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No entras en mis planes de Ivonne Vivier

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No entras en mis planes de Ivonne Vivier pdf

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Cuando lo único que te queda es un futuro idealizado, ¿buscas el amor o juegas a enamorarte?

Emma ha cambiado de trabajo, pero sus objetivos siguen firmes: olvidarse de su corazón vacío y de su placer negado para encontrar a un hombre con una cuenta bancaria abultada. Nada va a interponerse en su camino. Ni nadie.

Pero el amor llega sin avisar…

Cuando conoce a Alan, ese hombre capaz de adorar todas sus imperfecciones y enseñarle el placer del cuerpo que sus experiencias le habían negado, deberá decidir.

¿Se arriesgará o dejará un corazón roto a cambio de lujos?


Capítulo 1
Emma se apoyó en la barra mientras observaba a Maite y a ese tal Di… Di… algo, ya no recordaba el apellido. No soportaba a esa mujer, era tan poca cosa, tan simple… ¿Qué le había visto ese hombre?
«Ni tetas tiene», pensó acomodándose su vestido, justo a la altura del escote, por demás generoso, del que era dueña. Vio a la mujer socializar con simpatía. No podía negar que tenía una sonrisa resplandeciente la muy estúpida. No era para menos.
No solo era la mujer que la había despedido de su trabajo en Rose’s Boutique, sino quien había logrado lo que ella anhelaba, y sin ningún esfuerzo, además. No había tenido que desnudarse ante un hombre que le producía arcadas ni fingir deseo. Maite se había enamorado de verdad y había conquistado a un caballero apuesto y adinerado que le cumplía todos sus sueños. No era un dato menor que lo había conseguido llegando casi a los cincuenta años, si mal no recordaba.
Emma volvió a refunfuñar por lo bajo, si sus treinta y dos le pesaban tanto no quería imaginar los cincuenta.
Necesitaba cumplir sus metas en tres años, no más. Debía lograr esa seguridad económica que tanto necesitaba y, si era posible, la afectiva también. Cumpliría los treinta y cinco en todo lo alto, siendo una «esposa de…», no le importaba de quién, a esa altura no estaba siendo exquisita. No podía darse ese lujo.
Desvió la vista hasta su acompañante de esa noche y el asco le subió por la garganta al imaginarlo desnudo.
«Mucho más no podré negarme», analizó en silencio.
Ya había utilizado la excusa de la infección urinaria y también la de «esos días». Todavía tenía algún que otro as en la manga, por ejemplo, el dolor de cabeza, pero era arriesgar demasiado.
No quería que Julio, el admirado abogado y exjuez, notase sus intenciones. Parecía buena gente y, aunque le doblara la edad, era divertido y tenía una energía envidiable.
Julio, en la distancia, se sintió observado y le guiñó un ojo al confirmar que lo miraba, recibió como respuesta una sonrisa… falsa, lo sabía. Esa muchachita le inspiraba ternura, además de lujuria, con toda esa carne en exhibición, aun así, no intentaría nada con ella. No era tan tonto como para no darse cuenta de que no estaba interesada en él, sino en su dinero y su forma de vida. No había sido la única, también tenía sus mañas y gustos, para qué negarlo. Disfrutaba tanto de esas compañías como las de las señoras «bien».
Julio era de esas personas que pensaba que la vida era una sola y demasiado corta como para desperdiciarla en negarse a la aventura o la diversión, pero también era un caballero, y tenía su orgullo. De nuevo se interesó en la conversación sobre las acciones de aquella empresa que lo tenía intrigado y dejó de lado los pensamientos sobre Emma. Ya hablaría con ella más tarde, para qué dilatarlo.
Emma desvió la vista y volvió a acomodar la copa sobre la barra después de terminarse el último trago de champán, que se le atragantó al ver a Maite siendo abrazada con cariño por el tal Di… algo.
La garganta se le amargó al tragar la envidia.
Se giró con brío para pedir más champán, el barman la ignoró. Su furia iba en aumento, pero se distrajo observando al joven que trajinaba entre vasos y botellas.
