Nada que ver contigo de Gema Samaro

A compartir, a compartir! Que me quitan los posts!!

Nada que ver contigo de Gema Samaro pdf

Nada que ver contigo de Gema Samaro pdf descargar gratis leer online

Aitana trabaja en una compañía energética y está a punto de firmar un contrato con un cliente, que sería el último humano con el que tendría algo.
Y no solo porque aún se esté recuperando del palo de que Gabriel la dejara de la noche a la mañana, sino porque Martín, su cliente, es lo más opuesto a ella.
Aitana es una chica de ciudad, espontánea, sociable y cerrada al amor; en cambio, Martín ama el campo, es el dueño de una exitosa finca en la que cultiva productos ecológicos, es duro y arrollador, y está abierto a tener una relación seria y estable.
Además, como a esto último hay que añadir que Martín es escandalosamente guapo y con unos impresionantes ojos azules, Aitana considera que Martín es perfecto para su amiga Gala.
A Gala le encanta la naturaleza, le ponen los bordes y los raros, y está deseando tener una relación con alguien que sepa lo que quiere.
Así que se presenta con Aitana en la finca el día de la firma del contrato, sin embargo, en quien Gala se fija en cuanto llega es en Javier, el enigmático chef que trabaja en el restaurante de la finca y con el que, aunque ella no lo sepa, tiene cuentas pendientes.
Y tanto se cuelga Gala del chef que se apunta a sus cursos de Huerta y Gastronomía en la finca, adonde acude cada sábado en compañía de Aitana, a la que le espera un descubrimiento extraordinario.
Pues se percata de que no hay nada mejor para superar su ruptura con Gabriel que ponerse un sombrero de paja, meter las manos en la tierra, arrancar malas hierbas, plantar lechugas, recoger limones o echarse siestas a la sombra de una encina centenaria.
Y con él, con Martín. Ese ser que no tiene nada que ver con ella, pero por el que siente tal atracción que van a estallar todas sus certezas…


por

Etiquetas:

Comentarios

4 respuestas a «Nada que ver contigo de Gema Samaro»

  1. Capítulo 1
    Después de un fin de semana para olvidar, lo primero que hizo Aitana al llegar el lunes a su despacho fue llamar a Martín Albaida para comunicarle que tenía listo el contrato.
    Y desde luego que era la última persona con la que le apetecía hablar ese lunes de mierda, en que llovía a mares y hacía un frío tremendo, a pesar de ser finales de febrero.
    Pero cuanto antes se quitara ese marrón de encima, su día podría empezar a remontar, aunque fuera un poco.
    De hecho, se había comprado un café y un cruasán en la cafetería de la esquina que pensaba zamparse para sacarse el mal sabor de boca que Martín Albaida iba a dejarle tras la conversación.
    De eso estaba segura, ya que cada vez que hablaba con ese tío borde, puntilloso, exigente y obsesionado con manejar la negociación, terminaba practicando todas las técnicas de respiración que conocía para no mandarle bien lejos.
    Más que nada porque estaba en juego un jugoso contrato y porque el acuerdo con el hortelano, terco como sus mulas, era perfecto para promocionar la campaña de compromiso medioambiental y social en la que su compañía estaba inmersa, influir y dar credibilidad a potenciales clientes.
    Vamos, que tenía que firmar como fuera…
    —¡Buenos días, Martín! Soy Aitana Rojas de la compañía…
    —Te tengo registrada en mi teléfono. Ve al grano —le interrumpió Martín, con su voz grave y profunda. Y borde como él solo, por supuesto.
    Sin embargo, Aitana respiró hondo, sonrió y repuso como si no le afectara para nada la aspereza del hortelano:
    —Te llamo porque tengo buenas noticias. Tengo listo el contrato. ¿Te parece bien que quedemos el jueves para firmarlo?
    —¿Me lo has mandado? —inquirió tras lanzar una especie de gruñido.
    Aitana resopló temiéndose lo peor y, haciendo acopio de aplomo y paciencia, respondió:
    —Ahora te lo envío. Y tú tranquilo que están todos los puntos que hemos acordado.
    —Estoy tranquilísimo, eres tú la que bufas como una yegua.
