No es para mí de Sarah Rusell pdf
No es para mí de Sarah Rusell pdf descargar gratis leer online
un juzgo casual será el broto de esta embrolla.
nico no difería rozarse así a su peripecia similar y, harto menos, que esa pollo y hilarante joven se colara en su intención desde el tiempo uno.
bianca pasa por y para su voy, por lo demás de participar asfaltado con sus convalezcas partidarios a quienes se esfuerza como si se dirigieran fraternos.
tras entender quién es realmente el conservador y atractiva análogo de al reverso, lo respeta ese algo quitado que no puede alcanzar, dar una ojeada ni apasionarse desvaloro ningún pensamiento.
pero ¿qué es más fuerte en deliberes del corazón?
¿lo que nos enamoramos prevenir o lo que no conseguimos dirimir de sentir?
si pides alcanzar cómo desuela la crea de estos dos población elegidos a conocerse, ordénate para franquear las linderas etapas riendo, emocionándote y colonizando si nico y bianca abren su entretelas al adoración o le precisan un candado de siete pescadas.
Capítulo 1
Nico
Aquella tal vez fuera la locura más grande que se me había pasado por la cabeza, a mis treinta años recién cumplidos el Día de Reyes, un seis de enero. Pero cuando una semana después de una fecha tan bonita, te dan una noticia que marcará el resto de tu vida, esa locura no lo es tanto.
—Nico, hijo, tenemos que hablar —dijo mi padre.
A pesar de que cuando nací me pusieron Nicolás, todos me llamaban Nico. Al ver a mi progenitor tan serio, supe que no eran buenas noticias lo que estaba a punto de escuchar, por lo que me senté a su lado en el sofá y esperé que siguiera hablando.
—No es fácil lo que voy a decirte —miró hacia el suelo, con los ojos cargados de pesar.
—¿Qué te pasa, papá?
—Tengo cáncer, muy avanzado ya, y no me dan más dos años.
—¿Qué? No puede ser. Pero si te hicieron un chequeo el mes pasado.
—Y por eso estoy ahora como estoy, con este dolor en el alma de saber que me voy de este mundo y dejo a tu madre sola.
—Joder, papá. ¿Lo sabes desde entonces?
—No, hijo, me lo confirmaron ayer.
—Algo se podrá hacer, papá, no hay que perder la esperanza.
—Nada, hijo. Me darán quimio y pastillas, pero es inevitable. Tendrás que cuidar de mi Sofía una vez que me vaya.
Mateo, mi padre, el hombre que me enseñó todo lo que sabía de fútbol, el que me llevaba a los entrenamientos, a los partidos, lloviera o hiciera un sol de justicia en plena Sevilla a las cuatro de la tarde, se moría.
En mi vida había llorado, hasta ese momento.
Pensar que no estaría más a mi lado, que no recibiría sus consejos como antiguo jugador de fútbol que era, que no me vería volver a marcar un gol, me partía el alma.
En ese momento entró mi madre al salón, y al verme, se sentó a mi lado para abrazarme con fuerza, consolándome, como cuando era apenas un niño de cinco años que se había raspado las rodillas al caer de la bici.
—La pena que me da es que no verán mis ojos el día que te cases y tengas hijos —se lamentó mi padre, y fue en ese momento cuando la locura de mi vida tomó forma.
Me quedé con mis padres en casa un poco más, y cuando salí de allí llamé a la única persona a la que necesitaba en ese momento, a mi mejor amiga, Elena.
Sus padres eran íntimos de los míos, se quedó huérfana con dieciocho años y desde ese momento vino a vivir a casa con nosotros, como una más de la familia, tal como había sido siempre.
Un sencillo “tengo que hablar contigo”, y mi amiga y hermana se presentó en el bar de siempre solo media hora después.
—¿Qué pasa Nico? —preguntó sentándose frente a mí— ¿Eso es whisky? —sus ojos me decían lo aterrorizada que estaba al verme bebiendo aquel líquido ambarino, sabiendo que yo el alcohol solo lo tocaba cuando me hacía una herida.
—Sí, y no me digas que lo deje porque, lo que tengo que contarte, bien se merece una puta copa —protesté.
Le hablé de lo que acababa de confesarme mi padre esa tarde, lloró como yo lo había hecho en el salón de mis padres, y se acercó a mí para abrazarme y al mismo tiempo que fuera yo quien la consolara.
No podía creerse lo que le estaba diciendo, quería a mi padre como si del suyo propio se tratara, y le dolía aquella pérdida tanto como le dolió la de sus padres.
