Y TODO POR UN CAFÉ… de ERINA ALCALÁ

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Ernesto y Carmen se conocieron en la terminal del Ave de Madrid, en Atocha. Iban a apoderarse el mismo tren. Ella volvía a Sevilla y él iba a Sevilla adonde tenía un hotel, peor vivía en Barcelona. Carmen, le echó el café adicionalmente de su calzón de aderezo impecable. Y en el tren coincidieron uno al cabo del otro y ella se cayó además de él. No es que afuera un cataclismo. Las antecedentes se dieron así y así pasaron un week-end en Sevilla, que traería consecuencias para el futuro de entreambos. Ernesto la llamaba la aventurada y Carmen el catalán. Pero ese catalán no podía abandonar de considerar en esa corta andaluza que escribía poemas… ¿qué iba a cumplir con ella? Y, sobre todo, ¿qué iba a originar por ella?


CAPÍTULO UNO
Ernesto miraba desde el alto sillón de su despacho cómo las luces de la ciudad se iban encendiendo paulatinamente a lo lejos. Estaba oscureciendo. El sol se ocultaba en el horizonte entre colores amarillos y anaranjados y la vista era maravillosa con el mar de fondo.
Los últimos rayos de luz se filtraban a través de los cristales de la ventana de su despacho.
Los barcos, en el puerto, se mecían con sus mástiles en lo alto y corría una ligera brisa.
Le encantaba quedarse al menos quince minutos en silencio los viernes después del trabajo, al final de la semana, cuando todo el mundo se había ido de la oficina central, en Barcelona, aunque a veces, como esta, su secretaría se quedaba un rato más hasta dejar listo su trabajo para la semana siguiente.
Le gustaban las puestas de sol. Le servían para descargar la adrenalina que lo acompañaba durante todo el día y del estrés semanal. Se sentía en silencio y en paz. Una paz que sentía al mirar el mar cuando la marea bajaba.
Se levantó del sillón. De espaldas a la mesa y con un brazo y la cabeza apoyada en el cristal de la ventana, observaba a lo lejos el balanceo de los mástiles de los barcos en el puerto y el arrullo silencioso del mar Mediterráneo, que los mecía como una madre mece a sus hijos. Se encontraba nostálgico. Llevaba unos días así, con una cierta melancólica tristeza y no sabía por qué.
Llevaba un pantalón gris marengo estrecho de corte italiano y una camisa igualmente gris. Se había aflojado la corbata de seda igualmente gris con rayas negras, y la chaqueta negra, reposaba en el respaldo del sillón. Dejó un brazo sobre los cristales y la otra mano, la metió en el bolsillo del pantalón.
Barcelona le parecía preciosa a esa hora. Eran las ocho y media de la tarde, viernes, y daba por finalizado el trabajo semanal, al menos en su despacho. Siempre se llevaba algún trabajo pendiente para revisar el fin de semana en casa. Pero era obligado quedarse allí contemplando quizá su propia melancolía en la soledad del atardecer. Estaba serio y pensativo. Como si contemplara su propia vida.
Estaba satisfecho de cómo le había ido en la vida, también de lo que había conseguido durante tantos años de duro trabajo. Y el factor suerte que le había acompañado. Había estado en el lugar apropiado en el momento adecuado.
Era un hombre de éxito en el terreno laboral y profesional, y tenía éxito también con las mujeres. Debía reconocerlo. No es que presumiera de ello, pero era un añadido a su personalidad abiertamente sexual y a su físico, por qué no, sin pecar de vanidoso.
Se cuidaba mucho. Hacía ejercicio todas las mañanas y nadaba, para estar en forma. Le gustaba cuidarse. Era un tanto presumido y siempre iba perfecto, hasta el más mínimo detalle.
Ernesto Soler, un hombre de treinta y tres años, hecho a sí mismo, que algunos hombres podían envidiar en todos los terrenos. Era un arquitecto de éxito excelente y un gran empresario. Era muy inteligente. Siempre había sacado muy buenas notas tanto en el Instituto como en la Universidad y había destacado en todos los ámbitos.
Cualquiera diría que lo había conseguido todo en la vida… Y podía ser cierto. Más bien lo era. Al menos en los objetivos que se había propuesto. Todos los había conseguido, incluso más de lo que había previsto en un principio. Había creado una cadena hotelera con su propio esfuerzo personal, trabajando duro y con acierto en sus inversiones. Y era rico. Millonario más bien. Si se lo hubiesen dicho al salir de la Universidad, no lo hubiera creído.
