejor amiga que es cosa de nuestro signo del zodiaco, que somos así. Todos tenemos un punto melancólico y, por lo visto, a los cáncer nos gusta regodearnos en él de vez en cuando.
A veces escribo cosas para que no las lea nadie. A veces me retuerzo las entrañas con palabras hasta que me duele. A veces lo hago incluso con canciones, a sabiendas de que me dejarán hecha polvo. No es solo cosa mía, sé que muchos lo hacemos. Una vez alguien me dijo que en ocasiones nos tiramos de cabeza aun sabiendo que no hay agua solo por el placer de sentir el golpe. Quizá sea verdad.
La vida

Madurar es complicado…, creo que por eso lo hago tan despacio. La vida no es, definitivamente, una fiesta, pero tiene sus partes divertidas. Muchas, joder. Tiene palabras increíbles, locuras transitorias, piel, carcajadas plenas, conciertos, zapatos, gatos, cosas que brillan y poemas (algunos más viejos que los abuelos de nuestros abuelos). Existen fotos antiguas, las tortillas de patata poco cuajadas, unos vinos estupendos que a veces traen experiencias muy completas.
La vida está salpicada de viajes, puestas de sol, amaneceres que te pillan volviendo a casa, caricias y explosiones, paseos en coche con la ventanilla bajada en plena primavera, besos, abrazos, amor del de toda la vida, tartas de manzana, pintalabios, carreras a toda prisa sin prisa ninguna por las calles empedradas, chistes malos que de malos se dan la vuelta y son buenísimos, aromas atrayentes, libros increíbles, películas inolvidables, canciones que atenazan las entrañas, sonrisas sinceras, amigos de siempre, sueños, tazas, ropa interior poderosa, tíos que dan risa, personas maravillosas y la posibilidad de empezar cada día una nueva versión.
Así que… que el final nos pille muy viejitos y con la mochila de las emociones a tope. Bienvenidos sean los que las llenen de verdad y los que al mirarte, sencillamente, te vean.
Imperfectas

Con una cerveza sobre la mesa y un vacío en el pecho.
Con los labios pintados y una sonrisa sincera.
Riéndonos a pleno pulmón. Llorando. Con tacones. En zapatillas. Con nuestros vaqueros preferidos o con el pijama más viejo.
Perfectas. Sin serlo. Perfectas siendo imperfectas, con el carmín corrido o una carrera en la media. Quemando la noche o metiéndonos en la cama a las nueve. Deseando. Con pereza. Con las manos largas o una mirada tímida.
Todo, siempre, coquetas; porque en lo que somos, en la contradicción, el artificio, lo sincero y lo escondido, está la clave. El personaje redondo. La chica perfecta porque no lo es. Y no se castiga por ello.
Amor propio

Cuida de tu amor propio; es el que te permite amar y amar bien. No lo confundas con el ego, porque no estamos hablando de lo mismo.
El amor propio es ese cosquilleo en la nuca cuando sabes que estás donde no deberías; la sonrisa en el espejo, estés guapa o no, por el simple hecho de que te la mereces.
El amor propio es saber gestionar que alguien te quiera bien, que te abrace y te dé cariño; es saber que eres merecedora de aquello bueno que te llega.
El amor propio es el que para los latigazos que te das y proporciona la pomada adecuada para las heridas. También el que te dice «Venga, va, que ni esto es un drama ni eres la única persona sobre la faz de la tierra» y que además reconforta: «Ya, pero quiero acurrucarme un ratito más».
Saberse débil pero que no importe; aprender de las caídas, los tropezones y las zambullidas kamikazes; repartir lo bueno, asumir lo malo, darse tregua, exigirse un mínimo; dormir un día hasta las dos de la tarde; comer solo en una cafetería especial porque sí; decidir dónde ponemos la barrera y, sobre todo, llegar al «hasta aquí» y no sobrepasarlo.
No permitas que nadie, buscando llenar un vacío, te vacíe a ti.
No permitas convertirte en tirita ni quieras salvar a nadie.
No regales tiempo, energía ni cariño a quien responde a zarpazos, por muy herido que sepas que esté.
Tú eres el amor de tu vida y mereces lo mejor.
Añoranza

