Te haré Mía hasta… – El Tutor III de Paula Rosselló Frau

Te haré Mía hasta… – El Tutor III de Paula Rosselló Frau

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Te haré Mía hasta… de Paula Rosselló Frau pdf

Te haré Mía hasta… – El Tutor III: Una novela contemporánea con intensa pasión, sensualidad y romance de Paula Rosselló Frau pdf descargar gratis leer online

La renuncia a Ivy ha sido una decisión que ha hundido a Hans en el sufrimiento más extremo. Huye a Londres para interponer la mayor distancia posible entre ellos. Pero su corazón sangra, su alma clama, y su ser se desgarra día a día.
Hans es un hombre fuerte, hecho a sí mismo. Se ha enfrentado a múltiples experiencias a lo largo de su vida, pero esto lo está destruyendo.
¿Cómo hacer para avanzar día a día? ¿Cómo se logra sobrevivir a la ruptura del corazón?


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  1. PRÓLOGO
    Octubre 1982
    Hans descendió del autobús escolar y se despidió con la mano de sus amigos, que lo miraban a través de las ventanas del vehículo, le dedicaban muecas cómicas y lo saludaban con la mano. Echó a correr con energía por el camino de grava, al tiempo que rompía a reír de puro contento, hacia la gran casona, de grandes torreones y múltiples ventanales, que se erguía al final de la pendiente de la ciudad de Ventimiglia, justo sobre el golfo de Génova.
    Era el cumpleaños de su madre y ardía en deseos de ver la cara que pondría cuando le diera su regalo. Llevaba semanas preparándolo en sus ratos libres, de noche a altas horas de la madrugada. Tenía un único cómplice: Duncan, el chico recién llegado de Inglaterra de dieciséis años, ayudante del mayordomo. Pero le hizo jurar con el meñique que no diría nada y él lo había prometido, así que estaba seguro de que su secreto estaba a salvo.
    Llegó junto a los grandes portones de hierro forjado, en esos momentos cerrados, y abrió la cancela que permitía el paso para personas, que siempre estaba abierta, en el lado izquierdo de las grandes columnatas, en la valla de piedra que rodeaba la finca. La empujó con fuerza, pesaba lo suyo, y a sus cinco años, casi seis ya que faltaba menos de un mes para cumplirlos, todavía no tenía mucha fuerza. Pero la tendría, estaba seguro. Quería ser como su padre: alto, fuerte, y siempre alegre, siempre sonriente.
    Corrió por el césped hacia la parte trasera de la casa. Entraría por el área de servicio para que su madre creyera que todavía no había llegado, aunque al pasar por la gran explanada de la puerta principal vio un coche que no reconoció. Le gustaba fijarse en las marcas de los coches, y las matrículas, y siempre que sus padres lo llevaban de paseo jugaban a adivinar las marcas y las matrículas de los automóviles con los que se cruzaban.
    Se adentró en la cocina, sorprendido al no hallar a Rosa ni a ninguna de las dos criadas que siempre pululaban por allí. Dejó su cartera con los libros y los cuadernos sobre la repisa del aparador, y anduvo de puntillas hacia la escalera que conducía al piso superior, al ala residencial. Escuchó y arrugó el entrecejo, asombrado ante el pesado silencio que reinaba en la casa. A esas horas la casona solía ser un caos de idas y venidas: la joven cocinera, Rosa, impartía órdenes a las sirvientas, Duncan se afanaba en la bodega, y los tenderos de la ciudad llegaban con los pedidos.
    ¿Qué estaba ocurriendo?
    Indeciso, se entretuvo al pie de la escalera mientras decidía si debía ir a averiguar qué ocurría, o poner en marcha los últimos detalles del regalo. Entonces le pareció escuchar un débil ruido, parecido a un sollozo, en el piso superior y sin darse cuenta empezó a subir los escalones, muy despacio. Escuchaba con mucha atención y entonces volvió a oírlo: sí, era un sollozo. No había duda.
    ¿Quién lloraba? ¿Y por qué?
    Llegó al rellano de la escalera y avanzó por el pasillo de servicio que llevaba a las diferentes estancias del ala residencial. Siguió el sonido que ahora se distinguía con claridad, con el corazón algo acelerado. Intentaba reconocer la voz de la persona que lloraba, pero no lograba identificarla. Se adentró hasta el final del largo pasillo, lleno de puertas que llevaban a las diferentes estancias, y traspasó la última, que estaba abierta de par en par, a la sala de estar de sus padres. Entró sin hacer ningún ruido y se encontró a todos los sirvientes, en mayor o menor cercanía a un hombre de pie, de espaldas a él, que lloraba con hondos sollozos.
    ¿Quién era ese hombre y qué hacía en su casa?
    Sorteó a los sirvientes, extrañado hasta los dedos de los pies de que no le hicieran ningún caso cuando siempre lo saludaban y le hacían bromas, y se acercó al hombre de hombros encorvados, hundidos, que parecía una persona muy mayor. Mientras caminaba hacia él miraba las caras de los criados y todos presentaban una expresión alterada, pálidos. Las dos sirvientas que se encargaban de limpiar lloraban también, abrazadas en un rincón.
    El susto se le metía en el cuerpo a medida que avanzaba, pero no quería dejarse llevar. Él era muy valiente. Su madre se lo decía siempre y no podía defraudarla. Se plantó, decidido, delante del hombre encorvado y lo miró, dispuesto a echarlo de su casa por hacer llorar al servicio. No sabía dónde estaba su padre ni su madre, pero si no estaban, él sería el cabeza de familia.
    Pero al verle la cara no pudo decir nada.
    Palideció y retrocedió, espantado, hasta dar con la espalda en la pared, a punto de echar a correr por el susto. Pero se quedó quieto delante de aquel hombre, que era su padre pero que no era él. Porque estaba envejecido, con una expresión que le demudaba las facciones, que siempre habían sido alegres, siempre con una sonrisa de felicidad. Ahora exhibían una tristeza profunda, desesperada. Los ojos inyectados en sangre de tanto llorar lo miraron desde unas cuencas hundidas, con unas marcadas ojeras azuladas.
    Su padre lo miraba, desorientado, en un principio sin reconocerlo. Luego agrandó los ojos y sorbió con fuerza, con un visible esfuerzo por recomponerse.
    —Hans, hijo mío —murmuró. Se arrodilló y abrió los brazos.
    Hans se lanzó a ellos, asustado como nunca lo había estado por los monstruos que había bajo su cama.