Cuando empezó su andadura profesional, su objetivo era tener un hotel o dos. Nada más. No fue rico en su niñez, todo lo contrario, su infancia había sido bastante infeliz, desdichada y pobre. Los pocos recuerdos que tenía no eran de felicidad precisamente. Su padre abandonó a su madre y a ellos cuando él tenía ocho años y su hermana Montserrat, cinco. Su hermana no tenía recuerdos de aquellos tristes días porque era muy pequeña. Cuando su padre los abandonó, rompiendo la familia, su madre tuvo que limpiar casas, para mantener a sus hijos.
No habían sido una familia pudiente, al contrario, eran humildes. Su madre era ama de casa y su padre conducía un camión de transportes y pasaba a veces hasta una semana fuera de casa. A él, que era pequeño, le pesó la falta de un padre, un referente paterno. Recordaba cuando vivía con ellos, andar detrás de su padre como un perrillo faldero, pero también recordaba que su padre no le hacía el más mínimo caso, siempre estaba cansado y cuando volvía a casa lo recordaba sentado en un sillón de un pequeño salón de la casa en donde vivía, tomando cerveza y se sentía un niño infeliz. No se le podía molestar.
Sólo recibía el cariño de su madre, que siempre lo abrazaba con ternura. Aún podía sentir el calor de sus brazos y la suavidad de su piel, en contraste con sus manos que siempre estaban ásperas por el trabajo que realizaba. Y sentía rabia y tristeza por no tenerla ahora con él. Ahora podría mantenerla y ella no tendría que trabajar en nada. Sería toda una señora. Pero ya no estaba. Su madre, con ayuda de sus abuelos maternos, los pudo sacar adelante, ya que su padre dejó de pagar hasta la hipoteca de la casa. Casa que perdieron porque con lo que su madre ganaba no tenían ni para comer y tuvieron que irse un par de años a vivir con sus abuelos. Hasta que su madre, una mujer débil de carácter y delgada, tuvo dinero suficiente para alquilar un pequeño piso de una habitación. Su hermana y él dormían en un sofá cama en el salón.
Y había poca comida. Parecía que su madre estiraba los platos. Y no tenían caprichos, ni siquiera para comer. Su madre murió de cáncer cuando él tenía apenas catorce años. Más que nada debido al sufrimiento, porque estaba enamorada de su padre y nunca conoció a otro hombre ni superó que su padre la dejara. Su corta vida, la había dedicado a trabajar para sus hijos.
Su padre los había abandonado por otra mujer que ya tenía hijos propios. No tuvo ningún hermano de padre, que supiera. Eso fue lo que le dolió, que su padre cambiara a sus propios hijos por otros que no eran suyos y los alimentara y tratara mejor que, a ellos mismos. Y eso era muy duro y triste. Y aún guardaba ese dolor en el pecho que florecía a veces y le dolía en lo más profundo de su alma.
Cuando ocurrió la desgracia de su madre, a su hermana la mandaron a Nueva York a vivir con una tía suya, hermana de su madre que se había ido a Nueva York y se había casado con un americano, y a él lo dejaron con sus abuelos. La separación también fue muy dura, porque siempre habían vivido juntos y ahora, la familia se había roto para siempre con la separación de su hermana. Siempre mantuvieron contacto, se escribían cartas, cartas que él aún guardaba en uno de los cajones de su cómoda.
Incluso ahora, cada vez que iba de viaje a Nueva York, porque tenía hoteles allí, se veía con su hermana y su marido, cada vez que iba. Mantenían una relación especial y él siempre había ayudado a su hermana incluso económicamente, porque ella no era rica ni nada por el estilo, ni tuvo la suerte que él tuvo, así que se sentía responsable de ella, incluso estando ya casada y con su propia familia.
Por otro lado, mantenía una estrecha relación con su cuñado, que le caía bien porque quería mucho a su hermana, y eso, era lo más importante para él. Ella no pudo estudiar y estuvo trabajando siempre. Le compró una casa cuando se casó con un buen hombre, que era profesor de matemáticas en un Instituto y tuvo la suerte de conocer y aunque el profesor, tenía un buen sueldo, él les quiso comprar una casa como regalo de bodas, para que no tuviesen que pagar hipotecas y vivir holgadamente.
