Un asesino apodado el Verdugo de Hollywood tiene en jaque a toda la policía de Los Ángeles. Ya se ha cobrado tres víctimas y una cuarta mujer ha desaparecido; todo apunta a que vuelve a ser él el responsable de su desaparición. Todas son jóvenes, todas chicas muy atractivas y… actrices. ¿Coincidencias?
El detective de homicidios Max Craven, encargado de la investigación, aún no tiene pruebas ni fiables ni concluyentes, pero su instinto le dice que alguna conexión más debe de haber entre todas las víctimas… aparte de la obvia. Alguien de dentro del mundillo del cine se está aprovechando de esa conexión para perpetrar los horribles crímenes que lleva a cabo con cada una de las mujeres; la pregunta es quién. Las pistas todavía no arrojan ninguna luz, aunque Max sabe que hay más de un gato encerrado. Una coincidencia afortunada ha puesto en su camino a Jodie Graham, una actriz que ha logrado escapar de un salvaje ataque y que ha puesto a la policía sobre la pista de un caso que se ha vuelto aún más escalofriante.
¿Podrá hallar al asesino antes de que se cobre una nueva víctima? ¿Quién se esconde tras el macabro apodo?
CAPÍTULO 1
A las seis y media de la mañana, la bruma se extendía a lo largo y ancho del cañón de Santiago. Era tan densa que casi hacía desaparecer el campamento de caravanas del equipo de rodaje. La noche ya se retiraba y, aunque el sol asomaba tímidamente hacia el este, sus rayos todavía no tenían la fuerza suficiente para traspasar la niebla.
Como cada mañana al amanecer, cuando el equipo de rodaje todavía dormía y el silencio reinaba en la llanura, Jodie Graham abandonó su caravana vestida con ropa y zapatillas de deporte. Antes de comenzar con los ejercicios de calentamiento, se ajustó la coleta rubia en lo alto de la cabeza y se subió la cremallera de la sudadera azul oscuro. Pronto tendría calor, pero ahora el viento húmedo se filtraba a través de las prendas haciéndola tiritar de frío. Utilizó la escalerilla de acceso a la caravana para estirar las piernas y tonificar los músculos. Después preparó el tronco y movió el cuello y los hombros en círculos.
Cuando estuvo lista, activó el pulsómetro que llevaba en la muñeca y se lanzó al trote hacia el sendero que atravesaba el frondoso bosque de secuoyas, en dirección al lago Irvine. La niebla espesa envolvía los árboles y descendía hasta el suelo alfombrado de hierba y hojas secas.
Pegó los brazos a los costados y empezó a un ritmo tranquilo, aunque constante. La coleta se balanceaba hacia un lado y otro a medida que avanzaba por el terreno desigual, donde zonas llanas se combinaban con otras más escarpadas. Su recorrido habitual era de cuarenta minutos de carrera intensiva. Primero atravesaba el bosque, luego recorría el contorno del lago Irvine y después regresaba al campamento por el mismo sendero que tomaba a la ida.
Inspiró y espiró, llenando sus pulmones de aquel aire tan oxigenado.
La absurda conversación que había mantenido con Glenn la noche anterior acudió a su cabeza mientras descendía por una pendiente inclinada. Si fuera una mujer asustadiza habría evitado el bosque esa mañana, pero las historietas de su compañero no le arrancaban nada más que una sonrisa burlesca y mucha incredulidad. Tenía una mente muy fantasiosa. Glenn había acudido a su caravana con un par de Coca-Colas y muchas ganas de charlar un rato hasta que se hiciera la hora de irse a la cama. Habían tomado asiento en los escalones de acceso y habían charlado de temas triviales hasta que él sacó a colación esa tonta leyenda del hombre de la guadaña.
—¿De dónde sacas las agallas para internarte sola en el bosque? —le había preguntado.
—¿Agallas? El bosque es un lugar muy tranquilo y seguro.
—¿Eso crees? ¿Acaso nadie te ha contado la leyenda del hombre de la guadaña?
Ella había arqueado las cejas y escudriñado los ojos verdes de Glenn en busca de signos de ironía. Él era actor, se suponía que sabía mentir, pero se le daba mucho mejor hacerlo delante de las cámaras que detrás de ellas.
—Me estás tomando el pelo.
—Claro que no. Es cierto que el hombre de la guadaña se pasea por el bosque en busca de chicas guapas e imprudentes para llevárselas a su cabaña. Lo que hace con ellas allí es un misterio.
—Eres un imbécil, Glenn. —Su compañero se había echado a reír—. Qué historia tan ridícula. Ya que quieres asustarme podrías hacerlo con algo más consistente y original.
—Me fastidia estar incapacitado. Echo de menos nuestros paseos vespertinos hacia el lago.
Glenn se había torcido un tobillo hacía un par de semanas, mientras rodaba una escena y, aunque ya estaba mucho mejor, todavía se resentía si caminaba largos trayectos.
—Así que, como tú no puedes salir a caminar pretendes boicotear mis paseos por el bosque. ¿Es eso?
—Más o menos —admitió encogiéndose de hombros y poniendo cara de niño bueno—. Y porque me gusta pasar todo el tiempo posible contigo —le había confesado una vez más, con el tono más íntimo.
Llegados a ese punto, ella había retirado la mirada de sus ojos verdes y había bebido un sorbo de Coca-Cola. Luego se había aclarado la garganta y había consultado su reloj de pulsera.
—Es tardísimo y mañana tengo que madrugar. Ya sabes.
—Claro, mujer resbaladiza —había bromeado mientras ella se ponía en pie, aunque con tintes de resignación en la mirada.
El interés que Glenn sentía por ella iba más allá de la simple amistad, pero no era recíproco. Al poco tiempo de conocerse, ella se lo tuvo que aclarar para no dar pie a malos entendidos. Pero él era un hombre perseverante, de los que no se resignaban a tirar la toalla y, por eso, de vez en cuando le dejaba caer que su interés seguía intacto. Como sus insinuaciones no eran molestas, el trato entre los dos continuaba siendo cercano y amistoso.
Salió de los lindes del bosque y llegó al terreno desnudo del cañón. Las azuladas aguas del lago Irvine despertaban perezosamente a la mañana, y el sol pálido del amanecer se encargaba de despejar la bruma que había descendido hacia las profundidades del valle. Más abajo, donde finalizaba la pendiente de la ladera, se encontraba el camino rural que siempre tomaba para bordear el lago. Paralelo a él, transcurría el tramo de la carretera estatal que unía Irvine con Costa Mesa y con otras ciudades limítrofes.
Descendió un par de metros por la ladera de la montaña y prosiguió su carrera una vez alcanzado el camino de tierra. No había ni un alma por los alrededores. Incluso era demasiado temprano para la mayoría de los pescadores que casi todas las mañanas surcaban las aguas del lago en sus pequeñas barquichuelas.
Envuelta en aquella infinita tranquilidad, hizo el recorrido a buen ritmo y llegó a la ladera de la montaña quince minutos después. Jadeante, con mechones de cabello pegados a la frente y a las mejillas, volvió a trepar por la falda irregular de la montaña para regresar al bosque, donde la niebla era ahora incluso más densa que antes. «El bosque de los horrores», como Glenn lo había denominado, sí que tenía en ese momento una apariencia fantasmagórica; bien podría haberse aprovechado para rodar alguna escena de las múltiples películas de terror que se grababan en Hollywood. Sonrió mientras volvía a tomar el sendero angosto y brumoso, y emprendió el trote. Con semejantes circunstancias atmosféricas, una podía perderse por aquellas latitudes si no se andaba con tiento. La distancia que tenía que recorrer no era muy amplia, pero ante su visión mermada se le antojaba inmensa.