Se dispuso a analizarlo porque estaba aburrida y le llamaba la atención ese aspecto… raro, inexpresivo; hasta parecía ausente y se movía como por instinto, como conociendo de memoria sus movimientos, tal vez, por haberlos aprendido por repetición. Sobre la ropa no podía decir mucho, era un uniforme barato de trabajo, como el de todos: pantalón y chaleco negros acompañados por una simple camisa blanca. Lo diferenciaba la desfachatez con la que se había recogido las mangas que no estaban simétricas, una estaba más baja que la otra, y tampoco tenía corbata, el resto de empleados, sí. Era enérgico y estaba concentrado en su tarea. Los movimientos eran simples, nada alborotados, sino firmes y decididos. Ponía un líquido y otro con una seguridad aplastante y Emma se encontró pensando en que ese hombre, definitivamente, sabía lo que hacía.
Se detuvo en sus manos huesudas y luego su vista viró hacia un torso igual de delgado, se podía adivinar aún debajo de la ropa que era flaco. Le encantaba criticar y adivinar (o inventar) la vida de la gente y pronosticaba que ese chico era aburrido y soso. Su imagen no estaba demasiado afín con el resto de los camareros. Todo a su alrededor destilaba elegancia, glamour, dinero, lujo… menos él. ¡Y ese pelo…! Era espantoso ese corte.
Emma no podía creer que en una fiesta tan exclusiva contratasen a alguien con ese aspecto. Tenía los costados del cabello rapados a cero y el resto peinado hacia atrás hasta atarlo en un nudo apretado con una goma. No estaba despeinado, precisamente, pero ese corte…
Por escasos segundos se vio observada por él, y descubrió unos ojos claros de un color que no pudo definir por culpa de las luces del lugar, parecían maquillados, seguro que era por la cantidad de pestañas que tenía, que no eran largas, sino tupidas. El insuficiente bigote y esa barbita que solo le cubría el mentón se le antojó casi graciosa. Como si fuese la de un joven que quería impresionar con vellos en la cara, unos pocos y delgados vellos.
—Llénala de champán —ordenó extendiendo la copa al acabar su escrutinio, y el muchacho volvió a ignorarla. Aunque esa vez le dirigió un movimiento de cabeza en señal de que esperase su turno.
Emma bufó contrariada y reparó en los carnosos labios del tipejo ese que le sonreía a una mesera, quien mantenía una bandeja donde él cargaba algunos vasos con líquidos de diferentes colores.
«Tiene labios femeninos y nariz gorda», pensó y, antes de reír por su propia idea, golpeó la barra con la base de la copa, mostrando así su impaciencia.
—Llénala de champán —repitió.
Alan ignoró por tercera vez a la mujer que lo estaba escudriñando con interés, como si fuese un perro en exhibición o una cosa rara que debía ser observada con detenimiento. ¿Qué pensaba, que dejaría todo para atenderla a ella? ¿Es que no veía cómo estaba de ocupado atendiendo los pedidos para las mesas?
Maldijo en silencio a Roque y sus asuntos personales, hacía una hora ya que lo había dejado solo con todo el trabajo. Esperaba que volviese a darle una mano porque esa jauría de leones sedientos le estaban consumiendo la energía.
Puso sobre la bandeja del segundo mesero los dos vasos con scoth, del bueno, en esa fiesta solo se tomaba lo mejor (ya se daría el gusto de probar algo), y afirmó con la cabeza respondiendo que estaba listo el pedido. Se dispuso a guardar el hielo triturado y ojeó a la mujer que ya parecía un poco irritada. Bien merecido se lo tenía por maleducada. Seguro que era una prostituta, de las caras, eso sí. No tenía pinta de ser esposa o novia de alguno de los hombres presentes.
