Sagitario salva a Libra de Anyta Sunday

Sagitario salva a Libra de Anyta Sunday

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el suavidad sincero se extrae por el panorama, arquero. ahora es un buen época para que desboques de tu automatismo y te aventures en lo ingrato.

jason lyall se prenda encontrar a ese alguien con quien reiterar a revoca cada modorra. ese alguien con quien poder ser él mismo. ese alguno que lo me digne a afligir de todo, absurdeces inclusas. pero da constante lo raudal que lo cate, piensa que nunca recibe ese figura de concordancia con nadie. y cubre efecto que su última desposada ha ocurrido con su vida y va a juntarse.
así que cuando su par hermanado le invita que intercambien sus vidas durante conglomeres septenarios, a jason no le enjuicia tan nefasta sospecha. y, de repente, se idea trasladando una vida que no es la suya en un pequeñuelo pueblo australiano, contraponiéndose a cacharros salvajes, raras y soberbias con las que en la vida precedentemente se había topado; candeleros, serpientes…, su insólito ocupante, el mandón owen stirling, que es todo eso y… exagerado más y más.

arremángate para enseñar parte de los errores crecidamente encantados, preserva. te quiere un interesantísimo brinque de fascinación.

sagitario salva a fía es el sexto compendio de la escala ademanes de cortejo. un aventura mm (chico-chico) entre remates revueltos que se halan sin socorro. un apego a ceguera reposado con errónea unión y un par de mancuernilla liándola en un pueblecito australiano.


Capítulo Uno
El viento azotó el abrigo sin abrochar de Jason Lyall, haciendo que ondeara hacia la ventana de su restaurante favorito donde, a la luz de las velas, se encontraba Caroline sonriendo a su nuevo novio.
Seis meses atrás, Jason había tratado de hacerla sonreír así, pero nunca lo había conseguido. Porque, por mucho que a él le hubiera gustado que encajaran, no lo habían hecho, no así.
Sonrió con anhelo; no por Caroline como tal, sino por lo que representaba: una pareja con la que volver a casa cada noche; alguien con quien poder ser él mismo, alguien que lo quisiera a pesar de todo, absurdeces incluidas.
Y no solo «a pesar de»; quizá, incluso por ello.
Pasó de largo el restaurante, bajando la cabeza para mandar un mensaje a su hermano («Llego en dos minutos»), y se encaminó colina arriba por una cuesta tenuemente iluminada hacia la villa en la que había crecido: una casa de campo de un cuarto de acre que sus padres le habían dejado al morir.
Una ráfaga de aire revolvió su pelo oscuro, haciendo que le cubriera los ojos; estaba intentando concentrarse en la caricia del viento sobre la piel y no en el vacío que parecía estar extendiéndose en su interior. ¿Cuándo se había vuelto tan patético?
Se rio entre dientes.
Qué absurdo todo.
Solía tener tanta vida, tanta energía… Un día había sido todo color en un día gris.
Ahora, con veintiséis años, cinco después de haber terminado la carrera, era… ¿Qué era? ¿Un aburrido? ¿Un soso? ¿Un solitario? ¿Un ansioso?
Aunque no podía quejarse. Era un pianista consumado, había viajado por todo el mundo, había tocado con orquestas internacionales, tenía su propia casa… Pero…
Apartó de su mente la imagen de Caroline feliz en el restaurante y se rio de sí mismo. «Venga, hombre, contrólate».
Saludó a su hermano con la mano desde la puerta del jardín y la cerró tras él. Las altas flores de lavanda flanqueando el camino de entrada se estremecieron a su paso con otra ráfaga de aire. Carl, que estaba sentado en una de las sillas del porche, se puso de pie.
Jason se quedó sin aliento.
Le pasaba cada vez que veía a su hermano; siempre se quedaba unos segundos conmocionado. No era ningún rasgo en concreto, era la combinación de todos ellos. Carl era alto, con hoyuelos en ambas mejillas, ojos azules y brillantes enmarcados por pestañas largas y oscuras, una nariz un poco respingona que le daba un aire adorable y un pequeño lunar en la mandíbula.
