***SOLO HOY ¿Qué le haría a mi jefe? de Kristine Wells
Regresa Kristine Wells con una novela romántico-erótica tan ardiente que se derretirá en tus manos.
Sexo. Jefe. Diversión. Locura. Vuelve a soñar con la historia de Janna que se pasa las semanas fantaseando con todas las cosas que podría hacerle a su jefe...DESCARGAR AQUÍ
Un corazón entre tú y yo (Las Guerreras Maxwell 6) de Megan Maxwell
Las Guerreras Maxwell 6
Las Guerreras Maxwell, 6. Un corazón entre tú y yo pdf
Megan Maxwell
Sinopsis de Las Guerreras Maxwell, 6. Un corazón entre tú y yo:
Una nueva entrega de «Las guerreras Maxwell». Darse una nueva oportunidad en el amor tras una triste pérdida no significa olvidar, sino vivir y avanzar.
En su lecho de muerte, Harald Hermansen le prometió a su amada Ingrid que dejaría Noruega y se trasladaría a vivir en Escocia.
Harald añora su país, como añora a su mujer y sus gentes, pero sabe que regresar al Reino de Song no sería buena idea, especialmente porque allí ya no le queda nada.
A pesar de ser considerado un bárbaro vikingo en aquellas tierras, gracias a la ayuda de Demelza y de Aiden McAllister, su marido, Harald consigue llevar una vida tranquila, sacar adelante su propia herrería y ser aceptado por la mayoría de los parroquianos.
Pero todo comienza a complicarse cuando aparece una joven llamada Alison. Ella y su manera de comportarse, tan parecida en ocasiones a la de su fallecida mujer, lo atrae y lo espanta al mismo tiempo. Pero si algo tiene claro es que no quiere volver a enamorarse, y menos de una mujer como aquélla.
¿Será capaz Harald de decirle adiós al pasado, vivir el presente y crear un futuro?
Todo esto sólo lo sabrás si lees… Un corazón entre tú y yo.
Serie Completa Las guerreras Maxwell
- Deseo concedido
- Desde donde se domine la llanura
- Siempre te encontraré
- Una flor para otra flor
- Una prueba de amor
- Un corazón entre tú y yo
SOBRE LA AUTORA DE Un corazón entre tú y yo
Megan Maxwell
Megan Maxwell es una reconocida y prolífica escritora del género romántico que vive en un precioso pueblecito de Madrid. De madre española y padre americano, ha publicado más de cuarenta novelas, además de cuentos y relatos en antologías colectivas. En 2010 fue ganadora del Premio Internacional Seseña de Novela Romántica, en 2010, 2011, 2012 y 2013 recibió el Premio Dama de Clubromantica.com. En 2013 recibió también el AURA, galardón que otorga el Encuentro Yo Leo RA (Romántica Adulta) y en 2017 resultó ganadora del Premio Letras del Mediterráneo en el apartado de novela romántica.
POR QUÉ LEER LAS GUERRERAS MAXWELL, 6. UN CORAZÓN ENTRE TÚ Y YO
- Megan Maxwell se ha convertido en la autora nacional más leída del género y una de las más queridas por las lectoras.
- Versus Entertainment ha adquirido los derechos para coproducir una película de la saga «Pídeme lo que quieras» de la mano de Warner Bros. Pictures España.
- Sus obras llevan más de 3.000.000 de ejemplares vendidos, sin contar el digital.
- Traducida al italiano, brasileño, portugués, turco, ruso, catalán e inglés, rumano, entre otros idiomas.
- Las ventas de esta saga son muy regulares y cada vez van a más.
- Gran interés por las Highlands después del éxito de la serie Outlander.
Para mis guerreras y guerreros.
Nunca perdáis lo bueno que habéis encontrado.
Cuidad para que os cuiden.
Amad para que os amen.
Sed felices con quien os importe,
y el pasado, aunque no se olvide…, dejadlo estar.
Un beso y ¡vivid!
Megan Maxwell
Capítulo 1
Aemsterdam
El bullicioso mercadillo de la ciudad, situado junto al río Amstel,
vendía sus mercancías como cada mañana de sábado.
En sus particulares puestos se podía encontrar de todo: aceites,
telas, leña, pan, especias, verduras, gallinas, hierbas medicinales, todo
tipo de carnes, muebles e incluso finas y delicadas joyas y piezas de
bisutería.
Gilroy Bowie, un enorme pelirrojo, tras colocar varias de las
piezas de plata y oro sobre una tabla de madera para exponerlas en
su puesto, sonrió al oír a Alison hablar con una mujer en gaélico
escocés mientras vigilaba que ningún ratero les robara nada.
Las piezas de bisutería y joyería que tenían a la venta, porque
Alison las trabajaba, eran muy golosas. Eran finas y refinadas, un
imán para los ladronzuelos, y había que mantenerlas bajo una vigilancia extrema.
Desde pequeña, Alison dominaba distintas lenguas extranjeras
con una facilidad increíble, gracias a la variopinta gente con la que
se había criado desde el día de su nacimiento.
Una vez que la compradora se llevó un bonito anillo de plata
para ella y una trabajada hebilla para el cinturón de su marido,
Alison se guardó las monedas. A continuación miró a un hombre
que la observaba y preguntó:
—¿Os gusta algo?
El hombre, un burgués de la zona, se acercó a ella.