Les regaló también los muebles y una cantidad decente de dinero. Su hermana no quería, pero él como buen hermano terco que era, no quería que su hermana pasara las penurias que pasaron de pequeños. Ya que no pudo hacer ya nada por su madre, su hermana al menos no se quedaría nunca desamparada mientras él tuviese dinero suficiente para mantenerla. Quería dejarla bien situada. Y eso hizo. Su madre lo hubiese querido así, y él también lo quería. Era su hermana pequeña, la única familia que tenía en el mundo y no iba a consentir que pasara penalidades teniendo él dinero. Y siempre le preguntaba si necesitaba algo. Pero ella le decía que estaba muy bien, gracias a él, que. si alguna vez lo necesitara, se lo pediría.
Pero nunca lo haría. Y él lo sabía. Por eso le regalaba cosas que creía que necesitaban. Su marido tenía un buen sueldo y estaban muy bien, ya que lo más importante, la casa, la tenían pagada. También, una de las veces que fue, le compro a su hermana un coche pequeño, pero nuevo, porque ella no lo quería grande, para que se desplazara a su trabajo. Ya que sólo tenían uno que utilizaba su marido para el trabajo.
Sus abuelos, hicieron que fuese un hombre de provecho y que estudiase. Obtuvo beca y estudió en la Universidad, Arquitectura, porque era lo que le gustaba. Le encantaban los hoteles. Desde pequeño, le habían entusiasmado. Cuando pasaba delante de uno, lo miraba como si fuese algo grandioso a lo que él nunca podría llegar ni siquiera a entrar. Y soñaba con diseñarlos y construirlos.
Y cuando acabó la Universidad, sus abuelos murieron con diferencia de meses. Fue otro golpe que la vida le daría. Era demasiado joven para desenvolverse en la vida. Tenía veintitrés años. Le dejaron la casa y más dinero ahorrado del que él pensaba que tenían. Así que se arriesgó en su sueño, lo invirtió todo en un pequeño hotel, pidió préstamos, fue comprando más y más. Los reestructuraba y convertía en buenos hoteles y así fue como consiguió su propia cadena hotelera en unos diez años. Invertía también con buen ojo en bolsa, hasta que se convirtió por sí mismo en un hombre con una gran cadena hotelera. Trabajando muy duro y muchas horas al día.
Y ahora, tenía treinta y tres años y había conseguido su objetivo de ser rico y trabajar en lo que le apasionaba.
Echaba de menos a su madre, ahora que él podía darle todo de lo que careció para sacarlos adelante, no la tenía. Y a veces la recordaba como en una nebulosa. Y se emocionaba. Y quisiera que viviera para que viera lo que había llegado a conseguir. Seguro que se sentiría satisfecha de él. Pensó, allí, al lado de la ventana de su despacho, si su relación con las mujeres se debía a la rabia contenida por lo que les hizo su padre. Por eso no se comprometía con ninguna, para no hacerles daño o hacérselo a sí mismo. Pero él no quería ser como su padre, nunca. Ni parecérsele en lo más mínimo. Nunca le perdonaría que los hubiese abandonado. Cuando se enteró de que su padre había muerto, ni siquiera fue a su entierro. Ni él ni su hermana. Ninguno de los dos. Para ellos, había muerto muchos años atrás.
Los hoteles “Helios” estaban repartidos por toda la geografía española, Valencia, Mallorca, Madrid, Sevilla, Málaga, Ibiza, Marbella y en otras veinte provincias más, incluso tenía asociados en París, Roma, Londres, Nueva York y Auckland, lugares a los que viajaba con cierta frecuencia. Tenía que cuidar de sus inversiones y le gustaba estar al tanto de todo. Siempre en primera fila.
Era un hombre atractivo, de un metro ochenta y cinco, pelo negro corto, un cuerpo de escándalo, debido a los cincuenta largos que hacía cada mañana en su piscina, ojos grises, nariz recta y labios algo gruesos, largas pestañas negras bajo esos ojos grises preciosos, trajes hechos a medida, zapatos de corte italiano, un reloj de oro en la muñeca, perfume carísimo y hablaba cuatro idiomas, excluido el catalán.
Admirado por las mujeres, que no le faltaban en absoluto. No era un hombre que se comprometía con ellas. No sabía si por miedo o por no haber encontrado una mujer para ese compromiso o porque evitaba el compromiso. De cualquier forma, allí estaba, soltero. Pero no le importaba su estado civil.
Salía cierto tiempo, pero ellas sabían que él nunca tenía una relación seria. Y no era porque ellas no intentaran cambiarlo, pero eso era un trabajo imposible. No se quedaba a dormir con ellas por la noche. Cuando terminaba las sesiones de sexo, se vestía y se iba a su casa. Eran unas reglas, que, junto con usar protección, no se había saltado nunca.