Era la cara de Jason. Exacta.
Y estaría acostumbrado si hubieran crecido juntos, pero Jason y Carl se habían encontrado hacía tres años de forma accidental cuando Jason dio un concierto en Sidney interpretando a Bach y a Chopin. Fue uno de esos momentos «no me lo putocreo» que rara vez ocurren en la vida; y, menos, a él.
Carl era su hermano gemelo.
Tras la conmoción inicial, se contaron las historias de sus vidas, especularon y contrataron un detective privado para que ahondara en el asunto. Descubrieron que su madre había dado a luz siendo adolescente y que, aunque una tía suya había adoptado a uno de ellos, al otro —a Jason— lo habían dado en adopción.
Desde entonces, se habían mantenido más o menos en contacto, pero, quitando la genética, Carl y él tenían poco en común; ni siquiera el cumpleaños, ya que Jason había nacido el 21 de diciembre y Carl el 22, quince minutos después. Así que Carl apareciendo en su casa sin avisar… era algo extraordinario y un poco alucinante.
Era una de esas cosas inesperadas que le pegaban más a un sagitario.
De hecho, esta visita era algo muy acorde con el Jason del pasado.
El Jason que quería volver a ser.
Pero, antes de que otra punzada de dolor se apoderara de él, sonrió y abrió los brazos para dar a su gemelo un torpe abrazo. Carl se rio y la cadencia de su risa —igualita a la suya— hizo que se le pusiera la piel de gallina una vez más.
Jason abrió la puerta y ambos entraron. Carl se dedicó a echar un vistazo a su alrededor, a las espaciosas habitaciones decoradas con escasos pero elegantes muebles, mientras Jason descorchaba una más que necesaria botella de vino sin perder de vista a su hermano.
También había diferencias entre ambos, por supuesto. Carl llevaba el pelo más corto y tenía más bíceps, a juzgar por cómo se le ajustaba la camisa a los brazos. Y sus estilos a la hora de vestir eran totalmente opuestos; Carl era más informal: vaqueros anchos, camisa de cuadros abierta sobre una camiseta y botas de montaña. Jason prefería los vaqueros ajustados, los jerséis de cachemir, las bufandas de colores intensos y los botines por el tobillo; o trajes, cuando daba un concierto.
Carl hizo un ruidito de asentimiento y se acercó a la isla de la cocina. Cogió una de las copas de vino como si fuera una jarra de cerveza y se bebió medio vaso de un solo trago.
Jason alzó una ceja y le preguntó:
—¿A qué se debe el placer de tu visita?
—Tenía que largarme de Earnest Point —dijo su gemelo con su característico, aunque no exagerado, acento australiano.
Vaaaale…
Earnest Point era donde vivía Carl, un pequeño pueblo en Tasmania. Pero había cientos de lugares a los que podría haber ido. Venir a Wellington cuando eso suponía coger dos aviones…
Jason se quedó mirándolo, esperando.
Carl se bebió el resto del vino.
—Mi exnovio ha decidido que se casa. Así, en plan espontáneo, en tres semanas. Y quiere que vaya a su boda.
«Exnovio». Carl ya había usado la palabra «novio» en alguna ocasión y, cada vez que lo había hecho, a Jason le había revoloteado un no sé qué en el estómago.
Carl frunció el ceño con la vista fija en su copa vacía. El dolor y la intensidad de su mirada hicieron que Jason le sirviera un poco más.
—Una situación incómoda, ¿no?
—Es un pueblo pequeño, ya sabes. Todos nos conocemos. Pete y yo terminamos bastante bien y Nick es buen tío. Me he estado comportando como si nada delante de ellos, así que, si de repente dijera que no quiero ir, sería raro.
—¿No puedes poner alguna excusa? No sé, algo relacionado con el trabajo.
—Eh, pues no, porque… la cosa es que me he comprometido a ser el padrino.