Echar de menos. Cosas. Personas. Lugares. Emociones.
Añorar las mariposas en el estómago de una noche de mucho frío o el sabor de un beso.
Sentir nostalgia al recordar nuestra casa. Esa parte del sofá que te gusta, la novela que tienes pendiente desde hace un mes, tu taza preferida y un café; morriña.
Morriña también de tus brazos, de la risa genuina que se me escapa de los labios, aunque no quiera demostrarte qué me hace gracia. Echar de menos el olor de tu cuello, tu rastro en mi piel y el sabor de tu saliva, aunque solo sea en un beso breve, de los de despedida.
Añorar dormir muchas horas sin importar que no suene el despertador y la ilusión de tener planes para cualquier cosa. La tranquilidad de nuestro caos. Las excusas para tocarnos, vernos, ser.
Echar de menos como en los libros. Como yo añoro ahora nuestra casa, mi Madrid adoptivo, y una tarde libre para volver a encontrar una librería entre las callejuelas cercanas a Ópera.
Un puñado de estaciones

Se empiezan a notar los años, sobre todo acumulados alrededor de los ojos que han visto, llorado, pestañeado y soñado tantas cosas.
Se notan las ojeras de las noches mal dormidas, las carcajadas más profundas.
Se nota la vida.
Hoy hablaba sobre la eficacia o no de las cremas en la piel y, aunque siempre seré una defensora de cuidarla con mimo, creo que la risa es el cosmético desconocido.
Que nos lluevan encima muchas primaveras como esta. Que nos caigan inviernos como el pasado. Que nos maduren veranos como el que nos espera. Del otoño ya hablaremos cuando hayamos superado todo esto.
Cosquillas

Punto y coma, porque a veces hace falta parar un segundo a respirar antes de seguir, pero la vida continúa. Aunque te hayas equivocado, aunque seas muy humano, aunque tengas miedo o te sientas solo. Paras, tomas aire y decides. Ser sincero o callar. Ser de verdad o seguir representando un papel.
Las opiniones son como los culos (todos tenemos uno y pensamos que el de los demás apesta), pero diré que mejor ser de verdad, aunque te mires al espejo y veas esos defectos que serían capaces de ponerte de rodillas, aunque le enseñes al mundo dónde tienes las cosquillas. Mejor ser de verdad, porque lo otro…, lo otro no es vida.
No voy a pedir perdón

No soy perfecta. Tampoco aspiro a serlo. Tengo mil defectos; algunos me dan igual, otros los odio. A los dieciocho años soñaba con un cuerpo como el de mis amigas, pero, ahora, ¿qué más da?
Mi cuerpo me ha dado más alegrías que penas.
Y, como dije una vez en mi blog, no voy a pedir perdón…
Ni por mis tobillos, que no son todo lo delgados que pensé cuando era pequeña que debían ser por culpa de la maldita Barbie, ni por mis piernas, torneadas y carnosas, ni por mis muslos, aunque en verano a veces me moleste el cariño que se tienen entre ellos.
No voy a pedir perdón por mis caderas, por mis nalgas, por mi cintura o por mi pecho. Por supuesto, no voy a disculparme por mis brazos, mi espalda ni mi papada.
Este cuerpo, este que a algunos les supone un problema al mirarlo, es capaz de cosas maravillosas. Gracias a él doy buenos abrazos. Mis labios han besado mucho en la vida: algunos besos de pasión, bien dados, con ímpetu y lengua, y otros de ternura, acompañados de un abrazo.
Estoy agradecida a mi cuerpo, que aguanta conmigo jornadas largas de trabajo, madrugones, pocas horas de sueño, muchos cafés, meses de dormir más en camas de hotel que en la mía, y aún tiene ganas de reírse, a veces por la chorrada más grande del mundo. Junto a él cumplí muchos sueños.
Gracias también a él sé lo que es el placer. Me ha enseñado muchas cosas intensas, me ha llevado al límite y ha superado las expectativas. Es mi hogar, es mi piel, que disfruto y enseño solo a quien yo quiero.
Este cuerpo que me ha permitido nadar en muchos mares, recorrer sitios increíbles, que me ha descubierto la emoción a través de su piel de gallina y el corazón acelerado…, este montón de huesos, músculos, grasa, piel y terminaciones nerviosas que sienten el sol, la velocidad, el cariño, el cansancio, el placer, el dolor, la tensión, el orgasmo y las caricias no se merece que pida perdón, solo que le dé las gracias.
Así que ya ves. Si los años sirven de algo, es para avergonzarse de dejar que cualquier niñato superficial te haga sentir mal. Aquí estamos nosotras. Y punto.
Estaciones de tren

