Navidad en Snowland de Idoia Amo y Eva M. Soler pdf
Navidad, esa época del año que reúne tribu y amigos, que calienta interiores y reconcilia almas… Menos para Jessie, una experta en soslayar de esas fiestas: vive en la villa, lejos del pequeño estado que la vio aumentar, y no tiene el último lucro en el vergel temático que poseen sus autores, Snowland. Ese pueblo fascinador que hace las dichas de los niños supone un problema consecuente para Jessie, sin embargo su madrastra está incorregible en que sus cachorros hereden este sitio tan particular, sobre todo ya que ella ahora no puede trabajar. Jessie acude a correr las asuetos de natividad con finalidad de ahormar a su comunidad de que vendan Snowland… y se ve envuelta en otros borradores en gran medida distintos. Un punto con atractivo, una parentela enormemente particular, flechazo, risas y mucho espumillón en una jocosa representación perfecta para deleitarse en natividades.
Capítulo 1
«Este año no pienso ir».
La frase sonaba muy firme en la cabeza de Jessie, demasiado. Se preguntó si sonaría igual cuando le tocara pronunciarla, porque, según su calendario, se acercaba el momento de la temida llamada anual.
Durante el resto del año, Jessie se las apañaba para escaquearse con relativa facilidad de celebraciones menos importantes: cuatro de julio, cumpleaños, barbacoas… sin embargo, cuando llegaba navidad, perdía su determinación y cedía.
Y es que, en su familia, las navidades eran la época más importante del año. Podían perdonar las ausencias en otras circunstancias, nunca en esa. Jessie imaginaba que ser los dueños de un parque navideño tenía mucho que ver en que fuera casi religión en su hogar.
Un hogar que sentía muy lejano, por otro lado. Ya se había encargado ella misma de potenciar esa distancia año tras año, porque no le gustaba pasar tiempo ni con su familia, ni en Biwabik, el pequeño pueblo que la había visto nacer.
Para demostrarlo, se mudó de inmediato nada más terminar la universidad. Y apenas si había regresado desde entonces, en una ocasión para el funeral del abuelo Orson y las vacaciones de navidad, imposibles de evitar.
En parte, uno de los motivos de escoger Des Moines, en Iowa, fue ese: una ciudad grande y que estuviera lo bastante lejos para no tener margen de maniobra. Sabía lo que las familias podían hacer a los hijos que vivían a pocos kilómetros y no quería pasar por ese mareo intermitente tan popular en la familia Carter.
«¿Puedes acercarte a la farmacia?»
«¿Puedes pasarte por el supermercado, ya que estás?»
«¿Puedes traer hielo a la vuelta?»
«¿Puedes hablar con el director del banco y decirle que deje de enviarme cartas?»
Un oyente desinteresado podría catalogarla como egoísta, pero eso era porque no conocía a su familia. No era lo mismo hacerle cuatro cosillas a tu madre que soportar a los Carter, que parecía que los fabricaban al por mayor. Cada vez que sonaba su teléfono, temía que fuera la noticia de algún otro embarazo, ¡por favor, ya eran suficientes en esa casa!
Des Moines se encontraba a más de cinco horas de viaje, de forma que ella quedaba excluida de la lista de esclavos. Tenía más de doscientos mil habitantes y era una ciudad como Dios mandaba, grande y llena de posibilidades.
Jessie había crecido en Biwabik, un pequeño pueblo ubicado en el condado de St. Louis, en Minnesota. No llegaban a los mil habitantes, así que no era un sitio muy concurrido. Sus padres lo habían elegido precisamente por ese motivo: tras ser feriantes durante muchos años, cuando por fin decidieron hacer realidad su sueño de tener un parque de atracciones propio, se encontraron con que en una ciudad grande no era tan sencillo. De modo que el orden habitual de buscar el mejor lugar para vivir y después conseguir trabajo se invirtió: Duncan y Aurora localizaron el sitio perfecto donde poder instalar su parque, y allí se mudaron.
El ganador fue Biwabik, donde la poca densidad de población, las inclemencias del tiempo, los escasos negocios y comodidades en general hacían que el terreno saliera muy barato.
De esa manera tan poco habitual, Aurora y Duncan primero construyeron su parque y, después, la casa familiar justo al lado. No suponía el menor problema ya que la gente estaba acostumbrada a viajar para acudir a parques de atracciones y, al final del día, no había miles de vecinos molestos que perturbaran su vida. Eso bastaba para que fueran felices, ya que no necesitaban mucho más: tenían supermercado, farmacia, un bar que hacía las veces de cafetería, restaurante y discoteca si era necesario, una tienda de ropa y un par de talleres mecánicos. Un único colegio de primaria (para secundario había que viajar hasta Duluth, a una hora de distancia), una pequeña parroquia y poco más.
Lo que a sus padres les parecía tan maravilloso, no entusiasmaba tanto a sus hijos. Jessie tenía un hermano mayor, Nick, al que le había tocado apechugar en el parque bastante más que a ella, y quién sabía si, por ese u otro motivo, jamás se había desviado del camino que se suponía debía seguir: instituto, universidad, trabajo. Nick era cirujano y trabajaba en el hospital de Duluth, pero aún vivía en Biwabik.
«Qué horror. No pienso ir».
Cuando era pequeña, Jessie creía que todo el mundo vivía en sitios como Biwabik. Disfrutaba con lo que tenía sin otras aspiraciones, sin anhelos de ningún tipo… hasta que, con once años, su tía Donna se la llevó un fin de semana a Duluth. Fue cinco años antes de quedarse embarazada de los gemelos, y por esa época Donna era la tía que cualquier niño querría tener. Divertida, comprensiva si era necesario, con algún caramelo o moneda en el momento oportuno y sí, moderna. Su manera de ver la vida no siempre coincidía con la de su madre, aun así, Aurora confiaba en ella a la hora de dejarle a sus hijos.
Y ese fin de semana en Duluth cambió la vida y la perspectiva de Jessie. Se dio cuenta de lo grande que era el mundo, de la cantidad de cosas maravillosas que tenía por ofrecer. Incluso con once años, supo darse cuenta de lo que se perdía. Cosas que jamás había visto en la pequeña caja de zapatos que era Biwabik: gente, música, luz, algarabío, tiendas, restaurantes, parques de juegos. Todo era como un carrusel interminable lleno de atractivas posibilidades que alcanzó su máxima expresión en el Walmart.