    —¿Qué? —replicó Aitana, apartando un poco el teléfono para que no escuchara su respiración.
    —Que respiras raro, como si estuvieras ansiosa. Y eso es porque seguro que me has liado alguna con el contrato.
    Aitana hizo una respiración abdominal que le enseñó un tío con el que tuvo un rollo de verano en Ibiza, lo único útil que sacó de aquella relación, y luego replicó:
    —Llevamos bastantes semanas negociando este asunto y me parece que es tiempo suficiente para que hayamos generado confianza entre nosotros.
    —Tú mándame el contrato. Y ya te diré algo. No obstante, de firmar, si es que lo que me mandas me convence, tendría que ser el sábado.
    Aitana pensó que ese tío daba por saco hasta con la elección del día de la firma, si bien lo que dijo fue:
    —¡Perfecto! El sábado me viene genial.
    —¿Por qué? ¿No decías que la ciudad estaba llena de planes apasionantes? —replicó Martín, mordaz.
    —Madrid siempre. Por eso no me pierdo nada si me escapo una mañana de sábado al campo. Todas las exposiciones, todos los garitos, todos los eventos van a continuar ahí y…
    Aitana no pudo seguir hablando, puesto que para su horror sonó su teléfono móvil y comprobó que quien llamaba era Gabriel.
    Y no podía ser. Su ex no podía estar llamándola después de que la dejara de un día para otro, dos semanas antes de la Navidad.
    —¿Por qué te quedas callada? ¿Ya no sabes qué inventar? No pasa nada. Sé que lo que quieres es echarme el lazo cuanto antes. Y yo firmaré gustoso si…
    El teléfono móvil no paraba de sonar y Aitana, a pesar de que se había prometido a sí misma que iba a tener contacto cero con su ex, de repente, se vio descolgando el teléfono y pidiéndole a Martín:
    —¿Podrías esperar un momento que me está entrando una llamada muy urgente que debo atender?
    Y eso que Aitana sabía perfectamente que no debía atenderla, que, como Gala le había dicho hasta el hartazgo, Gabriel iba a volver a aparecer y ella tenía que ser fuerte.
    Pero no podía.
    Tenía que cogerle el teléfono, tenía que escucharlo, saber qué quería…
    —Te espero, estoy sembrando pimientos —habló Martín interrumpiendo el torrente de pensamientos de Aitana.
    Y a ella le vino muy bien, ya que pensó que Gabriel debería importarle justo eso: un pimiento.
    No obstante, como su cabeza iba por un lado y su corazón por otro, lo que hizo fue darle las gracias a Martín, ponerle en espera con una música relajante y descolgar el teléfono a su ex:
    —Dime —masculló Aitana en un tono que intentó que fuera borde, si bien le salió fatal porque sonó un tanto lastimero.
    —¡Hola! Solo llamo para saber cómo estás —dijo Gabriel con un deje afligido.
    Aitana pensó que cómo podía preguntarle la obviedad de cómo se encontraba, después de que la dejara sin previo aviso y con un montón de planes y proyectos por delante.
    —Imagina —musitó ella, porque no podía decir otra cosa.
    Gabriel se quedó unos segundos callado y luego habló compungido:
    —Tuve que hacerlo así. No había otra manera. Pero ¿tú cómo estás?
    A Aitana la insistencia de su ex le sentó tan mal que sintió que le hervía la sangre y solo pudo responder:
    —Hicimos el amor dos días antes de que me dejaras. Luego, me dibujaste un corazón de vaho en el cuarto de baño. Teníamos planes. Íbamos a pasar la Semana Santa en la Provenza, una semana de julio en Bali y en noviembre nos íbamos a casar en la iglesia que tú elegiste. ¿De verdad que no pudiste hacerlo de otra forma? ¿Tú sabes cómo me sentí cuando esa mañana me dijiste que te ibas? —preguntó, elevando más el tono—. ¡No entendía nada! —exclamó exasperada—. ¡Todo estaba tan bien que te recuerdo que esa semana en que decidiste dejarme teníamos cita con los de la inmobiliaria para ver una casa con jardín en la que se suponía que iban a crecer nuestros hijos, para los que ya teníamos elegidos hasta sus padrinos! —gritó con una mezcla de pena, rabia y frustración.