Sí, estaba prejuzgando y le gustaba hacerlo. Era curioso y chismoso, un defecto que había conseguido con su trabajo silencioso y solitario por momentos. Poco entendía él de prendas caras, sin embargo, ese vestido no combinaba con lo distinguido de los atuendos femeninos que veía, por lo general, en ese tipo de eventos. Y la talla no pegaba con el cuerpo que lo enfundaba, de eso sí entendía.
«Mucha curva para tan poca tela», pensó. Ajustaba demasiado, mostraba más y tapaba menos de lo necesario.
La vio acomodarse por enésima vez el escote. Ya le había visto los pechos unas… Había dejado de contar a la quinta vez. Hizo un repaso de la fiesta con la vista y suspiró aliviado. Era el momento del baile y eso mantendría a los invitados alejados del bar por varios minutos.
Ya iba siendo tiempo de responder la demanda de la mujer nerviosa. Sonrió para sí mismo al ver la cara de asco que ponía al mirar más allá del tumulto de gente que se despedía a la salida del salón y echó un vistazo también en aquella dirección. Lo dicho: era curioso y chismoso.
Pudo ver a la simpática mujer que le había dado una generosa propina por servirle una copa del mejor Malbec, así se lo había pedido con guiño de ojo incluido y una sonrisa luminosa. No tenía ni idea de quién era, debía de ser importante porque todos habían comenzado a cuchichear al verla entrar. Lo que él no sabía era que esa mujer había enamorado a uno de los viudos más pretendidos de la alta sociedad.
El puesto de Alan era estratégico, veía y escuchaba todo. Le encantaba esa parte del trabajo, lo hacía más divertido.
—¿Entonces? —preguntó la mujer, ya con una carga de enojo bastante expuesta.
Alan se sobresaltó, se había entretenido observando a la gente. Por ahí caminaban empresarios y famosos que salían en revistas, por ejemplo, el dueño de una de las navieras más importantes del país. ¡Le encantaban esos barcos impagables! Y también las piernas de algunas mujeres que sabían lucir zapatos altísimos, para qué negarlo.
—Lo siento. Champán, ¿cierto? —preguntó de modo retórico, y tomó la botella para servirle en la copa.
Negó con la cabeza y ocultó su sonrisa al verla lidiar una vez más con el escote del vestido.
«Qué poca distinción», pensó, y abrió los ojos a más no poder, mordiéndose el labio para no soltar la carcajada, cuando la escuchó gruñir un «¡perra odiosa!» en un tono más alto del que, seguramente, quería utilizar. Entonces, y solo por molestar, preguntó:
—¿Perdón?
—No es para ti —aclaró ella, y extendió la mano para tomar la copa.
No podía negarlo, tenía una manicura impecable. Alan sabía que eso era una crítica constante entre las mujeres, además de la marca de los zapatos y el diseñador del vestido, entre otras cosas.
—Entonces, adivino que es para la acompañante de Luca Di Pietro.
—¿La conoces?
—No —dijo cortante y sincero, la verdad era que a él lo conocía por eventos en los que había trabajado y por algunas fotos de revistas, y a ella igual, pero menos, parecía una pareja reciente—. Solo te puedo decir que ella, esta noche, fue muy amable y generosa conmigo —reconoció en voz alta.
Le encantó ver la cara de repulsión que le iba desfigurando los rasgos a su oyente, por eso se extendió en la respuesta. Le intrigaba saber quién era esa mujer y con quién había asistido al ágape. Ahora dudaba de haber acertado en sus conjeturas: no era una prostituta, parecía una simple señora o señorita que quería parecer lo que no era o insertarse donde no pertenecía. ¿Cuántos años tendría?
Mientras tanto, Emma seguía con la vista perdida en las burbujas de la copa.
Lo de ser una trepadora no le estaba dando resultados, tal vez, no hacía las cosas bien. ¿Y si el muchacho tenía razón y debía mirar un poco más las revistas? Quizá, en Internet encontraría más información sobre dónde buscar el candidato justo. ¡Qué tonta! No lo había pensado, eso haría, quizá.
—¿No te gusta el champán? Es de los buenos —aclaró Alan al verla tan seria y mirando el líquido como si fuese veneno. Ya quisiera él darle un buen trago.