A menudo Jessie era consciente de que no trabajaba en unos almacenes Walmart por casualidad. No: desde aquella primera vez que pisó uno, supo que era carne de centro comercial. Ese fin de semana fue idealizado durante años, hasta el punto de ser uno de sus mejores recuerdos de la infancia. Cuando su tía la llevó allí, no solo le abrió la puerta a un montón de tiendas, sino a otro mundo, y la posibilidad de vivir de otra forma.
Jessie iba de un lado a otro, sin dejar de mirarlo todo: las enormes jugueterías, las heladerías, los cines, los escaparates de luces blancas y luminosas, todos decorados con exquisita armonía… las niñas que, con solo un par de años más que ella, llevaban los labios pintados y aros de colores en las orejas. Y los niños que reían tras ellas, con los brazos llenos de cómics, mientras jugaban a atraparlas en un inocente preludio de lo que llegaría después.
Sin soltar a Donna, sus ojos almendrados se abrían más y más a cada paso que daban. En Biwabik solo tenían una tienda de ropa que abastecía a la población… no había mucho donde elegir y, debido a eso, todos los niños vestían de manera similar. Allí, en cambio, los percheros se sucedían en interminables hileras con cualquier prenda que pudieras imaginar, siempre más allá de los pantalones caquis y los jerséis oscuros De nuevo, se sentía en otro mundo. Uno con brillo, purpurina, bombillas de colores y globos de fiesta: el mundo que deseaba Jessie.
Tras esa excursión, no volvió a encontrar su sitio en Biwabik. Se lamentaba de la crueldad de tía Donna por mostrarle un lugar en el que no podía vivir y, al mismo tiempo, su cabeza gestaba planes sin descanso. En esos planes, por supuesto, entraba su mejor amiga Jade, a la que conocía desde que tenía uso de razón.
Cuando llegó el momento del instituto, Jessie y Jade tenían una lista de cosas que pensaban hacer al acabar la universidad. Jade no se deslumbraba tanto por las tiendas y demás, pero sí le gustaba la idea de ser independientes juntas. Las dos leían con regularidad libros donde las amigas se marchaban a la gran ciudad para vivir múltiples aventuras, y era inevitable que se dejaran seducir por esa idea. Además, Jade leía mucho a Marian Keyes y siempre mencionaba a las hermanas Walsh, el mejor ejemplo de la cantidad de cosas que podían pasarle a esas cinco hermanas y sus amigas correspondientes.
Ambas tenían claro que compartirían un apartamento de dos habitaciones en una zona soleada, ni muy clásico ni muy moderno. Las dos tendrían trabajos que requirieran llevar chaqueta entallada, por supuesto, aunque no sería tan serio como para no estar de vuelta antes de las cuatro o cinco de la tarde. Los sábados saldrían de juerga, los domingos dormirían hasta tarde y subsistirían a base de chocolate y patatas fritas.
En resumen, los sueños de cualquier pareja de amigas adolescente.
En la actualidad, sin embargo, hacía meses que Jessie no hablaba con Jade. Una auténtica conversación, claro, no un intercambio de monosílabos tan apasionantes como los diez minutos del hombre del tiempo en televisión.
«No, no pienso ir. Tengo mucho trabajo. Eso es, trabajo».
Lo cual no era mentira. Las navidades eran, con diferencia, una de las épocas más estresantes en Walmart. Como directora de uno de los más importantes de Des Moines, nadie mejor que ella lo sabía. La cadena de distribución se volvía loca y enviaba pedidos imposibles que había que gestionar, las colas atravesaban el aparcamiento, la gente se volvía chillona y huraña ante la idea de quedarse sin las cosas de su lista, los mostradores y cajas echaban humo… y así todo.
Jessie siempre escogía las vacaciones en esa fecha; privilegios de ser la directora. Antes de eso, nunca se había librado, sobre todo en sus primeros años, al empezar desde abajo.
Las jornadas en las cajas eran maratonianas. También probó la zona de envolver regalos, que casi resultó peor. ¿Y qué tal reponer estanterías? Durísimo. La gente no sabía la cantidad de trabajo que escondían unos grandes almacenes, ni se lo imaginaba, o no serían tan gilipollas a veces. Aun así, le encantaba. Allí se sentía cómoda, en su hábitat, por muy agotador que resultara: los clientes pedían, tú dabas y los despedías con una sonrisa. No había más complicación, ni resquemor, ni indirectas, reproches y otras lindezas típicas de su familia.
«Es una época de mucho trabajo, mamá. Este año no va a poder ser».
Tenían que entenderlo, ¿no? Todo el mundo que se dedicaba al comercio de un modo u otro sabía que navidad y vacaciones rara vez se daban la mano. Por amor de Dios, era la directora, tenía responsabilidades. Personal del que estar pendiente, burocracia que atender.
Cancelaría sus vacaciones y listo, así cuando su familia la llamara, no habría vuelta atrás. Y si se enfadaban… pues bueno, tendría que vivir con ello, ¿no? Les mandaría unas cajas con regalos, que eso siempre ayudaba. Se portaban como un grupo de nutrias rabiosas cada vez que llevaba obsequios, que más de un codazo y dos había visto… ¿es que no podía tener una familia normal?
―¡Jessie!
La voz atronadora de Cheiw, su secretaria, le hizo pegar un bote en la silla. Se recompuso y apretó el botón.
―Cheiw, ¿qué te tengo dicho sobre lo de chillar por teléfono?
―Perdona, jefa, es la costumbre. Tanto hablar con promotores…
―¿Qué pasa?
―Te paso una llamada. Es Nick.
«¡Oh, no, no, mierda! ¿Ya?»
Presa del pánico, Jessie se planteó poner una excusa para no contestar. Joder, ¡no le había dado tiempo a planear bien qué decir! Si mentía sin cuidar los detalles la pillaría, lo sabía, Nick tenía esa habilidad.