Se entretuvo en repasar el diálogo de la escena que iban a rodar esa mañana. El silencio y sus pensamientos fueron sus fieles compañeros durante un buen trecho hasta que, bajo el sonido amortiguado de sus zancadas sobre el mantillo, se filtró un ruido procedente de algún lugar indeterminado. No logró detectar su origen, pero conforme corría y avanzaba se hacía más evidente. Supuso que sus pasos la llevaban directamente hacia él.
Zas, zas, zas.
El eco transportaba el sonido a través de los árboles y ahora parecía provenir de todos los sitios y ángulos posibles. ¿Se trataría de un pájaro revoloteando entre las frondosas ramas de las secuoyas? Alzó la vista, pero no pudo ver nada, la niebla se lo impedía.
De repente, una súbita sensación de peligro emergió desde las oscuras profundidades de su subconsciente y la obligó a detenerse de golpe. Se sintió ridícula al hacerlo, allí no había nada amenazador que justificara su cautela, pero no podía desprenderse de esa sensación. No volvería a escuchar las historias de Glenn por muy absurdas que fueran, seguro que estaba sugestionada por el hombre de la guadaña.
Entornó los ojos para enfocar la visión y miró a su alrededor. Solo alcanzaba a ver las estilizadas siluetas de los árboles más próximos, pero, por debajo de su respiración agitada, continuó escuchando aquel sonido tan peculiar. Se secó el sudor de la frente con la manga de la sudadera y dio unos pasos vacilantes, con los cinco sentidos afilados. La bruma comenzó a disolverse delante de ella para mostrarle un bulto oscuro que fue definiéndose gradualmente ante sus ojos atónitos. Su aguzada intuición, esa que la había hecho detenerse, la había salvado de darse de bruces contra el hombre que se hallaba de espaldas y que vestía completamente de negro. Tenía las piernas separadas y estaba inclinado hacia delante. Con una pala cavaba un hoyo.
Zas, zas, zas.
El sonido de la pala contra el suelo terregoso era enérgico ahora, tan enérgico como la forma con que maniobraba con la herramienta. El ímpetu de aquel trabajo le arrancaba ahogados jadeos. Jodie se detuvo a unos cinco metros de distancia y la sangre se le heló en las venas cuando hizo un posterior descubrimiento: había un cuerpo inerte tendido junto a él. El cuerpo estaba envuelto en lo que parecía una alfombra de color oscuro, y de ella escapaban dos pies desnudos y sucios, y un brazo pálido y delgado. No estaba segura de si pertenecía a un hombre o a una mujer.
La visión la dejó sin respiración. El hoyo que tan apresuradamente cavaba ese hombre era para enterrar el cuerpo.
Ahogó el grito que sintió ascender por su garganta, tapándose la boca con la palma de la mano. Aquello tenía que ser una maldita pesadilla. Sí, seguro que era eso. De un momento a otro despertaría sobre la estrecha cama de su caravana. Sin embargo, el sonido que escuchaba era demasiado real, así como el miedo que sentía. Ni los sueños ni las pesadillas podían ser tan vívidos como la imagen que estaba contemplando.
Intentó moverse, pero los pies no la obedecieron y continuaron estáticos sobre el terreno. No supo el tiempo que permaneció en esa postura, con los ojos muy abiertos y fijos en la escalofriante escena. Tal vez fueron segundos, pero le parecieron siglos. Cuando al fin reaccionó lo hizo con celeridad. Con el corazón desbocado, se refugió tras el tronco de una secuoya y se retiró la mano de la boca cuando estuvo segura de que no iba a ponerse a gritar.
Zas, zas, zas.
Gracias a que estaba de espaldas y al ruido constante de la pala enterrándose en la tierra, el hombre no la había visto y tampoco la había escuchado llegar; de lo contrario, estaba convencida de que habría abandonado su afanosa tarea para perseguirla con la pala. Y cuando le hubiera dado alcance, habría cavado un hoyo más grande para enterrar los dos cuerpos. Un escalofrío le recorrió la espalda. El peligro que corría todavía no había pasado.
Tenía que largarse de allí cuanto antes y llamar a la policía.
Escudriñó el sendero por el que había llegado hasta allí y supo que debía superar el miedo paralizante y ponerse en movimiento antes de que la descubriera. Él estaba de espaldas y no la vería alejarse. La tupida niebla la arroparía y las secuoyas harían de refugio. Solo tenía que caminar cinco metros para ponerse a salvo y hacerse invisible.
Zas, zas, zas.
El hombre continuaba cavando a sus espaldas, sin resuello. Por el contrario, el cuerpo tendido en el suelo no emitía sonido alguno. Saltaba a la vista que quien quiera que fuese estaba muerto.
El sudor que le cubría la espalda se volvió gélido y sintió que se le erizaba el vello de la nuca. «No pienses y actúa», se dijo, infundiéndose un poco de valor. Asomó la cabeza para asegurarse de que él seguía en la misma posición. Tomó aire y lo soltó con lentitud antes de atreverse a abandonar su improvisado escondite. De regreso en el sendero, dio los primeros pasos con muchísimo tiento, preocupada por los suaves crujidos que emitían las hojas secas bajo la suela de sus zapatillas de deporte. El hombre proseguía cavando, ajeno a su presencia y a sus sutiles ruidos de huída. Aprovechó esa ventaja para recorrer los últimos metros apresuradamente, sin detenerse.
Hasta que pisó una rama seca oculta bajo la tupida capa de hierba silvestre.
La rama emitió un crujido sordo que se expandió y reverberó entre los árboles como si el sonido lo hubieran reproducido unos altavoces. Jodie se mordió los labios con fuerza y se quedó quieta como una estatua, rezando para que el tipo no lo hubiera escuchado. El corazón le martilleó contra el esternón en cuanto reparó en que el ruido de la pala había cesado. Retuvo el aire en el pecho y se tensó como un arco. Los jadeos ocasionados por el esfuerzo físico todavía resonaban detrás de ella, y tuvo la terrorífica sensación de que tenía su mirada clavada en la espalda. El ruido de unos pasos pesados, que indicaban que el dueño de los mismos era grande y corpulento, le confirmó que la había descubierto.
Aunque el miedo la paralizaba, consiguió mirar por encima del hombro, y lo que vio le arrancó un chillido de terror. El hombre se aproximaba a ella blandiendo la pala entre las manos cubiertas por guantes negros. Ahora que estaba erguido, su estatura y su tamaño le parecieron descomunales, pero fueron sus facciones fieras y toscas, casi sanguinarias, las que la aterrorizaron.
Glenn se había equivocado de leyenda. No era un hombre con una guadaña el que se paseaba por el bosque buscando víctimas, sino uno con una pala. Ambas herramientas le parecían igual de espeluznantes.