—¿Cómo?
—Lo pregunto por tu cara de asco.
—Es aquella mujer quien me da asco —susurró.
No quiso decirlo para que él escuchase, la verdad, pero no pudo retener la idea tampoco. ¡La había despedido, pero no hundido!
La envidia le ardía en el pecho, ¿por qué esa mosquita muerta podía cazar a un millonario y ella no? Volvió a acomodarse el vestido. Mala idea había tenido al comprar una talla menos. Levantó la vista y se encontró con los ojos del chico clavados en sus senos.
Sin disimulo alguno, la respuesta de él fue elevar las cejas y sonreír. Era un atrevido.
—¿Qué miras?
—Tus… movimientos. ¿Todo bien? —preguntó él señalándole el pecho con el mentón.
—Solo es una mala elección.
—Opino igual que tú. —Al ver la cara de furia que la señora le dedicó, prefirió explicarse. Estaba aburrido, no había nadie pidiendo bebidas y ella le estaba dando algo de entretenimiento, uno inesperado, por cierto. En ese tipo de fiestas no abundaban mujeres como ella—. No te ofendas, es que muestras todo. Me gusta imaginar.
—No te ofendas, es que poco me importa lo que a ti te gusta —apuntó con seguridad y algo de desprecio—. Intentaba agradarle a otra persona.
—Entiendo. —«Lo que pasa es que a esa otra persona, si es de este ambiente, le agradan otro tipo de prendas. Tal vez, con un poco menos de exhibición y un poco más de elegancia», pensó Alan, pero dijo—: Si mostraras menos…
—¿Y tú qué sabes? —murmuró ella, menospreciando al chico.
¿Qué podía saber un «poca cosa» como él? Pero en sus fueros íntimos le daba la razón. Por eso, y por sentirse muy fastidiosa, estaba manteniendo una conversación con el barman, ¡qué bajo había caído!
—Soy observador. Con esa pinta pareces…
—¿Una prostituta cara? —preguntó enojada. Ya estaba molesta con la actitud desafiante del mocoso.
Lo era, seguro que no llegaba ni a los veinticinco años, poco sabía todavía de la vida.
—No iba a decir eso. «Cazadora» era la palabra que estaba por utilizar.
—Y lo soy. Cuando crezcas entenderás la importancia de saber cazar.
—¿Cuando crezca? Creo que lo hice ya —casi escupió. Si estaba a dos años de cumplir los treinta, ¡por Dios!, qué arrogante había sido ese comentario. ¿Quién se creía…? Ya no le caía nada bien esa mujer. ¡Y qué carajos hacía conversando con una desconocida!, él, que solo utilizaba diez palabras por día como mucho. No era del tipo conversador.
—Pareces menor de edad —lo pinchó ella, observando que él parecía molesto con su comentario. No le importaba demasiado tampoco. Giró sobre sus talones dando por finalizada la plática y vio venir al abogado.
Julio, al llegar a su lado, le sonrió con ternura y, pidiéndole un trago a Alan, le abrazó la cintura. Ella se dejó hacer y le besó la mejilla.
Mantuvieron una charla insustancial sobre la fiesta y la comida servida. A ella poco le importaban las amistades de su compañero, no obstante, debía parecer interesada, por eso le preguntó con quién había estado y escuchó con atención lo que Julio le respondía. Era un hombre amable y educado, le caía muy bien. Así había sido desde el primer día.
Emma se había quedado sin trabajo de un momento a otro, pero no era tan inútil como creía su madre. Por eso, se afanaba en demostrárselo, para hacerle saber que estaba errada en sus apreciaciones, aunque pareciese que nunca daba en la tecla: jamás la conformaba.
En solo dos días de búsqueda, consiguió un puesto en un hotel de lujo, como recepcionista de uno de los tres restaurantes que tenía. Había sido gracias a una mujer que conocía, aparentemente, era amiga o pariente del gerente, tal vez el dueño. No le importaban los pormenores, el caso era que tenía el puesto y cobraría un buen salario.
