Yo, tú y un quizás de María Martínez

Yo, tú y un quizás de María Martínez

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Yo, tú y un quizás de María Martínez pdf

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¿Y si te enamoraras de la persona menos indicada?¿Lo arriesgarías todo por una posibilidad?

Él nunca lo ha tenido fácil y esconde su vulnerabilidad tras una apariencia despreocupada.
Ella desea salir al mundo y conocer el amor.
Él esconde cicatrices mucho más profundas que las que marcan su piel.
Ella quiere volar alto y cumplir ese sueño que no se atreve a confesar.

Ren y Jisoo se conocen desde niños y no podrían ser más diferentes.
Sin embargo, cuando el destino los ponga a prueba, descubrirán que el corazón no entiende de reglas.
Porque hay polos opuestos que encajan y sentimientos más fuertes que el miedo a lo prohibido.
Porque el amor no sabe de imposibles y, a veces, merece la pena apostarlo todo por un puñado de quizás.


 
Para vosotros, ojalá voléis muy alto
Prólogo
La policía nunca pudo dictaminar con certeza si la muerte de mi madre había sido producto de un accidente o se trataba de un suicidio. No encontraron pruebas concluyentes en ningún sentido, los testigos no estaban seguros de lo que habían visto y el caso se cerró como un suceso más en el que la mala suerte y las circunstancias habían provocado la muerte de una persona.
Yo me aferré a esa idea. A la casualidad. A la fatalidad que la hizo colocarse delante de aquella furgoneta de reparto y que no pudo esquivarla. Probablemente se distrajo. Quizás iba con mucha prisa, llegaba tarde a alguna parte y cruzó la calle sin pensar que lo hacía. Sin tiempo a reaccionar o ser consciente de lo que ocurría. De que ese paso hacia delante terminaría con su vida y cambiaría la mía para siempre.
Me protegí tras ese pensamiento, porque la otra opción era demasiado dolorosa. Cruel y desmedida. Esa otra opción me obligaba a admitir que mi madre había preferido marcharse a quedarse conmigo. Había elegido abandonarme en lugar de protegerme. Huir le costó menos que defenderse.
Así que idealicé su recuerdo, como solo un niño de doce años que adora a su madre puede hacerlo. Lo guardé entre paredes de piedra, donde nadie pudiera dañarlo. Sin embargo, cuando las bofetadas se convirtieron en puñetazos y los empujones en patadas, cuando los moratones dieron paso a los huesos rotos y las heridas, la piedra comenzó a resquebrajarse.
La primera vez solo fue un pensamiento fugaz. Una chispa que iluminó mi mente mientras me encogía en el suelo, hecho un ovillo, para protegerme de los golpes que me estaba propinando mi padre —ahora que mi madre había desaparecido, volcaba toda su violencia en mi hermano y en mí. Sobre todo, en mí—. En ese momento pensé en mi muerte como una salida a aquel infierno. Después se convirtió en un susurro constante en mi cabeza, que se unió a otros que me obligaban a enfrentarme a preguntas cuyas respuestas me asustaban más que nada. ¿Esto fue lo que le pasó a ella? ¿Así se sentía? ¿Se marchó porque convertirse en polvo le resultaba más reconfortante que vivir este suplicio y estar con nosotros?
Puede que lo hiciera. Puede que el amor por sus hijos no fuese lo bastante fuerte para detenerla y pensar en otras alternativas. Esas respuestas me cabreaban, tanto que la rabia que me provocaban acalló los susurros y me dio fuerzas para aguantar. Para soportar los días. Aunque no siempre lo lograba y la voz regresaba cuando más débil me sentía.
Me había acostumbrado al sabor de la sangre, aunque me seguía revolviendo el estómago. Tumbado en la camilla, me giré hacia un lado y apenas tuve tiempo de alargar el brazo hacia la papelera y acercarla. Vomité, envuelto en un sudor frío que se me pegaba a la piel. Enseguida noté una mano que me sujetaba la cabeza y otra que me apartaba el pelo de la frente.
—Tranquilo, ya está. Ya está. Pronto te encontrarás mejor —me susurró la señora Bae.
Asentí y me dejé caer en sus brazos mientras me ayudaba a tumbarme de nuevo. La miré sin esconder el afecto que sentía por esa mujer. Desde que mi madre había muerto, la señora Bae siempre estaba ahí, preocupándose por mí. Me vestía con ropa limpia gracias a ella. En su mesa siempre había un plato de comida caliente para mí. Y no tenía ningún problema en darme una colleja, si pensaba que la necesitaba.