El miedo invadió sus venas de adrenalina y echó a correr como alma que lleva el diablo. Los pesados pasos se convirtieron en rápidas zancadas que cortaban el aire a su espalda. Un alarido salvaje brotó de su pecho al tiempo que la pala colisionaba fuertemente contra el tronco de una secuoya. El impacto produjo un sonido atronador y ella chilló con todas sus fuerzas al imaginar lo que habría pasado de recibir ese golpe en la cabeza. Aquel animal tenía toda la intención de matarla.
Apretó los brazos contra los costados, aceleró las zancadas hasta el límite de sus fuerzas y zigzagueó entre los árboles para sortear los continuos golpes de la herramienta. Las astillas de un tronco saltaron por los aires muy cerca de su cara.
No entendía cómo, de repente, estaba envuelta en una situación tan surrealista. No había explicación, sencillamente, se hallaba en el lugar menos indicado a la hora menos indicada. Su cerebro se había quedado en punto muerto y no iba a servirle de ninguna ayuda para salir indemne de aquel brutal ataque. El instinto parecía ileso, y fue él quien la guio a través del laberíntico conglomerado de árboles.
Corría en dirección al campamento, pero estaba tan aturdida que no sabía si estaba siguiendo la dirección adecuada. Corría por allí muy a menudo, pero la niebla y el miedo la tenían completamente desorientada. Pidió auxilio a gritos, a pleno pulmón, hasta que las cuerdas vocales amenazaron con rompérsele. Esperaba que alguien pudiera escucharla y acudiera en su ayuda. Aunque todavía era temprano, quizás algún pescador madrugador oyera sus gritos. El campamento tampoco quedaba lejos, aunque aún faltaba una hora para que todo el mundo se pusiera en marcha.
El canto afilado de la pala rozó la capucha de su sudadera y emitió un silbido que cortó en dos el viento. Jodie saltó el tronco de un árbol derribado, pero no tuvo tiempo de esquivar una secuoya que apareció de repente tras la niebla. El golpe hizo que sus dientes chocaran y que trastabillara hacia atrás perdiendo el equilibrio. Su agresor aprovechó aquella ventaja para agarrarla por la capucha y arrojarla al suelo. Se arrastró con los pies y las manos con desesperación, luchando por recuperar la ventaja que había perdido.
A unos dos metros de distancia, el gigante que quería aplastarla como a un insecto estaba erguido en toda su estatura, observándola con sus facciones feroces. Sus ojos oscuros expresaban una emoción inexplicable, un brillo demente y de deleite. Las aletas de su nariz se habían ensanchado y su boca estaba torcida en una mueca que dejaba ver sus dientes manchados de nicotina. Lentamente, para alargar su disfrute, fue alzando la pala por encima de su cabeza con el propósito de propinarle un golpe de gracia.
Jodie supo que la muerte la rondaba y se sintió como si estuviera a punto de caer en las oscuras profundidades de un abismo sin fin, pero encontró el impulso para ponerse en pie antes de que la pala iniciara el mortífero descenso hacia su cabeza. Echó a correr en sentido contrario. Sentía unas irrefrenables ganas de vomitar, pero prefería tragarse su propio vómito antes que dejarse atrapar por ese tipo que parecía provenir del mismísimo averno.
Recibió un golpe sólido en el muslo derecho y, por un momento, pensó que le había fracturado el hueso. Cojeó y dio trompicones hasta conseguir asirse al tronco de un árbol. Miró por encima de su hombro y los ojos se le abrieron desorbitados al comprobar que la pala volvía a dirigirse a su cabeza. Se retiró a tiempo y el filo de la herramienta quedó incrustado en la corteza del árbol. El hombre dio un brusco tirón y volvió a la carga. Ella había conseguido una ventaja de unos seis o siete metros, aunque su pierna dolorida no iba a permitirle llegar demasiado lejos.
Quiso decirle que si la dejaba tranquila no le diría a nadie lo que había visto, pero esa súplica sonaría tan patética que solo conseguiría que el hombre la persiguiera con más vehemencia todavía.
Volvió a saltar el tronco que había en medio del sendero y los calambres le recorrieron la pierna derecha de arriba abajo. Los pulmones le ardían y lágrimas de dolor asomaron a sus ojos. El ronco jadeo de aquella bestia sonó justo detrás de su nuca y entonces supo que estaba totalmente perdida.
Cayó al suelo de rodillas, después de que la pala la golpeara de lleno en la espalda. El suelo rocoso de aquel trecho le rasgó la tela de las mallas y el roce le erosionó la piel de las rodillas y las manos. Los pulmones se le quedaron sin aire y la vista se le nubló durante un instante, pero estaba decidida a luchar hasta el final. Rodó para quedar tendida de espaldas, y volvió a rodar y girar para esquivar los continuos golpes frenéticos que machacaban la tierra y que pretendían pulverizarla. ¡No quería morir tan joven! ¡Tenía toda la vida por delante! Y menos a manos de un psicópata. Aunó las pocas fuerzas que le quedaban y alzó la pierna sana en dirección al gigante. Su pie golpeó las pelotas de aquel cabrón, que abrió los ojos como platos nada más recibir la patada. La boca se le torció en un gesto de dolor y la pala se le cayó de las manos. Se agarró los genitales, dobló el tronco hacia delante y aulló como un lobo herido.
Con el corazón latiendo a mil por hora y sin aliento, Jodie se levantó del suelo, agarró la pala por el mango y la alzó hacia el cielo. La dejó caer sobre la cabeza del gigante con todas sus fuerzas, soltando un grito de rabia al hacerlo. El golpe seco, seguido del bramido gutural que no parecía humano, le provocó nuevas náuseas, pero estaba dispuesta a machacarle la cabeza si era necesario. Su agresor dio un traspié, se tambaleó como un borracho mientras ella alzaba la pala de nuevo, pero consiguió retirarse de su alcance antes de que pudiera propinarle un nuevo golpe.
Su mirada sanguinaria se enfatizó, provocándola en silencio para que peleara con él. Separó las piernas robustas como troncos de robles y sus manos grandes como palas la invitaron a decidirse.
—Vamos…
Su voz cavernosa le produjo escalofríos, pero ya no tenía miedo. Lo que sentía era rabia, una furia ciega que la empujaba a pelear con él. Con ambas manos volvió a alzar la pala por encima de su cabeza, dio unos pasos hacia delante y gritó mientras descargaba un nuevo golpe que él detuvo con el antebrazo. El gigante volvió a aullar de dolor y, al tambalearse hacia atrás, tropezó con la gruesa raíz de un árbol que sobresalía por encima del mantillo. Cayó hacia atrás agitando los brazos en el aire.
Jodie se preparó para un nuevo contraataque, pero el tipo no se movió. Estaba allí tendido, boca arriba, con la cabeza inclinada en un ángulo forzado. Parecía que hubiera perdido el conocimiento, aunque a lo mejor solo era un truco para que se confiara y se acercara a él. Apretó los labios y aguardó inmóvil con los ojos fijos en la escena. Su corazón latía acelerado, pero la tensión fue cediendo ante la falta de respuesta. Temía parpadear por si se perdía algún movimiento involuntario que lo delatara, pero los segundos pasaron sin cambios. Se fijó en su amplio pecho, que no subía ni bajaba. No parecía respirar. ¿Y si estaba muerto?
La ansiedad volvió a oprimirle el pecho.