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—En realidad, sí —afirmó.
La joven sonrió y, dispuesta a atenderlo, iba a hablar cuando él
se le acercó más de la cuenta y la cogió del brazo.
—Me gustas tú —musitó—. ¿Qué tal si…?
No pudo decir más. Con una rapidez increíble, Alison se deshizo de su mano y, dando una vuelta sobre sí misma, hizo que el tipo
cayera de bruces contra el suelo.
Gilroy suspiró al verlo. Como siempre, Alison haciendo amigos… Y entonces la oyó increpar a aquel, que la observaba con incredulidad:
—¡Tú, zarrapastroso saco de excrementos malolientes! Si no
quieres que te corte las manos por haber tenido la osadía de tocarme sin mi permiso, ya puedes desaparecer de mi vista.
Sin dudarlo, el tipo se levantó a toda prisa y se alejó. Aquella
mujer era una salvaje.
Las miradas de Alison y de Matsuura, otro de sus acompañantes, se encontraron. Ambos sonrieron por lo que acababa de ocurrir, y la muchacha, al ver que un joven rubio de ojos claros y aspecto agradable la observaba, sonrió y cuchicheó dirigiéndose a
Gilroy:
—Mira que me llaman la atención los hombres de pelo y ojos
claros…
El joven, que había sido testigo de lo ocurrido, al ver cómo ella
lo miraba y le sonreía, se dio la vuelta en menos de dos segundos y
se marchó. No quería problemas.
Gilroy soltó una risotada al verlo. La delicadeza femenina no
iba con Alison y, mirándola, afirmó:
—Bicho…, creo que tu bonito vocabulario y tu arrolladora personalidad lo han asustado.
—Probablemente. —Gilroy meneó la cabeza y Alison resopló
para luego añadir—: Bah…, si unas palabritas de nada lo asustan,
no merece mi atención.
Instantes después, cuando una adinerada pareja se acercó al
puesto, ella trató de dulcificar su expresión y los atendió con amabilidad. ¡Cuando quería podía ser un encanto!
Minutos más tarde, cuando aquellos se marcharon llevándose
varias piezas creadas por ella, la joven se guardó las monedas y se
dirigió de nuevo a Gilroy.
—Estupenda mañana la de hoy.
El pelirrojo asintió. Las joyas que Alison creaba eran verdaderas
obras de arte.
Al poco, ella se tocó su talega y comentó:
—Voy a ir a ese puesto a comprar algunas hierbas que necesitamos, Gilroy.
—No me moveré de aquí —afirmó el pelirrojo.
Alison se echó el chal que llevaba por la cabeza y caminó hacia
el puesto de hierbas. Durante un buen rato, con amabilidad y simpatía, departió con el hombre que las vendía sobre infusiones y
cicatrizantes. La muchacha no solo entendía de joyas, sino que
también sabía de hierbas y brebajes para sanar.
Una vez que se despidió de aquel, tras guardar en su talega lo
que había comprado, regresó a donde estaba Gilroy, que sonreía a
una mujer morena, y preguntó:
—¿Se sabe algo de tío Edberg?
Gilroy negó con la cabeza sin apartar los ojos de la mujer.
Saber aquello la inquietó.
—Quizá le surgió algo y… —dijo el pelirrojo mirándola.
—No —lo cortó Alison intercambiando una mirada con Matsuura, que, como ella, esperaba a Edberg—. Él nunca dejaría de
venir a vernos, y lo sabes tan bien como yo.
Gilroy asintió, era consciente de que tenía razón, y cuando iba a
decir algo, ella declaró preocupada:
—He oído hablar durante toda la mañana a muchas de las personas que se han acercado al puesto sobre la existencia de unas
extrañas fiebres que hacen que las personas sangren por la boca
hasta morir.
—Yo también lo he oído —musitó él—. Y por eso creo que no
deberíamos estar aquí más de lo necesario.
Alison asintió, Gilroy tenía razón, pero como necesitaba saber
sobre aquel al que esperaba, indicó:
—Me acercaré a su casa.
—¡Ni hablar!
La joven sonrió. Que le prohibieran hacer cosas era algo que
nunca había llevado bien, y, tras pestañear con gracia para hacerlo
reír, afirmó:
—Gilroy… Gilroy… Gilroy… No me voy a ir de aquí sin saber que
tío Edberg y Elga están bien. He dicho que voy a su casa ¡e iré! —Y
cuando él iba a protestar, esta insistió levantando un dedo—: Y si
vas a mencionar a mi padre, ¡olvídalo! Él no está aquí. Por tanto,
tío Matsuura y tú os quedaréis al frente del puesto, y no hay más
que hablar.
Gilroy maldijo y miró al japonés Matsuura, que se encontraba a
escasos metros.
—¡Bicho! —replicó—, tu padre nos matará si te ocurre algo.
Eso hizo sonreír a la joven, que, tras hacerle una seña al japonés
para que se acercara, musitó:
—Tranquilo…, no me pasará nada.
Instantes después, tras contarle lo acontecido al tranquilo tío
Matsuura y este suspirar por la decisión de aquella, la joven se cubrió de nuevo la cabeza con el chal y se alejó del puesto.
En cuanto salió del mercadillo, anduvo con seguridad por las
callejuelas de la ciudad. Solo había ido a casa de tío Edberg y Elga
una vez, dos años atrás, pero tenía buena memoria y aún recordaba cómo llegar.