Jason gimoteó.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Es que me puso entre la espada y la pared, no supe reaccionar.
Había algo en la expresión de Carl, como una súplica, que hizo que a Jason se le acelerara el pulso.
Agarró el tallo de su copa de vino con fuerza.
Ni de coña.
No podía ser por eso por lo que Carl había venido hasta aquí.
Carl se aclaró la garganta.
—Bueno, pues estaba pensando…
—Tienes que estar de broma.
—¡Pero si no he terminado la frase!
—Puedo leerte la mente.
Los ojos de Carl brillaron divertidos antes de decir:
—¿Cosa de gemelos?
—Lo dudo —contestó Jason señalándolo con el dedo—. Lo tienes escrito en la cara, quieres que vaya a esa boda en tu lugar.
—No exactamente. —Carl hizo gala de sus hoyuelos y, de repente, Jason fue consciente de lo que se sentía al estar al otro lado de su propia sonrisa—. Quiero que… intercambiemos vidas. Durante tres semanas.
 
Una botella de vino y muchas sacudidas de cabeza después, Jason exclamó una vez más:
—Estás loco.
—¿Sí? ¿Tú crees? Porque a mí me parece que es la idea más brillante que se me ha ocurrido jamás.
Jason hizo una pausa y se quedó mirando a Carl por encima de la isla de la cocina.
—Eso no dice nada bueno de ti —le dijo.
Abrió otra botella; algo inusual en él, su tolerancia al alcohol era más bien escasa y prefería tener la cabeza despejada, pero es que… todo esto… los detalles que Carl tenía ya planeados…
Era todo tan ridículo…
Y aun así…
Tenía curiosidad por conocer a su otra familia. Se preguntaba quiénes eran, cómo eran, qué pensarían de él.
Llenó las copas de ambos.
—¿No sería esta la típica ocasión en la que te buscas un novio ficticio y haces creer a todo el mundo que lo has superado y lo llevas fenomenal?
Carl se rio, escandalizado.
—¿En Earnest Point?
—Ah, claro, es mucho más sencillo meterte cuatro horas de avión para pedirle a tu gemelo que se haga pasar por ti durante tres semanas en ese minipueblo de entrometidos.
Por lo menos, Carl tuvo la decencia de hacer una mueca.
—Mira, no puedo estar ahí. No puedo. Cada vez que lo veo es como si me dieran un puñetazo. Está todo el rato pidiéndome ayuda, me necesita para mil cosas y no puedo decirle que me deje en paz. Es un pueblo de chismosos, todo el mundo lo sabe todo de todos. Sería más fácil si yo…, o sea, tú actuaras como si nada pasara y todo fuera de perlas.
—Esa es otra, ¿cómo voy a hacerme pasar por ti? Tu familia se dará cuenta. Para empezar, por mi acento. Y no sé lo suficiente de animales como para llevar una tienda de mascotas. ¡Y no puedo dejar de tocar durante tres semanas! Tengo que prepararme para cuando me incorpore a los ensayos para el concierto de Erwin Schuloff que doy en junio.
—No es más que la típica tiendecita de barrio, pero un poco más grande. ¿Cómo lo soléis llamar por aquí? ¿Autoservicio? Pues eso mismo, pero con un par de pasillos con cosas para mascotas. —Carl se irguió en su taburete—. Podría pasar el fin de semana preparándote. Un par de pequeños cambios aquí y allí y nadie se dará cuenta. Y tengo un piano en casa, puedes seguir tocando. Son todos más o menos iguales, ¿no?
«¿Más o menos iguales?». Jason se quedó mirándolo unos instantes, alucinado; pero lo dejó pasar.
—¿Pete no sabe de mi existencia? Y seguro que se da cuenta de que no soy el verdadero Carl.
—No se dará cuenta. Y ya sabes que nadie sabe que lo sé.