Allí, una noche cualquiera, había conocido a Julio Roca. Este no escatimaba las miradas a sus caderas o sus pechos, claro que ella le coqueteaba e insinuaba la mercadería que ocultaba debajo del uniforme ajustado que debía lucir. ¿Acaso era tonta? Claro que no. Si ese hombre era asiduo al restaurante era porque tenía dinero para pagar la abultada cuenta que significaría cenar allí.
Su instinto no falló y unas cuantas noches de sonrisas y piropos después, fue invitada a tomar una copa fuera del horario laboral. Luego, fue un café; más tarde, una cena y otra más. Julio, de a poco, fue acercándose y tomándose libertades con su cuerpo: besos y caricias, algún manoseo incluso, y entonces, Emma tuvo que maniobrar con las excusas.
No podría concentrarse con un hombre como él y para excitarse necesitaba de esa concentración.
Además, tenía que ser realista, no podían tener sexo sin haber consolidado la relación de alguna manera. El sexo era el dulce con el que los tentaba. Un dulce que, a ella, le sabía demasiado amargo. Era de las que necesitaba entrar en confianza para poder mantener algún tipo de actividad más íntima, debía conocerlo un poco más, porque precisaba estar segura de poder fingir sin que se le notase. Sí, fingir, y para eso convenía saber qué hacer.
Era un trabajo de investigación el que hacía, además de dilación… Ya, de por sí, le costaba toda actividad referida al sexo y más si era con un hombre mayor, barrigón y sin ningún rasgo atractivo para sus ojos. Solo le gustaba su simpatía y eso no alcanzaba.
Emma era ese tipo de mujer que aparentaba ser una comehombres, sin embargo, el sexo la intimidaba. No por la acción en sí, tampoco le tenía miedo a los hombres o vergüenza de su cuerpo, nada que ver. Era algo más profundo lo que la vulneraba. Una angustia que no la liberaba, que iba más allá de la razón, que la obligaba a simular y a desplegar sus dotes de actriz… y no lo era.
Obnubilado por ese cuerpo y la audacia de la mujercita sensual que lo provocaba, Julio decidió invitar a Emma a esa fiesta. Quería ver cómo se desenvolvía. Estaba acostumbrado a mujeres de paso, a aventuras sin sentido. Era muy consciente de que su corazón estaba ocupado y nunca se desocuparía, jamás; sin embargo, su cuerpo necesitaba todavía un poco de alegría y se la daba con gusto. Si podía elegir, ¿por qué no hacerlo bien?: jóvenes, rápidas, con iniciativa, creatividad y energía, incluso con un poco de ambición… Esas eran las que más le divertían.
Por eso había puesto el ojo en Emma y no lo había defraudado. Le gustaba su compañía, lo que no le gustaba era su negativa. No la haría perder tiempo ni lo perdería él tampoco.
—¿Nos vamos, muñeca? —le preguntó besándole la mano, y ella asintió.
La notó tensarse de pies a cabeza, tal vez, pensaba que la quería llevar por fin a la cama, pero su idea era muy diferente.
El dueño del hotel lo interrumpió cruzando unas palabras con él y, otra vez, Emma quedaba relegada. Al ver que ambos hombres comenzaban un diálogo sin incluirla, se sirvió un poco de agua de una jarra de cristal que había en una esquina de la barra (donde todavía estaba apoyada), dispuesta a esperar. Aburrida… como toda la noche.
Alan no podía creer lo que Roque le decía al teléfono. El viejo Saúl estaba enfermo y quería cerrar el bar, se lo había contado a su amigo en secreto, para obtener una primera reacción, y así luego hablar con él mismo al respecto.
Eso significaba que se quedaría sin trabajo estable. No era mucho lo que le pagaba, aun así, le alcanzaba, además, le brindaba ese lugar para vivir. Si cerraba el bar, ¿qué haría, adónde iría? El altillo era cómodo, limpio… y pequeño, sí, aunque suficiente para alguien como él, que solo lo pisaba para ir a dormir unas pocas horas por día.