Disfrutó del trayecto mientras se cruzaba con las gentes que caminaban tranquilamente por allí. Nadie la conocía. Nadie le gritaba palabras soeces por ser la hija de quien era y eso le daba tranquilidad.
Ver a niños jugando y riendo sin miedo la apasionaba. Sus dulces rostros, en los que nunca veía maldad, sino todo lo contrario,
la hacían sonreír y recordar su niñez. Mientras aquellos jugaban
con otros niños en la calle, ella había jugado con los hombres de su
padre en el barco. Eran recuerdos muy bonitos, preciosos.
También llamaban mucho su atención las parejas con las que se
encontraba. En especial, las que se cortejaban. Ver cómo se miraban, se sonreían, se besaban o simplemente se rozaban las manos
le resultaba mágico y especial.
¿Cómo sería sentir ese amor?
¿Cómo sería sentirse tan especial?
Sumida en aquellos dulces pensamientos caminaba por un callejón solitario cuando alguien la empujó. Rápidamente Alison se
volvió y vio a un hombre de su edad.
—¿Acaso no tienes suficiente espacio, que me has de empujar?
—gruñó.
El joven, sin ningún decoro, la repasó lascivamente con la mirada.
—Mujer, cuando yo paso, tú te retiras —soltó.
Oír eso hizo sonreír a la joven, que, agarrando su katana, replicó:
—Pues va a ser que te vas a retirar tú, ¡maldito mierda!
Pero el hombre, agarrando su espada, la puso ante ella y preguntó:
—¿Estás buscando que te dé un escarmiento?
—Probablemente.
Él sonrió por su respuesta. Aquella muchacha era una descarada.
—No soporto a las mujeres insolentes y malhabladas —siseó.
—Y yo no soporto a los bocazas como tú —replicó ella levantando su katana.
Dicho eso, ambos blandieron sus espadas. Durante un rato lucharon el uno contra el otro sin desfallecer en aquel callejón, hasta
que finalmente la joven, que era rápida moviéndose, lo acorraló
contra la pared y, tras ponerle la katana en la garganta, musitó:
—Si te rajo el cuello, veré tu sangre manar.
—Qué miedo me das —se burló él.
En silencio se miraban a los ojos cuando ella, dejando de presionar, cuchicheó en italiano:
—Por las barbas pestilentes de Neptuno, ¡jodido Caruso! ¿Qué
haces por aquí?
El joven se guardó la espada sonriendo y respondió mientras
abría los brazos:
—Anda y dame un abrazo, jodida Moore.
Se abrazaron gustosos. Aquel muchacho era el hijo del capitán
Antonello Caruso y, como su padre, comandaba un barco y era
considerado un pirata. Se conocían desde niños, y cuando el abrazo acabó la joven indicó mirándolo:
—Podrías haberme doblegado cuando he dado el traspié.
—Me gusta dejarte ganar. —El joven sonrió.
—Eres un creído.
—Y tú una insolente —se mofó él.
Durante un rato, amparados por la discreción de aquel callejón,
charlaron acerca de qué hacían en aquellas tierras. Pietro Caruso
estaba de incógnito en Aemsterdam, donde había vendido parte de
las ricas telas que él y su padre habían llevado desde Arabia en su
barco. Dialogaban con placer cuando este dijo:
—Por cierto, me acabo de enterar de que ese al que se la tienes
jurada está en Edimburgo.
Según oyó eso, el gesto de Alison cambió.
—¿Hablas de Conrad McEwan?
Pietro asintió.
—Según me contó mi padre, ese idiota engreído, tras vender las
tierras de su padre en un lugar llamado Roxburgh, compró otras
en Perth, y ahora pasa largas temporadas en su nuevo hogar de
Escocia. Y como se acerca la fiesta del castillo en Edimburgo, tengo
entendido que estará por allí.
A Alison le gustó saber eso. Tenía ganas de vengarse de aquel
tipo que tanto daño le había hecho en el pasado y, sonriendo, iba a
hablar cuando Pietro añadió:
—Si tu padre se entera de que te lo he contado, me cortará la
lengua.
Ella sonrió divertida y, mirándolo, preguntó:
—Yo no se lo voy a contar…, ¿lo vas a hacer tú? Además, ni mi
padre ni yo pondremos un pie en Escocia si queremos seguir conservando la cabeza sobre los hombros.
Pietro negó y, tras sonreír de nuevo, indicó:
—He de regresar al punto de recogida. Si tardo, se alarmarán.
La joven y él se abrazaron con cariño.
—Ten cuidado, Alison —dijo él—. Y sabes perfectamente por
qué te lo digo.
La joven sonrió, se lo decía por Conrad McEwan
—Tranquilo. Lo tendré —aseguró.
A continuación él le guiñó un ojo y, dándose la vuelta, se despidió.
—Nos vemos en Port Royal.
—¡Probablemente!
Una vez que él se marchó y Alison se quedó sola, sonrió. La
fortuna de encontrarse con Pietro Caruso le había hecho saber a
ciencia cierta dónde encontrar al gusano de Conrad McEwan. Tenía que ir a Escocia, la tierra de su padre, en la que nunca había
estado. El problema era que ni su padre ni sus tíos ni tampoco ella
podían poner un pie allí o serían apresados por piratas. No obstante, dispuesta a buscarse la vida para darle su merecido a Conrad,
prosiguió su camino. Debía ver a Edberg antes de marcharse.