Se acercó con cautela y con la pala bien agarrada por si tenía que volver a utilizarla, pero la quietud del hombre era absoluta. Lo rodeó y se fijó en la postura forzada de su cabeza. Entonces se percató de que debajo de la maraña de pelo negro había una roca teñida de sangre oscura. Dio un respingo y la pala se le cayó al suelo.
—Oh, Dios mío…
Se quedó paralizada, contemplando la escena con los ojos desorbitados mientras el estómago se le revolvía y las arcadas ascendían por su garganta irritada. Sabía lo que debía hacer. Debía tomarle el pulso. Pero no era capaz de hacerlo.
«Piensa, Jodie».
De repente, se tuvo que dar la vuelta y agacharse junto a un árbol para vomitar. No tenía nada en el estómago porque nunca desayunaba antes de correr, por lo que los espasmos fueron especialmente dolorosos. No perdió de vista a su atacante, por si acaso, pero él estaba en la misma posición y la mancha de sangre se había extendido por el suelo. Tenía que regresar al campamento y llamar a la policía. Y tenía que hacerlo ya.
Deambuló por los alrededores en busca del camino de regreso al campamento, presa de un ataque de nervios. La pierna le dolía un poco más con cada paso que daba, aunque ese era el menor de sus problemas. Estaba completamente desorientada y confundida, y no sabía qué dirección tomar. Todos los árboles eran iguales y no había ni rastro del sendero.
Escuchó un ruido de pasos a su espalda y su corazón volvió a acelerarse.
No estaba muerto, solo fingía, y ahora iba a acabar con ella.
Se dio la vuelta, sus jadeos convirtiéndose en vapor que se fundía con la niebla. Temblaba de miedo, quien quiera que fuese estaba cerca y sus piernas se negaban a responder. Una figura surgió entre la niebla, una sombra oscura e imponente que no llevaba una pala ni una guadaña. Era otro hombre. Y llevaba un hacha.
CAPÍTULO 2
Cuando creía que ya no era capaz de continuar luchando y que moriría fulminada de un infarto sin necesidad de que le pusieran una mano encima, el instinto de supervivencia la impelió a defenderse una vez más. Reanudó la carrera a trompicones. Sus piernas ya no se movían con la misma agilidad y la esperanza de sobrevivir a un nuevo enfrentamiento era mínima, pero siguió corriendo. Y gritó. Gritó tanto y tan alto, que se quedó afónica.
¿Cuántos asesinos deambulaban aquella mañana por el bosque? El hacha le daba más miedo todavía que la pala, pues le había dado tiempo a ver que tenía un canto muy afilado.
—¡Deténgase! —le gritó la voz.
Jodie volvió a gritar. ¿Por qué nadie la escuchaba? El desnivel cambió y no llegó a ver las raíces de un árbol que sobresalían del suelo. Tropezó y cayó de bruces. El golpe fue tan fuerte que notó que le temblaron hasta los huesos. Jadeó sin aliento y trató de ponerse en pie mientras la invadía la escalofriante sensación de que el filo del hacha se clavaría en su espalda de un momento a otro. Sin embargo, una mano fuerte se cerró en torno a su brazo y tiró de ella como si no pesara nada. Forcejeó con el intruso, aunque ya no le quedaban fuerzas, y gritó hasta que volvió a rompérsele la voz, pero él la puso de espaldas y la inmovilizó contra su cuerpo. Sus brazos y su pecho parecían de acero. Por último, le cubrió la boca con la palma de la mano para acallar sus gritos. La visión del sendero se difuminó con las lágrimas que anegaron sus ojos, y pensó que aquella sería la última imagen que vería antes de que se cerraran para siempre. No quería morir, le quedaban muchas cosas que hacer en la vida. Era injusto que terminara precisamente ahora, cuando sentía que estaba comenzando.
—Estese quieta —le dijo el hombre desde atrás, cerca del oído. —No voy a hacerle ningún daño, así que tranquilícese.
«Y una mierda», pensó Jodie. Había visto el hacha. Seguro que era el cómplice del tío al que había derribado. Se retorció buscando un punto flaco para liberarse, y lo pisoteó con todas sus fuerzas porque los pies era lo único que podía mover, pero él ni se inmutó.
—Escuche, no soy su enemigo, estoy aquí para ayudarla. ¿Entiende lo que le digo?
Jodie parpadeó rápidamente. Deseaba creer en esas palabras, pero no podía. Su voz tenía un timbre agradable, ronco y tranquilizador; no era como la del gigante de la pala, aunque no podía fiarse de una voz por muy amable que pareciera. No podía verle el rostro, pero estaba tan cerca que le llegó un sutil aroma a madera mezclado con la fragancia de gel de ducha. Volvió a retorcerse y a patalear hasta que todos los músculos le dolieron. El hombre apretó el abrazo.
—Es inútil que forcejee conmigo. Si me promete que no va a ponerse a chillar, liberaré su boca. Haga un gesto afirmativo con la cabeza si comprende lo que le digo.
Jodie movió la cabeza con énfasis, en sentido afirmativo, y la presión que la mano ejercía sobre sus labios se aflojó con lentitud. Tomó una profunda bocanada de aire. Y luego otra, hasta que los pulmones dejaron de dolerle.
—Ahora voy a soltarla y quiero que se dé la vuelta lentamente. No voy a hacerle daño —repitió—. Se lo prometo.
La presión del abrazo cedió y Jodie se mantuvo quieta porque temía dar un paso en falso. ¿Cuánto tardaría en atraparla si echaba a correr en sus lamentables condiciones físicas? Menos de un segundo. Estaba loca si pensaba que podía escapar.
—Buena chica. —La sujetó por encima del codo y la obligó a girarse—. Ahora cuénteme qué está haciendo en medio del bosque y de qué o de quién huye.
Jodie no vio el hacha, debía de haberla soltado cuando echó a correr detrás de ella, aunque si quería podía matarla con sus propias manos y sin el mínimo esfuerzo. Era tan alto como el gigante al que había tumbado, pero mucho más atlético y ágil. Sabía que cualquier intento de huida sería en vano, pero, ya que iba a morir, lo haría peleando hasta el final. Aprovechó su actitud más relajada para empujarlo con las pocas fuerzas que le quedaban. Fue como estamparse contra una pared de hormigón, pero el factor sorpresa le regaló unos segundos que aprovechó para salir corriendo. No había dado ni dos zancadas cuando la jaula de sus brazos volvió a atraparla. Se retorció y pataleó, gritó hasta desgañitarse, y le dio patadas en las espinillas que le arrancaron una retahíla de blasfemias. El tipo dejó de ser tan amable y con un par de bruscos movimientos se encontró tendida de espaldas sobre el suelo, con las piernas inmovilizadas bajo las de él y las muñecas aplastadas por sus manos.
—¡Suélteme, maldito hijo de puta! ¡Quíteme las manos de encima! ¡Mis compañeros ya vienen hacia aquí y si intenta hacerme daño lo matarán!
—¡Cállese de una jodida vez! —Su mano grande volvió a cubrirle la boca ahogando sus chillidos—. Acabo de decirle que no voy a hacerle daño.
Ella lo miraba con los ojos azules desenfocados y el terror le dilataba las pupilas. Le imploraron en silencio por su vida. Debía de haberle pasado algo terrible para estar tan aterrorizada. Como sus palabras tranquilizadoras no tenían ningún efecto en ella, se llevó la mano al bolsillo trasero de los pantalones y le enseñó la placa acercándosela a la cara.