    Gabriel se quedó callado unos instantes, carraspeó y replicó:
    —Ya no tiene sentido que hablemos de esto. Pasó y ya está. Yo solo quería saber cómo estabas.
    Aitana, de pronto, lo vio todo tan claro que replicó más furiosa todavía:
    —¿Para qué?
    —¿Cómo que para qué? Fuiste una persona importante en mi vida. Me preocupo por ti —respondió como si fuera algo evidente.
    Aitana negó con la cabeza, apretó las mandíbulas y repuso:
    —No. Tú solo te preocupas por ti. Lo único para lo que llamas es para confirmar que estoy destrozada y darte un buen chute de narcisismo apestoso. Pero lamento decirte que desde que te largaste estoy mejor que nunca.
    —¡Ya veo, ya! Apenas estás amargada, ni resentida, ni cabreada…
    Aitana soltó una carcajada nerviosa y exclamó gritando bien fuerte, porque tenía la suerte de ocupar un despacho al fondo del pasillo y perfectamente insonorizado:
    —¡Eso es lo que tú quisieras, cretino! ¡Y voy a colgar porque tengo muchas cosas mejores que hacer que hablar contigo!
    —No he llamado para que me insultes —repuso Gabriel muy digno—. Y precisamente porque siempre había cosas más importantes que yo, pasó lo que pasó.
    Aitana con un cabreo que no podía con él, solo pudo gritarle antes de colgar:
    —¡Vete a la mierda, Gabriel! ¡Y no vuelvas a llamarme en tu puta vida!
    Luego, hizo unas cuantas respiraciones profundas, forzó la sonrisa y recuperó la llamada de Martín:
    —Martín, disculpa, ya estoy contigo.
    —Tranquila, la película ha estado mucho más entretenida que el jazz instrumental que siempre sueles ponerme.
    —¿No te he dejado con la música de espera? —preguntó Aitana, lívida.
    —Me he tragado todo el drama y lo que está claro es que no te puedes fiar de los tíos que van pintando corazones en los espejos del cuarto de baño…

  2. Capítulo 2
    Hasta el momento, Aitana se había empeñado a fondo en sobrellevar su drama con suma discreción, y solo su amiga Gala estaba al tanto de lo ocurrido, por lo que farfulló:
    —¡Dios! ¡Qué vergüenza!
    Martín chasqueó la lengua y replicó restándole importancia:
    —¿Por qué? Eso nos puede pasar a cualquiera…
    Aitana, que lo que menos esperaba era un arranque de empatía, por parte de ese ser que llevaba toda la negociación tocándole las calandracas, repuso:
    —No sé si es tan frecuente que te dejen de un día para otro y encima que, meses después, te llamen para confirmar que no levantas cabeza y reprocharte que él nunca fue tu prioridad.
    —No me extraña que no lo fuera. Yo no me iría con un pintor de corazones de vaho ni a la vuelta de la esquina.
    Aitana resopló, miró por la ventana de su despacho de Gerente de Desarrollo de Negocios Comerciales, enorme y minimalista, y se sorprendió confesando al hortelano:
    —Al principio fue idílico. No he conocido jamás nada igual. Era el chico perfecto. Nos pasábamos hablando por teléfono hasta las tantas. Teníamos los mismos gustos en muchas cosas: restaurantes, garitos, galerías de arte, musicales, películas, series… Éramos dos espíritus afines. No paraba de hacerme regalos. Yo me sentía la reina de Saba. Total, que después de estar saliendo tres meses, nos fuimos a vivir juntos. Y aquello iba tan bien que a los seis meses ya conocíamos a nuestros padres. Pero poco después todo se torció…
    —¡Menos mal! —gruñó Martín—. Dios aprieta, pero no ahoga.
    —¿Cómo que menos mal? —preguntó Aitana, que no pudo evitar sonreír.
    —Joder, porque en tu relato hay muchas cosas que me chirrían.