Caminaba pensando en sus cosas cuando de pronto vio la bonita puerta azul de la casa. ¡Había llegado!
Llamó con los nudillos sin dudarlo y esperó, pero nadie abrió.
Volvió a llamar, esta vez con mayor brío, y entonces la puerta se
abrió sola. Alison entró.
La estancia estaba oscura, el ambiente cargado y frío, y, levantando la voz, llamó:
—¿Tío Edberg? ¿Elga?
Durante unos segundos esperó una contestación, pero de pronto oyó una tos y, sin dudarlo, cruzó la estancia para entrar en la
única habitación colindante.
De nuevo, oscuridad. Allí olía raro y, tras dirigirse hacia una de
las ventanas y abrirla para que entrara aire y luz, el corazón le saltó
en el pecho al ver a aquel al que tanto quería postrado en una silla.
Horrorizada, corrió hacia él.
—Por las barbas de Neptuno, tío Edberg, ¿qué te ocurre? —preguntó al ver su mal estado.
Él abrió los ojos enseguida cuando oyó su voz. La luz le hizo
daño, pero musitó al reconocer a la joven:
—Bicho…, nunca me he alegrado tanto de verte.
Muchos de quienes la conocían y la querían la llamaban por
aquel calificativo cariñoso, pero, sin ganas de sonreír, Alison miró
a su alrededor y preguntó:
—¿Qué… qué te ocurre?
Edberg, que tenía la boca reseca, no contestó. La realidad era
terrible. Dura.
—¿Dónde está Elga? —insistió la joven.
Él cerró los ojos con fuerza al oír ese nombre y, cuando los
abrió, susurró con un hilo de voz:
—Murió…
Alison parpadeó.
—¡¿Qué?!
Destrozado por su pérdida, el hombre explicó:
—Elga…, mi Elga murió de fiebres hace unos meses.
¡¿Cómo?! ¿Elga estaba muerta?
Aquello era terrible, doloroso. Alison llevaba toda la mañana
oyendo hablar de aquellas fiebres, y, angustiada, cogió un vaso que
había sobre el mueble, lo llenó de agua y, dando de beber a su tío,
valoró la situación.
Desgraciadamente, Elga había muerto, pero tío Edberg no tenía
por qué hacerlo. Ella estaba allí para impedirlo. Por lo que, intentando ser resolutiva, indicó:
—Tienes que levantarte y venir conmigo.
—No tengo fuerzas. No puedo…
—¡Puedes!
—No.
—Maldita sea, ¡no seas cabezón!
—Esa boca, Alison. —Él sonrió comenzando a toser.
En cuanto el ataque de tos cesó, la joven insistió:
—Tío Edberg, Gilroy y tío Matsuura están en el mercadillo.
Solo tenemos que llegar hasta allí y nos ayudarán.
—No…
Pero ella, incapaz de dar su brazo a torcer, siseó:
—No se hable más. Regresarás conmigo a La Bruja del Mar, y
me da igual que digas que no. He dicho que sí, y ¡por Yemayá que
así será!
Edberg miró con cariño a aquella joven a la que siempre había
adorado. Sabía que por él y su bienestar haría lo que fuera, pero
aun así, era consciente de su situación.
—Las fiebres se llevaron primero a Elga y, nos guste o no, pronto se me llevarán a mí —repuso.
Alison negó con la cabeza y él musitó:
—¿Llevas tu talega medicinal encima?
Ella se apresuró a asentir. En el barco que comandaba su padre,
ella era la encargada de atender y sanar a todos los hombres, por lo
que nunca se separaba de su talega, que llevaba atada a la cintura.
—Necesito esas semillas africanas.
Al entender lo que él le pedía, la muchacha negó con la cabeza.
Aquellas semillas eran letales, solo se utilizaban en casos imposibles y desesperados, pero él insistió con voz ronca:
—Voy a morir. Ayúdame, por favor.
Consciente de lo que le pedía, ella volvió a negar.
—Ni hablar. ¡No vas a morir!
—Sabes que si te digo esto es porque va a pasar.
—¡No lo voy a permitir!
El hombre sonrió con tristeza y alivio por su presencia y luego
susurró:
—Mi viaje está cerca. De ti depende que sufra o no.
—Tío Edberg…
—Como hemos dicho cientos de veces en el mar, no saldré de
puerto si las nubes no corren como el viento. Y en esta ocasión las
nubes no corren para mí.
—¡No digas eso! —murmuró enfadada.
Alison negó de nuevo con la cabeza. No pensaba permitirlo, su
tío no iba a morir; pensando en qué hacer, iba a hablar cuando él
susurró:
—Olvida lo que estás pensando.
—¿Qué pienso? —preguntó agobiada.
Edberg tosió de nuevo.
—Alison…, te conozco —repuso—. Te niegas a aceptar lo que
va a ocurrir, pero, créeme, no hay remedio. Es imposible sanar de
esto.
—No pienso dejarte morir. Yo te cuidaré.