¿Qué tendrán las estaciones que siempre recuerdan a palabras por decir? Despedidas. Huidas. Cansancio. Ganas de llegar a casa y de escapar.
El sonido de las maletas modernas sobre los baldosines no cuadra con la imagen en blanco y negro de los abrazos y el fantasma de los besos que alguien dio, atreviéndose a decir «Te echaré de menos».
Solo queda condensar lo aprendido este invierno y lo vivido en una primavera, que a ratos fue especial y a ratos dolorosa (pero siempre intensa), en un puñado apretado de palabras que, quizá mañana, formen parte de una historia que llegue a vuestras manos.
¿Hay trato?

Querida Elísabet:
Ya va quedando menos para tu cumpleaños y llevo días dándole vueltas a algo.
¿Te acuerdas de esa foto de cuando tenías veinte años que rompiste? Salías en biquini y odiabas (ODIABAS) mirarte con tan poca ropa. Si tuvieras la oportunidad de ver esa foto hoy en día, seguramente te parecería que estabas genial y mirarías a aquella Elísabet con envidia y una pizca de decepción; ay, querida, con cuántas tonterías te torturaste, qué precioso tiempo perdiste avergonzándote de tus muslos, tu espalda, tu culo, tus brazos… Así que ahora que vas a cumplir algunos más, tengo un propósito para ti: disfruta, ríete hasta que te la sude la papada que te sale en las fotos, mírate al espejo y di «Ale, a petar el molómetro» y pisa con fuerza en la calle, aunque te rocen los muslos. ¿Sabes por qué deberías hacerlo? Para no ver una foto tuya de ahora dentro de veinte años y pensar de nuevo… «Ay, querida, con cuántas tonterías te torturaste, qué precioso tiempo perdiste». ¿Hay trato?
Me gusta(s)

Me gustas con la barba tupida,
con la sonrisa torcida de saberte malo,
mirándome descarado las tetas,
porque te da igual que te pille con los ojos
donde después pondrás las manos.
Me gustas callado sobre la cama,
con la mano sobre tu cuerpo,
provocándome sin saberlo
solo con arrastrar las yemas de tus dedos
sobre el vello de tu pecho.
Me gustas leyendo, concentrado,
aunque sea algo simple:
la carta de un restaurante,
un mensaje,
mi expresión,
mis ojos,
un beso.
Me gusta que me des sed.
Me gusta que me dejes sin saliva que tragar,
porque sigues poniéndome nerviosa
y eso me gusta.
Me gustan tus abrazos,
quizá más que tus besos.
Me gusta hundir la nariz en tu cuello
y fingir que no te huelo,
que no me importa,
que no me deshago entera
si el matiz de tu perfume me acompaña un par de horas.
Me gustas sonriendo como un niño,
hablando como un hombre,
desmoronándote, humano,
y flaqueando para mí,
ofreciéndote débil.
Me gustas corriendo por la calle,
con los dedos alrededor de mi muñeca,
diciéndome entre risas que llegamos tarde,
no sé si a una cita o a la vida,
ya me dirás si lo averiguas.
Me gusta el recuerdo de pasar frío contigo
y de sudar a tu abrigo.
Me gustan tus besos en la punta de mi nariz.
Me gusta que no te asuste mi miedo.
Me gustas hasta cuando me haces daño,
cuando pías,
cuando te quejas,
cuando tienes sueño (puede que siempre),
cuando disfrutamos la misma canción,
cuando haces burla de mi vergüenza,
cuando me agarras de la cintura,
cuando resoplas… en cualquier contexto.
Me gustas cuando te sabes guapo.
Me gustas andando,
sentado,
jodiendo y jodido.
Me gustas diciendo «No te quiero»,
medio en broma medio en serio.
Recordando en silencio,
arrepentido,
provocando,
aterrado pero aguerrido.
Me gustas, niño, pero me callo.
Si ya lo sabes…, decirlo no tiene, al fin y al cabo, sentido.
Contigo