—Gracias —dije sin apenas voz.
—Doctor, ¿está seguro de que no tiene una conmoción? —preguntó una vez más la señora Bae al médico de urgencias que me estaba atendiendo.
—Su cabeza se encuentra bien, no debe inquietarse. Pero sí me preocupan estas dos costillas. —Señaló con su bolígrafo un punto en la radiografía que me habían hecho nada más llegar al hospital—. Es la tercera fractura en ocho meses.
Me miró con los ojos entornados.
—He tratado a muchos deportistas que se han lastimado entrenando o compitiendo, pero estas lesiones… ¿Estás seguro de que te lo has hecho jugando al rugby?
Le sostuve la mirada con toda la seguridad que pude reunir y asentí. Volví a notar arcadas y tragué varias veces para luchar contra el impulso de mi cuerpo.
—Ya… —convino él. Sabía que le mentía.
—No puedo seguir con esto… —comenzó a decir la señora Bae. Mi mirada y la de mi hermano volaron hasta ella al darnos cuenta de lo que pensaba hacer—. Doctor, no hay…
Negué con un gesto y le supliqué en silencio que no dijera nada.
—Señora Bae… —le rogó mi hermano.
—Pero ¿no veis que…?
—Min Shi —la llamó el señor Kang, su marido, y la tomó por el brazo con dulzura. Después chistó de forma casi imperceptible para hacerla callar—: Chist
De pronto, la puerta se abrió y una enfermera asomó la cabeza. Le pidió al doctor que la acompañara fuera un momento. En cuanto el hombre salió y la puerta volvió a cerrarse, la señora Bae apuntó a mi hermano con un dedo acusador.
—¿Hasta cuándo, Tae? Mira a tu hermano, mírate tú. No podéis seguir así —gimió con los ojos llorosos—. Un día de estos se le irá la mano y ocurrirá algo irremediable.
—No pasará.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo permitiré.
—¿Y qué puedes hacer tú? Solo eres un niño.
—En un año cumpliré los dieciocho y podré ocuparme legalmente de mi hermano —respondió él. Se acercó a ella con la respiración agitada—. Por favor, no digas nada. Si lo denuncias, los servicios sociales meterán las narices en nuestros asuntos y a Ren y a mí nos separarán.
—No tiene por qué pasar, el sistema…
—Tengo diecisiete años y mi hermano catorce, no le importamos al sistema. Nos enviarán a cualquier centro donde esperarán a que cumplamos la mayoría de edad para echarnos a la calle. Y para entonces, lo habremos perdido todo.
—Pero será mejor que recibir palizas un día sí y otro también.
—Eso es algo que Ren y yo tenemos derecho a decidir por nosotros mismos, ¿verdad?
Sus ojos se clavaron en los míos, esperando una respuesta.
—Sí —respondí.
—Pero… —insistió ella.
—Min Shi, no puedes meterte en sus vidas de este modo. Debes comprenderlo —intervino el señor Kang.
—Ese hombre es el demonio y ellos… —se le quebró la voz.
Miré a mi hermano, que aún continuaba observándome. Conocía sus pensamientos. Sus planes. Me los había repetido un millón de veces, escondidos en nuestra habitación para no llamar la atención de nuestro padre, cada vez que él volvía borracho y nos gritaba hasta que perdía el conocimiento.
—Solo un poco más, Ren. Aguanta un poco más. Cuando cumpla los dieciocho, nos iremos de aquí y nadie podrá impedirlo. Mientras tanto, yo cuidaré de ti. Te protegeré.
Y yo lo creía. De verdad que lo creía. Hasta que llegó ese día y Tae alcanzó la mayoría de edad. Cumplió su palabra, se marchó, pero lo hizo sin mí. Solo me dejó una nueva promesa escrita en un papel.
Ren, volveré a buscarte, te lo prometo.
Solo necesito algo de tiempo para encontrar un trabajo y un lugar donde podamos vivir. Mientras, aguanta un poco más. Estarás conmigo antes de que te des cuenta.
Tae
Tras su marcha, todo empeoró.
Una noche, todo estalló.
El error fue mío por quedarme dormido en el sofá con el vídeo en marcha.
Desperté con un vuelco en el estómago y su mano en mi pelo, tirando de mi cabeza hacia arriba. No tuve tiempo de reaccionar. El primer envite me lanzó contra la pared. Me tropecé con los pies y desesperado traté de no perder el equilibrio. Si caía al suelo, estaba perdido.