    —Y tanto. Al poco dejé de parecerle tan genial, siempre sacaba punta a todo lo que decía, nuestros gustos ya no eran tan parejos y empezó a decirme que tenía que tonificarme más. Y aparte de que no es nadie para exigirme qué hacer con mi cuerpo, sabía que me paso el día en el despacho y apenas me da tiempo a ir al gimnasio tres veces a la semana después de almorzar. Luego, siguió escalando con reproches, con discusiones absurdas y allá por septiembre empezó a sacar al perro de su madre, que vivía a media hora de nosotros, después de trabajar. Salía a las ocho del despacho y regresaba sobre las once de pasear al perro.
    —Jo, jo, jo. ¡Qué tío más patético!
    Aitana entendía perfectamente que su cliente se partiera de risa, porque la situación no podía ser más penosa:
    —Tiempo después me enteré de que estaba liado con su fisioterapeuta. Pero estando con él, te juro que no sospeché nada. Como la madre tiene sus achaques y el perro es muy peculiar, me tragué que solo Gabriel podía sacarlo. Y dos semanas antes de la Navidad, cuando teníamos proyectado todo lo que has escuchado, de buenas a primeras, una mañana me dejó. Y no me dio ninguna explicación. Me pasé las Navidades sola, las peores Navidades de mi vida, sin contar nada a nadie, más que a mi amiga Gala, pues no sabía ni qué contar. ¡No tenía ni idea de lo que había pasado!
    —¿Qué ibas a contar? Que ese tío era un gilipollas y que menos mal que te lo quitaste de encima.
    Aitana se encogió de hombros y siguió recordando a su pesar:
    —Después de Navidad a mi familia y a mi entorno les conté que lo habíamos dejado de mutuo acuerdo. Todo el mundo lo sintió mucho, decían que parecíamos felices…
    —Nosotros empezamos a hablar en diciembre —recordó Martín—. Y estuve en Madrid el día 21, si lo llego a saber, podíamos haber quedado.
    —¿Para qué? ¿Para hundirme más en la miseria? —replicó Aitana que no pudo evitar sonreír otra vez.
    —No, mujer, para ir a Cortylandia y a doña Manolita a comprar lotería. ¡Peor suerte ya no ibas a tener!
    —Ja, ja, ja. ¿Cortylandia? ¿Tú vas a Cortylandia? —inquirió Aitana, convencida de que le estaba vacilando.
    —Es una tradición —respondió muy serio.
    —Ah, bueno, sí. Claro. Tú tradicional eres un rato… Lo que me está costando que introduzcas cambios…
    —Si lo dices por la app de pago en el restaurante, la huerta y las entregas a domicilio…
    —Lo digo por todo. A todo le pones pegas —habló Aitana, liberada, después de pasarse semanas de negociación tragando quina.
    —Pero al final te vas a llevar el gato al agua. Y, ahora, sigue con tu historia que es mucho más interesante.
    —¡Madre mía, no sabía que fueras tan chismoso! —exclamó Aitana, alucinada.
    —No me gusta quedarme con las historias a medias. Termina mientras sigo con los pimientos.
    —¿Allí no llueve? —preguntó Aitana, con la vista puesta en la ventana.
    —No. Está el cielo encapotado, pero de momento no llueve.
    —Aquí sí. Y no sé qué hago contándote esto. Es un sincericidio que no puede traerme nada bueno.
    —Solo sé que te agradezco que hoy no me hayas torturado con el jazz instrumental.
    Aitana se recostó en su sillón giratorio y, tras dejar la vista perdida en la lluvia que cada vez era más fuerte, confesó:
    —No sé cómo he podido cometer semejante error. Pero cuando la pifio me gusta hacerlo a lo grande, así que ¿qué más quieres saber? ¿Cómo me sentí tras su abandono? Uf. Por aquellos días estaba en shock. Me costaba creer que me estuviera pasando eso. Estaba convencida de que Gabriel recapacitaría y volvería…
    —Quita, quita. A enemigo que huye…
    —Ya, si la teoría me la sabía, pero en la práctica fue horrible. Del shock pasé a la tristeza, todo me recordaba a él… Su ropa, las sábanas, las toallas… Le pedí que se lo llevara y no respondió. Así que me fui a un descampado y lo quemé todo. Lie una que acabé llamando a los bomberos. Es que empezó a levantarse viento y me acojoné un poco… Pero al final todo bien.