    Los brazos de su padre eran cálidos, protectores. Siempre había disfrutado mucho de que su progenitor lo cogiera en brazos cuando era más pequeño. Ahora ya no porque era un hombrecito, aunque en secreto todavía le encantaba, y ya solo lo abrazaba cuando se iba a dormir. Soñaba con esos abrazos que lo protegían: de las pesadillas, del dolor de una caída, de la desilusión por no poder hacer todavía ciertas cosas, de la tristeza al ver un pajarito muerto en el jardín, del miedo a la oscuridad cuando era más pequeño. De todo.
    Pero cuando los brazos de su padre lo rodearon en ese momento ya no sintió esa protección. Ahora estaban fríos y ofrecían desamparo, no consuelo. Parecían los brazos de un desconocido, que estaba tan triste que era incapaz de ofrecer ningún sosiego y ni dar ánimo a nadie, ni siquiera a sí mismo.
    Se estremeció y su padre rompió a llorar de nuevo. Se separó para preguntarle, pero en ese momento salió un hombre de la habitación de sus padres, de cabello que empezaba a encanecer y prominente barriga, como la de Santa Claus, y su padre se levantó, presuroso, alejándose de él.
    Hans se quedó quieto, asustado, aterido del frío y del desamparo que le habían dejado los brazos paternos. Los criados también se adelantaron hacia ese hombre, que ostentaba una expresión solemne, como el director de la escuela cuando daba un discurso, y lo dejaron detrás, como si nadie lo viera, como si no importara. Por primera vez en su vida se sintió ignorado y la sensación le dejó un regusto amargo.
    —¿Cómo está, doctor? —preguntó su padre, con ansia.
    Hans no estaba acostumbrado a que lo excluyeran de esa forma, pero no se dejó llevar del desánimo que crecía en su interior. Caminó unos pasos hacia el sofá y se adelantó para ver la cara de ese tal doctor. Se posicionó junto al reposabrazos y contempló con extrañeza a su padre, a ese hombre, a Duncan y al mayordomo tras su padre, y todos tenían la misma expresión ansiosa, llena de tristeza. Vio al tal doctor menear la cabeza, con la mirada baja.
    —Le he dado un calmante para aliviarle el dolor, es lo único que puedo hacer por ahora, Owain. Está durmiendo —afirmó, circunspecto.  Levantó la vista, apoyó una mano en el hombro de su padre y continuó—: Reposo, baños de agua tibia, botellas de agua caliente, mucha agua, y una buena ventilación en la habitación, es lo que podéis hacer por ella. Hablaré con mis colegas sobre esta enfermedad. Es una suerte, lo digo entre comillas —justificó, con una voz llena de tristeza—, que su madre padeciera el mismo mal. Eso me ha facilitado dar con el diagnóstico después de todos estos meses en los que Milena se aquejaba de tantos dolores, sin poder dar con la causa.
    Hans se tensó. El nombre de su madre unido a palabras como enfermedad, males, y una como diagnóstico, que no sabía lo que significaba, le apretaron el corazón con unos hirientes lazos de miedo. Sin darse cuenta se había ido acercando más al doctor, por entre la mesita y el sofá, y ahora permanecía de pie en medio del hombre y de su padre, con la cabeza muy echada hacia atrás para poder verles la cara.
    —Pero… ¿No hay nada que…? —farfulló Owain, tenso—. Podemos ir a especialistas. ¡Iremos dónde sea! En América hay mucha investigación, tal vez… —Su padre hablaba con una débil esperanza en la voz, pero el otro hombre meneaba la cabeza con esa tristeza que hacía que quisiera salir corriendo. Su padre se interrumpió, sus hombros parecieron hundirse más y su espalda encorvarse como si de repente llevara un insoportable peso sobre ella.
    —Por desgracia la enfermedad de Fabry[1] es muy poco conocida y no hay tratamiento, ni cura. Pero tienes que mantener el ánimo, Owain. Dale tu amor, tu compañía. Puede mejorar de forma espontánea, y puede vivir aún muchos años. No está todo perdido, amigo mío. Volveré mañana —declaró el hombre de forma solemne. Entonces bajó la vista, reparó en él y le acarició la cabeza—. Y tú pórtate bien a partir de ahora, ¿eh?
    Hans sacudió la cabeza, retrocedió para escapar de ese contacto y lo miró con enfado. ¿Quién se creía que era para pensar que podía tocarlo como si fuera un niño pequeño?
    El hombre alzó otra vez la vista, palmeó el hombro de su padre y se encaminó a la escalera que daba a la salida principal.
    Hans lo siguió con la mirada, pero cuando volvió los ojos hacia su padre lo vio con los puños muy apretados y la mirada perdida. El miedo se enroscó más en torno a su corazón y sintió que le faltaba el aire.
    El mayordomo empezó a ordenar al personal que se dirigieran a sus respectivas tareas. Cuando la servidumbre abandonó la sala de estar, Duncan reparó en él y lo vio acercarse con esa expresión que conocía tan bien de cuando los mayores querían que se fuera a su cuarto. Pero esa vez no. Quería saber qué pasaba con su madre. Su padre parecía incapaz de decírselo, así que lo averiguaría por él mismo. Echó a correr hacia la puerta de la habitación de sus padres. Vio la expresión alarmada de Duncan y su brazo alargado para cogerlo antes de que pudiera abrir, pero extendió la mano hacia arriba, empuñó el pomo dorado y abrió, decidido.
    —¡No, Hans! —gritó su padre cuando vio que abría la puerta.
    Pero ya era tarde. Estaba dentro. Corrió por la amplia habitación sobre las baldosas blancas y negras, hasta la alta cama de barrotes dorados, por el lado donde dormía su madre y se asomó, de puntillas, para verla. Distinguió un bulto, lo recorrió hacia la almohada para verle el rostro y desearle un feliz cumpleaños.
    Su madre tenía los ojos cerrados y el bonito cabello rubio, tan claro que parecía blanco, igual que el suyo, enmarcaba su bella cara. Agrandó los ojos, asustado, al verle el amado rostro tan pálido como la sábana que la cubría.
    —¿Mamá? —la llamó con voz queda. No quería molestarla, pero necesitaba oír su voz y que le dijera que estaba bien. Que lo que decía ese hombre de enfermedades y diagnósticos no tenía nada que ver con ella.
    Owain se adentró en la habitación con la intención de llevarse a Hans de allí, pero al ver a su esposa se quedó quieto, como si de repente hubiera echado raíces, junto a la cama.