―Ya le he dicho que estabas. ¿Tenía que decirle lo contrario? ―preguntó Cheiw ante su silencio.
Con un suspiro, Jessie carraspeó.
―No, no, está bien.
―Iba a ir a buscar la comida. ¿Alguna petición en concreto?
Si su cabeza no regía peor de lo que pensaba, estaban a miércoles, y los miércoles tocaba comida mexicana. Cheiw le preparaba complicados menús semanales para que, a pesar de comer fuera la mayoría de las veces, llevara una alimentación más o menos decente dentro de las posibilidades. En cierta ocasión que la muchacha se fue de vacaciones, Jessie hizo el intento de descifrar aquella gráfica sin demasiado éxito, pues aquel lío de flechas, direcciones e iconos de comida mal dibujados era un galimatías sin sentido para ella. Recurrió al sitio más cercano, un café que preparaba un poco de todo, y se pasó diez días comiendo sándwiches y ensaladas hasta que Cheiw regresó. Así que, cuando estaba, ni se metía. Sabía que cada día tocaba un tipo de comida distinto, y listo. Cheiw se ocupaba de variar sabores para que no terminara aborreciendo los platos y eso era todo; perfecto para ella: no cocinaba.
Otra cosa que no hacía, y motivo de crítica en la casa de los Carter. ¿Qué culpa tenía ella si pasarse las horas delante de los fogones le resultaba tan atractivo como ir al dentista?
¿Por qué parecía molestar que en su nevera solo hubiera un par de botellas de vino, unos tomates resecos y un pack de yogures caducados? Por lo general llegaba tarde a casa y no le apetecía cocinar, así que pedía algo o echaba mano de las consabidas patatas fritas.
¡Ni siquiera desayunaba en casa! Prefería hacerlo en el WaFFle CoFFee que había a un par de metros de su piso, donde el café era maravilloso y no tenías que aguardar de pie contra la encimera a que la tostadora escupiera un trozo de pan reseco.
Pero no, en la familia Carter la miraban como si fuera una asesina de bebés por no saber preparar una lasaña de diez y el pastel de queso perfecto, por supuesto con mermelada casera porque la de bote era «un suicidio azucarado».
―No, elige por mí ―soltó, resentida, y pulsó un botón tras descolgar el teléfono―. Hola, Nick.
―Hola, Jessie. ¿Qué tal estás?
―Tengo mucho lío, ya sabes cómo son los días previos a la navidad. Hay colas de media hora incluso antes de abrir.
Hubo un breve silencio al otro lado, hasta que él dijo:
―Suerte que en unos días tienes vacaciones.
―Sí, en fin. Respecto a eso…
Se mordió el labio, indecisa. Siempre le pasaba igual, no comprendía por qué se sentía tan culpable al pensar en no ir en vacaciones a casa. Sabía de sobra que no disfrutaría allí porque nunca lo hacía, ocupada en esquivar comentarios maliciosos de los de más edad y, de algún modo masoquista, se sentía peor si no cumplía.
―¿Cuándo llegas? ―Nick obvió su frase a medias.
―Verás, no lo tengo muy claro ―Jessie decidió improvisar―. Parece que a los jefes no les hace mucha gracia que me marche de vacaciones en la época de más trabajo del año, la verdad.
―Jessie, no empieces. Todos los años dices lo mismo.
―¡Porque es cierto!
―Mira, no puedes faltar ―insistió Nick, y seguido resopló―. Pensaba preparar una reunión contigo y Gideon. Tenemos que hablar.
«Gideon».
No, ese nombre no era lo que necesitaba escuchar. Él era otro de los diversos motivos por los que detestaba ir a la casa de la familia, y tampoco tenía modo de esquivarlo, porque vivía allí. Hacía años que había acondicionado el ático para instalarse en él, ¿qué clase de persona no tenía la aspiración de ser independiente?
Pero bueno, nunca se había llevado bien con su hermanastro. Resultaba curioso que fuera el único de los tres que aún trabajara en Snowland, siendo el último en llegar.
―¿Reunión familiar? ―repitió, aturdida―. ¿Qué pasa, Nick?
―Preferiría hablarlo en persona.
―Al menos dime de qué va ―insistió ella, preocupada.
―Es mamá, Jessie. No se encuentra bien.
―¿Qué le pasa? ¿Es grave?
―Tiene artritis ―dijo Nick, sin más.
Tampoco era una sorpresa, pues había antepasados en el árbol genealógico que habían sufrido esa misma enfermedad. No significaba que tuvieran que desarrollarla, solo que tenían más papeletas y, por suerte, la abuela Victoria no llegó a sufrirla. Lo que era un alivio, porque iba en silla de ruedas y solo le faltaba tener también artritis para que el cupo estuviera completo.
―Joder. ¿Tiene muchos dolores?
―Sobre todo las manos. Por ahora los calmantes ayudan, pero ya sabes lo que eso significa: no puede trabajar, y menos en Snowland.
La cosa pintaba cada vez peor. Para Aurora, el puñetero Snowland era toda su vida. Tenía una gran carga emocional porque era algo que habían construido Duncan y ella y, tras la muerte de este, lo había mantenido junto a Vernon, su segundo marido.
Jessie no veía más que complicaciones ante la noticia que acababa de recibir. No imaginaba a su madre renunciando a Snowland.
―Así que una reunión de hermanos, ¿eh? ―suspiró.
Un banquete compuesto por gusanos y escarabajos le apetecía más.
―Tenemos que hablar ―siguió Nick, con tono inflexible.
―Claro, sí. Tendremos que ver las opciones ―aventuró.
Dios mío, quizá se planteaban venderlo por fin. Snowland no hacía más que dar quebraderos de cabeza, en general: económicos, de seguridad… la lista era interminable, cuando era joven ya le había tocado meter horas allí y sabía el trabajo que tenía.
Sin su madre en la ecuación, dudaba que Gideon y Vernon pudieran sacarlo adelante. Nick no era una opción, trabajaba montones de horas a la semana, y ella igual, además de que vivía demasiado lejos para estar presente con regularidad.
No veía otra solución que vender, la verdad. Así que, seguro que de eso quería hablar Nick, porque fijo que él tampoco tenía interés en dedicarse al parque.