Jason se quedó desconcertado durante unos instantes ante la especie de trabalenguas, pero sí, lo sabía. La primera vez que habían hablado de ello, Carl le había dicho que prefería no decirle a su madre que lo había descubierto; que ella nunca le había dicho que era adoptado y, mucho menos, le había mencionado que tenía un hermano secreto. Carl pensó que era importante para ella mantener a su familia tal cual, así que se calló y decidió no salirse de madre, valga la redundancia y el doble sentido.
Jason lo entendía. Carl había crecido con su tía haciéndose pasar por su madre y con su madre biológica haciéndose pasar por su prima. Tenía que haber un buen motivo para ello y si se descubría la verdad…
Había secretos que era mejor que siguieran enterrados.
—¿De verdad no se lo has contado a nadie más?
—Solo a ti.
El caso de Jason había sido diferente. Sus padres sí le habían contado que era adoptado. Y siempre le habían dicho que, si quería saber más, solo tenía que preguntar. Pero no había sentido la necesidad hasta que se topó con Carl. Y, para aquel entonces, ya habían muerto.
Ahora resultaba que parte de su familia biológica vivía al otro lado del mar de Tasmania.
Jason siempre se había dicho a sí mismo que no le importaba, que su verdadera familia eran su madre y su padre, la familia con la que había crecido. No echaba de menos a nadie más en su vida.
Pero…
Echó un vistazo a su impoluta villa, la casa de su infancia. Era tan grande… y estaba tan vacía que hasta podía oírse el eco de sus pasos.
No debería estar planteándoselo.
Bueno, la verdad era que sí disponía de tiempo; más o menos. Tenía un hueco entre sus próximos conciertos, pero, aun así, tenía una vida en Wellington.
Carl, que estaba curioseando cada detalle del salón, observándolo todo como si se estuviera aclimatando a esta vida, se acercó al piano de cola y, deteniéndose frente a las teclas, jugueteó con ellas unos instantes antes de coger la revista que Jason había puesto en el atril delante de las notas del Concierto para piano núm. 1 de Schulhoff. La verdad era que, aparte de ese piano y esa casa, ¿qué tenía?
Carl pasó las páginas con una sonrisilla y se acercó de nuevo a la cocina con la revista en la mano. La dejó sobre la encimera y la hizo girar señalándole a Jason el párrafo marcado con bolígrafo.
—¿Cosa de gemelos? Porque yo también soy adicto a esta mierda.
Jason releyó su horóscopo semanal. Y, aunque no necesitaba hacerlo para saber qué decía, sí necesitaba un momento para gestionar las emociones que le estaban bullendo en el interior.
«¡Sé valiente, sagitario, corre algún riesgo! Puede que la soledad lleve un tiempo persiguiéndote, pero alguien con la capacidad de calentarte el corazón asoma por el horizonte. Es buen momento para salir de tu rutina diaria y adentrarte en lo desconocido. Una escapada al campo te revitalizará el alma».
Tragó saliva. No iba a hacer esto solo porque unas míseras palabras impresas en papel cuché se lo dijeran.
Ni siquiera creía en estas cosas. Era solo que, a veces, le… hacían reír.
O metían el dedo en la llaga.
Se sacó el teléfono del bolsillo. Todos y cada uno de los horóscopos que leyó decían más o menos lo mismo, que era hora de hacer lo que mejor se le daba a Sagitario: correr una aventura.
Se mordió el labio.
—¿Estás seguro de que tu familia no se dará cuenta?
—Mira, si te notan un poco distinto asumirán que tiene que ver con Pete y la boda. O, no sé, podrías decirles que estás enfermo.
—¿Y si se dan cuenta?
—La única forma de que lo hagan es que tú se lo cuentes. Así que, no lo hagas y ya está.
Jason notó cómo le vibraba el teléfono en la mano. Una notificación de Instagram. Le echó un ojo de forma automática y se quedó helado.
Caroline, su novio, champán y la mano de ella sobre el pecho mostrando el anillo que llevaba en el dedo.
¡Se había prometido!
El corazón le hizo una voltereta y se le cayó al suelo. Dejó el móvil a un lado y miró a Carl a los ojos.
—¿En qué estado está ese piano que dices que tienes?