    Duncan se adentró en la habitación, se aproximó a Hans y le rodeó los pequeños hombros.
    —Vamos, señorito, es hora de merendar —indicó, zalamero.
    Pero Hans se sacudió para soltarse y se agarró a la ropa de cama con los puños.
    —¿Mamá? —volvió a insistir hacia ese rostro marmóreo, esa vez con el miedo que sentía impreso en cada letra.
    —Su mamá necesita descansar ahora, señorito. Luego podrá verla, cuando se despierte —alegó Duncan, tirando de él con suave ternura.
    Pero Hans siguió resistiendo, negó con la cabeza y alzó los ojos hacia su padre.
    —¿Papá? —inquirió, en busca de la figura paterna de fuerza inquebrantable que había sido hasta ese momento, deseando que lo abrazara y le dijera que no había nada que temer, que mamá dormía y que mañana estaría como siempre. Que todo iría bien. Pero su padre parecía tan enfermo como su madre, y no lo miró. Ni siquiera creía que lo estuviera escuchando—. ¡Papá! —gritó, aterrorizado. Si lo de su madre lo asustaba, ver que su padre ya no era como su padre hacía que el pánico lo sacara de su propia piel.
    Duncan envolvió sus hombros y lo guio hacia la salida, con dulce determinación. Él volvió el rostro hacia atrás mientras andaba de la mano del joven, pero su padre no se giró ni una sola vez ni le habló de nuevo.
    Febrero 1987
    Hans descendió del Rolls Royce, familiar, mientras el chófer que lo había ido a buscar al aeropuerto le sostenía la puerta abierta, y alzó la mirada hacia la gran casona con un hondo pesar. El que antaño fuera su hogar ahora era una residencia donde el dolor impregnaba cada rincón, donde la soledad se paseaba por sus estancias, en un tiempo llenas de luz, de color y de alegría.
    A sus diez años había cambiado mucho. Su cabello, antes de un rubio muy pálido ahora era rubio dorado con vetas más oscuras. Estaba muy alto para su edad y en su hermoso rostro se dibujaba una expresión hermética que no dejaba entrever nada de lo que pensaba o sentía. Exhaló un suspiro resignado, mientras se estiraba la chaqueta del uniforme del colegio, el internado Atlantic College de Gales, en Reino Unido, donde lo habían enviado al poco tiempo de enfermar su progenitora. Tenía tantas ganas de ver a su madre como inmenso era el temor, en su corazón, de presenciar su seguro deterioro.
    Al principio, cuando volvía en las vacaciones navideñas o en alguna fecha especial, siempre corría a la habitación de ella con la esperanza de que hubiera mejorado, que quizá se hubiera curado. Pero, a medida que pasaban los años, su madre perdía brillo, perdía ese espíritu tan cálido, tan vital que siempre la caracterizó.
    Su madre se había pasado toda la vida de Hans jugando a todas horas con él, siguiéndolo por reinos imaginarios, mostrándole lugares mágicos donde las hadas tenían sus dominios. Y siempre le leía libros y más libros.
    Por eso ahora el regreso a casa suponía una tortura que hacía encoger su alma.
    —Bienvenido, señorito Hans —saludó Duncan, con la voz llena de inflexiones de contento, saliendo por la puerta principal.
    Hans le sonrió, subió los tres escalones del rellano delante de la casona, alargó el brazo y le estrechó la mano.
    —¡Cómo ha crecido! —se asombró, el recién nombrado mayordomo, admirado—. Casi me iguala en altura.
    Hans tiró de su mano y se fundió en un abrazo con el único ser que parecía alegrarse de verdad de su vuelta a casa.
    —Hola, Duncan —saludó, todavía abrazándolo. Los brazos del joven adulto lo envolvían, algo temblorosos, y se separó para sonreírle—. Soy un poco mayor ya para que sigas llamándome «señorito», ¿no crees? —señaló, mirándolo desde un poco más abajo, con una solemnidad y seriedad que lo hacían parecer mucho mayor de lo que era.
    —Usted siempre será el señorito de esta casa —alegó Duncan, conmovido. Quería a ese niño casi como si fuera su propio hijo, a pesar de la poca diferencia de edad que había entre ellos, y jamás se permitía familiaridades incorrectas, aunque en su corazón quisiera abrazarlo con todo su cariño, y consolarlo.
    Hans meneó la cabeza con una leve sonrisa; imposible discutir con Duncan.
    —Enhorabuena. Por fin te decidiste a dar el paso con Rosa, ¿eh? —bromeó, y cambió de tema. Ver el tímido romance de ellos dos le había alegrado la existencia cuando crecía, y saber por una carta de su madre que hacía poco que se habían casado le había dado esperanzas en que todavía existía felicidad y alegría en el mundo.
    Duncan enrojeció y esbozó una sonrisa tan feliz que Hans cabeceó, contento por ese hombre al que le tenía tanto afecto
    —Gracias, señorito. Mi sorpresa fue mayúscula cuando ella me dio el «sí» —respondió, ufano.
    Hans asintió, contento. Se volvió hacia la puerta, pero se detuvo al mirar hacia el interior y percibir la frialdad que habitaba dentro. Tragó con fuerza, y elevó la vista hacia los ventanales superiores. El peso que sentía en el corazón, desde aquel día de octubre de hacía cinco años, se enroscó en torno a su ser un poco más. Pero irguió el tronco y se adentró con determinación en una casa que ya no era su hogar.
    —¡Johannes! —exclamó su madre al verlo entrar, recostada sobre un montón de almohadas, en la alta cama de barrotes dorados. Era la única que lo llamaba por su nombre completo. Alargó una mano hacia él, aunque de inmediato esta cayó sobre las mantas, sin fuerzas—. Hola, cariño mío —saludó, cuando su hijo se acercó y la abrazó con suma delicadeza para no avivar el dolor que ella sentía en todo momento, con esa voz cálida, llena de bienvenida y añoranza, que llenó los ojos de su Hans de lágrimas—. ¡Te he echado tanto de menos! Te quiero, tesoro mío —declaró, cariñosa.
    Hans se separó con lentitud, como si no quisiera deshacer un abrazo con el que se colmaba del amor que su madre le profesaba y que llenaba su alma solitaria. Logró tragarse las lágrimas antes de que Milena las viera y le sonrió.
    —Mamá, me alegro tanto de verte. ¡Estás muy guapa! —halagó, inclinado hacia ella, sin tocarla, aunque en su interior sentía el abdomen anudado de pavor ante la palidez de su rostro, el temblor constante de sus manos y sus ojos apagados.