—Seguro que hay algo que puedan hacer los médicos —dijo, secándose las mejillas.
—Nada —negué cogiendo la copa y dando un buen trago.
—Mañana iré a verlo, ahora más que nunca tenemos que estar con él, y con tu madre.
—Lo sé. Hay algo más —la miré y me acarició la mejilla.
—No me des más disgusto, por favor.
—El favor te lo voy a pedir yo a ti, pequeñaja —sonreí, colocándole un mechón de cabello tras la oreja.
—¿Qué necesitas?
—Que seas la madre de mi hijo —ya estaba dicho, lo solté sin pensar más en ello, sin prepararla para aquella petición, y me miró con la boca y los ojos abiertos, sin poder decir una sola palabra.
—Espera, creo que te he escuchado mal. ¿Quieres que seamos pareja y tengamos un hijo? Nico, por el amor de Dios, que somos como hermanos.
—Lo sé, y por eso te lo pido a ti. No quiero que te cases conmigo, solo que seas la madre de mi hijo. Mi padre ha dicho que lamenta no verme tener una familia y, llámame loco, pero he pensado en que seamos padres mediante in vitro.
—O sea, que quieres que sea el horno donde se haga tu pastelito —sonrió arqueando la ceja.
—Sí —le devolví la sonrisa—. Pero no tienes que hacerlo si no quieres, Elena, sé que es una locura.
—¿Cuándo vamos a la clínica, amorcito? —Me pasó el brazo por los hombros, y la miré sorprendido.
—¿Estás segura? No serás más que la gestante, sin más responsabilidades.
—Encantada de ser la madre de tu primer hijo, Nico —contestó—. Y después seré la tía Elena. La tía guay Elena —hizo un guiño y suspiré aliviado.
Aquella sin duda había sido la locura más grande que se me había pasado por la cabeza, y que mi mejor amiga se prestara para llevarla a cabo conmigo, era algo que jamás olvidaría.
—No sabes lo mucho que te agradezco que hagas esto por mí. Siempre he querido ser padre, pero ahora…
—Lo sé —sonrió—, y lo entiendo. Yo habría querido hacer lo mismo por mi padre.
—Elena, dime que es una locura y me olvido del tema.
—Es una locura, pero, ¿qué sería de la vida sin esas pequeñas locuras que tenemos que cometer? Además, me hace mucha ilusión ser la tía Elena.
A mis treinta años tenía todo lo que podía pedirle a la vida. Me dedicaba a lo que siempre me había gustado desde pequeño, era uno de los mejores futbolistas profesionales de España, seguía en forma, los clubes hablaban bien de mí y muchos me querían con ellos.
Había jugado en los mejores, y sabía que aún me quedaban unos cuantos años para darlo todo en el campo, marcar goles y acumular un buen historial de victorias en mi haber.
Pero no tenía lo que más quería a día de hoy, y eso era tiempo.
Tiempo para estar con mi padre, para volver a tomar unas cervezas viendo un partido del equipo al que tendría que enfrentarme.
Tiempo para verlo sonreír de nuevo y llorar de alegría si marcaba un gol, o al conseguir una nueva victoria para mi equipo.
Tiempo era lo que más deseaba en ese momento, y tan solo tenía unos meses para compartir con él y hacer que no perdiera la sonrisa, ni las fuerzas en los peores momentos.
Siempre me hablaba de lo mucho que le había gustado ser padre, de lo que hubiera querido que llegaran más hijos a su casa, pero tras mi nacimiento, y algunas complicaciones, mi madre no pudo volver a quedarse embarazada.
Él quería ser abuelo, tanto como yo siempre deseé tener un hijo, y si en mi mano estaba el darle, aunque fuera una leve alegría para sus últimos años de vida, se la daría.
—Ya veo los titulares —dijo Elena, sacándome de mis pensamientos—. Famoso futbolista padre soltero a los treinta años.
—Todo el mundo se preguntará quién es la madre —reí.
—Ah, eso va a ser todo un misterio. Ni el de Cuarto Milenio lo va a poder resolver — me hizo un guiño y acabamos los dos riendo como tantas veces a lo largo de los años.
¿Me estaba metiendo en un buen lío?
Posiblemente, pero sin duda alguna, aquel estaba a punto de ser el partido más importante de mi vida.
Capítulo 2
Nico
Nueve meses después…
Con el último trimestre del año nos acercábamos al nacimiento de mi hijo, ese que no se había hecho esperar mucho y que, tras un par de meses de tratamiento, llegó dándonos vida a toda la familia.
Elena decía que éramos súper compatibles para eso, que mis soldaditos eran unos campeones, y su jardín de las delicias un auténtico vergel.