 
 
Capítulo Dos
Jason no se había metido semejante panzada a estudiar desde el último examen de la carrera.
Se había estudiado el mapa de Earnest Point, cientos de fotos, y había memorizado los detalles más importantes: la distribución y los planos de ciertas casas; cómo llevar el autoservicio-barra-tienda de animales; los lugares a los que a Carl le gustaba ir; dónde compraba el café; qué días comía fuera; cuándo se pasaba por el pub del pueblo; cómo pasaba el rato con Cora, su prima, que no era prima sino madre biológica, diseccionando el horóscopo semanal, leyéndoselos el uno al otro en voz alta. Y ese era otro tema, ¿qué obsesión tenía esta familia con el zodíaco?
Carl le iba haciendo preguntas sobre la marcha mientras se vestían uno con la ropa del otro. Jason se sentía raro llevando unas botas tan pesadas y los vaqueros le parecían demasiado anchos. La camiseta… vale, con la camiseta podía vivir, pero la camisa de franela encima le daba ganas de llorar. Es que estaba ahí… colgando, sin más. Se miró en el espejo de cuerpo entero frunciendo el ceño. No, este tipo de camisa no le favorecía.
—¿El cumpleaños de mamá? —le preguntó Carl desde donde estaba a los pies de la cama de Jason.
—El veinticuatro de julio. Leo.
—¿Alguna alergia?
—Al polen, a la piña y a los gilipollas.
—¿La forma con la que Cora y yo chocamos los cinco?
Jason se giró hacia Carl, que ya tenía la mano levantada, y mantuvo sus palmas unidas unos instantes antes de darle unos toquecitos con las yemas de los dedos.
—¿Por qué chocáis así?
Carl se encogió de hombros.
—Lo hemos hecho desde que era un crío. Quizá fuera su forma de forjar un vínculo conmigo o algo así…
Se quedaron callados. Qué raro debió de ser para Carl descubrir que Cora era en realidad su madre. Seguro que ahora veía y analizaba cada gesto con nuevos ojos.
Jason llevó una mano a la chuleta que tenía en el tocador. Había memorizado el plano del pueblo, los nombres de las calles, los de la gente con la que Carl solía tratar más y los de aquellos con los que podría encontrarse en algún momento. Pero había un nombre del que aún no habían hablado demasiado.
—Vale, ¿y Owen Stirling?
—El sargento Stirling, uno de los tres policías del pueblo. Es mi vecino. No nos llevamos bien; yo lo evito a él y él me evita a mí en la medida de lo posible.
—¿En la medida de lo posible?
—Puede que me haya puesto unas cuantas multas.
—Ah, por eso te cae mal.
—Eso y que a veces me mira como si estuviera en una rueda de reconocimiento y yo fuera un delincuente en busca y captura.
—¿Y lo eres? Un prófugo, digo.
Carl se limitó a sonreír antes de decir:
—Bueno, el caso es que no creo que tengas que tratar con él demasiado y… —En esos momentos sonó el teléfono de Carl, que hizo una mueca al mirar la pantalla—. Hablando del rey de Roma…
—¿Pero no decías que no iba a tener que tratar con él?
Carl se rio de forma nerviosa y puso el móvil en la mano de Jason.
—Contesta tú.
—¿Yo? ¿Por qué? ¡Si tú estás aquí!
—Pronto tendrás que ser yo ante todo el pueblo, vamos paso a paso.
Carl se la jugó y le dio a «aceptar llamada».
Jason lo fulminó con la mirada.
—¿Hola? ¿Carl? —La voz al otro lado de la línea era grave y cálida, como si le saliera de lo más profundo del pecho, retumbando de forma cautivadora.
A Jason le cosquilleó todo el cuerpo a la vez que una ola de terror se apoderaba de él. Empezó a asentir con la cabeza una y otra vez hasta que fue capaz de unir varias palabras:
—El mismo que viste y calza.
Carl abrió mucho la boca, sorprendido, y exclamó en voz baja: «¿Qué narices ha sido eso?».