    —Oh, cariño, qué bien que hayas vuelto, me siento mucho mejor con tu llegada—rio su madre, aunque de inmediato la asaltó un ataque de tos.
    Hans se irguió y la enfermera que estaba con ella, día y noche, acercó un vaso de agua a los labios exangües. Se quedó quieto viendo cómo su madre luchaba para que entrara aire en sus pulmones, impotente ante su dolor, que sentía en su propia carne.
    —No te preocupes, cariño —musitó Milena, cuando pasó el acceso, al verlo tan pálido. Palmeó la cama a su lado, de una forma muy suave—. Ven, siéntate conmigo y cuéntamelo todo —instó, con una sonrisa que marcó la delgadez de su rostro, otrora muy bello, y que ahora presentaba los signos de la larga y dolorosa enfermedad que la consumía.
    Hans se adelantó otra vez y se sentó en el borde, con cuidado.
    Milena alargó la mano y él se la cogió, como cogería una delicada mariposa, la sostuvo con devoción mientras le contaba anécdotas del colegio, de lo mucho que le gustaba estudiar historia, antropología, y geología. Que lo habían nombrado capitán del equipo de ajedrez, y que se había apuntado al equipo de rugby, mientras su madre lo miraba con una sonrisa que veía que se apagaba por momentos.
    —Bien, es hora de su siesta, señora. El señorito Hans puede regresar más tarde a verla, ahora tiene que descansar —intervino la enfermera, de forma dulce.
    —Oh, no, Tilda, déjame que disfrute de mi hijo un poco más. Hacía mucho que no lo veía. Mira lo que has crecido, cariño. ¡Estás tan guapo! —manifestó, aunque con un hilo de voz que no reflejaba la alegría que sentía en su corazón por verlo, y sí lo que estaba sufriendo y que se empeñaba en intentar esconderle a su hijo.
    —No te preocupes, mamá. Ahora duerme un poco, descansa, y luego volveré. Tenemos todas las vacaciones para pasarlas juntos —alegó Hans, abrumado, con una sonrisa que quería disimular el pavor que lo corroía.
    Milena cabeceó.
    —Sí, tal vez sea mejor. Descansaré y luego me contarás más…
    —Claro que sí, mamá. Te amo —susurró y se inclinó hacia ella para depositar los labios en su frente, con un beso lleno del inmenso amor que le profesaba.
    Ella lo miró desde las profundidades de sus iris color cobalto.
    —Eres mi Adalbert[2], cariño, no lo olvides nunca —susurró su madre, un segundo antes de cerrar los ojos, y quedarse dormida, agotada, vencida.
    Ese mismo día, a las seis de la tarde, Milena exhaló el último aliento de una vida que marcó sus últimos años con agonía, con lamentos, con la tristeza que erradicó la dicha y la felicidad que inundaba a diario la Casa de Ventimiglia. A su alrededor estaba su familia: Hans a un lado, Owain al otro, cada uno sujetando una de sus manos, delgada y delicada. Duncan y Rosa permanecían a los pies de la cama, y la enfermera con la que convivió hora tras hora durante los últimos cinco años sollozaba en un rincón, desconsolada.
    Owain lanzó un alarido y echó a todos de la habitación, incluido Hans, enloquecido por el dolor.
    Al día siguiente la enterraron en el cementerio familiar, bajo un roble centenario, en lo alto de una colina que dominaba la bahía de Génova, en la propiedad familiar.
    Hans miraba el ataúd con los puños apretados, incapaz de creer que ya no vería nunca más a su madre. Que nunca volvería a abrazarlo con esa fuerza llena de tanto cariño que lo sentía recorrer su piel como si fuera un manto. Ni a oír su dulce voz deseándole que viviera aventuras en sus sueños, por las noches. Algo se rompió en su corazón, en su alma, y sintió que nunca podría volver a amar a nadie, que nunca podría volver a sentir esa felicidad que sintió con ella.
    A los pocos días ingresaron a su padre, en un centro psiquiátrico, debido a una crisis nerviosa. Y él regresó a Gales, para pasar el resto de las vacaciones navideñas con su abuelo.
    Durante los siguientes años, Owain y él mantuvieron una relación intermitente, ya que para su padre su apariencia le recordaba demasiado a su amada esposa, y se esforzaba en no verlo muy a menudo.
    Y cuando se cumplían siete años de la muerte de su madre, encontraron a su progenitor muerto junto a la lápida de su mujer. La tristeza había acabado por llevarse su alma, ya que su corazón se lo llevó Milena al morir.
    Al cumplir dieciocho años, once meses después, Hans heredó el fideicomiso y el título nobiliario que su abuela, la baronesa, le había dejado. Ahora tenía un imperio que gestionar.
    Y en el entierro, junto a la tumba de sus padres, decidió que él no permitiría que le ocurriera lo mismo. Él disfrutaría de la vida, al máximo, como había hecho su madre antes de enfermar.
    Con el tiempo comprendió que no solo había enfermado su madre, sino también su padre, aunque la dolencia de este fuera emocional. Su progenitor no pudo aceptar el hecho de que su esposa estaba desahuciada y murió con ella un poco cada día.
    Y, como se había propuesto, Hans vivió la vida al máximo. Pero a medida que pasaban los años se llegó a preguntar si le sucedía algo malo. Entablaba relaciones con mujeres extraordinarias, aunque cada vez descubría que era incapaz de sentir lo que la gente llamaba amor. Sí, se encariñaba, sentía ternura, incluso afecto, pero no pasaba de ahí. No lograba enamorarse, y llegó a creer que debía tener algún defecto, una incapacidad para entregar su corazón, pero como no le impedía disfrutar y ser feliz, no le dio mayor importancia.
    Hasta que llegó Ivy y puso su mundo patas arriba.
    Y cuando se dio cuenta de que la amaba, de que se había enamorado por primera vez en su vida, empezó a creer que era posible formar una familia, tan feliz como la que tuvo con sus padres.

  2. 1
    Agosto de 2019
    Hans acabó de ordenar los papeles que estaba revisando, y estampó su firma al pie, con rabia. Se enderezó y en un arrebato de furia lanzó la pluma estilográfica Diabolo de Cartier, con tanta fuerza, que rodó sobre el amplio escritorio hasta chocar contra la lamparilla.
    La observó con el ceño fruncido. Era un regalo de Ivy y rechinó los dientes, hosco. No pasaba un solo segundo sin que algo la sacara a la superficie, desde las profundidades de su alma, y le recordara que le estaba prohibida, que ella no sería jamás para él. La agonía hacía presa en su ser. Sentía, de forma constante, como si alguien estuviera rasgando su alma con un bisturí.