Había que joderse lo que tenía que aguantar con mi amiga, pero me encantaba que tuviera ese gran sentido el humor.
En la clínica donde asistieron a todo el proceso, desde un principio nos dijeron que, al implantar tres embriones, podría darse el caso de que todos llegaran a buen término y fuera padre de trillizos, o que tal vez fueran dos los que acabaran dándonos la sorpresa.
Yo reconozco que entré en pánico y me asusté un poco, porque me veía como padre soltero con tres criaturas y me moría de miedo, pero Elena dijo que ella estaría ahí como la tía guay para ayudarme.
Mi madre no cabía en sí de emoción, al igual que mi padre, a quien le aseguré que, si era niño, llevaría su nombre, pero por lo que nos decía la ginecóloga, teníamos un bebé bastante tímido ahí dentro y aún no sabíamos si era niño o niña.
La verdad es que, llegados a ese punto del proceso, en el que era una realidad que iba a convertirme en padre en apenas un par de meses, me daba igual lo que naciera, siempre que lo hiciera fuerte y con salud.
Estaba entrenando bajo una lluvia de mil demonios, a falta de media hora de acabar la jornada esa tarde, cuando el míster me llamó a gritos desde el banquillo.
Corrí a darle encuentro y me quedé en shock al escuchar sus palabras.
—Vete para el hospital ahora mismo, que Elena se ha puesto de parto.
A mis compañero y al míster, así como al presidente del equipo, les dije quién era la madre de mi futuro hijo, allí todos éramos como una gran familia y no había por qué mantener aquello en secreto. Elena, era no solo mi amiga y mi abogada personal, sino que era la abogada de muchos otros compañeros.
Fui hasta los vestuarios a cambiarme de ropa, sin pasar por la ducha siquiera, y cogí el coche para llegar cuanto antes al hospital y ver qué pasaba.
No era la hora aún, mi pastelito como Elena lo llamaba no estaba ni cerca de ver el mundo, y me temí lo peor.
Siete meses, tan solo estaba embarazada de siete meses.
Llamé a mi madre, quien me dijo que estaba en la sala esperando a que le dieran noticias. Mi padre en ese tiempo con la quimio estaba algo débil, pero la había acompañado para no dejarla sola y con ese estado de nervios.
Dejé el coche aparcado de mala manera en la entrada de urgencias, uno de los enfermeros al verme y reconocerme me dijo que le diera las llaves, que él lo aparcaba y las dejaba en el mostrador, así que se las tiré a las manos sin mucho miramiento y entré en el hospital como un elefante en una cacharrería, arrasando con todo lo que encontraba a mi paso.
—¡Nico! —me giré al escuchar la voz de mi madre, entré en la sala y la vi temblando.
—¿Sabéis algo? —le pregunté a mi padre, que tan solo negó con la cabeza.
—Es muy pronto aún, hijo —susurró mi madre—, no sé por qué se ha adelantado.
—Puede ser cualquier cosa, Sofía —dijo mi padre, frotándole la espalda.
Sí, el parto podía haberse adelantado por cualquier cosa, era muy pronto y solo pedía a Dios, que mi hijo naciera bien. El embarazo había ido perfectamente, Elena era una mujer joven y sana de veintiocho años y no surgieron complicaciones en ningún trimestre.
Me senté en la sala a esperar, o más bien a desesperarme mientras los minutos pasaban y nadie nos decía nada.
Hasta que finalmente salió una doctora sonriendo y diciendo mi nombre.
—¿Cómo ha ido todo? ¿Están bien? —pregunté.
—Sí, las dos están perfectamente. Su hija tenía prisa por nacer, eso es todo. Es pequeñita y tendrá que estar un tiempo en la incubadora, pero es una niña fuerte y sana que saldrá adelante.
—Una niña —murmuré y sentí que una lágrima se deslizaba por mi mejilla.
—Elena tiene que descansar, pero pueden pasar a verla en un ratito cuando la suban a la habitación —nos informó—. A la niña pueden ir por ese pasillo, una de las enfermeras está esperándoles en la sala de prematuros.
—Gracias, doctora —dijo mi padre, que parecía el más entero de los tres en ese momento.
Lo miré, sonrió dándome una palmada en la espalda, y me dio la enhorabuena por mi recién estrenada paternidad.
Seguí a mis padres por el pasillo que nos había indicado la doctora, nos quedamos delante de una puerta en la que se veía el letrero de prohibido el paso, y tras llamar, una enfermera se giró y sonrió.