—Necesito encontrar un trabajo urgente. Si el viejo cierra, me quedo en la calle, Roque. No lo sé… Lo hablamos en la noche. Pásate por casa y vemos, pero mi respuesta seguramente es no… Porque tres son multitud —dijo antes de cortar la llamada, y miró a la mujer que no le quitaba los ojos de encima. No estaba de humor para lidiar con ella y sus aires de gran dama—. ¿Qué?
—Escuché que necesitas empleo. Perdón, es que no estabas susurrando precisamente. Trabajo en este hotel —anunció ella, extendiendo una tarjeta de las que siempre llevaba en su cartera—, de recepcionista en el restaurante de la planta baja, para ser más exacta. Hasta ayer estaban buscando gente para el bar, si te interesa, pásate por allí. Puedes decir que te recomendé. Me llamo Emma.
No lo hacía por buena ni porque ese muchachito le cayese en gracia, sino para aliviar la carga horaria de trabajo de alguno de sus compañeros que, inevitablemente, traía consecuencias para su propio horario laboral.
Capítulo 2
Emma entró a la habitación de su madre intentando ser silenciosa para no despertarla. Prescindía de la enfermera cuando ella podía cuidarla porque ya no se la podía permitir. Estaba tapada de deudas.
Julio ya no formaba parte de su vida y esa esperanza remota, y tal vez inútil, que se había hecho, murió antes de lo imaginado. Necesitaba un esposo o un benefactor, alguien que le ayudase a lidiar con su vida de miserias, con sus gastos, con sus necesidades y con su futuro incierto por el momento.
¿Dónde y cómo terminaría? No quería ni imaginarlo. La hipoteca impaga; los gastos médicos comiéndose su insuficiente salario; los viáticos cada vez más altos con sus idas y venidas al trabajo, los consultorios médicos y el sanatorio; el refrigerador cada vez más vacío y la vieja casa cayéndose a pedazos. No podía con todo.
Al final, debería reconocer que su madre tenía razón y no servía para nada, que solo estorbaba y jamás lograría ser alguien.
Odiaba sentirse tan vulnerable como en el último tiempo, y es que estaba tocando fondo. Si creía que su madre tenía razón es que estaba hundida en el lodo.
Hubo un tiempo en el que había sido una mujer (joven, para ser más precisa) cariñosa y amable. Hubo un tiempo en que también creía que era bueno serlo, ya no. Ser joven no era necesario para lograr sus nuevas metas, aunque no tan nuevas. Ya llevaba algunos años buscando ese futuro que no llegaba. Pero no desistía, la necesidad no se lo permitía.
Tal vez, su madre, con sus comentarios había tenido la influencia justa para que Emma tomase la decisión de cazar un marido. Cada día le hacía saber, con sus malos modos, qué tan inútil era y el desprecio que le ocasionaba verla trabajar de algo tan banal y sin importancia como ser secretaria, empleada de una boutique o recepcionista (como era el caso actual). Y es que tampoco había tenido la posibilidad de estudiar… Emma hubiese querido gritárselo más de una vez, pero no tenía el valor.
Sí, su madre le daba miedo. Era una mujer hiriente, dañina y mala, al menos con ella, y sabía por qué. Esa malvada mujer se lo había dicho desde muy pequeña. Tenía un motivo para odiarla como lo hacía, a pesar de ser su propia hija. Aun así, ese corazón blando que una vez tuvo Emma le hacía pensar que, algún día, ese odio se convertiría en cariño o, quizá, en simple agradecimiento por todos los cuidados recibidos.
Más de una noche había soñado que su madre le decía que todo ese rencor volcado en ella era parte de una enseñanza, dura, sí (porque la vida lo era), aunque enseñanza al fin; que lo hacía para formarla y para que fuese más fuerte ante la adversidad, pero que todo había terminado por fin y que la amaba más que a nada en el mundo. Entonces, ella se despertaba llorando en silencio, abrazada a la almohada, imaginando que era el cuerpo débil y delgado de su progenitora, y al mirarla esbozaba una sonrisa que no le había visto jamás.