    Hacía un par de semanas que se había instalado en el hotel, el lujoso Sangri-La The Shard, que la compañía de su socio Ronald Jones les dispensó a él y a su asistente. Y también le ofreció un despacho de cortesía en las instalaciones del 30 St Mary Axe —justo frente al hotel, pero al otro lado del Támesis—, el edificio londinense conocido como «el pepinillo», mientras permaneciera en la ciudad.
    Estiró los brazos por encima de la cabeza, cansado. Cruzó las manos e hizo crujir los nudillos con un estentóreo chasquido, que resonó en el despacho con un sonoro eco espeluznante. Movió los hombros y agitó los músculos de la espalda para desentumecerlos. Llevaba muchas horas trabajando. Demasiadas. Casi se podría decir que vivía en su despacho desde que había llegado a Londres, en un intento de tener su mente ocupada para no pensar, para no recordar, para no añorar. Se recostó en el respaldo y perdió la mirada en el paisaje de rascacielos que se alzaban como gigantes de cristal y acero, en el sector comercial y financiero de Londres, que se veía a través del muro transparente, con los nudillos doblados en el mentón.
    Y, como siempre que se quedaba inactivo, el recuerdo de Ivy se apropió de sus pensamientos, y le laceró el corazón, con una brutal estocada. Sacudió la cabeza con energía para alejarlo y se incorporó otra vez, con las mandíbulas tan apretadas que los músculos se le marcaron tanto que le dolieron. Agarró el primer dosier del acuerdo preliminar al que su socio y él habían llegado hacía unas horas, y lo abrió, pero las letras danzaban ante sus ojos y era incapaz de concentrarse. Lo cerró, rabioso, y lo lanzó al archivador, con furor.
    ¡Joder! El dolor se le estaba haciendo insoportable en el pecho, sentía una fuerte opresión y el oxígeno le sabía a ceniza. Apenas podía resistirlo. Tuvo que cerrar los ojos y recurrir a toda su fuerza de voluntad para enterrar su recuerdo otra vez muy profundo, tan hondo que al menos pudiera volver a inhalar con normalidad. Al menos en apariencia.
    Había huido de Madrid, enloquecido. Tan herido al saber que Ivy amaba a Leandro que parecía que se desangraba. No pudo evitarlo. Partió a Londres deprisa, casi sin aliento. No quería estar en Madrid, tan cerca de ella. Le resultaba demasiado cruel.
    Así que desapareció.
    Sabía que no podría enfrentar mucho más tiempo a Ivy sin que, al final, lo que sentía por ella, saliera a la superficie y les estallara en la cara a los dos. Y ella no se lo merecía. Debía comenzar la vida con Leandro con plena felicidad, y aunque a él se le pudriera el alma dentro, eso sería lo que tendría.
    Viajó a Inglaterra con Selma, su nueva ayudante de dirección, a cerrar una importante negociación para fundar una sociedad con uno de sus socios, y llevaban dos días de convenios, aunque hacía ya dos semanas que habían arribado a la City.
    Al cabo de unos momentos, se levantó con ímpetu del sillón y empezó a dar vueltas por su despacho, poseído por la desazón. ¿Qué demonios le ocurría? Él no perdía el control. Nunca. Pero en los últimos días había perdido la paciencia, los estribos y casi la cordura. Se detuvo frente al ventanal, mirando hacia el exterior a la brumosa puesta de sol, sin ver en realidad ninguna de las nubes, que empezaban a teñirse de diversos tonos anaranjados, que ocultaban el ocaso.
    La imagen de Ivy corriendo a los brazos de Leandro cuando le dijo que rompía el contrato entre ellos lo asaltó, y un gélido escalofrío le recorrió el cuerpo entero, dejándolo aterido. ¡Dios! Apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas, y exhaló un dolido jadeo, lleno de angustia. Apoyó la frente en el frío cristal en un intento de serenarse. Y en ese momento sonaron unos característicos golpes en la puerta.
    Selma.
    Desde el inicio, esa competente mujer morena había imprimido un ritmo muy particular a la manera que tenía de tocar a la puerta, y ahora ya no podía desasociar ese sonido de ella. No lograba calmarse, así que se enderezó, se estiró el chaleco para eliminar arrugas imaginarias, se compuso el nudo de la corbata, y adelantó la mandíbula al tiempo que componía una expresión neutra, borrando cualquier atisbo del sufrimiento que lo corroía.
    —Pasa —indicó, en perfecto inglés. De camino a Londres, en el jet, habían acordado hablar en ese idioma durante todo el tiempo, para refrescarlo cuanto antes en la mente de ella.
    Selma entró con paso decidido y seguro, como siempre, de cara al escritorio.
    —Señor, ha llegado un… —se interrumpió y se detuvo, de forma abrupta, al ver el sillón vacío.
    Hans observó su perfil, y la vio pasear la mirada desconcertada por el alargado despacho, con una deliciosa expresión de pasmo en su atractivo rostro. Al localizarlo al lado del ventanal, al otro lado de la puerta, de inmediato se borró la extrañeza, y esta fue sustituida por una radiante sonrisa, plena de luz. De forma inesperada, esa luz lo iluminó de lleno mientras Selma avanzaba hacia él.
    —… paquete urgente por mensajero y también una carta personal —concluyó al detenerse a su lado, al tiempo que le alargaba el envoltorio abultado y un sobre de color mostaza.
    Hans no dijo nada ni tampoco correspondió a esa sonrisa que seguía iluminándolo como si fuera un faro en una terrible y negra noche de tormenta. Cogió el paquete y leyó el remitente.
    —¡Ah, sí! Es de Berto, el chef gerente general de los Hans’5. Ya te hablé de él, ¿no? —inquirió, mientras se alejaba del ventanal y se dirigía a su escritorio.
    —Sí, lo recuerdo —respondió, de inmediato, contenta por conocer al dedillo su historia—. Berto, italiano, pero hijo de afganos que emigraron hace tres décadas a la región de Calabria, en el sur de la península apenena, para darle mejores oportunidades a su hijo —reveló, de corrillo.
    Hans se volvió, sorprendido, y la miró esta vez con un ligerísimo atisbo de sonrisa, que no llegaba a sus ojos.
    —¿Memorizas todos mis comentarios, señora De la Vega? —inquirió. Conservaba el tratamiento —a pesar de que en Madrid ya se tuteaban—, para mantener distancia profesional.