Y tampoco, era hombre de relaciones largas. Cuando llevaba un mes o dos saliendo con alguna, se cansaba de la relación. Quizá es que no sabía elegir a la mujer apropiada, pero se aburría mortalmente con ellas. Ya no había nada de qué hablar o qué decir, ni deseo sexual por ellas. Y era preocupante. Elegía, como no, mujeres tipo modelo, que estaban más con él por lo que representaba, que por lo que era en sí mismo. Y eso lo cansaba.
Le molestaba tanta adulación con el propósito de que las llevara a sitios caros y les comprara algún regalo de vez en cuando. Ya tenía una edad para salir en ese plan. Estaba cansado. Incluso sexualmente, no le aportaban nada ese tipo de relaciones, salvo un rato de necesidad física, pero nada que lo llenara o que le hiciera perder la cabeza. Era pura rutina sexual y no le satisfacían ya ese tipo de relaciones. Y aunque había elegido esa vida de momentos, echaba de menos perder un poco la cabeza y hacer el amor con una mujer interesante, que lo llenara, que se divirtiera con ella. Una mujer auténtica. Pero, o esas mujeres no existían o él no había llegado a conocerlas o no eran del círculo social donde él se movía. Pero es que él, no se movía en otro.
Tanto le parecía haber conseguido, que se encontraba con las manos vacías y no precisamente por haber roto su relación con Marina tres meses antes, la última amante que había pasado por su cama, aunque más que romper, eso estaba haciendo aguas desde hacía tiempo. Salieron un mes y al siguiente ya no tenía razón de ser esa relación. Fue un mensaje en el móvil que ella le dejó a la vuelta de un viaje a Londres, en la que le explicaba que no podía continuar con esa relación, que apenas se veían. Que no soportaba que la dejara sola por las noches. Que no es lo que ella quería.
Y adiós.
Fin.
Y era muy cierto, eran incompatibles, cuando él regresaba de trabajar, ella siempre tenía planeada una fiesta, una cena a la que se obligaba a ir, sólo por el mero hecho de complacerla cuando lo que deseaba en realidad era quedarse en casa, en su patio y tomarse tranquilo una copa de vino.
Ya era lo suficientemente cansino ir a las cenas obligadas de negocios. Y quería un poco de paz tras tantos ajetreos y viajes. Así que no le supuso nada cortar la relación, sino una liberación para sí mismo. Se sintió incluso alegre. Le había hecho ella el favor de dejarlo, así, no tendría Ernesto que hacerlo. Siempre eran las mismas palabras cuando terminaba una relación y si se las había ahorrado, mejor que mejor. Tampoco le importó en exceso que Marina lo dejara, más tarde o más temprano sucedería, ni tampoco cuando se enteró de que estaba ya viviendo con un catedrático de derecho diez años mayor que ella.
Nunca cambiaría. La ropa, las joyas, el móvil, las amigas… Odiaba que lo llamase “querido”. Así que más bien le pareció una liberación necesaria terminar esa relación. Había sido un descanso para él. Necesitaba salir un poco del mercado y tomarse un tiempo de abstinencia sexual. Y de paso también de fiestas innecesarias.
Pero le preocupaba algo, y no era Marina. No, no era eso lo que le preocupaba. Lo que se preguntaba, es si alguna vez había sentido amor o lo sentiría alguna vez, y ya ni eso, sino una amiga, una compañera con la que compartir alguna complicidad, un secreto, un instante de vida, un instante cómplice en la noche y no, una mujer florero. como casi todas las que habían pasado por su vida. Era un pensamiento contradictorio.
Por un lado, no quería comprometerse y por eso echaba de menos poder enamorarse un día de alguna mujer interesante y normal. Si no enamorarse, al menos encontrar una química sexual y alguna complicidad.
Cuando veía a las parejas felices por la calle cogidos de la mano, sentía una cierta envidia y creía que eso no estaba hecho para él, que ese sentimiento no le pasaría nunca por su estado emocional.
No había conocido una mujer que pudiera interesarle de tal forma, ni creía que existiera. Ya tenía treinta y tres años y había conocido a unas cuantas mujeres y nada. Tampoco tenía tiempo de buscarla, así que de ahora en adelante se quedaría quietecito, y disfrutaría de lo que la vida le ofreciera, al menos durante un tiempo y si era sin mujeres mejor. Se tomaría un descanso en ese sentido. Nada de sexo. Dejaría de ir a fiestas innecesarias hasta que tuviera de nuevo la necesidad de cubrir esa faceta. O en última instancia, seleccionaría bien cuando tuviese necesidad de estar con una mujer.