Conmovido por sus palabras, él tomó aire y, necesitando que se
relajara y lo entendiera, musitó:
—Matsuura, Ragnar y yo te enseñamos desde pequeña a aceptar la muerte como parte de la vida. Mi muerte me reunirá con
Elga, y eso me hace feliz. —Alison tragó el nudo de tristeza que se
había instalado en su garganta cuando aquel añadió—: Escucha,
Bicho… —La joven se dio la vuelta, no quería seguir escuchándolo,
pero entonces oyó—: Alison… Francesca… Isobel… Marguerite…
Orquídea…
Oír todos aquellos nombres, los suyos, la hizo sonreír; su padre
y quienes la conocían bien los pronunciaban todos juntos en momentos puntuales, y, al volverse para mirarlo, él continuó:
—Mi valerosa niña. Te has criado rodeada de hombres y has
tenido que forjar un carácter rudo y en ocasiones despiadado para
que te respetaran. Eres audaz, intrépida, guerrera, pero también
eres dulce, tierna y cariñosa y por ello mereces amar y ser amada.
Alison sonrió con tristeza al oírlo. Nada en el mundo le gustaría
más que poder vivir y disfrutar de un precioso amor, pero negando
con la cabeza repuso:
—Mi vida es la que es y…
—Alison…, eres una mujer.
—Y la hija de Jack Moore…
Edberg asintió, el estigma con el que cargaba la muchacha no le
facilitaba las cosas, pero insistió:
—Seas la hija de quien seas, busca esa vida que se te negó por
nacer en un galeón y que, sin lugar a dudas, te mereces.
—Pero…
—Siempre deseaste una vida normal. Anhelaste una casa en tierra firme y unas amigas con las que disfrutar de momentos bonitos
y un amor de pelo y ojos claros. —Ella no respondió—. Escucha,
mi vida, y escúchalo muy bien: las situaciones que tuvieron lugar
en tu pasado no han de determinar tu futuro.
Alison resopló. Pensar en aquel amor del pasado que la marcó
no era agradable.
De niña, cada vez que llegaban a un puerto, deseaba que su padre quisiera echar raíces allí. Quería un hogar, una madre que le
peinara el cabello, unas amigas con las que hablar, un perro con el
que correr y un caballo para trotar libre por el campo. Y cuando
creció, a sus deseos se añadió un guapo y gentil hombre de pelo y
ojos claros que se prendara de ella y la mirara con verdadero amor.
Pero, según pasaron los años, y tras sufrir un desamor por alguien
que nunca la quiso, sino que tan solo la utilizó, supo que ninguno
de sus deseos se materializaría. Ella era quien era, la hija del temido Jack Moore, y lo tenía asumido.
—Escucha, Alison, a mí ya no puedes ayudarme, cariño, pero
puedes ayudarte a ti. Para mí es tarde. Demasiado…
—No digas eso…
La joven no estaba dispuesta a tirar la toalla y menos con Edberg, pero, de pronto, este volvió a toser. Se llevó las manos a la
boca y, al retirarlas, vio que en ellas había sangre. Eso horrorizó a
la muchacha, que, cogiendo un paño, rápidamente le limpió las
palmas.
—Esto empeorará —continuó él—, dentro de unos días mis intestinos se pudrirán como le pasó a Elga, y sufriré terribles dolores
hasta morir.
A Alison se le aceleró el corazón. No quería que él sufriera por
nada del mundo. No.
—¿Dónde y cuándo os recogerán? —preguntó entonces Edberg.
—Al anochecer, en la desembocadura del río Vecht. Junto a la
fortaleza en ruinas.
Él asintió, se refería al antiguo castillo Muiderslot, un buen lugar de recogida.
—Y tú, tío Edberg, vendrás conmigo —sentenció Alison.
De nuevo, él negó con la cabeza y, cuando ella iba a protestar, él
asió su mano con fuerza y susurró:
—Si me quieres como deseo creer, dame esas semillas. Por favor, Bicho…, por favor…
Oír aquella súplica y ver su mirada vacía la hizo entender que
debía hacerlo. Edberg se moría. Y ella, por amor y lealtad, debía
facilitarle el camino.
Finalmente, con todo el dolor de su corazón, la joven abrió su
talega. De ella extrajo un pañuelo del que cogió unas semillas negras y, tras entregárselas con el corazón encogido a Edberg, este
susurró sonriendo:
—Sin duda me quieres. Me quieres mucho, cariño. Gracias.
Aquello era duro, terrible.
—Dile a Matsuura que siempre fue mi hermano —añadió él—,
al igual que Ragnar, y que, aunque nuestras religiones sean distintas, encontraré la forma de que nuestros caminos vuelvan a cruzarse.
Sin poder hablar, la joven asintió y él se incorporó.
—Ahora necesito pedirte el mayor favor de mi vida —dijo—.
¿Puedo?
—No tienes ni que preguntar.
El hombre sonrió. Había pedido ayuda a sus dioses para que
algo así ocurriera.
La aparición de la joven en aquel momento tan complicado era
lo mejor que podía pasarle y, caminando hacia una cuna, la destapó y dijo:
—Tienes que llevarte a Siggy contigo.
Alison se quedó de piedra al mirar a un bebé que dormía plácidamente en su cuna.
Pero ¿de dónde había salido ese bebé?
Entonces Edberg se sentó de nuevo tosiendo y explicó:
—Elga y yo fuimos padres hace once meses.
Conmovida por la noticia alegre y triste a la vez, y por la
preciosa niña rubia como su padre que veía dormida, la joven
susurró:
—Oh, Dios, tío Edberg.