    Selma meneó la cabeza, divertida, y amplió la espléndida sonrisa. Hans frunció el ceño, a su pesar impresionado por la alegría y la espontaneidad de ella. Habría jurado que era imposible que la hermosa faz femenina irradiara aún más luminosidad
    —No, señor. Pero me gusta prestar atención a todos los datos y sí, tengo una memoria prodigiosa —respondió.
    Con un deje de picardía que llamó la atención masculina y lo hizo arquear una ceja, inquisitivo, ante lo que catalogó como un tono de lo más provocador. Una idea se materializó en su mente y un relámpago intrigado le cruzó los vibrantes iris, tan intensamente azulados como un zafiro. ¿Selma estaba coqueteando con él? La observó con más atención, pero solo vio en ella esa alegría diáfana que exhibía de forma constante, como si la vida le otorgara un magnífico regalo con cada amanecer. Descubrió una mirada directa en esos cálidos y brumosos ojos color café, sin engaño ni subterfugio, y meneó la cabeza. Se estaba imaginando absurdeces en su desquiciada mente. Como hombre, ya había cartografiado el mapa del cuerpo de Selma sin perderse detalle. Era una mujer impresionante y estaría ciego si su atractivo no lo fascinara. Pero en esos momentos su corazón estaba demasiado comprometido como para fijarse, en serio, en otra mujer. Además, no mezclaba trabajo con placer —solo lo había roto una vez con Dannielle, aquella vez en Singapur—, y por lo que sabía ella era dominante y en las relaciones bedesemeras dos dominantes no encajaban ni con pasador. Así que se limitaba a comportarse, simple y llanamente, como un jefe, desde que llegaron a Londres.
    —¿Te gusta estar aquí? —preguntó él, de improviso.
    Selma arqueó las perfectas cejas negras, sorprendida por la inesperada pregunta y el brusco cambio de tema. Desvió la vista hacia el ventanal y asintió, enfática, con la cabeza, al tiempo que sus facciones se llenaban de deleite.
    —¡Me encanta! Es una ciudad alucinante, por no hablar del hotel —afirmó, entusiasmada. Volvió los ojos hacia Hans, y continuó—: Es la segunda vez que estoy aquí. La primera fue en un viaje de obligación familiar y apenas pude disfrutar, pero esta vez me estoy resarciendo. Estoy alojada en una suite. ¡Una suite! —subrayó, con los ojos brillantes—. No se lo pierda —rio—. Fabulosa hasta decir basta. ¡Uff! Y el personal, ¡madre mía! Me trata como una reina. Todos son súper amables y solícitos. Si pudiera, me quedaría a vivir aquí —afirmó, con una mirada soñadora
    Hans dejó el paquete y la carta sin abrir encima del escritorio. Ya lo ojearía mañana; seguro que serían las nuevas recetas que Berto había ideado para ofrecer al mes siguiente en la cadena de restaurantes. Ese hombre tenía una imaginación culinaria difícil de igualar. Sin duda, fue un acierto contratarlo cuando creó el primer restaurante Hans’5 de comida creativa. Con una elegancia innata enfiló hacia el perchero y cogió la americana de estilo inglés, de un intenso azul marino con finísimas rayas en gris. Se la ajustó y el liviano tejido ondeó en torno a su cuerpo de forma exquisita mientras la escuchaba. Se cerró la doble abotonadura con habilidad, se acercó de nuevo al escritorio y cogió el móvil —que la misma empresa de su socio le había entregado, a petición propia, porque había apagado el suyo nada más salir de Madrid y todavía seguía en la maleta, en su habitación del hotel—, que introdujo en el bolsillo interior.
    —Perfecto —alegó. No podía concentrarse en el trabajo, era estúpido intentarlo siquiera, así que era hora de airearse para ver si conseguía controlar y poner freno al dolor que lo devoraba—. ¿Tienes planes para cenar? —interrogó, mientras se encaminaba hacia la puerta.
    Selma se apresuró a seguirlo al tiempo que no podía evitar fijarse en lo fenomenal que le sentaba Hans a ese traje.
    —No, hoy pensaba ir al Soho para perderme en el mercadillo —respondió, extrañada—. ¿Por qué?
    —¿El Soho? ¿Hoy? —inquirió, con una mueca. Meneó la cabeza de forma negativa—. No, mejor en sábado; es cuando está genial para conseguir alguna ganga. Hoy te llevaré a cenar —alegó, con aplastante seguridad—. Iremos al Helix. Sus vistas son espectaculares, y tengo una mesa reservada cerca de la ventana siempre que vengo a Londres. ¿Te apetece cenar con tu jefe? —le guiñó el ojo de forma alegre, aunque esa alegría solo fue superficial.
    Selma arqueó otra vez las cejas, asombrada.
    —¿A cenar? ¿Con usted? —repitió, aturdida. Por un momento pensó que había oído mal. ¿Cenar en el Hélix? ¿Con Hans? ¿En serio? ¡Madre del amor hermoso!—. ¿A uno de los clubs privados más exclusivos? —inquirió, en un tono neutro, con la esperanza de disimular la ilusión que le hacía.
    Hans separó los labios en una leve sonrisa.
    —Sí, conmigo. No muerdo, ¿sabes?
    Selma abrió la puerta, él cruzó, y ella cerró detrás. Lo miró con los ojos entrecerrados, aún con la mano en el pomo. Empezaba a conocer el humor sarcástico de Hans. Ladeó la cabeza y rio mientras cogía su bolso y lo seguía hacia la otra puerta.
    —Se está burlando de mí otra vez, ¿no? —inquirió, incrédula. Desde que estaban en Londres, por lo que ella sabía, él se había limitado a ir del hotel al trabajo y del trabajo al hotel, como un monje, sin salir ni alternar con nadie. Por eso le extrañaba tanto esa impulsiva invitación.
    Hans emitió una risa sorda ante su expresión suspicaz. Abrió la puerta, ella la traspasó y cerró tras él.
    —Me temo que tendré que refrenar mi flema británica cuando esté contigo, señora De la Vega. Si no, vas a creer que soy un frívolo tarambana.
    Selma estaba cada vez más asombrada. Durante las dos semanas que llevaban allí Hans se había sumido en un hermetismo adusto, y casi había vivido en el despacho, sin darse tregua en el trabajo. Aparte de las negociaciones con su socio Ronald, gestionaba desde allí sus otras empresas en Alemania, Japón, Estados Unidos y México. Y ahora le sonreía y bromeaba con ella, con una expresión, si no del todo alegre, sí al menos con esa cordialidad con la que lo conocieron.