    —Si me lo llegas a decir, lo habríamos quemado aquí en el campo tan ricamente y luego nos habríamos comido un chuletón a su salud.
    —No tenía el cuerpo para chuletones. Esto del duelo es horrible, porque tras la pena me vino el martirio de la culpa.
    —¡Vaya vía crucis! Tenías que habérmelo contado y te habría invitado a que vinieras a recoger patatas.
    —¿Para incrementar mi sufrimiento? —preguntó Aitana.
    —La huerta descomprime la mente.
    —A mí seguro que me estresa. En mi nuevo hogar no tengo ni plantas de plástico, con eso te lo digo todo.
    Martín, seguro de que esa chica hablaba porque tenía boca, le preguntó:
    —¿Tú sabes lo que es comerte una zanahoria recién cogida? ¡De solo olerla se te quitan todos los males!
    Aitana celebró que ese hombre fuera tan básico como para que sus males se espantaran olisqueando una zanahoria, pero su mente era mucho más sofisticada y compleja:
    —Lo mío fue de traca. Porque tras la culpa, me vino la ira. Y mi válvula de escape fue ir al punto limpio móvil de Ribera de Curtidores y estampar, una a una, las tres vajillas de cincuenta y seis piezas que nos regaló su madre, mientras le llamaba de todo… Para mis adentros, claro…
    —¡Pero si es lo que se merecía! Tenías que haber ido a pregonarlo con un buen megáfono.
    —No creo que hubiera servido de mucho. Lo de destrozar vajillas ya te digo que no funcionó y me pasé a la pintura. Me compré un montón de lienzos de todos los tamaños y saqué mi ira fuera en forma de trazos violentos de color verde y de color rojo. En vano, porque seguí con la ira dentro y ahora tengo diecisiete cuadros espantosos en casa que siempre me olvido de llevar al punto limpio.
    —¡Dámelos a mí! ¡No los tires! —exclamó Martín con entusiasmo—. Tengo un vestíbulo enorme en mi finca y estaba pensando en decorarlo con cuadros alusivos a la huerta. Así que tus pinturas verdes como las lechugas y rojas como mis famosos tomates, ¡son perfectas!
    Aitana estaba convencida de que el hortelano no la había escuchado bien y volvió a insistir:
    —Mis cuadros son pinceladas rabiosas ejecutadas en plenos ataques de ira que solo transmiten angustia, desasosiego, cólera, dolor… Mirarlos me hacen sentir tan mal que los tengo escondidos detrás de las puertas y vueltos contra la pared.
    —Pero todo depende de la mirada y el contexto. En mi finca, en pleno campo, esos trazos pueden plasmar perfectamente la explosión de los productos de la huerta. Un delirio de rábanos, pepinos, lechugas, pimientos, alcachofas y demás. ¡Tú tráetelos, que a mí me hacen el apaño!
    Aitana sonrió porque para nada habría esperado que la llamada de Martín hubiera tomado esa deriva y confesó:
    —Esta conversación sí que está siendo un delirio.
    —Tráete los cuadros el sábado.
    Aitana no se resistió, al darle lo mismo llevarlo al punto limpio que a la finca, la cosa era librarse de ellos y replicó:
    —Tendré que pedirle a Gala la furgoneta, porque hay algunos cuadros enormes. Y en mi casa solo estorban. Ya no vivo donde antes. Como todo me recordaba a él, tuve que dejar el apartamento donde estaba de maravilla y marcharme a otro más pequeño, menos luminoso, con vecinos ruidosos y mucho más caro.
    —Y ¿todavía tienes el cuajo de coger el teléfono a ese merluzo? —preguntó Martín que no daba crédito.
    —No he podido evitarlo. Y eso que, por su culpa, también me he bajado Tinder y he cometido el error de quedar con tíos que mejor ni te cuento. Solo por eso no tenía que haber aceptado la llamada. En fin, supongo que algún día acabaré asumiendo que es idiota, soltaré la rabia y pasaré al fin página —aseguró Aitana mientras clavaba la vista en la pantalla de la computadora y se disponía a buscar el contrato de Martín.
    Y él, con una determinación absoluta, replicó para sorpresa de Aitana…
    —Sé cómo se cura lo tuyo: con sombrero de paja y azada.