—Detective de homicidios Max Craven. —Ella enfocó la vista. Inmediatamente después, su expresión horrorizada se fue relajando—. ¿Y ahora va a dejar de gritar y de pelear conmigo para contarme qué diablos le sucede?
Ella hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y Max retiró la mano de su boca. La joven jadeó y él le ofreció unos segundos para que recuperara el aliento. Advirtió que tenía las palmas de las manos ensangrentadas con la que parecía su propia sangre, aunque no estaba completamente seguro de ello. Le soltó los brazos, manteniéndole inmovilizadas las piernas. Ella no estaba en condiciones de ir muy lejos, pero prefirió asegurarse.
—Hable —la instó.
Jodie se aclaró la dolorida garganta y trató de hablar sin echarse a llorar. Tras la nefasta experiencia que había tenido con la policía de Pittsburgh mientras residió allí, jamás creyó que iba a sentir tanto alivio al ver una placa de nuevo. Las lágrimas volvieron a agolpársele en los ojos.
—¿Puede… puede quitarse de encima de mí? Me está… aplastando las piernas.
Max se hizo a un lado mientras ella se incorporaba y se frotaba la pierna magullada. Observó que se había roto las mallas y que tenía las rodillas cubiertas de sangre. Comenzó a hablar sin que tuviera que volver a pedírselo.
—Hay un cuerpo en el bosque… envuelto en una alfombra. Él… él estaba cavando un hoyo para enterrarlo, y empezó a perseguirme con la pala. —El volumen de su tono aumentó hasta terminar en un grito desesperado—. Creo que él también está muerto.
—¿Quién está muerto?
—El hombre de la pala.
Max intentó comprender, pero su explicación era bastante confusa. Se agachó junto a ella, apoyando los antebrazos sobre las piernas, y se concentró en las sus balbuceantes palabras, buscando una mirada que no le ofreció.
—¿Se ha encontrado con un cuerpo envuelto en una alfombra que la ha perseguido con una pala? —Frunció el ceño. A lo mejor estaba hablando y actuando bajo el influjo de alguna sustancia psicotrópica.
—¡No! —exclamó, alzando la cara hacia él—. El hombre de la pala iba a enterrar el cadáver y, cuando me descubrió, me persiguió por el bosque.
Jodie lanzó un quejido cuando intentó mover la pierna. Conforme el músculo se enfriaba su dolor aumentaba.
—¿Ahora es un cadáver?
—Sí, siempre lo ha sido.
—Y ahora el hombre de la pala también está muerto —presumió él, con escepticismo.
—Sí, eso es lo que creo —contestó con acritud.
—¿Usted lo mató?
Jodie parpadeó sin saber qué responder a eso. Reflexionó. No, su muerte había sido accidental.
—Le aticé con la pala, perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza con una… piedra grande que había en el suelo.
El guardó silencio, encajando la información. Ella lo miró, encontrándose con unos enigmáticos ojos negros que no parecían creerla demasiado.
—¿Puede levantarse y caminar?
—Supongo que sí. Creo que no tengo nada roto.
El detective le ofreció su ayuda agarrándola por los antebrazos hasta que recuperó la posición vertical. Le llamaron la atención sus grandes manos morenas en contraste con su piel blanca, mucho más pálida de lo habitual. Y también sintió el agradable calor que emanaba de ellas. Se había quedado congelada. Él no la soltó hasta asegurarse de que guardaba el equilibrio.
—Estoy bien. —Rechazó su contacto, y observó los alrededores en busca del hacha. Puede que fuera policía, pero ella sabía perfectamente que había policías corruptos y que ese que tenía enfrente podía estar compinchado con el tío de la pala.
No vio el hacha por ningún sitio, así que le preguntó por ella.
—Estaba cortando leña cuando escuché sus gritos. —Su mirada recelosa no se disolvió, por lo que le proporcionó más detalles con el propósito de tranquilizarla—. He acampado junto al lago. Hoy es mi día libre. ¿Cómo se llama?
—Jodie. Jodie Graham.
—Bien, Jodie, muéstreme dónde están los cuerpos.
Ella no quería volver a verlos. Le angustiaba tener que enfrentarse a eso, aunque sabía que no le quedaba más remedio.
—Estoy bastante desorientada. —Se llevó una mano a la frente y se apartó los mechones de pelo que el sudor le había pegado a la piel. Luego se frotó la sien—. Usted apareció muy cerca del lugar en el que ese hombre se golpeó la cabeza.
—Bien, pues vamos hasta allí.
Jodie siguió los pasos del detective de regreso al sendero. Su capacidad de orientarse en el bosque había desparecido, pero él los llevó directamente al punto donde se habían encontrado. Jodie señaló el camino que se bifurcaba y tomaron el de la derecha.
—¿Qué hacía corriendo por el bosque a estas horas?
Max la miró por encima del hombro y quedó momentáneamente deslumbrado por aquella mirada tan azul y cristalina que se enfocó en sus ojos. A pesar de lo asustada y maltrecha que se encontraba, era una mujer muy guapa.
—El campamento de caravanas se encuentra al otro lado del bosque. Estamos rodando una serie de televisión en el cañón de Santiago —le explicó. Se quejó al asentar la pierna sobre un desnivel del suelo—. Soy actriz.
Max la observó con mirada estudiosa, por si su cara le resultaba familiar, pero no la reconoció. Claro que, él nunca veía la televisión a excepción de los noticiarios y los partidos de fútbol. No estaba muy al tanto del mundillo del celuloide y tampoco le interesaba estarlo. Precisamente, se había trasladado de la ciudad de Los Ángeles a Costa Mesa para huir de aquel ambiente tan frívolo y superficial.
Jodie se percató de que su profesión no despertó excesiva simpatía en el detective, lo cual era mutuo, porque a ella tampoco le gustaban mucho los policías.
La niebla se estaba retirando y se hacía mucho más sencillo el tránsito por el bosque. De repente, llegaron a un claro donde el cuerpo de aquel hombre yacía tumbado en la misma posición en la que Jodie lo había dejado cuando salió corriendo. Entornó los ojos como cuando veía una película de miedo. Aunque ella no lo había matado, en parte sí que era responsable de su muerte.
—Quédese aquí —le ordenó él.
—Descuide. No tengo ninguna intención de acercarme —aseguró.
El detective Craven cruzó el claro del bosque y se acercó al gigante furibundo. No debía de llevar ningún arma encima porque, de lo contrario, Jodie estaba segura de que la habría sacado para defenderse de un posible ataque. Ese detalle la inquietó, todavía no estaba convencida al cien por cien de que estuviera muerto.
Max examinó el escenario que rodeaba el cuerpo. La pala con la que supuestamente el hombre la había perseguido y que luego ella había utilizado para derribarlo, estaba a un par de metros del cuerpo. En un perímetro de unos tres metros cuadrados, la hierba aparecía aplastada como si se hubiera librado una batalla sobre ella.
—¿Cómo consiguió quitarle la pala? —le preguntó sin mirarla.
—Le di una patada en las pe… en los testículos.