Intenté correr hacia el pasillo, pero logró atraparme antes de alcanzar la puerta. Me agarró por el brazo y tiró con fuerza. Lo siguiente que sentí fue el impacto de su puño en la cara y un dolor agudo taladrándome el ojo. Caí hacia atrás, sobre la vitrina, y las puertas de cristal se hicieron añicos bajo mi cuerpo.
Gateé para alejarme, mientras algunas esquirlas se me clavaban en las palmas de las manos. En la pantalla del televisor, mi madre preparaba gofres y me llamaba caramelito. Su caramelito.
—Te dije que tiraras esas jodidas cintas. ¡No quiero nada suyo en mi casa! —me gritó con la voz pastosa por el alcohol—. Ni siquiera puedes hacer lo que se te manda, ¿verdad, inútil? Igual que ella, siempre desafiándome. Pero esta vez te voy a enseñar a respetarme, aunque sea lo último que haga.
Me dio una patada en el estómago que me dejó sin aire. Las lágrimas me brotaron de los ojos mientras un intenso dolor me envolvía por completo y se apoderaba de todos mis pensamientos.
—¿A que ahora lo entiendes? —siseó con la voz cargada de odio.
Mi padre levantó la pierna para golpearme de nuevo. Me hice un ovillo con las manos en la cabeza, como si de verdad sirviera de algo para protegerme. Sin embargo, no volvió a patearme, sino que coló la bota por el hueco entre mis brazos e hizo fuerza contra mi cuello. De forma deliberada, comenzó a ejercer presión. Lo hizo despacio. Sin prisa. Sin parpadear mientras me observaba.
Lo agarré por el tobillo y empujé hacia arriba. No sirvió de nada. Me costaba respirar. Mi vista se desenfocó y no pude hacer otra cosa salvo patalear. Golpeé la mesa y algo cayó al suelo y crujió al romperse. Todo me daba vueltas y me quedaba sin fuerzas. Sacudí los brazos, como el que se hunde en un océano frío y oscuro y bracea para intentar volver a la superficie. Mis dedos palparon la cortina. La así y tiré hacia abajo. La barra que la sujetaba cedió. Uno de los extremos golpeó el suelo y el otro acertó de lleno en la ventana.
El cristal se rompió.
Fuera se oían gritos. Mi nombre entre ruegos. Golpes en la puerta principal. Abrí los ojos y vi los destellos de unas luces azules reflejándose en la pared. El eco de las sirenas embotándome los oídos.
De repente, la casa se llenó de voces. De golpes. Unos brazos me levantaron del suelo y me sacaron al jardín. Me sentaron en la parte trasera de una ambulancia y una mujer comenzó a examinar mis heridas. Me hacía preguntas que no conseguía entender y mucho menos responder. Toda mi atención se centraba en los policías que sacaban a mi padre esposado del interior de la casa y en sus esfuerzos para obligarlo a entrar en uno de los coches.
Me dieron ganas de vomitar. Había estado a punto de matarme, no albergaba dudas. Unos minutos más y lo habría logrado, sin que yo hubiera podido hacer nada por evitarlo. Siempre había sido demasiado débil para enfrentarme a él. Demasiado cobarde. Solo había que mirarme. Tenía quince años y no aparentaba más de doce. Era un enclenque. Sin fortaleza ni voluntad.
—¿Ren? ¡Ren!
Mis ojos volaron hasta la señora Bae, a la que un policía le impedía acercarse a mí.
—¿Puede decirme al menos cómo está o a qué hospital van a llevarlo? —insistía—. Sabía que esto acabaría pasando. Ren, hijo, no te preocupes por nada. Todo irá bien, te lo prometo.
Las puertas de la ambulancia se cerraron y dejé de oír su voz. Intenté incorporarme, pero unas manos me lo impidieron. Me llevaron al hospital y, mientras me hacían pruebas y me curaban las heridas, yo solo podía pensar en qué pasaría a partir de ese momento. Qué sería de mí ahora que habían arrestado a mi padre y todo el mundo sabía lo que sucedía, un día sí y otro también, entre las paredes de mi casa.
Cerca del amanecer, una enfermera me dijo que debía quedarme en el hospital un par de días y me trasladaron a una habitación, donde había otro chico. El tío debía de estar aburrido y con ganas de hablar, porque no hizo otra cosa más que parlotear desde que aparecí. Me giré en la cama y le di la espalda, cuando comenzó a contarme cómo se había roto las dos piernas haciendo parkour con sus colegas. Me importaban una mierda sus piernas y él. Por mí, como si se rompía el cuello.