—Venimos a ver a mi nieta —dijo mi madre.
—Tendrán que ponerse la bata, el protector de zapatos y un gorro. Aquí los bebés tienen que estar muy bien protegidos de todo —nos informó la enfermera y asentimos.
Después de protegernos incluso con mascarilla, entramos en la sala donde vimos a otros bebés en incubadoras como mi pequeña.
Nos llevó hasta ella y se me cayó el mundo encima al verla tan pequeña y frágil, con tantos cables conectados y viendo su pecho subir y bajar rápidamente mientras respiraba.
—Hijo, tiene pelusilla negra en la cabecita, igual que tú cuando naciste —comentó mi madre, y me fijé bien ese detalle.
Tenía razón, mi pequeña había heredado mi cabello moreno, ¿qué más tendría mío? Era tan pequeña que no podía decir si la nariz era mía, o de Elena. Menos aún con los cables de respiración que tenía conectado.
—Pequeña, pero una luchadora —nos giramos al escuchar a la enfermera.
—Veinte dedos, dos brazos y dos piernas. Está entera, hijo —dijo mi padre, y no pudimos evitar reír ante aquella apreciación.
Sí, tenía a mi hija ahí delante, esa parte de mí mismo que desde ese instante necesitaría de todas mis atenciones, y para quien viviría el resto de mi vida.
—¿Cómo la vas a llamar, hijo? Porque, Mateo para la niña, no —mi padre frunció los labios y sonreí.
—No, Mateo no, pero, Martina, sí —sonreí y él, asintió.
—Martina, bienvenida a la familia, pequeña —dijo apoyando la mano en la incubadora.
No sabíamos cuándo sería el día en que él tuviera que dejarnos, ojalá ese momento no llegara nunca, pero era inevitable que fuera a perder a mi padre, a mi mejor amigo, al hombre en quien siempre me había apoyado para todo, ese que tenía al lado mirando a mi hija con un amor incondicional, deseando cogerla en brazos, como yo mismo quería hacer.
Salimos de la sala de prematuros, di el nombre de la niña en el mostrador para que la tuvieran registrada, y subimos a la habitación a ver a Elena.
—Pequeñaja —susurré cogiéndole la mano, y abrió los ojos para mirarme, con una amplia sonrisa.
—¿Cómo está el bebé? —preguntó.
—La niña está perfecta.
—¿Es una niña?
—Sí, me has dado una hija —sonreí.
—Oh, yo pensé que iba a ser un niño. No le habrás puesto Matea —dijo, con los ojos muy abiertos.
—No —reí—. Se va a llamar Martina.
—Martina, mi sobrinita —se le escapó una lágrima que no tardé en retirar con el pulgar.
—Gracias por esto, Elena —me incliné para besarla en la frente.
—Cuando quieras, hacemos otro —me hizo un guiño y acabé riendo, así era ella, una loca encantadora que me seguía en mis locuras desde que éramos unos críos.
Mi madre le preguntó cómo estaba, mi padre le dio un apretón cariñoso en la mano, y cuando entró la enfermera a ver cómo se encontraba, nos informó de lo que ocurriría durante el tiempo que Martina estuviera en el hospital.
Pasaríamos muchos días y noche allí con ella, esperando a que sus defensas, su cuerpo y su organismo se formara por completo, pero sin que tuviéramos que temernos lo peor.
Martina era pequeña, pero una luchadora que, estaba convencido, me traería de cabeza el resto de mi vida.
Capítulo 3
Nico
Cuatro años después…
Mi pequeño torbellino ya tenía cuatro años y era, como decía mi madre, un mini clon mío.
Había heredado el color de mi cabello, negro azabache lo llamaba Elena, y los ojos azules que yo heredé de mi padre.
Mirar a Martina a los ojos muchas veces era como estar viendo a mi padre de nuevo, y aunque me partía el alma que no estuviera con nosotros y se perdiera tantas cosas de su princesa, al menos sabía que aquellos dos últimos años de su vida los disfrutó viviendo el embarazo de primera mano, y pasando tardes enteras con ella, en el sofá de su casa.
Mi madre alguna vez se había quedado escuchando en la puerta, decía que eso no era cotillear, sino vigilar por si al abuelo se le resbalaba la criatura y acababa con un chichón en la cabeza.
A lo que iba: cuando mi madre se quedaba a escuchar aquellas conversaciones, solía acabar llorando, ya que mi padre le hablaba de mí a la niña, contándole mil historias de cuando era pequeño. Y también le hablaba de sí mismo, de lo feliz que era por poder pasar esos últimos meses, a pesar de su enfermedad y sus pocas fuerzas, con ella en brazos.