Max se agachó junto al cuerpo y colocó una mano en su cuello. No encontró las pulsaciones. Se inclinó para inspeccionar los bordes cortantes de la roca contra la que se había golpeado la cabeza y dedujo que había sido la causante de la muerte, aunque eso tendría que determinarlo el forense. La versión de los hechos de la joven no tenía por qué ser verídica, contrastarla requería de una exhaustiva investigación posterior. Pero lo que sí estaba claro es que ella solita había derrotado a un hombre extremadamente corpulento y de aspecto muy fiero, y que el miedo que sentía era real.
Con la expresión sobria y retenida, el detective regresó a su lado mientras sacaba el móvil del bolsillo trasero de sus pantalones.
—Tengo que hacer unas cuantas llamadas, pero necesito ir hacia el linde del bosque porque aquí no hay cobertura. Tendrá que venir conmigo.
—Está… ¿muerto? —La voz le tembló.
—Sí —contestó escuetamente—. Haré esas llamadas y luego iremos al lugar donde encontró el cuerpo enrollado en la alfombra. Después la llevarán al hospital.
Jodie asintió, cabizbaja. No quería ir al hospital. No le apetecía que la examinaran, ni que un psicólogo le hiciera preguntas sobre lo que había sucedido. Suspiró y echaron a andar en dirección al lago. La niebla ya casi se había retirado y Jodie recuperó su capacidad de orientación. El paso de él era rápido, pero lo aminoró al percatarse de que ella, pese al esfuerzo que hacía por mantener el ritmo, sufría una ligera cojera que se iba acentuando conforme avanzaban. Se negó a que la ayudara alegando que podía valerse por sí misma.
Una vez dejaron el bosque atrás, el detective realizó las llamadas pertinentes mientras ella aguardaba de brazos cruzados a unos metros de distancia. Los pescadores más avezados ya estaban inmersos en su rutina diaria y todo tenía una apariencia de normalidad exasperante. Miró su reloj, eran las siete y media pasadas, y el equipo de rodaje ya se estaría poniendo en pie para afrontar un nuevo día de trabajo. Pronto se darían cuenta de su ausencia, especialmente, Glenn, que se preocuparía por ella. El detective Craven ahora caminaba en círculos mientras hablaba por teléfono, y Jodie le dio un breve repaso a su aspecto físico. Era un hombre alto, atlético, con un rostro muy masculino y atractivo. Mandíbula fuerte y marcada, nariz recta, cabello negro y ondulado… pero lo que más llamaba la atención de él era la mirada penetrante de sus ojos negros, tan oscuros como una noche sin estrellas. Retiró la mirada y volvió a sentir que el peso de aquella horrorosa experiencia la aplastaba. Conforme pasaban los minutos, la idea de marcharse a casa y tomarse el día libre se hacía más necesaria.
El detective regresó a su lado.
—La ambulancia se encuentra en camino. ¿Cómo va su pierna? ¿Se siente con fuerzas de continuar?
—Me duele al apoyarla en el suelo, pero lo intentaré.
Se acarició suavemente el muslo y descubrió que se le había hinchado la zona en la que había recibido el impacto. El dolor iba en aumento y notó un pinchazo en cuanto dio el primer paso.
Max la vio apretar los dientes. Debía de dolerle mucho. Se aproximó a ella y no le preguntó si necesitaba ayuda. La rodeó por la cintura, pasó uno de sus delgados brazos por encima de sus hombros y cargó todo su peso en él.
—Puedo apañármelas sola —protestó.
—Seguro que sí, pero hasta que los médicos no examinen su lesión, es mejor que no fuerce la maquinaria. Si se apoya en mí iremos mucho más rápido. —Ella asintió, aunque con reservas—. ¿Todavía piensa que voy a hacerle daño?
Jodie suspiró profundamente y luego negó con la cabeza.
Tomaron el camino de vuelta y Max le pidió que le contara con todo lujo de detalles cómo habían sucedido los hechos. En su confusión, logró unir todas las piezas y ofrecerle una descripción coherente.
—¿Cuánto tiempo hace que corre por aquí?
—Unos tres meses, aproximadamente. Desde que me incorporé a la serie.
La primera víctima del que la prensa había apodado como el Verdugo de Hollywood, había aparecido enterrada en los bosques de Irvine hacía poco más de tres meses, y habían descubierto el cadáver de la segunda un mes después. Los extensos bosques siempre habían sido un lugar tranquilo al que las familias y los grupos de excursionistas solían acudir para acampar y pasar unos días de vacaciones en plena naturaleza. La paz que ofrecían aquellos parajes solo se había visto perturbada cuando el asesino decidió deshacerse allí de sus víctimas. Sin embargo, y aunque aquel nuevo crimen parecía reunir todos los indicios para achacárselo a él, algo no encajaba en aquella ecuación. El Verdugo era muy metódico y cuidadoso, así que no le encontraba sentido a que hubiese vuelto al mismo bosque para deshacerse de otro cuerpo.
De repente, ella se puso rígida y detuvo de súbito sus renqueantes andares. Max la miró y se topó, una vez más, con aquella expresión de gélido y paralizante miedo.
—Es allí —señaló, con los ojos azules clavados al frente.
A unos quince metros de distancia, Max vio el bulto sobre el suelo.
—Quédese aquí.
Se acercó al escenario del crimen, asegurándose de no manipularlo, y comprobó que el cuerpo que había enrollado en la alfombra, de cuyos extremos asomaban los pies y los brazos, pertenecía a una mujer. Una mujer joven y coqueta que llevaba las uñas pintadas con dibujos artísticos. Vio restos de sangre seca en sus manos, y las plantas de los pies estaban sucias y destrozadas. Se agachó junto al cadáver y vió que en la alfombra también había manchas oscuras de sangre. Observó el hoyo que habían cavado en el terreno, y que ya tenía las dimensiones suficientes para enterrar el cuerpo.
Se pasó una mano por el pelo y exhaló el aire. Adiós a su día libre.
Muy pocos minutos después, la policía científica tomó posesión del bosque, que pasó a convertirse en un hervidero de diferentes profesionales que se encargaron de recopilar todo tipo de pruebas antes de que se personara el juez de instrucción para ordenar el levantamiento de los cadáveres. Max habló con unos y con otros mientras Jodie permanecía al margen, respondiendo ocasionalmente a las preguntas que le formulaba la policía y que eran las mismas que ya había respondido al detective. Estaba deseando marcharse.
Una mujer atractiva que vestía un traje de chaqueta de color gris oscuro apareció desde del lago. Se detuvo a un par de metros de ella e intercambió unas cuantas palabras con un compañero. Luego alzó la mano para saludar al detective Craven y, por último, se giró para encararla. Ninguna de las dos manifestó sorpresa cuando se miraron a los ojos.
—¿Señorita Graham?
Se habían tuteado en la única ocasión en la que se habían visto, pero la detective Faye Myles ahora recurrió al formalismo profesional.
—Detective Myles.
La mujer extendió la mano, pero la retiró cuando Jodie le mostró la suya manchada de sangre.
—Una ambulancia la espera en las inmediaciones y los paramédicos van a llevarla directamente al hospital —le explicó—. Es posible que después volvamos a necesitarla, pero, de momento, puede marcharse.
—Tengo que ir al campamento para recoger unas cosas.
—Enviaremos a un agente y se las haremos llegar. No se preocupe por eso.