Bien, pues otras navidades que no se libraba de la visita familiar. Por más que, año tras año, se convenciera de que ese no iba a acudir, siempre ocurría algo que desmontaba su decisión.
―De acuerdo ―aceptó finalmente―. Bien, bien, iré.
―¿Cuándo?
―Trabajo hasta el viernes, el sábado haré la maleta y saldré para allá. Llegaré a tiempo para todo.
Y decía todo porque, en su familia, la navidad empezaba a celebrarse una semana antes. No valía con aparecer el día veinticuatro, no, sino que planeaban una agenda de lo más animada para disfrutar de las fiestas en todo su esplendor.
Estaban las rondas de villancicos con los niños, las reuniones con las mujeres del coro para tomar chocolate caliente, las tardes de compras navideñas (una para regalos y otra para comestibles), la planificación de las cenas y comidas al detalle, el día del ponche de navidad con la gente de la parroquia, la fiesta pre-nochebuena en el Star, el bar del pueblo… y todo lo que se le olvidaba, seguro. Cuando acababan las vacaciones, Jessie volvía a Des Moines más agotada de lo que había ido, por no hablar de los kilos de propina.
―Vale ―dijo Nick―. Le diré a mamá que te esperamos el sábado por la tarde, entonces. Así tendrán tu habitación lista.
Jessie miró al techo. Con el apartamento tan bonito que tenía allí, la idea de pasarse los próximos quince días en su cuarto de adolescente… que, encima, parecía un santuario. Su madre nunca lo había tocado, así que meterse allí era como viajar en una máquina del tiempo.
Era ver esos pósteres de Eminem en las paredes, y recordar cómo Gideon siempre le tomaba el pelo al respecto. Y eso era solo la punta del iceberg, claro.
―¿Qué tal los demás? ―preguntó, en un intento de borrar ese recuerdo―. ¿Jade está bien?
―Nos vemos el sábado, entonces. Adiós, Jessie.
Nick cortó la llamada, así que Jessie lo imitó. No era que su hermano fuera muy afectuoso en general, pero esa vez lo había notado más serio que de costumbre… en fin, conocía sus sesiones maratonianas en el hospital, no iba a ponerse quisquillosa. Llevaba años con ese ritmo, el desgaste no era nada nuevo. Pero lo de Aurora… joder, incluso ella veía que iba a ser un problema. Convencerla para vender costaría lo suyo, debían hacer equipo entre los tres para meter presión; además, seguro que Gideon también estaba harto de trabajar en Snowland. Nunca había puesto pegas, aunque debía tener planes, ¿no?
Mientras esperaba la comida, agarró un papel y empezó a hacer una lista de las cosas que tenía que meter en la maleta, además de otra con todos los miembros de su familia a los que debía llevar regalos.
Por suerte, Cheiw regresó justo a tiempo.
―¡Ya estoy aquí! ―La muchacha empujó la puerta con la cadera y se coló al interior.
Jessie observó cómo se acercaba hasta su mesa, depositaba la bolsa de comida y ocupaba el asiento que había frente a ella. En horario laboral, Cheiw era su secretaria y la trataba como a tal. En los descansos, comían juntas y charlaban, no como amigas, pero sí como conocidas con muchas cosas en común. Al igual que ella, Cheiw procedía de un pueblo pequeño y también se había marchado a la ciudad en cuanto tuvo la oportunidad. Vestía chaquetas ajustadas y pulcras camisas blancas y, la verdad, era muy eficiente.
―¿Qué tal la charla? ―preguntó, mientras sacaba los recipientes.
―Bien, solo quería saber cuándo iba a estar allí.
Cheiw la miró con suspicacia.
―¿Al final vas? ―preguntó.
―No tengo más remedio, parece que mi madre tiene artritis y hay que valorar la situación con Snowland.
La secretaria le alargó una especie de bol que contenía arroz, frijoles, unas rodajas de aguacate, lima y un pegote de salsa por encima.
―Ahí tienes, lo más sano que he encontrado. ―Abrió el suyo propio―. ¿No puede trabajar?
―La artritis inutiliza bastante las manos y cada vez lo tendrá peor, supongo. Así que Nick ha organizado una maravillosa reunión de hermanos para ver qué hacemos.
Los ojos de Cheiw se desplazaron sobre el escritorio de la jefa, estudiando los múltiples marcos que se posaban encima. Jessie tenía tanta familia que daba cierto vértigo, y aún en ocasiones no le quedaba claro quién era quién: sabía que tenía un hermano-hermano, y un hermanastro, pero no conocía en persona a ninguno de los dos. Solo la enorme foto familiar le daba la pista.
―¿Vais a vender? ―Cheiw puso cara de pena.
―Imagino. Es lo más lógico, ¿no? Nick no tiene tiempo de nada, yo tampoco… es lo más coherente para todos.
―Siempre frunces el ceño cuando mencionas Snowland. No entiendo por qué no te gusta, cualquier niña del mundo estaría feliz de haber crecido en un parque de atracciones navideño.
Jessie alzó una ceja. ¿Qué?
―Es como estar siempre en navidad, ¿quién no querría eso? Viajes interminables en los tiovivos, las luces, la música, el ambiente, el chocolate caliente con nubes… no sé, esas cosas gustan a todos los niños.
Claro, durante quince días. Si te pasabas los años allí metida, la cosa perdía encanto. Por no hablar de si te tocaba trabajar; sin embargo, ¿qué podía esperarse de una cría a la que sus padres habían bautizado con el nombre de un chicle de la época prehistórica?
―En fin, tengo trabajo para ti ―dijo Jessie, y alargó el papel hacia ella―. Necesito que te ocupes de los regalos.
―¿De tu familia?
No era la primera vez que lo hacía, así que Cheiw agarró la lista y la dejó junto a la servilleta, obediente.
―Sí, te he escrito al lado las fechas de nacimiento para que calcules.
―Tranquila, está controlado. El año pasado, además, apunté lo comprado, para no repetir.
―Estupendo. No olvides las chucherías de los niños, les encantan.
Cheiw pasó los ojos por el papel e hizo un ruidito.
―¿Niños? ¿Ha habido algún nacimiento que yo no sepa?