Injustas.
Pecaminosas.
Egoístas.
Húmedas.
A carcajadas.
Superficiales.
Borrachas.
A las tantas.
Al despertar.
Con café,
o con un vino,
(o seis).
Acompañando un pitillo.
Prohibidas.
Mal hechas.
Con esfuerzo.
Con placer.
Con un nudo en la garganta.
Llenas de palabras.
Empapadas en saliva.
Al sol.
Sabias.
Dañinas.
Rabiosas.
Inocentes.
Patosas.
Inconscientes.
Bien pensadas.
Mal ejecutadas.
Entre las páginas de un libro.
En la pantalla.
Llegando a los oídos en forma de canción.
Perdidas.
Halladas.
Con miedo.
Tan tarde que amenazan con no servir.
Atajando lo que podría salir mal
(peor, quiero decir).
Bondadosas.
Estrafalarias.
Dignas de un loco,
o muy cuerdas
(según el momento).
A la luz del día,
o de cualquier farola;
en un callejón escondido.
Confusas.
Cariñosas.
De verdad.
Una farsa.
Pero todas contigo.
Si te huelo…

La verdad debe ser eso.
Eso que está hecho un nudo en mi estómago,
agazapado y enroscado,
caliente y ácido.
Una cuerda de palabras mal tragadas,
la mezcla de miradas y mentiras piadosas,
la papilla masticable de lo que uno no debe, no puede,
de lo que no existe
pero vive.
La verdad son preguntas para las que no tendré respuesta.
Las letras de unas canciones,
cantadas entre dientes,
tras las que escondo un «te echo de menos»
o un «así es como te siento,
punzante en el centro de mi pecho».
La verdad es un miedo visceral a que te alejes
y el pánico a que te acerques lo suficiente.
Es la espera eterna entre el «esto no es nada»
y el «yo sin esto no puedo».
La verdad tira en una náusea
mientras tararea en mi oído
una letanía de «no me olvides» y «no te vayas»
que nunca, seamos sinceros,
terminó de tener sentido.
La verdad es la nada a la que se reduce todo.
Porque mientras ponemos orden a lo que fuimos,
intentamos bautizar lo que somos
y decidimos qué querremos ser,
no somos nada más que nada
y un puñado de espera que ya no me cabe en las manos.
La verdad es la mirada que echo a tu boca,
esperando que seas tú quien empiece a hablar,
deseando que digas un par de palabras,
y que el pánico que me atenaza los dedos
me deje deslizar, de nuevo,
las yemas sobre tu barba.
Y mientras enrosco la tapa del tarro donde guardo los recuerdos,
dejo escapar el aire de mi nariz en el centro de tu pecho,
aspirando tu olor hasta que no quepa nada más dentro,
sin saber qué o por qué lo estoy haciendo.
La verdad, pequeño,
es el aire contenido en mis pulmones desde entonces
y cómo sigo cerrando los ojos si te huelo.
Desnuda de pretextos