Jodie vio a Glenn aparecer desde uno de los múltiples caminos que se abrían en el bosque e imaginó que había salido a buscarla debido a su tardanza. La expresión se le llenó de confusión al toparse con todo aquel despliegue policial. Un agente lo obligó a detener su avance y Glenn contestó a sus preguntas mientras hacía las suyas propias, cada vez más nervioso. Ella alzó una mano por encima de la detective Myles y lo llamó. Su compañero soltó un suspiro de alivio al encontrarla sana y salva. Volvió a intercambiar unas palabras con el policía que lo retenía y, a continuación, encaminó sus pasos acelerados hacia ella.
—Jodie, ¿qué ha sucedido? —Su expresión era de alarma al ver su aspecto desarreglado y la sangre que le cubría las manos y las rodillas—. ¿Te encuentras bien?
Ella apretó los labios, sintiendo que todas las lágrimas que había retenido durante la mañana se agolpaban ahora en sus ojos y vencían todas las resistencias. Asintió, pero no pudo hablar, y Glenn la abrazó con cuidado mientras Jodie lloraba sobre su hombro.
—Tranquila —le habló con la voz suave mientras le acariciaba la cabeza y el pelo revuelto que escapaba de su coleta—. Hace media hora que te busco por el bosque. Tardabas tanto en regresar que temía que te hubiera sucedido algo, pero, desde luego, no imaginaba nada tan aterrador. ¿Qué ha pasado?
Jodie se retiró de su hombro, donde había encontrado un refugio momentáneo para desahogar su angustia, y se secó las lágrimas con el dorso de las manos. Hizo unas inspiraciones y se controló. Ahora se sentía un poco mejor.
Le resumió la pesadilla que acababa de vivir, ahorrándose los detalles más escabrosos. Estos ya se los había mencionado reiteradamente a la policía y no tenía ganas de volver a repetirlos. Glenn permaneció estupefacto durante todo su testimonio y, cuando finalizó, volvió a abrazarla para ofrecerle consuelo.
—Maldita sea. Cuando anoche mencioné al hombre de la guadaña, te prometo que solo era una estúpida broma.
—Lo sé, no te preocupes. —Jodie se deshizo del abrazo y observó que la policía ya acordonaba la zona. Su mirada topó con la del detective Craven y se la mantuvo unos segundos antes de retirarla. Los paramédicos aparecieron a su lado con una camilla—. Tengo que marcharme al hospital y no me dejan regresar a la caravana para recoger algunas cosas. Me harías un gran favor si llamaras a mi compañera Kim y le dijeras que voy hacia allí. No entres en detalles o se asustará, ya se lo explicaré yo cuando nos encontremos—. Jodie le dio el número de móvil de Kim que, por fortuna, se sabía de memoria.
—Te acompañaré al hospital —dijo Glenn con resolución.
—No es necesario. Estoy bien, solo son unas cuantas magulladuras —rechazó su ofrecimiento—. Prefiero que te quedes aquí y le expliques a todo el mundo lo que ha sucedido. Yo regresaré esta tarde.
—¿Seguro que estarás bien?
Jodie asintió.
Glenn se hizo a un lado y ella siguió las instrucciones del personal sanitario. Se tumbó en la camilla de lona y la alzaron del suelo. Las altas copas de las secuoyas solo le dejaban ver pequeños retazos del cielo grisáceo, que también desaparecieron de su campo de visión cuando la cabeza del detective Craven asomó desde lo alto. Posó la mano sobre su hombro derecho y lo apretó ligeramente.
—Ha sido usted muy valiente, señorita Graham.
—No me siento así ahora mismo. —Notó que las lágrimas le resbalaban por la comisura de los ojos.
El policía sonrió por primera vez. Sus atractivos labios se curvaron suavemente y ella quedó atrapada en aquella concisa sonrisa.
—Cuídese, ¿de acuerdo?
Ella solo pudo asentir con la cabeza antes de que el personal médico la transportara hacia la amulancia.
—¿Qué opinión te merece?
Max se dio la vuelta y se encontró con los ojos interrogantes de Faye.
—Es una mujer con agallas. Cuando veas el cuerpo de su agresor entenderás la razón.
—Ya lo he visto, vengo de allí. Pero no te preguntaba por ella, sino por el cadáver de la alfombra —puntualizó.
Max ya había examinado el cuerpo mutilado de la víctima, con el sello del Verdugo impreso en cada espantosa herida infligida. No había duda de que era obra suya. Compartió sus conclusiones con Faye y ella se mostró de acuerdo.
—¿Y el tío de la pala? ¿Crees que puede ser el Verdugo? —Arrugó la frente, revelándole sus reservas.
—No lo tengo tan claro.
—Ni yo. —A continuación, lo puso al corriente de lo que ella sabía—. Conozco a la señorita Graham, me la presentó mi padre hace unos tres meses en la fiesta que celebró en su mansión de Beverly Hills por su cumpleaños. —Max arqueó las cejas—. Invitó a todos los miembros del rodaje de la nueva teleserie que está dirigiendo. Se llama Rosas sin espinas y, si no recuerdo mal, el equipo está rodando muy cerca de aquí.
CAPÍTULO 3
Oscuros nubarrones cargados de lluvia flotaban en el cielo otoñal de Costa Mesa. El viento que soplaba del Pacífico azotaba las palmeras de la calle Victoria y las primeras gotas de lluvia impactaron contra los cristales de la ventana de la consulta del Hospital College, en el que Jodie aguardaba a que la doctora regresara con los resultados de su examen médico.
Desde la silla, observaba el panorama a través de la ventana con una creciente desazón. La habían llevado a ese moderno hospital porque disponía del mejor servicio psiquiátrico de todo el condado de Orange; pero, aunque había conversado durante más de media hora con un eminente psiquiatra que la había obligado a relatar una vez más la agresión, Jodie no se sentía mejor. El psiquiatra, el doctor Stuart, le había recetado una caja de ansiolíticos y otra de somníferos que solo pensaba tomarse en caso de emergencia. Después, el doctor le había indicado que pidiera consulta con la psicóloga Andrews en recepción, pero Jodie no pensaba hacerlo. Había pasado por situaciones peores y allí estaba, luchando por sobrevivir en un mundo que nunca había sido demasiado grato con ella. Y sin la ayuda de nadie.
Antes de pasar a la consulta del doctor Stuart, una enfermera le había practicado unas curas en las rodillas y en las palmas de las manos. Por fortuna, las lesiones no eran tan graves como parecían. Se las había vendado y le había dado unas sencillas instrucciones para curarlas en casa. También le habían hecho unas radiografías en la pierna derecha, ya que, cuando se quitó las mallas descubrió el enorme hematoma de su muslo. Y ahora estaba esperando a que la doctora Carrington apareciera por la consulta para darle los resultados.
La habitación despedía un profundo olor a desinfectantes y el mobiliario era sencillo y aséptico, tan gris y frío como las nubes que vagaban en el cielo. Volvió a centrar su atención en la calle Victoria y a su tráfico fluido.
Cuando se mudó a Los Ángeles hacía algo más de un año, pensó que le costaría adaptarse a su ritmo. Ella era de Mapplewood, un pueblecito de Nueva Jersey en el que había pasado toda su infancia y parte de la adolescencia, y luego se había trasladado a Nueva York para formarse como modelo. Allí había pasado la mayor parte de su vida adulta, pero en California se vivía a un ritmo más acelerado, y los círculos en los que ella se movía estaban repletos de trampas, de peligros y de gente a la que solo le interesaba el dinero y el sexo.