Jason se llevó una mano a la cara y se dio una palmada en la frente. Había intentado sonar despreocupado y… ¿un poco australiano?
Parecía que el sargento Owen Stirling también se había quedado sin palabras.
—¿Carl Birch? —le preguntó, confuso.
Jason intentó sonar más natural.
Sip.
Durante unos instantes solo se escucharon interferencias. ¿Qué significaba eso? ¿Y cómo era posible sudar tanto? ¿Era normal sudar en este tipo de situaciones? Jason se abanicó con la parte delantera de la camisa de franela.
—Estupendo. Me preguntaba si te podrías pasar por la comisaría, será solo un momento.
—¿Alguna multa que no has pagado? —preguntó Jason a Carl en voz baja.
Carl se encogió de hombros y también muy bajito, contestó:
—¿Puede ser?
Jason se sopló el flequillo para apartárselo de los ojos. Lo que hizo que Carl apuntara «cortarse el pelo» en su lista de cosas pendientes por hacer.
—¡No! —gritó Jason al ver lo que escribía.
La voz profunda del sargento retumbó a través de la línea una vez más:
—¿Perdona?
Ups. ¿Acababa de negarse a cumplir con algo que le había mandado hacer un policía? ¿Eso suponía algún tipo de falta o algo así? Trató de arreglarlo:
—Quiero decir que…, sí, que me encantaría pasar a verte, ¡a verle! Eh… Sargento Owen Stirling, señor.
Hum… ¿Había sonado un poco ronco? ¿Como sin aliento? ¿Como algo que podría decirse entre ruegos y súplicas en una cama con sábanas de raso?
Un rápido vistazo a la cara horrorizada de Carl le confirmó que así era.
Tras otra pausa, el sargento habló de nuevo:
—Parece que a la conexión le pasa algo. De todas formas, mejor que nos veamos en persona. ¿Cuándo te viene bien?
¡Pero si ni siquiera estaba allí! Y aún quedaban varias horas para su vuelo…
—¿No puede esperar?
Ay, madre, ¿por qué todo lo que decía sonaba así de mal? Mala entonación, superrápido… Los nervios estaban haciendo que hablara como si le pagaran por palabras por minuto.
Se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo.
—Podría pasarme esta noche.
—No, no, mañana está bien.
—Cuando tú quieras… Hum, quiero decir, sí, señor.
A Carl se le cayó el bolígrafo de la mano. Jason hizo una mueca.
El sargentoOwenStirlingseñor hizo un ruidito que pareció una risilla entre dientes, carraspeó y colgó.
Jason se lanzó a la cama, aterrizando con la cara en las almohadas.
—Ay, Dios.
—«Ay, Dios» lo resume a la perfección.
Riéndose, Jason se puso boca arriba y preguntó a su gemelo:
—¿Estás seguro de esto?
Carl se frotó la frente con dos dedos y asintió.
—Practicaremos algo de vocabulario. Estarás bien una vez lleves allí unos días. Al principio puedes decir que estás con fiebre. Yo suelo tener la voz así de ronca cuando tengo catarro.
—Dame tu tarjeta de crédito. Si voy a pagar tus multas…
Carl dudó unos instantes antes de sacarla de la cartera.
—Vale, pero tiene un límite, no te vengas muy arriba.
—¿Con qué? Solo hay tres tiendas.
Se intercambiaron los móviles, cerrando aplicaciones que contuvieran temas demasiado privados y grabando varios números que pudieran serles útiles. Y esa fue la parte más dura para Jason; le iba a costar deshacerse de su adorado teléfono, pero el descanso de redes sociales… eso iba a venirle muy bien.
Lo único que no intercambiaron fueron los pasaportes. Jason podía estar dispuesto a fingir ser Carl durante el verano, pero no tenía ninguna intención de incumplir ninguna ley internacional al hacerlo.
—¿Estamos listos entonces? —preguntó Jason.
Carl sonrió y comprobó la lista de cosas por hacer antes de decir:
—Una última cosa.