La observó, expectante. Desde que estaba a su cargo se había ocupado de manera diligente de enviar flores en cumpleaños, las famosas cajas de regalos que tanto gustaban en la casa Carter, tarjetas y cualquier cosa necesaria. Le parecía raro, no, rarísimo, no haberse enterado de algo así.
―¿Qué quieres decir? ―preguntó Jessie, perpleja.
―Bueno, acabas de decir que no me olvide de las chucherías de los niños, pero los único que me constan son los gemelos, y según el calendario, ya tienen dieciséis. Yo no los llamaría niños.
Jessie permaneció muda. Claro, Cheiw tenía razón, era culpa suya. Estaba tan desconectada de todo… cuando iba, apenas les hacía caso, y ellos tampoco parecían tener demasiado tiempo para interactuar con ella, así que era como si en algún lugar de su cerebro, Larry y Barry siguieran siendo los mocosos malcriados de siempre.
Solo que esos mocosos eran adolescentes, y estaban más próximos a la mayoría de edad que a las barritas de caramelo que les pringaban los morros de niños. Por Dios, ¡si ya podían sacarse el permiso de conducir!
Qué gran metedura de pata.
―Ya, tienes razón ―se apresuró a decir―. Una siempre los ve como niños, ¿eh?
―Es cierto. ―Cheiw soltó una risita nerviosa.
―De todos modos, hazlo como siempre. Da igual la edad, incluso a mi abuela le gustan esas malditas cajas.
Cheiw disimuló una expresión de orgullo y asintió. Ese reconocimiento a su trabajo le encantaba, porque se esmeraba mucho en preparar aquellas cajas, siempre tenía en cuenta factores como edad y sexo antes de rellenarlas. Por ejemplo, si la caja era para Aurora, la madre de Jessie, le metía galletas de canela, mermelada de la buena, varios adornos navideños, una bufanda y un montón de crucigramas. Las de los chicos, en cambio, llevaban gofres, música y calzoncillos de Calvin Klein, y así con todos. Además, Jessie no escatimaba en gastos, lo que le dejaba mano ancha.
Eso sí, mejor no le contaba que en la de su abuela Victoria siempre le metía un par de botellines de whisky, una sugerencia que provenía de la propia mujer. A saber cómo había encontrado su teléfono; el caso era que, tras recibir una llamada suya, ya no tenía dudas de qué manjares incluir además del alcohol: barquillos, chocolate y, si era posible, tabaco.
Cuando, casi con un tartamudeo, cuestionó todos esos productos altos en azúcar, alcohol y nicotina, la abuela Victoria se limitó a responder: «¿Y qué voy a hacer, morirme? Tengo noventa años, encanto».
Aquello dejó a Cheiw sin argumentos, así que obedeció. Si Jessie se enteraba quizá le cayera la bronca del siglo, pero suponía que la abuelita no tenía intención de descubrirla. De modo que ambas guardaban el secreto y listo.
―¿Tienes todo? ―preguntó Jessie.
―Desde luego. Me pondré mañana mismo y para el viernes las tendré listas, no te preocupes. ¿Necesitas ayuda con la maleta?
— He apuntado alguna cosa…
Jessie no quería, pero Cheiw era tan eficaz… seguro que se acordaba de un montón de cosas que a ella le pasarían desapercibidas y que después echaría de menos en Biwabik.
Con disimulo, desplazó la otra lista sobre la mesa hacia ella y Cheiw la atrapó, divertida.
―Me ocuparé también de esto. Ya tienes bastantes preocupaciones ―comentó.
―Gracias, Cheiw. ―Jessie apartó el bol a medio comer―. Debería intentar dejar todo el trabajo posible listo antes de irme.
Aquella era la señal que indicaba que el tiempo de la comida había llegado a su fin. Tanto si había acabado como si no, Cheiw sabía que tocaba desaparecer. La chica agarró su bol, que aún tenía más de la mitad, las dos listas de Jessie y le guiñó un ojo a modo de despedida.
Jessie miró la pantalla del ordenador, dispersa. Su cerebro ya bullía con lo que se le venía encima, empezando por tener que dejar sola a su compañera de piso, Deirdre, lo que no le hacía ninguna gracia. Deirdre aprovechaba la menor oportunidad para meter a su novio en casa, saquear la nevera y hacer todas las cosas que estaban prohibidas en presencia de Jessie.
La verdad, no sabía por qué compartía apartamento. Al mudarse lo hizo por una mera cuestión económica y ahora parecía que se había acostumbrado a Deirdre… y, en realidad, no la necesitaba. Se llevaban bien, pero Jessie tenía demasiadas normas y lo sabía. Deirdre era un espíritu libre y cosas como planchar o pasar la escoba le parecían «ataduras mundanas» que alguien con su nivel de profundidad no estaba dispuesta a asumir. De igual forma, lo de hacer la compra era tan terrenal que no estaba hecho para ella. Comer era igual de terrenal y ahí no fallaba, eso sí… en fin, que Jessie suponía que se había acomodado a tener algo de compañía, por extravagante que esta fuera. No tenía mucha facilidad para hacer amistades, así que Deirdre y Baggy, su novio, eran mejor que nada. Mientras no los pillara ejecutando una danza extraña desnudos le valía.
Sin embargo, últimamente la idea de irse a vivir sola le rondaba la mente con asiduidad. Quizá ese fuera el momento adecuado: su idea era quedarse en Des Moines y si de verdad vendían Snowland, todo sería más fácil. Sin el dichoso parque de atracciones, estaba convencida de que las navidades cada vez tendrían menos importancia en la familia Carter.
Bien, se alegraba de tener clara la postura que iba a defender. Ya solo le faltaba que sus hermanos estuvieran de acuerdo con ella.
Capítulo 2
«¡Bienvenido a Bibawik!»
Jessie frunció el ceño al pasar junto al colorido cartel. Siempre que pasaba por allí, le daba la sensación de que se burlaba de ella… o de cualquiera que se acercara. Sobre todo cuando, como en ese momento, había casi un metro de nieve a cada lado de la carretera, alcanzando justo el borde inferior del cartel.