Mirarse en el espejo desnudo de pretextos, enarbolando la verdad, aunque duela.
No hace falta público. A veces con saberlo uno mismo vale; porque cuando aceptas y asumes lo que hay, los pasos suelen dirigirse hacia donde deben.
Supongo que, al final, no hay caminos correctos; solo intentos de llenar, de una u otra manera, la vida.
Mirarse en el espejo y decir «Esta soy yo, esta es mi piel».
El día que murió mi abuela

Nos empeñamos en ver algo romántico en el acto de decir «adiós», aunque sea terrible y duro. Quizá es porque sabemos que todos nos vamos de algún modo de las vidas de otros y el fin último es ese, irse.
¿Cuándo empezamos a despedirnos? De la adolescencia, de la ingenuidad, de esa persona a la que quieres con las vísceras a pesar del daño, del verano, de las emociones masticadas… ¿Hay un momento para decir conscientemente «adiós»? Porque a mí me parece que cuando decidimos que «se acabó», en realidad, eso, sea lo que sea, ya llevaba mucho tiempo lejos.
Ojalá las despedidas fueran siempre fáciles, dulces, sencillas, pero no suelen serlo. Nos persigue la nostalgia y el no saber si nos estaremos equivocando y precipitando. Otras veces decir «adiós» es doloroso porque no habrá posibilidad de volver a abrazar, a sonreír, a oler…, solo el recuerdo. Y el recuerdo siempre es mentira, porque ya no somos las personas que lo vivimos.
Hoy llevo mucho pensado, vivido, compartido. Hoy no ha sido un día fácil. Pero, también hoy, he reído y me he hundido en los brazos de mis padres para entender que, si hay cosas enteras, es absurdo preocuparse por medias.
La vida, a veces, enseña a bofetadas.
Un mal jueves. Un adiós. Una nueva lección vital.
Julio

Dormir en braguitas. Los domingos con brisa. Las vacaciones. Barbacoas y un cubo lleno de hielo y cervezas heladas. Los polos de limón. Las siestas…, también en braguitas. Los morros pintados de fucsia. Las fotos del mar, la playa, tú riéndote, yo mirándote, una copa empañada… pero con colores saturados. Los biquinis con volantes. Ropa estampada con helados, frutas, flamencos, palmeras y cactus. Cómo se erizan los pezones al entrar en la piscina despacio. Las terrazas iluminadas con bombillas. Mi cumpleaños. Los chicos con una camisa blanca, vaqueros desgastados y unas gafas de sol. El pelo recogido de cualquier manera. La frente empapada de sudor por un buen motivo. Un paseo en bicicleta. Cantar una canción que me recuerde a ti, tumbada y con los ojos cerrados, sonriendo. Un agua con gas y una rodaja de limón. Verte. (Eso siempre). Y la sandía. Sobre todo la sandía.
No soy muy de verano, pero… tiene (tenemos) su (nuestro) encanto.
Breve historia en un beso

Su primer beso fue bajo un árbol, en una de esas noches de verano suaves, con brisa. Se escuchaba la caricia de las hojas por encima de sus cabezas y una risa avergonzada que precedió al acercamiento.
Ella, apoyada en la carrocería de un coche, le agarraba la camisa blanca entre sus dedos; él con una mano en su cadera, sobre el vestido negro, y con la otra acariciaba con el pulgar la piel del cuello que quedaba a su alcance.
Fue un beso pulcro, bonito, respetable, prometedor…, que se desdibujó al abrir los ojos.
Porque no era verano. No se oía calma, sino trasiego; el tráfico, la ciudad, las calles y la soledad. El frío cortaba. Llovía en un Madrid que de húmedo se pudría. No era su primer beso, sino el último. Pero ella tenía su camisa entre los dedos y él acariciaba con el pulgar su garganta.
Fue un beso sucio, escondido, prohibido y desesperado, pero ninguno de los dos esperó jamás mariposas, arcoíris y cuentos.
Ella solo quería no salir más herida y él… quién sabe lo que en realidad quiso.