  3. Capítulo 3
    Aitana al escuchar aquello se puso a la defensiva y le preguntó bastante mosqueada:
    —¿Me estás queriendo decir que lo mío son tontunas que se pasan trabajando duro en el campo? ¿Crees que no trabajo duro en la compañía, entre otras cosas, soportando a clientes tan picajosos como tú?
    —Lo digo porque superé lo mío con Jade en la huerta.
    Jade. Aitana escuchó ese nombre y lo primero que pensó fue que ese hombre no podía tener una Jade en su vida.
    Sonaba demasiado sofisticado. A él le pegaba otra cosa…
    Un nombre de mujer de toda la vida, algo así como Bonifacia o Sinforiana, pero Jade…
    Por lo que descartó que estuviera hablando de una chica y dedujo:
    —¿Jade? ¿Tu perra?
    —Mi ex. Rompimos hace dos años. Y coincidió además con la muerte de mi padre. Lo dejé todo, me vine a la finca y, gracias a tareas como cavar y arrancar malas hierbas, logré asimilar las pérdidas.
    A Aitana, que para nada esperaba una historia así, le faltó tiempo para decirle:
    —Siento mucho lo de tu padre. Y me alegro de que superaras todo aquello…
    —Mi padre murió de repente y después de llevar un tiempo distanciados. Y con Jade decidimos dejarlo porque no había manera de que llegáramos a ningún acuerdo.
    —No quiero hacer sangre, pero negociar contigo no es nada fácil —dijo Aitana al tiempo que adjuntaba el contrato al correo electrónico que iba a enviarle.
    —Por eso estás a punto de enviarme el contrato que sabes que voy a firmar.
    —Pero me has hecho sudar tinta china.
    Martín sabía perfectamente lo duro que era negociar con él y, aunque era reservado para sus cosas, decidió que después de lo que se había abierto Aitana, tampoco pasaba nada si él también se mostraba un poco.
    —Lo que me pasó con Jade no tiene nada que ver con la negociación que he tenido contigo. Lo nuestro fue un flechazo, pero cuando se nos pasó el colocón nos dimos cuenta de que lo que para ella era negociable, para mí era algo esencial. Me estoy refiriendo a que ella es una bróker de Nueva York, que viaja por todo el mundo, que llevaba fenomenal que solo nos viéramos unos cuantos días al mes y que no tenía pensado tener hijos en los próximos quince años.
    A Aitana le parecía aquello tan raro que no pudo evitar preguntar:
    —¿De Nueva York?
    —Sí, nos conocimos allí.
    Aitana, que siempre que hablaba con el hortelano estaba sembrando pepinos o recogiendo remolachas, reconoció:
    —Estaba convencida de que nunca abandonabas la huerta.
    —En la huerta llevo solo dos años. Antes me dedicaba a otras cosas, y en cuanto a mi relación con Jade, acabé harto de los viajes, de la distancia y de no poder tener una relación estable y formar una familia. Así que lo dejamos. Y al poco murió mi padre, tuve una crisis brutal y decidí venirme a la finca. Y fue una buena decisión, aquí encontré un refugio seguro, consuelo y alivio.
    —Vaya… —musitó Aitana que, de repente, empezó a ver a Martín con otros ojos.
    Le seguía pareciendo un borde y un tocapelotas, pero su historia le provocó cierta ternura. Y nada más que eso.
    —Me recompuse oliendo a tierra mojada, olvidándome del reloj, viendo crecer a las semillas, y recordando que, si haces tu parte, la naturaleza te devuelve el favor y llega la cosecha, a pesar del mal tiempo y las plagas. Y te parecerá una estupidez, pero gracias a la huerta recuperé la esperanza y la fe en el futuro.
    Aitana pensó que pasarse el día viendo crecer a los rábanos, a ella le habría hundido en el pozo y habría suplicado a gritos a Dios que se la llevara, pero para ese ser huraño y hosco comprendía que la huerta fuera su particular paraíso:
    —A pesar de que aborrezca los geranios y las pilistras, puedo entender perfectamente lo que te ayudó tu huerta.