    —Entonces, ¿es en serio que quiere que vaya a cenar con usted? —interrogó, aunque era una pregunta retórica. Bajó la vista y observó su traje pantalón de oficina, de color violeta y americana entallada, sus zapatos de tacón alto, color nude, y compuso cara de pena al levantar la mirada hacia los iris color cobalto—. ¡Pero si no voy vestida para la ocasión! Seguro que exigen etiqueta en un lugar así —afirmó, escéptica.
    Hans volvió a reír mientras apretaba el botón de llamada del ascensor.
    —¡Tonterías! Estás fabulosa —afirmó, al tiempo que recorría su escultural cuerpo, enfundado en ese traje que delineaba a la perfección sus voluptuosas formas con una elegancia exquisita, con una mirada apreciativa—. No podrías estar mejor.
    Selma frunció los labios, aun así. No quería dejar pasar la oportunidad de lucir sus mejores galas, al menos las que se había traído, por si acaso, a la ciudad más cosmopolita, en uno de los lugares más privilegiados.
    —Podría ir al hotel a cambiarme en un… —apuntó, con un gesto esperanzado.
    Hans negó, categórico, con la cabeza.
    —No —alargó la vocal final, con un tono entre severo y jocoso ante la desilusionada coquetería femenina.
    Las puertas del ascensor se abrieron y ambos entraron. Hans se giró para oprimir el botón de subida a la última planta de The Gherkin, y Selma se examinó en el espejo con ojo crítico. Al final se encogió de hombros, resignada. En realidad, no importaba tanto su aspecto; no era una cita. Seguro que su jefe solo quería alargar la jornada laboral mientras cenaban.

  3. 2
    —Milord! Bienvenido —saludó el maître, nada más verlos salir del ascensor. Se aproximó, presuroso, a ellos e inclinó la cabeza con respeto ante Hans.
    Este movió la mano, displicente.
    —Olvida el tratamiento, James. ¿Cuántas veces te lo tengo que repetir? —reprochó sin asomo de enfado al encargado del restaurante, al que conocía de muchos años atrás.
    —Sin duda una vez más, sir —respondió el hombre con una sonrisa servil, aunque con un guiño cordial—. Por favor, acompáñenme. Tengo su mesa reservada, como siempre, milord. —Precedió a Hans y a Selma, hacia la entrada del restaurante. Cogió dos cartas al pasar por el centro de recepción y continuó por entre las mesas redondas hacia la pared de cristal, tras la que se podían apreciar los últimos restos del ocaso teñir de malva, rosa, y de un encendido carmesí las nubes bajas en el horizonte.
    Hans se sentó mientras James retiraba la silla para Selma.
    —¿Quiere que le traiga la carta de vinos, milord? —inquirió, solícito. Conocía muy bien el buen gusto del barón de Monte Hidalgo en cuestión de vinos.
    —No, no hace falta. Hoy tomaremos un Vieux Château Certan. Del 2010 —aclaró Hans, con seguridad. Desdobló el intrincado diseño de la servilleta que emulaba un cisne de arqueado cuello, y se la colocó sobre los muslos, con elegancia. Vio que Selma hacía lo mismo con desenvoltura y cierto aire de suficiencia, como si siempre se hubiera manejado entre refinados amaneramientos protocolarios, y sonrió, divertido por el temple un tanto descarado de la beldad morena.
    —Excelente elección, sir —alabó el maître con un cabeceo complacido. El elegido era un vino de los más exquisitos entre los más exigentes amantes del Burdeos. Alargó la carta hacia Hans, pero este movió la mano en negación.
    —No hace falta tampoco, James. Tomaré la especialidad de faisán del chef —indicó, con suavidad.
    Selma lo observaba con atención y cuando James le alargó la carta, también negó.
    —Tomaré lo mismo. Gracias —sonrió, con amabilidad no exenta de la seducción que esgrimía de forma inconsciente, y los ojos escoceses de James brillaron, seducidos.
    Este asintió, inclinó la cabeza, formal, ante Hans y se retiró, diligente, a entregar la comanda al camarero encargado de esa mesa. Solo entones regresó a su puesto.
    Selma observaba a su alrededor con toda la maravilla que le producía estar allí, aunque intentaba por todos los medios no dar la impresión de ser una cateta pueblerina.
    La ciudad de Londres se extendía a los pies del emblemático edificio, y la soberbia cúpula de cristal permitía ver las primeras estrellas en lo más alto, mientras en el horizonte todavía se desplegaba una batalla de anaranjados y rojos que encendían el cielo con una explosión de color.
    —¿Te gusta? —interrogó Hans,  al verla absorta con una comedida expresión.
    Ella desvió la vista con lentitud hacia él, como si le costara dejar de contemplar tanta magnificencia, sin poder evitar que el entusiasmo le resplandeciera en los ojos. Aunque intentaba ocultar su fascinación, para no revelar ante las personas que los rodeaban lo fuera de su ambiente que creía estar, no podía evitar que la alegría la desbordara. Era tan feliz como una niña en su viaje de fin de curso.
    —Es bonito —alabó, moderada, con un tono que esperaba fuera indiferente.
    Los ojos de Hans emitieron un destello de diversión, y se acodó en la mesa, mirándola a los ojos.
    —¿A que te mueres de ganas de bailotear y chillar de entusiasmo? —desmintió su moderación con un guiño cómplice. Selma agrandó los ojos, con estupor, y continuó—: ¿Verdad?
    Selma comprendió que fracasaba en su intento de parecer indiferente y había sido pillada in fraganti por ese hombre al que, al parecer, no se le escapaba nada. Elevó la comisura de los labios en una sonrisa, aunque no la dejó salir del todo, todavía impresionada por el lujo y el glamur que la rodeaban.
    —¡Oh, sí! —confesó, también acodada en la mesa. Acercó más el rostro hacia él, para hacerlo partícipe, y que no la oyeran en las mesas vecinas—. No quiero que me malinterprete, señor, pero…
    Por alguna razón ese «señor» descolocó a Hans, y frunció el ceño, molesto.
    —Selma, deja las formalidades. Estamos fuera del trabajo, somos dos personas adultas que salen a cenar —indicó—. Llámame Hans. La verdad es que odio la etiqueta formal y prefiero el tuteo con mis empleados, aunque en lo profesional lo mantengamos. ¿De acuerdo? —insistió, con un perentorio gesto de la cabeza.
    Selma arqueó las cejas.