El aludido, viendo cómo miraba a la pequeña, insistió sin perder un segundo:
—Siggy es fuerte. Está sana. No ha enfermado de las fiebres
como su madre o como yo. Odín me ha escuchado y te ha traído
hasta aquí para que te la lleves y yo no tenga que matarla.
Horrorizada, ella no sabía qué pensar y él insistió:
—Llévatela contigo. Matsuura te ayudará, lo sé. Y… y prométeme que la vas a querer como… como yo siempre te he querido a ti.
Boquiabierta por todo lo acontecido, la joven apenas si podía
reaccionar.
Hasta hacía tres años, Edberg había servido a las órdenes de su
padre en la flota, pero se enamoró locamente de una vikinga como
él en una taberna de Portugal y todo cambió.
Elga era una bonita mujer de pelo y ojos oscuros que estaba
cautiva en aquella taberna, por lo que Edberg, ayudado por Alison
y Matsuura, la liberaron de sus opresores durante la noche y, tras
introducirla de polizón en La Bruja del Mar, la alejaron de sus captores, sabiendo que cuando el capitán y el resto de los hombres se
enteraran de que habían subido a una mujer a bordo se originaría
un grave problema. Si algo estaba prohibido por su padre era una
cosa: al barco no se subían ni mujeres ni niños. El único bebé que
se crio en el galeón fue Alison, y porque era la hija del capitán.
Tras una gran bronca cuando la tripulación descubrió a Elga,
una vez que llegaron al puerto de Aemsterdam, Edberg, después de
más de treinta años a las órdenes del capitán Moore, decidió cambiar su vida. Deseaba dejar el mar y tener una existencia tranquila
junto a Elga.
Y, gracias a la intervención de Alison y de recordarle a su padre
todo lo que aquel había hecho y dado por ella, Jack Moore tuvo que
aceptarlo. Edberg Bass le había sido leal durante mucho tiempo.
Había llegado junto a su hermano Ragnar pocos meses después de
Matsuura, siendo unos muchachos, y cualquiera de ellos se merecía lo mejor.
Finalmente, el capitán Moore casó a Edberg y a Elga en La Bruja del Mar y, aunque le dolió su marcha, lo dejó ir. Merecía ser feliz.
Durante los años que Edberg vivió en Aemsterdam, nadie supo
nunca ni que él había estado a las órdenes del capitán Jack Moore
ni mucho menos que la muchacha que los había ido a visitar era la
hija de aquel hombre tan buscado. Aquella fidelidad, protección y
cariño siempre le habían llenado el corazón a Alison, y ahora, mirándolo con cariño, indicó consciente de su deber:
—Le buscaré la mejor familia del mundo.
—Tú y Matsuura sois su familia. No habrá nadie mejor que vosotros para ella.
Eso hizo sonreír a la joven, que se encogió de hombros.
—Matsuura no lo dudo, pero yo soy un desastre para los típicos
menesteres de las mujeres, y lo sabes tan bien como yo y…
—Te equivocas, Alison…, te equivocas… Serás una excelente
madre precisamente por lo protectora que eres —afirmó él.
La joven contuvo las ganas de llorar, nunca se le había permitido hacerlo, y al ver la dificultad de aquel para respirar, y dispuesta
a decirle todo lo que lo reconfortara, susurró tomando sus manos
con devoción y cariño:
—Me aseguraré de que sea querida, amada y respetada y tenga
una bonita y feliz vida rodeada de gente que la quiera, la cuide y la
proteja como habrías hecho tú.
Edberg Bass por fin respiró feliz. Saber que su pequeña no moriría sola, allí, junto a él, era lo único que necesitaba oír.
—Cógela. Coge a Siggy —dijo mirándola.
—No sé hacerlo…
—Sabes… Claro que sabes. ¡Cógela!
Con manos temblorosas, Alison miró a la pequeña, que dormía
plácidamente, y susurró asustada:
—¿Estás seguro de tu decisión?
—Muy seguro. Y en cuanto a tu padre, dile a Matsuura que…
—Del cascarrabias me encargo yo. No te preocupes —repuso
ella sabiendo por qué lo decía.
Consciente del problemón que se le venía encima, la mente de
Alison buscaba posibles soluciones cuando, al ver a la pequeña
más de cerca, cuchicheó:
—Es preciosa…
—Lo es…
Los niños siempre le habían gustado mucho a la joven. Cada
vez que llegaban a un puerto y veía uno, los ojos se le iban tras él;
pero ahora se sentía insegura y preguntó:
—¿Y si la pierdo? ¿O si se me cae o la enveneno?
Edberg sonrió con esfuerzo. Sabía que su niña estaría bien con
ella, e insistió:
—Tranquila. Tu instinto protector te hará hacer lo correcto. Lo
harás bien.
Sin esperar un segundo más, ella extendió las manos y, tras agarrar a la pequeña, que estaba envuelta en una sucia y maloliente
toquilla que en otra época había sido blanca, la cogió en brazos.
—Has de saber que solo entiende el noruego —dijo entonces
Edberg—. Elga y yo le hablábamos en nuestro idioma natal, porque íbamos a regresar a nuestro país, pero tú le enseñarás gaélico…,
entre otras lenguas.
Aquello descolocó más aún si cabía a la joven. No sabría cuidarla y tampoco la entendería. ¿Cómo iba ella a ocuparse de una
niña?