Se hallaba inmerso en estos pensamientos, cuando un toque suave a la puerta, seguido de los pasos decididos e inconfundibles de Claudia, su secretaria, le sacó de estos por un instante.
-Si no necesita nada más, me voy ya, señor Soler –dijo su secretaría abriendo la puerta para despedirse hasta la semana siguiente.
-Gracias Claudia, nada más. Hemos tenido suficiente por hoy. Hasta el lunes y diviértase. Que pase un buen fin de semana –dijo volviéndose de nuevo hacia la ventana cerrando los ojos.
Claudia, su secretaría, cerró la puerta suavemente y se marchó. Claudia era una mujer de cuarenta años, alta y esbelta, entregada a su trabajo, discreta y eficiente. Siempre iba impecablemente vestida con trajes de chaqueta y falda, con el pelo rubio recogido.
Se alegró de tener cerca una mujer agradable e inteligente, y siempre dispuesta a hacer su trabajo o a quedarse las horas que fuesen necesarias. Era agradable cuando tenía que serlo y hablaba y callaba cuando era necesario también. Una gran trabajadora y mejor profesional. Había tenido suerte de encontrarla. A veces, le recordaba a su madre. Llevaba con él desde que empezó su recorrido profesional y nunca había tenido una queja de ella.
Cuando su secretaría se fue, se sentó en el sillón y miró su despacho preciosamente decorado por Rosa, la mejor decoradora de interiores que él había conocido. Se sentía a gusto en él y trabajaba con cierta serenidad. Estiró las piernas por debajo de la mesa, pensando todavía en su vida. Cuando sus abuelos murieron, su vida dio otro vuelco. Ahí empezó su objetivo en la vida.
A su amigo Albert, que era su mano derecha en la empresa, lo conoció en el Instituto. Él era un niño triste e introvertido y Albert, siempre estaba bromeando y con una sonrisa abierta. Él, que era un niño triste, nunca supo por qué se hizo su amigo, pero lo fue. Eran totalmente diferentes. Con el tiempo, se dio cuenta de que su amigo Albert, lo sacó de aquella gran tristeza y lo convirtió en un chico extrovertido y divertido y ver el lado bueno de la vida, como chicos jóvenes que eran. Hicieron una piña y les encantaban las mujeres y las fiestas, pero siempre sacaban buenas notas. Fueron a la Universidad juntos. Eran inseparables desde el Instituto y nunca tuvieron problemas entre ellos.
Cuando Ernesto empezó con sus hoteles, Albert, se convirtió en su mano derecha y le aconsejaba también, y ahí estaban aún después de más de dieciocho años. Había tenido suerte de conocerlo. Era su amigo y su hermano también. A veces necesitaba algún consejo y le consultaba a su amigo. Porque cada uno veía las cosas de manera diferente y Albert era más visceral, mientras que Ernesto era más racional. Pero habían conseguido hacer un tándem perfecto y unidos habían conseguido la fortuna de Ernesto.
Sin embargo, Albert, no había querido hacer lo que su amigo. A él le daba miedo arriesgarse y arriesgarse tanto como él. Prefería trabajar para Ernesto y estar al tanto de sus empresas y hoteles y ayudarle a veces cuando era necesario o hacerse cargo de todos los hoteles del territorio español cuando Ernesto viajaba por meses fuera de España, a estados Unidos o a París o a Roma.
Era un buen director. Un trabajador incansable como Ernesto y no había persona en que más confiara que en él.
Y eso era muy difícil de encontrar. Cuando se iba de viaje, Albert llevaba los hoteles, como él mismo y jamás tuvo un problema con él. Seguían como hermanos siempre y mejores amigos e incluso se consultaban temas amorosos. Todo lo sabían de cada uno.
Había tenido mucha suerte de conocerlo. Era un gran hombre. Trabajador incansable como él mismo y entusiasta al máximo. Era muy fácil trabajar con él.
CAPÍTULO DOS
El tiempo transcurrió rápido y tranquilo…
Dos meses más tarde, preparó un viaje para el martes de la semana siguiente a Madrid y el jueves de la misma semana a Sevilla. En ésta última ciudad, permanecería jueves y viernes, aunque quizá se quedara hasta el domingo por la noche, nadie lo esperaba y así podría pasear y conocer los encantos de esa ciudad como un turista más. Necesitaba un descanso. Siempre había viajado con prisas, por negocios y últimamente le apetecía un fin de semana de asueto y tranquilidad. Eso haría, sí. Tendría que tomarse las cosas con más tranquilidad. Este viaje lo prepararía con calma. Además, iría en tren, el tren era relajante para él. Tendría tiempo de descansar.