En madera, con las letras en color azul y rojo brillante y coqueto, como si uno estuviera llegando a un sitio encantador, cuando lo que había eran cuatro casas y sí, el parque más adelante, como bien le recordó la siguiente señal, con una flecha indicando hacia dónde había que girar. Con un suspiro, pulsó el intermitente y se metió por la carretera. Todo el trayecto estaba adornado con postes blancos y rojos, en forma de bastón de caramelo, pero que también servía para marcar la carretera en caso de nevadas. Con su coche de ciudad, se alegró de que estuviera limpia, porque de otro modo, seguro que se habría quedado atascada. La familia tenía todoterrenos o pickups enormes que iban por la nieve como si fueran tanques, pero su pobre huevo, como lo llamaba ella, no estaba preparado para esa vida tan dura. Cada vez que iba por allí, sufría por él.
Redujo la velocidad al ver que comenzaban a caer algunos copos de nieve.
―Joder, no, con lo bien que iba…
Accionó los limpiaparabrisas y se echó hacia delante en el asiento, como si así pudiera ver mejor. Los enormes copos caían despacio, pero ya conocía cómo acabaría la cosa en pocos minutos: con la carretera bien blanca y resbaladiza. Por el rabillo del ojo vio los carteles que indicaban que ya estaba llegando al parque, dónde estaba el aparcamiento y dónde la entrada, lo que significaba que ya estaba cerca de la casa. Como se quedara allí atascada, Gideon tendría que ir a rescatarla y eso sí que no. Cruzó los dedos mentalmente, porque para hacerlo físicamente debería soltar el volante y no podía, y siguió recto. Ya la carretera empezaba a tener una fina capa blanca y por allí no había bastones, puesto que era su zona privada y no pasaba nadie más que ellos, la carretera terminaba en su casa.
Notó que se deslizaba hacia un lateral, giró el volante y aceleró un poco, maldiciendo la nieve, la falta de señales y Bibawik en general. Ya pensaba que acabaría en la cuenta cuando, entre los copos, vio la casa por fin. Siempre se le hacía más largo de lo que era en realidad, debía ser algo psicológico, probablemente por sus pocas ganas de llegar.
Detuvo el coche junto a la entrada y respiró aliviada. Lo malo sería sacarlo de allí si no paraba de nevar en varios días, porque lo de quitar nieve con una pala era algo que estaba en el top de su lista de motivos para no querer regresar allí jamás. Recordaba muy bien los inviernos en los que, para poder llegar a la parada del autobús del colegio, habían tenido que quitar primero la nieve alrededor de los coches.
O el tener que usar día sí y día también botas de nieve, cosa que, quizá, debería haberse planteado, ya que cuando abrió la puerta y bajó, se hundió hasta los tobillos.
―Adiós zapatos nuevos ―murmuró.
A ese paso se le congelarían los pies, así que se apresuró en sacar su abrigo para ponérselo y sus dos maletas, que llevó con gran dificultad hasta las escaleras del porche.
―¡Hola, cariño! ―exclamó su madre, abriendo la puerta―. ¡Bienvenida a Snowland!
Jessie dejó caer las maletas en el último escalón, con un golpe seco… que ocasionó al momento que la nieve acumulada sobre el tejado del porche se deslizara y le cayera encima, empapándola de arriba abajo.
Se quedó quieta, mientras terminaba de caer la nieve y, cuando el movimiento cesó, se pasó la mano por la cara.
―Gracias, mamá ―replicó.
―Es solo nieve, no pongas esa cara. Ni que fuera la primera vez que la ves. Anda, pasa, que te vas a congelar.
Mientras hablaba, Aurora gesticulaba con sus manos para que se acercara, y Jessie obedeció cogiendo de nuevo aquellas maletas traidoras. Una vez a su altura, se dejó abrazar, aunque solo unos segundos.
―Estoy empapada, mamá.
―Vete rápido a tu cuarto a cambiarte, anda. ―Le dio una palmadita en el hombro y cerró la puerta―. Está como lo dejaste.
Jessie reprimió las ganas de poner los ojos en blanco, porque siempre le decía lo mismo, como si a ella fuera a molestarle que redecoraran o lo transformaran en un gimnasio, por ejemplo.
Se quitó el abrigó y lo sacudió; su madre alargó las manos para cogérselo y ella no pudo evitar fijarse en ellas. Llevaba unos guantes sin dedos que las ocultaban parcialmente, pero se preguntó cuándo habría empezado a tener síntomas. No se había fijado hasta entonces, pero sí que se notaban los signos de la enfermad en ellos.
―Estoy bien ―refunfuñó su madre―. No me duele tanto, y estos guantes especiales que me ha comprado Gideon me alivian mucho. Así que no hace falta que me mires así.
―No te miro de ninguna forma…
―Sube a cambiarte, te prepararé un chocolate caliente con nubes.
Eso la hizo sonreír. Quizá fuera una de las pocas cosas buenas de aquel sitio: el poder tomar chocolate caliente casi cualquier día del año sin necesitar excusas.
―Vale, no tardo. ¿Dónde están todos, por cierto?
―Vernon y Gideon en el parque, claro.
―Claro.
―Tu tía y los niños en el centro, vendrán más tarde.
Jessie hizo un respingo al escuchar aquel «niños». Parecía que no era ella la única que aún no asimilaba que fueran adolescentes ya.
―Y la abuela Victoria echando la siesta, no tardará en levantarse.
Señaló con la cabeza hacia su habitación, la única en aquella planta. Años atrás había sido un despacho, pero cuando la abuela Victoria comenzó a tener dificultades para andar, lo habían cambiado para que pudiera ser su habitación y así evitar el problema de las escaleras a la primera planta, donde estaban las del resto. Bueno, menos la de Gideon, que era el ático.
Notó un escalofrío que atribuyó al frío que tenía por la ropa y el pelo mojado, así que no lo demoró más y subió hasta su habitación con las dos maletas a cuestas. Con un resoplido, abrió la puerta y prácticamente las tiró al interior.
Eminem pareció saludarla desde una de las paredes, y se preguntó por qué no se deshacía ella misma de los pósteres. Vale que sus visitas eran cortas, pero debería buscar algún momento para hacerlo.