Nosotros

Hay canciones que son olores,
olores que se instalan en el paladar,
donde la lengua puede devolverlos a la vida,
junto a ese puñado de recuerdos manoseados,
que escondes bajo la almohada
de tanto soñar.
Hay personas que son canciones,
una amalgama de sentimientos
revueltos y sin especificar.
Un pellizco en las tripas
y ganas de gritar,
a veces por el placer de escuchar la voz,
a veces para escupir la rabia.
Hay rabias que son heridas autoinfligidas;
por no saber.
Por no decir.
Por dejar pasar.
Por no decir «tú»,
sea cual sea la pregunta.
Hay escondites a la vista de todos.
Miradas que son un mundo.
Silencios ensordecedores.
Ausencias tan llenas que ahogan.
Respuestas para todo.
Soluciones a la nada.
Y luego estamos nosotros,
que vete tú a saber
y yo a entender.
Nada que leer

Echo de menos que me mires de frente, sin esconderte. A veces creo que lo evitas porque temes que lo lea todo en tus ojos; a ratos, pienso lo contrario, que no hay nada que leer o que yo soy ya analfabeta para tus letras.
Añoro que me cuentes secretos con canciones. Que me digas sin decirme, que lo canten por ti otros que hayan escrito ya unas letras para nosotros.
Pienso mucho en el frío de la calle y los planes cálidos, en que perder el tiempo contigo a ratos es ganarlo. En sonrisas, en carcajadas, en musas y en ganas. Ganar cosas que se escurren de los dedos.
Canción de cuna

Duérmete niña,
duérmete ya,
que lo que tenga que ser,
será.
Ponle a la noche
una capa de inconsciencia.
Que todo brille.
Que nada importe.
Que lo que tenga que ser,
será.
Malasaña

Las calles guardan recuerdos. Siempre. Y vuelas al rememorar, al desear, al soñar, al pisar de nuevo cada adoquín.
Malasaña vuelve a ser protagonista en mi próximo proyecto, quizá porque corrí por sus callejuelas en días que se convertían en noches y noches que terminaban en madrugadas. Allí soñé mucho y volé alto…, y reí con fuego en los pulmones y brindé por promesas que cumplí con una sonrisa u olvidé entre lágrimas. Conocí y trasnoché, apagué colillas e intenté dejar de fumar, permitiendo escapar de entre mis labios un humo dulce. En el empedrado de sus calles destrocé la suela de mis botas altas y me morí de frío dentro de mis zapatitos de tacón bajo. Me perdí, me encontré, besé, abracé, conocí, arriesgué, me tiré a la piscina, bailé, robé, encendí, apagué, me encabroné y quise. Quise a rabiar. Y de nada, ni de unas cosas ni de las otras, me arrepentí jamás. Ni lo haré.
Tenemos voz para pelear por lo que queremos. Tenemos pecho para sentir lo que decimos. Tenemos verdad y nunca es tarde para decirla.
Mis pequeños motores