Iría en AVE de Barcelona a Madrid el martes. Allí tenía un congreso y un par de reuniones acerca de unas reformas que había que hacer en el hotel de Madrid. Querían hacer dos salones más pequeños de uno de los que tenía el hotel, ya que, en los últimos meses, tenían muchas más reuniones pequeñas que tan grandes. Y era una necesidad urgente que no podía esperar.
Así que había quedado con el aparejador y el jefe de obra el miércoles, para tomar nota de los planos y dar el visto bueno a la reforma, ir al ayuntamiento a pedir los permisos, etc. Más tarde, tenía una reunión con Rosa, la decoradora que trabajaba para él, para que en cuanto terminaran la obra, se pusiera con la decoración.
El jueves tomaría de nuevo el AVE (tren de alta velocidad) a Sevilla y el domingo noche estaría de vuelta en avión a Barcelona. Esas fueron las instrucciones que les dio a su secretaria y a Albert (que se quedaba encargado del despacho cuando él salía de Barcelona), el lunes por la mañana en cuanto entró en el despacho.
El lunes siguiente, fue un día de trabajo estresante. Entre los preparativos y algunas reuniones que tuvo, terminó muy tarde y además con dolor de cabeza. El martes tomó el ave desde Barcelona y llegó a Madrid.
El congreso de hoteleros que se celebraba en el Palacio de Congresos de Madrid ese día, lo aburría mortalmente. No le gustaban los congresos, pero no tenía más remedio que asistir por la empresa. Ellos, ponían un stand allí porque era importante estar en el mercado. Y Ernesto asistía siempre que podía, se daba una vuelta, hablaba con algún hotelero importante que ya conocía, miraba un poco cómo estaba el mercado, las novedades que eran importantes para él…
Y cuando acabó al mediodía, después de comer, tuvo que dejar todo preparado, en el despacho de la oficina que tenía en Madrid situada en el hotel, el trabajo de una semana para que la secretaria y sus delegados estuviesen al tanto de las obras y reformas que iban a llevarse a cabo en Madrid y llevaran las direcciones que él les había indicado. Cuando se terminara la obra, Albert, tendría que bajar a Madrid a supervisarla, ya que él tenía preparado su viaje anual a Estados Unidos y estaría allí unos meses.
Reuniones y un almuerzo de trabajo con el aparejador y el arquitecto, completaron el expediente semanal en Madrid. Le dolía un poco la cabeza, así que se fue directo a su habitación del hotel, se tomó una pieza de fruta que pidió, un paracetamol y se acostó.
Los dos días en Madrid habían pasado volando y el jueves, se pasó temprano por la oficina para dar algunas instrucciones de última hora y a las once de la mañana entraba en la estación de Atocha para viajar a Sevilla en el AVE de las doce. Por fin podía descansar las casi tres horas de viaje en tren. Reservaba siempre en primera clase para poder dormir o si tenía que trabajar, estar más tranquilo que en clase turista. Le daba tiempo a tomar un café antes de entrar en la terminal del AVE y esperar la salida del tren para al fin descansar. La estación de Atocha era antigua, pero la habían modernizado. Grandiosa y con escaleras mecánicas por casi todos lados y en el centro una gran fuente de flores. Había varias cafeterías y tiendas de prensa y ropa. Se mezclaba lo antiguo con lo moderno y tenía vida propia.
Ernesto, observaba desde la entrada a la terminal, cómo la gente iba a y venía en todas direcciones, o buscando su tren o entrando y mirando las pantallas de horarios de los trenes, o saliendo de la estación, con sus equipajes.
Llevaba una maleta pequeña de ruedas y un maletín de trabajo. Y vestía con traje gris. Le encantaba ese color que iba con sus ojos. Lo compraba en diferentes tonalidades y los combinaba con chaquetas negras o grises también. Y los zapatos o negros relucientes o marrones diferentes como el cinturón del pantalón. Llevaba un Rolex de oro en la muñeca y un maletín de mano, con su pc y pertenencias. Miró la cafetería más cercana a la terminal del Ave. Era autoservicio. Ernesto, se acercó a la barra y pidió un café. Casi todas las mesas estaban ocupadas, excepto una en la esquina de unos grandes ventanales que daban a la calle. Pidió un café en la barra de una de las cafeterías y con la maleta y el maletín en una mano y el café en la otra, se dirigió a una mesa vacía, justo en el mismo instante en que dos mujeres mayores la ocupaban a toda prisa antes que él. Eso solía pasar siempre.