Por suerte, gracias a la cantidad de calmantes que recorrían mi cuerpo, me quedé dormido a los pocos minutos. Por primera vez en mucho tiempo, descansé tranquilo y sin pesadillas. Sin sobresaltarme cada vez que escuchaba un ruido.
Me desperté por un olor conocido que aromatizaba el aire a mi alrededor. Sonreí, pese a la herida que tenía en el labio, y abrí los ojos. Había pocas cosas en mi vida que me encogían el corazón, y ella era una. La observé sin moverme. Se había subido a la cama y se encontraba boca abajo, rodeada de rotuladores con los que dibujaba en la escayola que me habían colocado en el brazo roto, mientras masticaba de forma ruidosa un chicle de mora y frambuesa.
Llevaba un chándal rosa, decorado con esos ponis cursis que aparecían en la tele. My Little no sé qué. Eran muy repelentes y, aun así, esa enana había conseguido que viera mil veces cada capítulo. Moví la mano y agarré una de las coletas en las que llevaba el pelo recogido. Le di un tirón.
—Eh, Peekaboo.
Ella pegó un bote y de un manotazo me hizo girar la cabeza hacia el lado contrario. Mis ojos se llenaron de puntitos blancos y un dolor agudo me recorrió el pómulo, donde me habían dado un par de puntos.
—¡No mires, es una sorpresa! —exclamó. Se le habían caído dos dientes y el aire se le escapaba por el hueco, haciendo que ceceara de un modo muy gracioso.
—¿No deberías estar en el colegio?
—Hoy es sábado, tonto.
—Ah, ¿sí? —pregunté sorprendido. Había perdido la noción del tiempo. Moví los dedos, se me estaba durmiendo el brazo—. ¿Te queda mucho para terminar?
—Ya casi está.
Inspiré y miré hacia la puerta. En el pasillo se oían voces y pude distinguir la de la señora Bae. No entendía lo que decía, pero parecía alterada.
—¿Ren?
—¿Qué?
—¿Por qué no te quiere tu papá?
Un escalofrío me recorrió la espalda y tragué saliva. La miré. Ella dejó de dibujar y levantó la cabeza. Me observó con sus enormes ojos negros. Jisoo solo tenía siete años, pero era la niña más lista y avispada del mundo. Siempre lo había sido. Mi sombra desde que aprendió a caminar y comenzó a seguirme a todas partes. Aunque lo que más me preocupaba era su empeño en imitarme. Yo no era un buen ejemplo para nadie, y menos para ella.
—No lo sé —respondí con sinceridad.
Ella asintió varias veces, como si hubiera comprendido algo mucho más profundo que esas tres palabras, y me dedicó una sonrisa mellada.
—No pasa nada, yo también te querré por él.
Se me formó un nudo en la garganta. Intenté sonreír, despreocupado, como siempre me comportaba cuando no sabía qué hacer con mis emociones.
—¿En serio?
—Sí. Te querré mucho más a partir de ahora.
—Vaya, eso significa que tendré que esforzarme y empezar a quererte yo también.
Jisoo arrugó la nariz y me fulminó con la mirada. Me costó no echarme a reír. La conocía desde que era solo un bebé y sabía lo que significaban cada una de sus miradas. De sus gestos. En ese momento, se esforzaba tanto como yo para no reír a carcajadas.
—No cuela, sé que soy tu persona favorita en el «Tumilverso».
—Multiverso.
—Eso he dicho —convino en un tonito de suficiencia—. Tú eres el Doctor Raro y yo soy Clea. Aunque yo nunca te abandonaría para regresar a la Dimensión Tenebrosa.
Puse los ojos en blanco. «Doctor Strange y la Dimensión Oscura», la corregí dentro de mi cabeza. Le había leído ese cómic un millón de veces. Jisoo agarró un rotulador amarillo y empezó a dibujar un sol en el yeso, justo al lado de una luna gris.
—Ren…
—¿Sí?
—Tu papá ya no podrá pegarte nunca más. Mamá dice que vendrás a vivir con nosotros cuando el médico te dé permiso y que seremos tu nueva familia. También dice que nos «atrencharemos» en casa si intentan llevarte a un centro, porque allí te convertirían en un «melincuente» y no piensa permitirlo. Papá dice que eso no va a ser posible, porque ya tienes otra familia. Pero mamá le ha dicho que esa gente nunca vendrá a buscarte, porque eres como nosotros y no como ellos. Ya sabes, tú eres más coreano y son unos racistas. Soomin dice que a los racistas no les gustan las personas diferentes. ¡Qué tontos!