Me encanta levantarme, darme una ducha y acostarme otra vez, aunque no vuelva a dormirme. Es un acto de «rebeldía» con el que a veces empiezo mis vacaciones.
Me gusta trabajar de noche, con calma, los auriculares puestos, un vaso de agua con hielo, aunque sea invierno, y canciones que no me recuerden a nadie.
Las camas deshechas me parecen sexis, como si contuvieran el recuerdo de mucha intimidad.
Tengo mil peros que ponerle a mi cuerpo, sin embargo, adoro el color de mi pelo que aún no he conseguido hacer creer a mis sobrinos que es natural.
Que la gente a la que quiero comparta canciones conmigo me hace feliz: un wasap con un link a YouTube o a Spotify me hace el día (y muchas de mis amigas ya lo saben).
Soy amante del silencio. Si estoy sola en casa, puedo pasarme días sin hablar. Canturreo, eso sí, pero si considero que no hay nada que añadir, prefiero masticar palabras a escupir mentiras.
No me haré la guay; me gusta la soledad, pero hay días que me mata, por más rodeada de gente que esté.
Soy bastante obsesiva y, en ocasiones, que falle una sola pieza hace que todo el puzle se me descalabre.
Me encuentro leyendo, escribiendo, escuchando música, curioseando en una librería, aprendiendo, cocinando, cantando…, aunque ojalá lo hiciera como mamá. Me quedé a medio camino entre cantar bien y no hacer el ridículo. Pero no me subas nunca a un karaoke…, aúllo como una animal.
Estoy un poco enamorada de lo oscuro; de la ropa negra, de las pelis de terror, de los cuentos de Lovecraft, de las historias de fantasmas, de los cementerios y de los paisajes lluviosos. Una casa en semipenumbra donde se escucha la lluvia y huele a café es mi sitio.
Nunca tendría suficientes libretas, velas, pintalabios, zapatos, libros y pijamas. Soy muy desordenada, pero soy buena disimulándolo.
Mi sueño preferido es que vuelo. Y cuando sales tú.
Me gusta la gente con manías que no esconde que las tiene; me aburren soberanamente las personas que intentan pasar por perfectas, porque me enamoro de la imperfección cada día.
¿Y por qué este texto? Porque recordar nuestros pequeños motores hace avanzar la historia.
Nacimos para ser felices, no perfectos ni interesantes.
Tantas cosas y ninguna

¿Qué es el amor?
Escribo sobre ello; debería tener una mínima idea de lo que hablo. Sin embargo, sigo andando a tientas.
El amor es el último trago de un refresco en un día de mucho calor. Un abrazo sin venir a cuento, con los ojos cerrados, sin importar quién mire y cuánto dure. Es pasar cuarenta minutos delante de un escaparate eligiendo un regalo. El amor es decir «Me marcho, no puedo más» y las razones por las que el otro hará que valga la pena quedarse. Porque querer también es decir «No te vayas».
Querer es una lucha diaria por mantener puertas cerradas y abrir otras tantas. Es llamar porque se ha estropeado el aire acondicionado, decir «No te duermas aún, me apetece que hablemos un rato» o esas miradas que besan antes que los labios.
Amar a alguien es dejar de ser cobarde. El amor es tragarse el orgullo, escribir un mensaje, preguntar una chorrada para tener una excusa para hablar. El amor es aprender a decir «Te echo de menos», «Me has hecho daño», «No concibo mis días sin ti», «Solo quiero bailar si es contigo» o un sencillo «¿Cómo estás? Estoy pensando en ti».
Querer es comprar algo inútil porque hace ilusión. Es perder el tiempo y sentir que se gana. Es salir corriendo por calles empedradas, hasta arriba de sueños, risas y vino, y que no importe cuándo suena el despertador. El amor es un «ve al baño, yo te espero», un cigarrillo a medias, un «qué guapa eres, joder», un «baja, estoy en el portal, vamos a pasear un rato» y para los clásicos un «te quiero». Pero un «te quiero» que no responda a cárceles de convencionalismos, que no sea repetir un mantra o una muletilla antes de colgar el teléfono. Los «te quiero» casi se escupen de entre los labios, porque queman y anidan en el pecho hasta pudrirse si no se dicen.
Amor es tocarte el lóbulo de la oreja cuando nadie mira y esperar que sepas qué significa.
El amor…, tantas cosas y ninguna, y todas podrían resumirse en una canción.
Mi propuesta de hoy «Powerless», de Rudimental con Becky Hill.
El ancla