—Siggy es muy buena. Apenas llora y… y le agrada mucho la
canción que te cantábamos cuando eras pequeña, ¿la recuerdas?
Alison sonrió con los ojos anegados en lágrimas. Su padre y
todos los tripulantes de su flota se la habían cantado infinidad de
veces desde que era una niña.
—La canción de mamá. Claro que la recuerdo —afirmó.
El hombre suspiró, y ella, mirando al bebé, preguntó sintiéndose ridícula:
—¿Por qué no me enseñaste a hablar noruego?
Edberg sonrió, y eso le provocó un nuevo ataque de tos que lo
hizo sangrar. Sabía que Alison dominaba distintas lenguas. Su tío
materno se había preocupado de que aprendiera italiano, el idioma
de su madre. Su padre, el escocés. Dominaba el francés por Armand, y algo de japonés por Matsuura.
—Ragnar y yo lo intentamos, Bicho —respondió él—, pero
nunca le prestaste mucha atención, a excepción de a las palabrotas.
—Ambos sonrieron por aquello y luego él añadió—: No aprendiste
nuestro idioma, pero sí a luchar como un vikingo. Ese es el legado
de mi hermano Ragnar y mío para ti. Para vosotras. Me siento muy
orgulloso de ello y espero que enseñes a Siggy.
La joven, conmovida, no supo qué decir. Lo que había aprendido de sus tíos Edberg y Ragnar siempre le había sido útil. Y entonces los dos, mirándose, dijeron al unísono cierto dicho nórdico:
—No hay dolor, ¡solo venganza!
De nuevo, sonrieron y ella musitó:
—Acabo de enterarme de que Conrad McEwan está en Escocia.
Al parecer, ha comprado unas tierras y…
—Alison —la cortó mirándola—. Ni se te ocurra acercarte a él.
—Pero, tío Edberg, él mató a Ragnar
Edberg asintió. Ragnar era su hermano, nunca había olvidado
lo ocurrido, pero musitó:
—Te lo dije una vez, como te lo han dicho tu padre y el resto de
tus tíos. No quiero que tus manos se ensucien con su asquerosa
sangre. Así que prométeme que no harás ninguna locura. —La joven no contestó y él insistió—: Alison…
La aludida, que tenía a su hija en brazos, repuso:
—Tío, sabes bien que yo nunca prometo lo que no sé si seré
capaz de cumplir.
Edberg resopló. Lo sabía, como sabía que Alison iba a aprovechar aquella información, y mirándola susurró:
—Maldita descerebrada insolente. Eres igual que tu madre.
¿Cuándo vas a cambiar?
Finalmente, ambos sonrieron y Edberg, necesitando decirle
algo, comentó:
—Cuando Elga murió, vi a un hombre en el cementerio. Acababa de enterrar a su mujer y a sus dos hijas a causa de las fiebres y,
borracho, gritaba que era Bart el Rojo y que mataría a la muerte por
haberse llevado a lo que más quería.
Oír eso hizo que Alison le prestara toda su atención.
—En un principio no lo creí —prosiguió Edberg—. Era un borracho muerto de dolor por la muerte de sus seres queridos. Pero
días después, una noche, lo volví a ver y, ¡por las barbas de Neptuno!, no podía creer lo que mis ojos veían. ¡Era el mismísimo Bart
el Rojo!
—¡¿Qué?!
Edberg asintió y, tomando aire, añadió:
—Lo reconocí, Alison. Era él. Y, deseoso de vengar a quien tú ya
sabes, no lo dudé y lo maté. Diles al capitán y al resto que ya pueden descansar. El último que faltaba por morir lo hizo, y con sufrimiento. Por fin tu padre podrá dejarte respirar. Necesitas encontrar tu camino y vivir. —Y, sacándose algo del bolsillo del pantalón,
musitó—: Este anillo era de tu madre.
Al ver lo que le enseñaba, la joven tomó aire. Había oído hablar
de aquel anillo y de lo importante que había sido para su padre y
para Francesca, su madre.
Antes de ser la mujer del capitán Moore, Francesca era una joven que vivía en Génova con su hermano Marco y sus padres, que
eran orfebres. Era una belleza morena que llamaba mucho la atención por su sonrisa y su fuerte carácter arrebatador, y mientras
vendía con sus padres las joyas que realizaban en un mercadillo,
un joven escocés llamado Robert Williamson se prendó de ella e
iniciaron una relación.
Sin embargo, poco tiempo después apareció el guapo capitán
escocés Jack Moore por Génova, liderando el galeón La Bruja del
Mar. Jack era un reputado comerciante escocés de joyas que compraba y vendía por los puertos. Francesca, dejando de lado a Robert, se enamoró del joven capitán, y este, tras entregarles a los
padres de la joven el más increíble diamante jamás visto que había
comprado en la India, les pidió que le hicieran un impresionante
anillo.
Sin dudarlo, ellos crearon el anillo más bonito que pudieron
para su hija, y en menos de dos meses Francesca y el capitán se
casaron. La boda rompió en dos a Robert, quien, a pesar de haber
asumido la ruptura, continuaba amando a la joven.
Cuando Francesca, una muchacha con un intrépido carácter,
decidió marcharse con su marido para surcar los mares en La Bruja del Mar, su hermano Marco y su mujer Isobel, animados por los
padres de él, se les unieron. Y Robert, no dispuesto a perder de
vista a su amor, se enroló también. Mejor verla sin tenerla que perderla.