Había encontrado su refugio particular en Costa Mesa, una ciudad tranquila del condado de Orange donde se vivía sin las prisas y los agobios de la gran ciudad. La ubicación era perfecta. Estaba a menos de cincuenta minutos en coche de Los Ángeles y a diez minutos de las playas del Pacífico. Colindaba con Newport Beach, ciudad turística y residencial que acogía a gente de gran poder adquisitivo, y el índice de delincuencia era bastante bajo. En el condado de Orange el nivel de vida era más alto, pero prefería tener dos empleos diferentes para poder residir allí que verse obligada a vivir en cualquiera de los suburbios de Los Ángeles.
La doctora Carrington regresó a la consulta. Tenía los rasgos serenos e inspiraba confianza. El equipo médico del Hospital College la estaba tratando de maravilla y con mucha profesionalidad.
—El fémur está intacto, pero existe una rotura parcial de fibras en los cuádriceps. Es leve, por lo que si guarda reposo durante unos días se recuperará rápidamente sin necesidad de acudir a un fisioterapeuta —le explicó la doctora mientras tomaba asiento tras la mesa de su consulta—. Le voy a recetar unos relajantes musculares para aliviar el dolor, aunque le recomiendo que se aplique calor en la zona lastimada. En las farmacias venden almohadillas eléctricas que le irán muy bien.
Al cabo de unos minutos, entró en el ascensor y pulsó el botón de la planta baja. En el espacio de espera del vestíbulo, junto a la zona donde se hallaba la pared acristalada por la que descendían de manera ininterrumpida cristalinos chorros de agua, se encontró con la mirada impaciente de Kim. Kim Phillips era su compañera de piso. También compartían profesión, y lugar de trabajo en el Crystal club de Newport Beach. La joven se levantó precipitadamente del asiento de cuero blanco y se acercó casi a la carrera.
—¿Qué te ha sucedido? —La tomó por los brazos y la examinó de arriba abajo con sus grandes ojos verdes. Se fijó en sus mallas agujereadas a la altura de las rodillas y en las vendas que las cubrían—. Me asusté cuando me llamó tu compañero para decirme que habías tenido una caída y que una ambulancia te traía directa al hospital. Me dijo que ya te encargarías tú de explicarme los detalles.
—Es una historia muy larga. Te lo contaré todo de camino a casa —dijo con la voz quebrada, pues no era lo mismo hablarle de lo ocurrido a alguien desconocido que a una persona con la que tenía un vínculo emocional. No eran íntimas, ni se conocían desde hacía demasiado tiempo, pero Kim era lo más parecido a una amiga que tenía en Los Ángeles.
Tras detenerse en la farmacia para comprar los medicamentos que le habían prescrito, Kim condujo su viejo Chevrolet blanco por la autopista 55 en dirección a la calle 18. Ahora llovía con más intensidad. Costa Mesa había perdido el brillo y la luz de los días de verano para vestirse de sombras y grises, y se había visto súbitamente desalojada por todos los turistas que acudían en verano para pasar allí sus vacaciones. Jodie adoraba los otoños de Costa Mesa, pero, ese día, el halo melancólico que la envolvía no le parecía especialmente atractivo.
Llegaron a la pequeña casita de dos plantas de estilo colonial español, como casi todas las construcciones y edificios de la ciudad. La fachada era blanca, con un pequeño porche con arcos romanos y un balcón en la planta superior. Las baldosas y los tejados eran de arcilla, en tonos terracota, y las ventanas y puertas, de madera de secuoya. Pagaban un alto alquiler por residir allí. Ella sola no podría habérselo permitido.
Llenó la bañera hasta arriba con el agua más caliente que su cuerpo pudo soportar, y con la ayuda de Kim se sumergió en ella dejando las rodillas fuera para que no se mojaran los vendajes. Su compañera se sentó a su lado, en un pequeño taburete metálico, y esperó a que recuperara fuerzas y se lanzara a hablar. Y Kim se horrorizó, no paró de decir «oh, Dios mío», pero le mostró todo su apoyo acariciándole el brazo durante todo el rato que estuvo hablando.
—¿Estás ocupada esta tarde? —Kim negó con la cabeza—. Necesito que me lleves al campamento para recuperar el móvil y las llaves de casa. La policía no me dejó hacerlo.
—Iré después de comer y traeré tus cosas. No es necesario que tú me acompañes, prefiero que te quedes en casa y que descanses el resto del día. Es más, deberías llamarles para decirles que mañana no irás a trabajar. No estás en condiciones.
Por mucho que le fastidiara reconocerlo, Kim tenía razón. Estaba segura de que, tras un día de descanso en casa, las heridas físicas y las magulladuras sufridas no le molestarían apenas ni le impedirían continuar con su vida. Sería mucho más duro superar el miedo que sentía. Necesitaba trabajar para pagar el alquiler, pero su cuenta corriente no se resentiría por tomarse un día libre. Lo decidiría al día siguiente, cuando despertara. Si es que conseguía dormir.
—Te agradezco el detalle de ir hasta Irvine.
—Descuida, es lo mínimo que puedo hacer.
No estaba segura de en qué momento de aquella tediosa e interminable tarde comenzó a sentir una irrefrenable curiosidad por conocer la identidad de la mujer asesinada y del hombre de la pala. Estaba sentada en el sofá del salón, con el televisor encencido y la lluvia formando ríos en el cristal de la ventana que tenía a su derecha. En todos los noticiarios se hablaba del asesinato. Uno de ellos mostró imágenes de la zona boscosa del cañón donde estaban los cadáveres. La periodista, una atractiva morena con rasgos latinos, se hallaba frente al escenario acordonado por la policía, que todavía no se había retirado del lugar de los hechos. Jodie despegó la espalda del respaldo del sofá, inclinándose hacia delante para no perderse detalle.
«Nos preguntamos si se tratará de una nueva víctima del Verdugo de Hollywood, en cuyo caso, es muy probable que el hombre hallado muerto a escasos metros de este lugar, sea quien está detrás de esa identidad» .
Jodie había oído hablar de él. Se decía que secuestraba a jóvenes actrices a las que torturaba durante días antes de matarlas y deshacerse de los cuerpos. ¿Habría terminado ella con la vida del Verdugo sin saberlo? La idea la sobrecogió por haber estado tan cerca de ese psicópata despiadado.
«La mujer que ha hallado el cadáver enrollado en la alfombra es una joven actriz que se encontraba corriendo por el bosque esta mañana temprano. La policía no nos ha desvelado su identidad y tampoco han querido hacerlo sus compañeros de reparto, pero este equipo informativo ya está trabajando en ello. Todas las pesquisas apuntan a que la actriz se topó con el hombre que se disponía a enterrar el cadáver, y que consiguió huir de él. Lo que le sucedió al presunto asesino es algo que desconocemos, pero todo apunta a que su muerte fue causada por un fuerte golpe que recibió en la cabeza como consecuencia de una caída. La actriz se halla en estos momentos descansando en su casa tras pasar la mañana en el hospital. La policía ni afirma ni desmiente que se trate del Verdugo de Hollywood, pero los indicios también apuntan en ese sentido».
Deja una respuesta