Abrió una de las maletas y sacó ropa para cambiarse. Con ella en brazos, salió al pasillo, cogió una toalla del armario que había allí y se metió en el cuarto de baño. Giró el grifo de agua caliente y, cuando estaba satisfecha con la temperatura, se metió bajo la ducha. Aquello sí que daba gusto, podía notar cómo el frío iba desapareciendo mientras se frotaba el jabón… hasta que, de pronto, la presión del agua bajó considerablemente y se encontró con que apenas caía un hilo de agua sobre su cabeza.
―¡Mamá! ―gritó―. ¿Qué pasa con el agua?
―¡Ah, sí, los hidrantes!
―¿Qué?
―¡El ayuntamiento ha enviado aviso de que habría cambios en la presión del agua porque los bomberos estarían limpiando los hidrantes! ¡Date prisa en salir, que después saldrá marrón!
―¡Mierda!
―¡No digas palabrotas!
Joder, ¡era como volver a la adolescencia! Pensaba que aquello ya no lo hacían, ¿es que no evolucionaban en ese pueblo maldito? A toda prisa, se enjuagó como pudo y acabó justo a tiempo, cuando el agua volvió a tener presión, pero a cambio de salir con cierto tono parduzco. No se podía tener todo: por lo visto, presión y agua limpia era un capricho.
Fastidiada porque su ducha relajante hubiera sido de todo menos eso, se secó con gestos bruscos, se recogió el pelo en una coleta y se vistió con ropa cómoda para bajar a la cocina, guiada por el aroma a chocolate caliente.
―Ya sabes que eso lo hacen de vez en cuando ―dijo Aurora, echando unas nubes en una taza humeante―. No es nada nuevo.
―Te aseguro que en Des Moines no pasa.
―Pues seguro que se les atascan más de una vez, con este frío…
―Lo de dos metros de nieve cada dos por tres no es habitual.
―Eso será. ¿Qué tal el chocolate?
Jessie sopló y dio un sorbo, que activó todas sus papilas gustativas. No sabía si su madre le echaba algo o qué, pero el chocolate no le sabía igual en ninguna otra parte.
―Perfecto ―suspiró, y la miró―. ¿Qué tal estás tú?
―De eso hablaremos en la cena, no hay prisa. Y ya que ha salido el tema, cuando termines de deshacer las maletas, baja y me ayudas con las patatas.
―Claro, mamá.
Seguro que intentaba, de nuevo, contagiarle de su amor por la cocina, pero Jessie no veía nada atrayente en pelar patatas, por muy buenas que estuvieran después de hacer unos cuantos pasos más. Subió a su habitación con la taza en la mano, dando sorbos por el camino, y la apoyó sobre su antiguo escritorio de estudio. Tenía un corcho en la pared, con fotos de aquellos años y pequeños recuerdos pegados con chinchetas: la flor de la fiesta de fin de curso, entradas descoloridas de cine, ella y Jade sacando la lengua, la familia tirándose bolas de nieve en el parque lleno de gente…
Como siempre, verlas le producían añoranza, pero no la suficiente como para querer regresar. no, el pasado había tenido sus cosas buenas… y malas, así que no había necesidad de volver a él.
Terminó de guardar la ropa y bajó de nuevo, justo para escuchar el sonido de unas ruedas motorizadas por la casa.
―¡Abuela!
Sonrió al ver a la mujer dirigiéndose del salón a la cocina, subida en su silla motorizada, que parecía un triciclo. Victoria giró el manillar para quedar frente a ella, junto a los escalones, y Jessie prácticamente tuvo que saltar sobre la rueda delantera para poder bajar. Se acercó por un lateral y le dio un abrazo.
―¿Es que no comes en la ciudad? ―espetó su abuela, palpándole las costillas sin miramientos―. Madre mía, se te nota todo.
―Ay, que me haces cosquillas. ―Rio, apartándose―. Pues tengo algún kilo de más, que lo sepas.
―Será en el pie, porque vamos. ¿Cómo está esa querida ayudante tuya?
―¿Cheiw?
―¿Tienes más?
―No, solo a ella. Bien, como siempre.
―Dale recuerdos de mi parte, es muy maja.
―Claro. ―Ni idea de cuándo habían hablado, pero en fin―. Voy a ayudar a mamá en la cocina.
―Ah, pues entonces dile que a mí me saque sobras, mi salud estomacal es muy delicada.
―Qué bromista eres, abuela.
Victoria cogió el manillar para dar marcha atrás y la miró fijamente, con una ceja levantada.
―¿Me ves cara de bromear? ―Bajó la voz―. Tráeme un brandy, anda, sin que tu madre se entere.
―Pero abuela…
―Solo tomo cuando me das tú. ―Puso cara de pena―. Y casi nunca vienes, así que es nuestro pequeño secreto.
Su labio inferior tembló, y Jessie suspiró, rindiéndose. No podía decirle que no cuando ponía esa cara.
―Está bien, ve a al salón, que en cuanto pueda te lo llevo.
Satisfecha, Victoria aumentó la velocidad y se fue hacia allí para aparcar junto al sofá.
Jessie entró en la cocina y vio que su madre estaba ocupada desgranando guisantes, así que abrió el armario donde sabía que estaba el brandy.
―Las patatas están abajo ―le indicó Aurora.
―Sí, voy. Es que tengo sed.
Le mostró una botella de zumo al ver que levantaba la vista, se sirvió un vaso y, en cuanto se distrajo, preparó rápidamente la bebida para su abuela y la sacó escondida en la espalda.
―¿Dónde vas? ―le preguntó Aurora, con el ceño fruncido―. ¿Ya te estás escaqueando? ¡Así no aprenderás nunca las recetas familiares!
―No, no, ahora mismo vengo, prometido.
Le sonrió de forma inocente, completó la operación «brandy» y regresó a coger las patatas.
―¿Dónde vas con tantas patatas? ―le preguntó Aurora.
―¡Si siempre me dices que me quedo corta! Con todos los que somos, pues he calculado que harían falta todas estas.
―Ya te he dicho que tu tía y los niños no vienen.
―No, me has dicho que «más tarde».
―Pues eso, cenan fuera. Así que quita patatas.