 
Cuando por fin se arrastró por el oscuro camino de entrada de la casa de su hermano, Jason era una mezcla de agotamiento y excitación. Metió la llave en la cerradura, abrió la puerta chirriante, dio un paso en el interior y gritó.
¡Mierda!
Había alguien ahí. En la oscuridad. Al final del pasillo.
Lanzó la maleta de ruedas contra el intruso y… un cristal se hizo añicos.
Jason se llevó la mano al corazón y empezó a reírse.
Un espejo de cuerpo entero. Casi le da un infarto por un puñetero espejo. Todo era por culpa del nuevo corte de pelo. No se había reconocido a sí mismo al tenerlo tan corto y con toda esa franela por encima.
Encontró el dichoso interruptor de la luz y se estremeció ante el desastre de cristales rotos frente a él.
—Muy buena entrada, Jason, estupendo —se dijo a sí mismo, inclinándose hacia delante y dándose unas palmaditas en las rodillas.
A su espalda, alguien llamó a la puerta, sobresaltándolo de nuevo. ¡Pero bueno! ¿Quién iba a una casa ajena a las once de la noche? No eran horas de visitas.
Otro golpeteo en la puerta, seguido por una voz que era mucho más grave de lo que lo había sido por teléfono unas horas antes, pero que seguía teniendo ese je ne sais quoi tan inconfundible: el sargentoOwenStirlingseñor.
—¿Carl? ¿Todo bien por ahí?
Estupendo, solo llevaba aquí dos minutos y ya había logrado atraer la atención de las fuerzas del orden.
Con los nervios a flor de piel y soltando una letanía de «joder» y «me cago en todo», se alisó la camisa de franela y se pasó las manos por el pelo para tratar de domar esa parte rebelde que se le ponía de punta como si fuera un pollito recién nacido.
—¡Un segundo!
Usó ese instante para respirar hondo y plantarse una sonrisa en la cara; luego, abrió la puerta. Podía con esto, claro que sí. Sonreiría, asentiría, hablaría poco y…
¡Ostras!
No sabía lo que esperaba encontrar al otro lado de la puerta, pero desde luego que lo que tenía frente a los ojos, no. Carl le había enseñado fotos de casi todas las personas con las que Jason se podría encontrar estando aquí, pero solo había una del sargento y no se le veía bien; no había sido más que una figura en la distancia bajo la sombra de un árbol. Había creído que sería mayor, mucho mayor. De unos cincuenta y pico años o algo así, con ojos cansados y sonrisa amable. Lo que ni de coña se había imaginado era a alguien de veintitantos, con ojos oscuros, gesto estoico y… sin uniforme.
Y cuando decía sin uniforme, quería decir «sin uniforme», en mayúsculas.
Un pecho desnudo subía y bajaba frente a él de forma exagerada, sin duda de la carrera que se había pegado para llegar hasta allí. Y ese pecho desnudísimo estaba cubierto por un envidiable y espeso vello que Jason nunca había logrado tener. Un vello perlado de sudor, como su piel, que brillaba suave hasta llegar a su cintura y…
—¿Carl?
…Un abultado bóxer verde unía ese torso desnudo a unas piernas esbeltas de muslos musculosos y, más abajo, unos dedos largos asomaban por las tiras de unas chanclas… no, playeras, aquí se llamaban playeras.
Por instinto y con vida propia, la mirada de Jason vagó de nuevo hacia ese abdomen desnudo, hacia la tableta de chocolate que dibujaban sus músculos. Nunca había visto unos abdominales así de definidos, al menos, no en vivo y en directo; y tuvo que contener el ridículo —y casi irrefrenable— impulso de acercarse y recorrer su contorno con la mano, ¡no fuera a ser que sus ojos lo estuvieran engañando!
Era como… mirar al hombre que Jason quería ser. Todo él en su esplendor.
Una bola de envidia se le asentó en el estómago de solo mirarlo. Por Dios, tenía que ser el cansancio.
—¿Carl?