¿Qué es echar de menos?
Es un ejercicio de paciencia, que a veces termina en desesperación, otras en reencuentro y muchas en olvido.
Añorar es el símbolo de que dejamos un ancla en algún sitio o en algún pecho y que, o nosotros o el lugar donde nos anclamos, echamos a andar con otro rumbo.
La lógica diría que se echan de menos cosas que llenan. Esas que nos hacen reír como si la risa fuera lava y nuestra boca un volcán. Explosión de felicidad momentánea. Esas que hacen germinar sentimientos dulces, colores pastel y sabor a nostalgia cuando se acaban. Ojalá se quedara solo ahí. Porque en ocasiones (y no en pocas) se añora el esfuerzo, lo salado (las lágrimas, el sudor, el mar, como decía un poema que leí hace días), lo que nos vacía de tanto llorar y gruñir, lo que nos pone delante del espejo y saca lo peor de nuestras lenguas. ¿Añoramos también lo malo? No, supongo que en ese caso añoramos sentir.
A pleno pulmón, a manos llenas, a orgasmos, a veces en éxtasis o en silencio.
Los síntomas pueden variar de un individuo a otro: hay quien no puede dormir, quien sueña, quien quiere un abrazo, quien deja de comer, quien come a manos llenas, quien se agarra a lo que le rodea, quien pide lo que necesita y añora, quien se dedica a joder porque se miente y no acepta que se le fue la risa sin saber.
El resultado tampoco es el mismo. A veces echar de menos es el primer signo de alarma; otras, la única forma de curar una herida que el otro no quiere sanar cuando está cerca…, en el resto, la primera fase del olvido.
Añorar es solo la respuesta a un vacío. En nuestra mano queda entender dónde quedó lo que nos llenaba cuando no sentíamos frío.
Escribe

A ti,
Sí. A ti.
Déjame pedirte algo. No soy pedigüeña, tan solo para los besos, así que, por favor, concédemelo.
Escribe. Si te gusta, si sientes que las palabras brotan de las yemas de tus dedos, si te quitan el sueño…, escribe.
Escribe sin parar hasta que aprendas que dentro de cada una de las letras estás tú, en posición fetal, rezando para que nadie te reconozca y, a la vez, deseando que se conviertan en espejo, reflejo, calma.
Escribe, por favor, pero déjate el alma en cada página; nunca des por bueno lo primero que salga, jamás dejes de ponerte en duda. Pero…
Pero no te castigues, no te escondas, no te justifiques. Las palabras no están ahí para que inventes a alguien que no eres; jugar a correr en los zapatos de otro no es fingir ser otra persona. La diferencia se entiende con los años.
Sueña. Hazme soñar también. Deja que, entre tus páginas, siga el camino de baldosas amarillas de los recuerdos, me pertenezcan o no.
Siéntete libre y deja que te crezcan las alas a las que a veces tienes miedo.
Escribe. Que tu historia, la mía y la de aquel que se abrió a ti sin saber muy bien por qué engorden las mayúsculas y las minúsculas. Cambia. Juega. Ay…, jugar te gusta…, por eso terminaste con letras en las manos, en los párpados, en los tobillos, en el futuro.
Escribe. Y si dudas…, escribe con dudas. Y si estás seguro…, escribe y luego busca a alguien que tenga las dudas por ti y entre los dos sellad el trato de ser honestos y decir siempre la verdad, al menos en lo que a las letras se refiere.
Y cuando acabes, sé consciente de que eso que tienes delante es tu reflejo.
Y que te desnudaste por completo.
Ojalá yo

Ojalá escribirte ahora,
en pleno insomnio,
para contarte lo de mi miedo a volar.
Cómo imagino que siempre es mi último viaje.
Cómo, aun así, nunca cedo al pánico.
Ojalá poder llamarte ahora,
que todo está tan quieto,
y confesarte un par de canciones
y dejar que deslices tú otras tantas
que hablen por nosotros.
Ojalá escuchar cómo respiras a mi lado,
que vuelvas a decir eso de «Pon el despertador»,
«Quédate un rato»…
Y ponerlo.
Y quedarme.
Ojalá oír cómo me preguntas si queda agua
y decirte que no,
que tu piel me da sed,
que me bebí el mar al besarte,
que tu sexo me seca la boca,
aunque me empape entera.
Ojalá ver cómo te ríes,
porque no sabes si tengo más sueño o hambre de ti.
Y esa sonrisa que se te escapa,
y se clava entre mis dos pechos,
cuando llegas a la conclusión de que nunca tendré suficiente sueño
como para no tenerte hambre.
Ojalá saborear aquí, ahora,
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