La convivencia en el barco fue de maravilla. Tanto Marco como
Robert aprendieron a entender el mar y las señales que las estrellas
del cielo les indicaban y, además de eso, Robert se hermanó con
Jack Moore. Ambos se querían y se respetaban.
Pero toda aquella felicidad se acabó la noche siguiente al nacimiento de Alison.
El capitán Moore celebraba junto a sus mejores amigos, Roy,
Armand, su cuñado Marco y Robert, la llegada de la pequeña en
una taberna del puerto de Génova. Todo iba bien. Brindaban por
la niña y por Francesca, hasta que Robert, consumido por la amargura de no ser él el padre de la chiquilla, se dirigió solo y borracho
hacia la playa sin percatarse de que unos hombres lo observaban
en la oscuridad de la noche.
Aquellos hombres resultaron ser Bart Vinke, Tobias Sanders y
Enzo Carole, más conocidos como Bart el Rojo, Tobias el Sucio y
Enzo el Tuerto, tres temibles piratas que lideraban distintos barcos
y que, al verlo tan bien vestido a pesar de la borrachera que llevaba,
dedujeron que pertenecía a la refinada tripulación de alguno de los
barcos que fondeaban cerca del puerto.
Dispuestos a todo, lo apresaron y lo torturaron para sacarle la
información que deseaban y, cuando supieron que era tripulante
de La Bruja del Mar y que en aquel barco transportaban joyas compradas en Oriente, saltaron felices por su suerte.
Ni que decir tiene que los piratas vieron un filón goloso en las
joyas y reunieron a sus hombres. Y, en la oscuridad de la noche,
mientras el capitán Moore y sus amigos disfrutaban de una agradable velada bebiendo, tras dejar a Robert medio muerto en la playa,
asaltaron su galeón.
Sin piedad, mataron a los marineros que allí había. Se apoderaron de las joyas y, no contentos con eso, asesinaron a las mujeres
que en ese instante cenaban con la reciente madre. Todas murieron, incluida Francesca, a la que sustrajeron su increíble diamante.
La pequeña Alison se salvó gracias a que Ragnar, Matsuura y
Edberg, que eran unos muchachitos en ese momento, obviando el
peligro, fueron a por la pequeña y se lanzaron con ella al mar.
Durante horas la mantuvieron viva en el agua sujetos a un tablón, hasta que llegó Moore y los rescató. A partir de ese instante el
capitán los nombró sus guardianes.
Aquella masacre provocó la furia y el envenenamiento de los
pocos que quedaron vivos, y más al saber por el propio Robert que
aquella desgracia había ocurrido por su culpa.
Jack Moore y sus íntimos amigos, muertos de dolor por el asesinato de sus mujeres, lo repudiaron y lo echaron del barco. No
querían verlo. Aquel escocés era el culpable de la matanza. Y a partir de entonces comenzó una enemistad que ya hacía veinticinco
años que duraba, los mismos que tenía Alison, a la que se la había
empezado a llamar «la Joya Moore» por su belleza y por la sobre
protección de su padre hacia ella. El capitán había prometido no
separarse de ella, por temor a que le pasara algo, hasta que todos
los que habían matado a su madre estuvieran en el infierno.
Con el paso de los años, Jack Moore y sus íntimos amigos pasaron de ser considerados comerciantes de joyas a ser tildados de
salvajes piratas, por buscar sin descanso a quienes habían asesinado a sus mujeres para darles muerte y, de paso, se habían apropiado de sus barcos. Y lo peor, Jack Moore no volvió a pisar su
amada Escocia. Si lo hacía, sería apresado por pirata y sería ahorcado.
Ahora la flota del capitán se componía de La Bruja del Mar,
comandada por él; El Demonio de las Olas, capitaneado por Roy; El
Fuego Infernal, liderado por Marco y, finalmente, La Brisa Guerrera, que estaba bajo las órdenes de Armand.
Solo les quedaba por encontrar a Bart el Rojo para que su venganza se cumpliera en su totalidad.
Por su parte, el escocés Robert Williamson desapareció y nunca
nadie volvió a saber de él.
Un acceso de tos hizo que Alison saliera de sus pensamientos.
Angustiada, vio cómo tío Edberg la miraba y, entregándole aquel
anillo que en un pasado había pertenecido a su madre, musitó en
un hilo de voz:
—Idos.
—No —contestó la joven sollozando.
El hombre asintió convencido. Y, tras darle un beso en la cabeza
a su hija y sonreírle a la joven, indicó metiéndose en la boca las
semillas que ella le había entregado:
—Sonríeme, vida mía, vete y no llores. Cerraré los ojos y moriré en paz sabiendo que Matsuura y tú iluminaréis el camino para
que nos volvamos a encontrar.
Oír aquella frase de la tradición japonesa que le había enseñado
Matsuura y que ya habían pronunciado cuando Edberg se quedó
con Elga años atrás en Aemsterdam, hizo que el corazón se le rompiera.
—Tío…
—¡Vete! Y exígele a tu padre tu libertad.
Incapaz de no hacer caso de aquella orden desesperada, Alison asintió. Tío Edberg no quería que lo viera morir. Por ello, le
regaló la sonrisa que necesitaba para desearle un buen viaje y,
con el corazón roto y el bebé en brazos, se dio la vuelta y se
marchó…