    Martín aferrado a las semillas, las miró, las tocó con el pulgar y confesó a esa chica que estaba seguro de que no podía entenderle:
    —La huerta me hizo reconciliarme con el misterio de la vida, me obligó a echar raíces, a planificar mi día de sol a sol, a ralentizar mi tiempo, a disfrutar de la belleza de…
    —¿Las berenjenas? —preguntó Aitana, convencida de que para ese tío todo lo que salía de la tierra era bello.
    —O de tumbarse bajo una encina o de disfrutar del zumbido de una abeja…
    Aitana puso un mohín de asco y confesó sin ningún reparo:
    —Los zumbidos de las abejas deben estar en mi top 5 de sonidos que me dan grima. El 1 es la voz de Gabriel… ¡Qué asco!
    —¡Anda que comparar a una abeja con ese tiparraco! ¡Ya te vale! El caso es que en el campo me vi obligado a prestar atención y dedicación a algo ajeno a mi confusión, a mi ira, a mi tristeza…Y dos años después, aquí sigo plantando pimientos. Y feliz y en paz, aunque te cueste creerlo.
    —Cuesta, cuesta… Porque pareces un tanto ¿rancio y amargado? —replicó Aitana en otro arranque de sinceridad que no pudo reprimir.
    —Soy un tío serio, pero te juro que no tengo ira, ni rencor, ni resentimiento dentro.
    —¡Qué suerte! Yo sí. Tengo muchísimo de todo eso dentro. Ahora que ya encontraré la forma de sacármelo y pasar a la fase en que Gabriel sea un fantasma, por el que no sienta más que indiferencia.
    —El huerto es genial para escardar los pensamientos, serenarse, revitalizarse y volver a tener confianza en el futuro —insistió Martín.
    En vano, porque Aitana estaba segura de que jamás iba a plantar un rábano por mucho que la renovara y revigorizara y replicó:
    —La esperanza en el futuro no la pierdo del todo, más que nada porque ahora sé detectar a tiparracos como Gabriel a kilómetros de distancia. Pero aún no estoy preparada para tener una relación… Ni para volver a quedar con tíos de Tinder.
    Martín se subió la capucha de su chubasquero, al estar empezando a llover, y confesó:
    —Yo sí que estoy preparado.
    Aitana, alucinada con lo que estaba descubriendo de ese tío que no dejaba de sorprenderla, preguntó:
    —¿Tienes Tinder?
    —No. No tengo bajada ninguna aplicación. ¡Qué te voy a contar a ti!
    —Ya, por eso me ha extrañado, con lo que me ha costado convencerte de las bondades de nuestra aplicación, alucinaba con que te hubieras bajado una de citas.
    —No va conmigo —aseguró mientras la lluvia caía cada vez más fuerte.
    —A mí me encanta la tecnología. Y conozco gente que ha encontrado así al amor de su vida. Yo me lo bajé pensando que podía ayudarme a superar lo mío, pero ha sido tal desastre que me la voy a quitar porque quiero seguir teniendo algo de fe en la humanidad.
    —Jo, jo, jo.
    Aitana también soltó una carcajada y luego le contó para que acabara de partirse la caja:
    —Ha habido citas en las que he tenido que arrojarme al alcohol y a las cachimbas para poder soportarlas.
    —Tiene que haber una fauna ahí metida… —masculló Martín, bajo la lluvia que ya caía a mares.
    —Supongo que tiene que ser una muestra de lo que hay en la calle. No sé. En mi caso, tal vez haya tenido mala suerte, porque solo me topo con wokes.
    —¿Con qué?
    —Con tíos tan concienciados con la injusticia y todas las problemáticas sociales que, al último, un politólogo que trabajaba de ferretero, le arrebaté la cachimba y me la fumé entera, porque yo ya no podía más con tanta chapa indignada y doliente.
    —No soporto a los pelmazos que no saben de lo que hablan.
    —Oye, ¿y eso qué suena qué es? ¿Está lloviendo?
    —Sí, a mares.
    —¿Colgamos? —preguntó Aitana que visualizó a Martín hasta las cejas de barro.
    —Estoy con el manos libres y tengo el teléfono metido en el bolsillo del chubasquero. No se moja. Ahora me iré a coger ajos. Me encanta hacerlo bajo la lluvia…
    Aitana encontró al hortelano tan natural y con las cosas tan claras que no solo lo empezó a ver con mejores ojos, sino que de repente se le pasó algo por la cabeza…
    —¿Y entonces dices que estás abierto al amor y a tener algo serio?