    —Entonces, ¿esta no es una cena de trabajo? —preguntó, desconcertada. ¿A qué tenía que atenerse con ese hombre?, se cuestionó, no por primera vez.
    —No, no lo es. Como ayudante te has revelado como excepcional y estoy más que contento de haberte contratado, pero ahora me apetece relajarme, distraerme. Así que tómatelo como un incentivo, como una gratificación. ¿De acuerdo?
    Selma escudriñó esa faz tan atractiva y no pudo descubrir lo que se escondía detrás. Hacía muy poco que lo conocía, pero desde que salieron de Madrid de esa forma tan precipitada, había descubierto en él un hermetismo mucho más pronunciado, y no podía evitar interesarse por lo que se escondía detrás, como con un rompecabezas que su mente curiosa no quería dejar sin resolver
    —Perfecto, se… Hans —se corrigió a tiempo, con una sonrisa de disculpa ante el fruncimiento de cejas masculino.
    Él cabeceó, y se recostó otra vez en el respaldo de la silla, aunque seguía teniendo los hombros tensos y los ojos oscurecidos, con un velo que no dejaba traslucir nada de lo que sentía.
    —Genial —alabó, en un tono neutro.
    En ese momento la sommelier trajo el vino.
    —Buenas noches, milord. Encantada de verlo otra vez por aquí —saludó Daphne, una mujer pelirroja, de unos cuarenta y cinco años, con una larga experiencia en vinos.
    —Para mí también es un placer volver, Daphne —correspondió Hans, con una encantadora sonrisa hacia la mujer. Una sonrisa en la que Selma se fijó de inmediato, asombrada de la auténtica calidez que mostraba—. ¿Qué tal tu madre y su nueva cadera?
    —Oh, está de maravilla —respondió Daphne, adulada—. Por fin ya no siente ningún dolor. Muy amable por preguntar, milord.
    Hans emitió un suspiro con un deje de frustración, y frunció el ceño.
    —Daphne… —amonestó, ante el tratamiento.
    Ella meneó la cabeza, con pesar y un gesto de disculpa, lanzó una rápida mirada de soslayo hacia el maître y se excusó:
    —Lo sé, lo sé, pero James me matará si se entera de que no uso el tratamiento con usted, milord.
    Él miró a Selma con una expresión resignada y se encogió de hombros.
    —¿Ves? Ni siquiera aquí logro que me traten como a uno más —declaró, con un exagerado tono dolido al tiempo que esbozaba una mueca cómica.
    Selma sonrió también, fascinada. Descubrir esa nueva faceta en su jefe, desenfadada, incluso bromista, acicateaba aún más su curiosidad. Hasta ahora había conocido a un hombre muy inteligente, tan decidido y certero en los negocios que estaba descubriendo que su fama era legendaria entre las altas esferas bursátiles. Y le encantaría averiguar todos los prismas de la persona que le dio una nueva oportunidad, y perdonó su deplorable comportamiento con Ivy. Aunque ella, aún ahora, no podía perdonarse haber estado a las órdenes de un ser como Gutiérrez; y por eso se esforzaba tanto en el trabajo. Quería demostrarle a Hans que no se había equivocado.
    Daphne enseñó la botella del burdeos a Hans y cuando este asintió, procedió a descorcharlo. Escanció un pequeño chorro, él levantó la copa y la removió para capturar la luz en el denso color púrpura. Luego acercó la nariz al borde del cristal. Los aromas, con notas licorosas, especiadas, a frutas rojas, azules y negras le saturaron el olfato con una expresión plena. Tomó un pequeño sorbo y un sabor rico, profundo, bien delineado por taninos dulzones le habló de perfección.
    —Excelente, Daphne. Sin duda —alabó, con sinceridad.
    —Así lo creo yo también, milord —coincidió, al tiempo que le servía de nuevo y luego se acercaba a Selma para servirle también. Con un diestro giro de muñeca recogió la botella para evitar que cayera ninguna gota sobre el mantel, y la depositó en la mesa—. Disfruten de la velada —deseó, amable.
    Hans cabeceó, observó su marcha, y se volvió de nuevo hacia Selma. La encontró con la vista fija en él, con una expresión de intriga. Esbozó una sonrisa lenta, y elevó la copa.
    —Por una ayudante extraordinaria —brindó.
    Selma sintió que sus mejillas se encendían, sorprendida de lo mucho que había deseado ese inesperado cumplido, pero fiel a su carácter intrépido adelantó la barbilla, orgullosa, y contraatacó:
    —Por un jefe sorprendente.
    Hans que ya se acercaba la copa a los labios, detuvo el movimiento, y volvió los ojos hacia ella, sagaz. Selma se le revelaba, cada vez más, como una mujer con iniciativa y determinación, que no dejaba que ningún hombre le hiciera sombra. ¡Perfecto! Cabeceó, elevó la comisura de los labios en una sonrisa que, como todas las que exhibía desde hacía muchos días, no alcanzó a sus ojos, y bebió.
    Selma bebió también, sin dejar de observarlo, intrigada. La desconcertaba. Y pocos hombres podían lograrlo. Después de que Hans les comunicara a ella y a Dante que Ivy y él ya no eran pareja, creyó que lo vería decaído, triste por la separación. ¡Hacían una pareja tan magnífica! Ella era tan joven y vital, él era tan impresionante y magnético. ¿Qué habría ocurrido entre ambos para que se separaran? Desvió la vista hacia las soberbias vistas, pensativa, mientras degustaba el excelente Pomerol. Desde que habían llegado a Londres había observado a su jefe con atención, pero no logró descubrir si estaba sufriendo, si sentía tristeza, o abatimiento por la reciente ruptura. Y no sabía si se había recubierto de una coraza tan hermética que ningún sentimiento pudiera salir a la superficie, o si es que en realidad era que ya no sentía nada por Ivy. En todo momento se había comportado como un jefe exigente pero justo. Autoritario pero ecuánime. Y ahora la sorprendía con una invitación tan inusual como portentosa. Sin duda no era un hombre al que se pudiera conocer en un par de días; tenía múltiples capas, y estaba claro que no era prudente subestimarlo.
    En ese momento trajeron el faisán, y la conversación se interrumpió, mientras el camarero lo servía con esmero.
    Selma cortó un pedacito y se lo llevó a la boca. En cuanto tocó su lengua sintió una explosión de sabor: la deliciosa y tierna carne de faisán estaba rellena de una mezcla de foie, oporto y trufas que conseguían un sabor indescriptible, y cerró los ojos, extasiada.

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