Se quedó vacilante y molesto en medio de todas las mesas con su café en una mano y la maleta y el maletín en la otra, cuando vio que frente a la que iba a ocupar, había una mesa, en la que estaba sentada una mujer joven.
Las mesas eran rectangulares y grandes o cuadradas para dos, de color marrón claro con dos sillas de plástico duro y color naranja a cada lado y allí pensaba sentarse. Le pediría permiso a la joven. No le apetecía nada tomarse el café de pie. Estaba cansado y pensaba dormir en el tren hasta el final del trayecto. Los últimos días en Madrid habían sido estresantes, así que necesitaba tranquilidad. Y sobre todo sentarse.
-Perdona, ¿puedo, sentarme? –le dijo Ernesto amablemente con una sonrisa encantadora, de esas que ninguna mujer podía negarle nada -iba a sentarme en aquella mesa, pero acaban de ocuparla.
-Sí, claro, no te preocupes, ya me di cuenta. Siéntate, yo estaré poco tiempo -le dijo la desconocida con una sonrisa igualmente amable -hay sitio de sobra.
-Gracias, no te lo pediría si hubiese sitio, pero voy cargado- Señalando su equipaje, el café y el maletín.
-No pasa nada, tómate tu café tranquilo. Hay sitio.
Hasta entonces no se percató de lo atractiva que era la mujer. Debía tener unos veinte y algunos años y un acento sevillano que le encantaba. Le gustaba el acento andaluz. Tenía una cara con facciones pequeñas, nariz pequeña y perfecta, algunas pecas adornaban una piel morena, seguro que había estado de vacaciones cerca del mar, pues lucía un bronceado increíble. Una boca perfecta, una sonrisa capaz de derretir un iceberg, un cabello moreno, liso y largo y unos soñadores ojos verdes. Sus manos eran bonitas, de uñas cortas y pintadas en un rosa clarito. Lo que le daba un aspecto se ser una mujer sencilla.
No dejaba de escribir en una agenda. Hacía pequeños descansos como si pensara algo y volvía a escribir. Y a él le gustaba observar los movimientos de algunas mujeres. En concreto esa. Y no porque estuviese cerca, sino porque había algo en ella que lo intrigaba. Y eso que ella no había dado señales de nada para ligar con él. Algo a lo que estaba acostumbrado. Mejor.
Estaba frente a él, pero estaba inmersa en lo suyo. Si fuese una de las mujeres con las que él salía ya había entablado conversación con él y sacado su sonrisa gatuna. Pero parecía que, a ella, no le hacía efecto él. O eso creía. Ella no le dio motivos para pensar otra cosa.
Tenía una camisa azul estampada con florecitas, ajustada, y unos senos redondeados y duros… ¿Pero en qué estaba pensando? Ella lo miró en ese instante y sonrió, con una sonrisa ingenua, sin intención ninguna, sin darse cuenta de dónde estaba mirando él. Es verdad que cuando lo había mirado había sentido un no sé qué… Seguro, sus hormonas masculinas le estaban jugando una mala pasada.
Sus propósitos de descanso sexual se fueron al garete en menos que cantaba un gallo. Ya llevaba más de tres meses sin estar con una mujer. Sería eso, sin duda, seguro. La miraba a hurtadillas. Le pareció una mujer enigmática. Eso le encantaba, porque le hacía adivinar sus secretos. Y mientras él se recostaba en la silla observándola de vez en cuando, con las piernas estiradas y cruzadas una sobre otra, se lo estaba pasando bien mientras ella no dejaba de escribir notas en la agenda.
Otra vez, lo sorprendió mirándola y bajó la mirada, hasta creyó ver cómo se ruborizaba. No recordaba cuando había sido la última vez que una mujer se había ruborizado con su mirada. Este asunto le iba interesando, ¡qué pena que durara tan poco tiempo! Ella, tomaría su tren y él el suyo y en unos momentos, todo habría terminado. ¡Qué mala suerte! Se sentía cómodo mirándola. Una verdadera pena, porque tuvo la necesidad de conocer a esa mujer desconocida, vestida de manera informal, sencilla y distinta.
Se quedaría hasta que ella se levantara, si tenía tiempo, para observar su forma de andar, de moverse, su cuerpo, su olor fresco que le llegaba desde el otro lado de la mesa, sus…
Su entrepierna estaba sufriendo algunas consecuencias, y algún que otro calor sin duda. ¿Desde cuándo no se había excitado? Quizá desde que era adolescente no le había pasado algo así, de golpe. Al cabo de unos diez minutos, la joven, cerró su agenda, la metió en un bolso amplio, se levantó y dedicándole una sonrisa de despedida, tomó una maleta que tenía al lado, muy parecida a la suya, consiguió articular con un cierto nerviosismo un hasta luego.