Esa utopía había nacido al ver cómo la mujer dejaba la vida y la fortaleza en esa cama vieja y dura. De verdad creyó que la enfermedad diagnosticada la haría recapacitar y ver en su hija un ser bondadoso y solidario que le entregaba las pocas horas libres y el dinero que ganaba para que ella pudiese estar más confortable y mejor atendida.
Eso nunca había pasado, y los años sí.
Su madre seguía igual o peor, y ella se había convertido en lo que era: una mujer altanera que camuflaba sus miedos e inseguridades, tanto como sus necesidades, tras un velo de agresiones y malos modos. La soberbia que la caracterizaba no era innata, era aprendida a arañazos e insultos.
—Necesito un baño —exigió la débil (solo lo era cuando le convenía) mujer postrada.
—Mamá, ¿estás despierta?
—Te he dicho que necesito un baño.
—Ya lo estoy alistando. Después te comerás la sopa que he preparado.
—No quiero sopa.
—Mamá, es lo que hay. No he cobrado y no tengo dinero. La semana que viene compraré pescado y algo de carne.
Más tarde y con toda la delicadeza de la que era capaz, pasó la esponja enjabonada por los brazos y piernas de su madre. Esta estaba cada vez más inmóvil y delgada. No sabía cuándo quedaría totalmente inerte o siquiera si eso ocurriría, la enfermedad era degenerativa e imprevista. Eso decían los médicos.
Emma hubiese preferido no saber. No quería imaginar el sufrimiento que padecería su madre o el trabajo que le daría a ella misma el tenerla así de enferma, tampoco quería pensar en cómo resolver la escasa entrada de dinero. Dadas las circunstancias, cada vez necesitaba más y tenía menos.
El alarido exagerado de su madre la sobresaltó, tanto que no reparó en los rasguños de su brazo que ahora veía sangrantes. Tal vez, el agua le había caído en un ojo o la espuma no había sido retirada del todo en su hombro. ¡Así de grave sería lo que le había hecho esa vez!
—¿Qué hice mal ahora, mamá? —dijo bufando y limpiando sus lastimaduras para evitar ensuciar el agua del baño.
Su madre no golpeaba, pero rasguñaba y humillaba como nadie.
—Siempre haces algo mal, ¿por qué te extrañas?
—Lo siento.
Suspiró al decirlo. Ya estaba cansada de todo, incluso de su propia docilidad, no obstante, estaba agradecida, o eso quería creer para no convertir su amargura en odio.
Conocía su propia historia, contada infinidad de veces por quien se creía la más damnificada de todos. La misma persona a la que le cambiaba el pañal cada vez que se orinaba encima y le daba su medicina para que no empeoraran sus molestias. Sabía que había sido concebida por error por un hombre inmaduro y una mujer enamorada. Él había abandonado toda responsabilidad al enterarse y ella la habría abortado o regalado si no hubiese mantenido la esperanza de verlo volver un día.
Su madre le había gritado esa historia el mismo día que le había contado que el chulo del barrio la quería como protegida para prostituirla. Así, con esas palabras directas, la mujer la había puesto en conocimiento de todo lo que consideraba que la niña debía saber, justo el mismo día que cumplía los diecisiete años.
¿Cómo no convertirse en una persona apática o poco empática, incluso antipática, ante semejante declaración maternal? Desde entonces, su cambio fue acrecentándose, mientras la persona que la parió sin ganas le exigía que fuese una hija agradecida porque le debía la vida, ella se transformaba en la culebra venenosa que se consideraba. Una que mordía a su presa sin sentirse culpable. Una que dañaba con pocas palabras, que buscaba escapar de su pequeño y sucio mundo a como diese lugar, y si era pisando cabezas no lo dudaría. La misma que soñaba con encontrar un pobre infeliz que la mantuviese a ella y a su moribunda mala madre y las sacase de la miseria.


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