Con un suspiro, Jessie fue a guardar unas cuantas. A continuación, se acercó a un armario. Abrió un cajón, después otro y cuando iba a por el tercero, su madre resopló.
―¿Se puede saber qué buscas?
―El pelador de patatas.
―No hay, ya lo sabes. Se pelan con cuchillo, como siempre. Esas modernidades estropean la comida.
Jessie dudaba mucho que un pelador pudiera definirse como el avance tecnológico del siglo ni que estropeara nada, pero como sus conocimientos de cocina no evolucionaban tampoco, se abstuvo de decir nada más y cogió un cuchillo para proceder a la tarea más aburrida conocida por el ser humano: pelar patatas.
―No claves tanto el cuchillo ―le dijo Aurora―. Te has llevado media patata.
Jessie dejó la que había pelado, que ciertamente había perdido bastante volumen, y cogió otra. Despacio, pasó la hoja para no cortar tanto.
―Un poco de ánimo, hija, que es para hoy ―le recriminó su madre.
¡Así no había manera de concentrarse! Replicar era perder el tiempo, así que entre los continuos consejos/reproches de su progenitora, siguió con la tediosa tarea hasta tener un buen montón de patatas. Abrió el grifo cruzando los dedos para que el agua no saliera marrón y, tras unos pocos ruidos, chorros intermitentes y un poco de líquido de color indeterminado, por fin salió un chorro limpio y transparente. Pasó las patatas por allí, llenó una cazuela y las metió dentro para ponerlas a hervir.
―Listo ―anunció.
―Cebollas.
―¿No puedo hacer otra cosa?
―Ni que fueran a pegarte.
―Hombre, acabo como si así fuera.
―Ponte las gafas y ya está.
―Tengo una pinta ridícula con ellas. Yo y cualquiera que se las ponga, claro.
―Ni que fuera a verte el presidente. Solo estamos la abuela y yo, hija, no sé de dónde has sacado tantos remilgos.
Dicho eso, le puso un par de cebollas delante, y Jessie se rindió. Entre acabar llorando como con el final de Titanic y ponerse aquellas cosas, escogió lo segundo. Al menos sería poco tiempo y de quita y pon, lo otro conllevaba ojos hinchados, mejillas rojas y un buen rato para recuperarse.
Abrió el cajón que le señalaba Aurora y sacó unas gafas de buceo. Sin tubo, ya sería demasiado, además que lo de respirar por la boca lo llevaba mal.
Se las colocó y al momento notó como si le estuvieran oprimiendo el cerebro en alguna especie de tortura medieval.
―Esto es hogible ―murmuró.
―Mejor no hables, te sale una voz muy aguda.
Y aparte se ahogaba, por lo que Jessie decidió ponerse manos a la obra y acabar aquello cuanto antes. La cazuela hervía a su lado, y aunque intentó apartarse, ya podía notar los efectos del vapor en su pelo. Ese mismo vapor empañaba las gafas por fuera; su respiración, por dentro, lo cual no entendía con lo apretadas que estaban, ¡si no podía coger aire, cuando se despistaba y lo intentaba, se ahogaba!
―Date prisa, que las patatas ya están.
―Hago lo mejog que puedo, no me atosigues.
―Por Dios, ¿ha venido un pitufo a cocinar?
Jessie, que estaba cortando trozos de cebolla, estuvo a punto de llevarse un dedo al escuchar aquella voz. Se giró, esperando equivocarse, pero solo vio una sombra difusa.
―¡Qué pronto estás en casa, Gideon! ―exclamó Aurora.
―He venido a limpiar la carretera, papá estaba preocupado por si Jessie o Nick no podían entrar, pero ya veo que sí has podido.
―Sí, he podido. ―Joder, la voz―. Ejem.
―Está ayudándome con la cena ―dijo Aurora, por si no estaba claro.
―Ya veo.
Como soltara alguna bromita sobre pedir pizza, le tiraba la cebolla a la cabeza, pensó Jessie. Soltó la verdura y levantó las gafas de bucear, en un intento de parecer una persona normal.
―Hola, Gideon ―le dijo, ya sin voz de pito―. Veo que vienes del parque.
Llevaba un abrigo verde y rojo con el logo, botas y guantes de nieve y, debajo, se vislumbraba un jersey de grecas. En la cabeza, cubriendo su pelo negro, un gorro de lana. Tenía barba de un par de días, y la miraba con gesto serio, algo habitual en él. Y sin embargo… Joder, debía ser el único tío en el mundo al que los jerséis de navidad y las camisas a cuadros le quedaban bien. Porque seguro que llevaba una, apostaría lo que fuera.
―Obvio. Algunos trabajamos allí, ya sabes.
Ella elevó una ceja ante aquel ataque gratuito, y decidió volver a la visión borrosa de las gafas y las cebollas, una compañía mucho más agradable.
―Voy a limpiar la carretera ―dijo él.
Le escuchó alejarse y Jessie continuó cortando las cebollas, mosqueada. Era algo que Gideon siempre conseguía: alterarla.
Por fin, consiguió terminar de cortar aquello y lo echó en una bandeja.
―Más separado ―le indicó su madre―. Y sé más amable con Gideon, trabaja mucho.
―¡Si no le he dicho nada!
―Por si acaso.
Menos mal que ella era su hija de verdad, porque a veces no lo parecía. Sacudió las cebollas cortadas hasta que Aurora estuvo satisfecha y fue a pinchar las patatas para comprobar que estaban medio hechas. Ahí su madre no se fio y fue tras ella con otro cuchillo. Le dijo que cinco minutos más y después las pasaron a la bandeja con la cebolla para meterlo todo en el horno.
―Ve poniendo la mesa ―le dijo―. Ya termino yo aquí. Vernon no tardará, la hora de cierre se acerca, y Nick debería llegar enseguida también.
Con tal de salir de la cocina, Jessie haría cualquier cosa, así que poner la mesa no le suponía mucho esfuerzo.
―¡La vajilla buena no, esa solo en navidad! ―le recordó Aurora, según salía por la puerta.
―Lo sé, mamá.
Puso los ojos en blanco y abrió uno de los armarios para sacar platos.
Deja una respuesta