Y dándose la vuelta, dio con el gran bolso a la taza de café a medio tomar de Ernesto, derramando su contenido como un río sobre la mesa en dirección a su entrepierna y a su traje hecho a medida y de ahí a sus zapatos de corte italiano. Tenía las piernas cruzadas y el café se derramó en sus pantalones No fue mucho pues ya había terminado de tomárselo. Sólo el contenido que dejó en la taza que era un poco menos de la mitad.
Ernesto, abrió las piernas de golpe, y se levantó de un salto porque se estaba manchando con el café. Los dos se miraron asombrados, boquiabiertos. Todo había pasado como a cámara lenta.
-Perdona, ¡ay, Dios mío qué torpeza la mía! -Dijo ella, toda nerviosa -espera, que llevo toallitas quitamanchas en el bolso.
Y empezó a rebuscar en el gran bolso de Mary Poppins y sacó un paquete pequeño de toallitas húmedas y empezó a sacar del paquete un puñado de ellas.
-No te preocupes, que no pasa nada, ha sido un accidente, le puede pasar a cualquiera, tranquila –soltó Ernesto con voz tranquila y leve acento catalán, aunque algo disgustado, tomando unas servilletas de la mesa para limpiarse lo que la bella dama había hecho con su traje. Y sus zapatos de tres mil euros.
Carmen, se acercó a él que se había sentado con las piernas abiertas limpiándose y ni corta ni perezosa y para asombro de él, se agachó y empezó a limpiarle las manchas de café del pantalón. Con una mano sostenía su pierna para estirarle la tela y con la otra le limpiaba. El calor de su pequeña mano traspasó la tela del pantalón e iba haciendo más estragos en su cuerpo que las manchas de café.
Iba subiendo la mano por sus piernas, temblando, limpiándole, sin apenas darse cuenta de lo que hacía ni dónde le tocaba. Ni siquiera se daba cuenta de que la gente los miraba y de que estaba en un sitio público. Pero ella iba a lo suyo. Él le tomó la mano por la muñeca y la retiró, más que nada para que ella no adivinara la erección que le estaba produciendo el toqueteo en su entrepierna, en pleno lugar público.
-Gracias, así está bien, no te preocupes, déjalo ya mujer -mientras se iba indignando por excitarse y no poder controlarse.
-De verdad, disculpa de nuevo. Ha sido sin intención –dijo con apuro levantándose. Tiró las toallitas con las que lo había limpiado a una papelera cercana, y tomando la maleta de nuevo se despidió no sin antes disculparse nuevamente.
Ernesto, no sabía si maldecir o tomárselo con humor. Mejor lo último. Todos los días no conocía un hombre a una mujer atractiva y desconocida que se ruborizara, le echara el café encima y lo “acariciara”, le produjera una erección en público y todo en menos de diez minutos. Observó cómo se alejaba hacía la terminal de trenes. Era pequeña, apenas sobrepasaba el metro sesenta, el pelo moreno, liso y largo, recogido atrás con unas simples y sencillas horquillas, y esos ojazos verdes que te miraban y sabía qué estabas pensando, y su cuerpo era ¿sexy? Sexy, excitante y sensual. Tenía unas caderas…
Deseó en esos momentos tenerla entre sus brazos, levantarla contra la pared y penetrarla allí mismo sujetando esas caderas y Dios sabe qué más.
Llevaba unos vaqueros azules ajustados, una camisa entallada del mismo color que se apretaban a sus pechos y dejaban entrever en el escote el asomo de unos senos llenos y duros, y sandalias de tacón con plataforma… y él, con un traje caro y exclusivo. No pegaban ni con cola.
Carmen, se hallaba nerviosa en la terminal del A.V.E.; aún permanecía alterado su corazón, le temblaban las manos y maldecía su torpeza por lo que le había ocurrido. Eran las once y media de la mañana y sintió un frío recorrerle la espalda, nada comparable al frío interno que había sentido al mirar los ojos del hombre que se había sentado frente a ella, con esos ojos grises como un cielo nublado en invierno. Un invierno que podría arroparla en las noches más frías. Había observado, unos minutos antes, como un hombre muy alto, guapo, joven y moreno, bastante atractivo se quedaba plantado en medio de las mesas de la cafetería de la estación, mientras dos personas ocupaban la mesa que él mismo tenía intención de ocupar.


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