Jason alzó la vista. Hacia arriba, hacia arriba… hasta encontrarse con la cara de preocupación del sargento.
—He oído gritos, ¿estás bien?
Jason se pasó una mano por el pelo.
—Ha sido, eh… —Estaba siendo un día larguísimo. Entre las esperas en los aeropuertos, los aviones y el serpenteante camino en taxi hasta allí, tenía el cerebro hecho papilla, pero no tanto como para perder del todo su dignidad—. Eh… un canguro.
El sargento miró por encima del hombro de Jason, hacia los cristales esparcidos por la entrada.
—¿Un canguro?
—Sí, uno enorme. Ha intentado matarme.
El sargento se pasó una de sus grandes manos por la boca mientras un haz de luz le iluminaba los ojos, haciéndolos brillar tanto como su pelo rubio.
—Parece que has salido victorioso.
—Ah, sí, sí. Se ha ido dando saltos por… hum, la puerta de atrás.
—Claro.
Jason se apoyó contra el marco de la puerta y reprimió un bostezo.
—Me encantan las puertas de atrás.
Eso fue recibido con una ceja alzada.
—Hacen la vida mucho más interesante —continuó Jason sonriendo, notando cómo su antiguo yo y algo de su espíritu aventurero hacían acto de presencia—. Nunca sabes qué será lo siguiente en entrar.
El sargento parpadeó varias veces y apartó la mirada, esa enorme mano de vuelta en su cara, frotándose la mandíbula.
—Bueno, parece que has sobrevivido, así que yo debería… —dijo, haciendo un gesto con el pulgar hacia la valla que separaba sus casas.
—Es hora de irse a la cama, sí, lo entiendo. Gracias por pasarte por si necesitaba, ya sabes, ayuda con mi puerta trasera.
El sargento se rio, sorprendido, negando con la cabeza.
—Vale, pues buenas noches.
—Buenas noches, sargento Stirling, señor.
—Puedes llamarme Owen. No estoy de servicio.
Estuviera de servicio o no, no era difícil imaginárselo con el uniforme. Si se fiaba de la primera impresión, diría que tenía pinta de protector. Duro de pelar cuando procedía, pero con sentido del humor cuando la ocasión lo requería. Por no mencionar que, si era necesario, podía aparecer en tu puerta semidesnudo. Algo en su sonrisa sugería que estaba perfectamente proporcionado en todos los aspectos de la vida.
De hecho, se parecía mucho al novio, no, al prometido de Caroline. El tipo de hombre que gustaba a las chicas. El tipo de hombre que no terminaba solo en casa tocando a Mozart para disfrazar la ausencia de compañía.
Seguro que estaba casado. Y seguro que su mujer estaba esperando deseosa a que volviera, orgullosa de cómo su marido había salido, heroico él, al rescate de Jason, cuyo grito se habría oído por todas partes.
Se quedó mirando a Owen y dejó salir un suspiro de envidia y anhelo.
—Supongo que volveremos a vernos —le dijo.
Owen hizo una pausa antes de irse, ya con un pie en las escaleras de fuera, la luna iluminando toda esa piel expuesta. Entonces, con un leve asentimiento de cabeza, se encaminó hacia la valla divisoria, hacia su mujer, sus dos perros y el bebé que estaba en camino mientras Jason entraba desganado en su nueva y vacía casa.
El interior estaba bien, bastante limpio. Y, tal y como Carl había prometido, había un viejo piano vertical contra una de las paredes del salón, cubierto de montones de papeles. No era su piano de cola, pero le valdría.
Quitó los papeles y la fina capa de polvo que lo cubría, y se sentó en la banqueta acolchada, esperando que el piano no estuviera demasiado desafinado. Pero hizo una pausa antes de tocar las teclas de marfil.
En lugar de esconderse tras la música, debería estar saboreando la oportunidad de tener una familia de nuevo, de hacer un millón de recuerdos antes de que el verano acabara.
Que, cuando se fuera, su corazón tuviera todas las respuestas que necesitaba.
Sus dedos volaron por el teclado.
 


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