    Martín sonrió, porque después de las negociaciones tan duras que habían tenido, lo que menos podía figurarse era que Aitana iba a considerarle como una alternativa al chasco de Tinder, y dijo con orgullo:
    —Tengo treinta años. Ya es hora. Y supongo que, a estas alturas, sabrás que yo no soy un woke de esos. En ese aspecto, puedes estar tranquila…
    Aitana se mordió los labios para no soltar una carcajada nerviosa y luego pensó que cómo Martín había podido deducir que ella quería algo con él, por lo que se apresuró a aclararle:
    —Ya, ya. Pero no te pregunto por mí. Somos completamente opuestos. Y yo solo tengo veintiocho años. Tengo toda la vida por delante. Y paso de líos. Hablo en genérico…
    Martín pensó que era cierto que eran muy diferentes, pero a lo largo de ese tiempo de negociación había descubierto en Aitana un montón de cosas que le gustaban. Y él tampoco cerraba la puerta a nada…
    —Estoy abierto a lo que venga. Y yo no soy de líos tampoco. En la vida hay que mojarse y comprometerse a fondo.
    A lo que Aitana replicó, empezando a madurar esa idea que no dejaba de rondarle por la cabeza:
    —¡Me parece genial! Y no lo digo por mí, que estoy cerrada a todo, lo digo por… Bueno, cosas mías. Y ahora mismo te voy a mandar el contrato —habló Aitana que se lo envió y le pidió entusiasmada con su repentina ocurrencia—: ¡Revísalo y el sábado nos vemos!

  4. Capítulo 4
    El primer sábado de marzo, una mañana soleada y fría, y después de meter los diecisiete cuadros en la parte de atrás de la Volkswagen California naranja de Gala, las dos amigas pusieron rumbo a la finca de Martín…
    —¿Tú crees que llegaremos a nuestro destino? —preguntó Aitana, que no se fiaba mucho de la furgoneta del año de la pera de su amiga.
    —La furgoneta está perfecta. El tío al que se la compré la ha cuidado como si fuera un hijo.
    —Y tampoco le vas a pedir demasiado a una furgoneta que te costó mil pavos.
    —¡Mil quinientos! —precisó Gala—. Y confío en las cosas bien hechas y bien cuidadas.
    —Ya, pero como apenas has hecho viajes con ella desde que la compraste —dijo Aitana, sin que su intención fuera meter el dedo en la llaga.
    Gala contrarió el gestó, miró a su amiga por un segundo y le recordó:
    —Tuve la mala suerte de conocer a Álvaro al mes de comprármela y se me fastidió todo. Pero ahora que me ha mandado a freír espárragos, me voy a resarcir.
    A Aitana la alusión a los espárragos le hizo recordar la otra razón por la que había pedido a su amiga que le acompañara a la firma y replicó:
    —¡Es lo que tienes que hacer! Y para eso he encontrado al tío perfecto…
    —¡Paso de tíos! ¡En esta furgoneta nos vamos a ir tú y yo juntas a todas partes!
    —Cuando quieras. Aunque después de la conversación que tuve el lunes con Martín, tengo la corazonada de que podría ser lo que siempre has buscado.
    Gala resopló, se encogió de hombros y repuso arrugando la nariz:
    —No, yo no busco, pero siempre me encuentro con lo mismo.
    —Martín es diferente a todos los que has conocido. Para empezar, tiene muy claro que quiere algo serio y formar una familia. Y como estás deseando llenar la furgoneta de niños y de perros…
    —Tanto como llenar la furgoneta… —la interrumpió Gala, poniendo cara de pánico.
    —Pero sí que quieres algo serio.
    Gala asintió, aun cuando tenía más que asumido que lo suyo no tenía remedio:
    —Sí, pero te recuerdo que soy una ansiosa que solo da con tíos evitativos.
    Aitana sonrió y, de repente, se vio como jefa de campaña de la candidatura a pretendiente de su cliente más tocapelotas. Quién se lo iba a decir a ella…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.