Y ahora, tres años después de que mi padre nos faltara para darnos esa palabra de aliento que solo él conseguía decirnos, mi niña le dejaba sus flores preferidas en la tumba todos los meses, acompañando a mi madre.
Después de mucho pensar, Martina y yo nos acabábamos de mudar a un barrio que quedaba más cerca de casa de mi madre, de modo que si me fallaba la canguro podría contar con ella, sin tener que cruzarme media Sevilla, o que Elena viniera a recoger a la niña para llevarla con la abuela.
Elena, mi mejor amiga y la tía más maravillosa que Martina podría tener.
Mi pequeña solía preguntar por su madre, pero decidimos no contarle la verdad hasta que fuera un poco más mayor, siempre le decía que cuando llegara el momento le hablaría de ella, tan solo le contaba que la quería mucho, y al menos no preguntaba más.
A pesar de que Elena no era nada más que su tía guay, como ella decía, quería a mi hija como si fuera su propia madre, y en el fondo lo era. Tenía cosas de ella y algún que otro gesto que, al verlo, me sacaba una sonrisa.
Por ejemplo, el modo de voltear los ojos cuando yo decía algo con lo que ella no estaba de acuerdo.
—Ya está, esa era la última caja —dijo Miguel, mi amigo y compañero de equipo desde que teníamos uso de razón.
—Aleluya —resopló Iván, el tercero en discordia en nuestra pequeña hermandad futbolística.
Miguel, que al igual que yo tenía treinta y cuatro años, era mi mejor amigo desde que íbamos a preescolar, Iván, que tenía dos años menos, se unió a nosotros en el primer año de instituto, después de que los más malotes se metieran con él y fuéramos Miguel y yo a ayudarlo.
Aún podía recordar el dolor de aquellos golpes que recibimos, y lo guapísimos que estábamos los tres con un ojo morado. La de historias que llevábamos a nuestras espaldas.
Eso sí, ese par eran como la noche y el día. Mientras que Miguel era moreno de ojos marrones, serio y formal (dentro de lo que cabía), Iván era rubio, también de ojos marrones, y un poco más guasón y despreocupado.
No fue una, ni tampoco fueron dos, las veces que por su culpa el míster nos había puesto a los tres, a hacer flexiones bajo el sol de agosto en el campo después de un entrenamiento cuando teníamos poco más de veinte años.
—Gracias, chicos. ¿Una cerveza? —pregunté, entrando en la cocina.
—Qué mínimo, chaval —respondió Iván—. Y con jamón del bueno, ese que te trajo ayer tu madre.
—Queso y unas patatitas, también acepto —secundó Miguel.
Había pasado esa última semana dejando el piso decente para mudarnos, solo éramos Martina y yo y no necesitaba una casa de cientos de metros, ya teníamos el jardín de mi madre para que ella disfrutara los fines de semana por la tarde.
La cocina estaba amueblada, con electrodomésticos incluidos, por lo que solo tuve que comprar los muebles del salón y las dos habitaciones. La tercera se quedaba como cuarto de juegos para ella.
—Aquí están las cervezas y el aperitivo —dejé todo en la encimera de la cocina y nos sentamos en los taburetes a tomarlo.
—Menos mal que al menos te has tirado el rollo, compadre —dijo Miguel.
—Bueno, digo yo que habrá que salir por la inauguración del piso, ¿no?
—Iván, te recuerdo que la semana que viene, tenemos partido —contesté.
—Ojú el tío, que no se quita el brazalete de capitán, ni en su casa —volteó los ojos.
—A ver, Nico, que solo es una cena, una copa, y nos recogemos. Es sábado, y tu madre se queda con Martina todo el fin de semana —comentó Miguel.
—Dile a Elena que se venga también, por si no quieres ir solo con dos machos Alfa como nosotros.
—¿Machos Alfa? —Arqueé la ceja.
—Iván, Nico es el Alfa, yo soy el Beta, y tú, el Omega.
—Mira que eres capullo, Miguel —protestó Iván.
—Venga, tengamos la fiesta en paz —levanté las manos en señal de rendición—. Una cena, una copa, y me vengo a casa. Mañana tengo que recoger a Martina y durante toda la semana hay que entrenar duro.
—Eso está hecho, capi —Iván me hizo un guiño y suspiré, ese hombre podía conmigo.
Después de la cerveza se marcharon y quedamos en vernos en el bar de Tinín a las nueve, había partido del equipo con el que nos enfrentaríamos la semana siguiente, y queríamos verlo.

Deja una respuesta