—Sí que lo son —logré susurrar.
—Bueno, tú no te preocupes si vienen a buscarte, les pagaré para que no te lleven. La abuela Min dice que en este mundo todo lo soluciona el dinero y en mi hucha ya tengo doscientas tres libras y veinticinco peniques. —Soltó una risita—. Me gusta que ahora seas mi hermano. Verás cuando se lo cuente a Nara, siempre está presumiendo del suyo porque sabe matemáticas de las difíciles. Tú tocas la guitarra y montas en monopatín, que es mil veces más chulo.
Parpadeé, como si así pudiera frenar el torbellino en el que se habían convertido mis pensamientos mientras intentaba ordenar en mi cabeza todo ese parloteo que Jisoo había soltado sin apenas respirar, repitiendo con toda su inocencia cosas que había oído a otras personas y que, probablemente, ni siquiera lograba entender. No con claridad.
Yo sí lo hacía. Veía su inmensidad.
¿Quedarme con su familia? ¿Formar parte de ella? ¿Ser uno más? ¿Sentirme a salvo por primera vez en mi vida? No me atrevía a considerarlo. Sin embargo, ahora que esa pequeña posibilidad se abría paso en mi interior, empezaba a darme cuenta de lo asustado que estaba en realidad. Aterrado porque no tenía a nadie en el mundo. Muerto de miedo, ya que ahora deseaba más que nada que la señora Bae me salvara la vida. Porque sentía que eso era lo que estaba en juego. Mi propia existencia. Y ella era la única que había permanecido siempre ahí, protegiéndome a su manera.
Cerré los ojos y abrí la boca en busca de aire. Mis pulmones se negaban a funcionar. Notaba un peso descomunal en el pecho que me aplastaba las costillas. Necesitaba levantarme. Salir de allí. Necesitaba… Dios, estaba sufriendo una crisis nerviosa o un ataque de pánico. O al corazón.
Dolía.
Y no era capaz de moverme.
—Mira, Ren, ya he terminado. Te he dibujado un cuento. Trata sobre el sol y la luna, que se hacen amigos. La luna siempre estaba triste y el sol sentía tanta pena que decidió dejar el día y viajar hasta la noche para visitarla, pero, por mucho que caminaba, nunca lograba acercarse… —Noté su mano en mi cara—. ¿Por qué no dices nada? ¿No te gusta?
—Jisoo… —dije sin apenas voz.
Iba a vomitar y traté de apartarla con el brazo enyesado.
De repente, la puerta se abrió. Mis ojos volaron hasta allí y sentí que me rompía de nuevo. Se me llenaron de lágrimas.
—Voy a vomitar —pude articular.
Jun no vaciló. Saltó hacia delante y alcanzó la papelera que había junto a la cama. La levantó al tiempo que yo me inclinaba sobre el borde del colchón y echaba hasta mi primera papilla. Con la otra mano me sostuvo la frente y no me soltó. Ni siquiera después de que mi estómago se calmara.
Se quedó a mi lado ese día.
Y el siguiente.
Y también el siguiente.
También lo hizo ella.
Mi faro y mi brújula.
Y ni siquiera ellos pudieron evitar que perdiera el rumbo.
Que mis pasos siempre me llevaran a la deriva.
Como una hoja arrastrada por el viento. Dando tumbos. Sin saber cómo recuperar el control, si es que alguna vez lo tuve.
1
Ren
Existe la maldad, es un hecho.
Y existen las personas perversas.
Las hay que ya nacen con ese demonio dentro y no necesitan razones para usarlo, solo un pretexto que les haga sentir que tienen motivos para ser como son. Cobardes cuya fuerza es la crueldad. Dañan y torturan sin ningún remordimiento y propagan ese mal. Infectan a sus víctimas con esa misma violencia. Colocan la semilla en su interior. La alimentan hasta que germina y comienza a nutrirse por sí misma; y la convierten en una pequeña bomba con una mecha muy corta, que apenas necesita una chispa para prender.
Yo lo sabía muy bien, llevaba toda mi vida batallando contra ese impulso. Contra ese tictac constante dentro de mi pecho. Pendiente de cada pequeño indicio que pudiera indicarme que me encontraba a punto de sobrepasar mi límite. De estallar.
Nietzsche decía que quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en uno. La verdad que contenía esa frase era la que me mantenía a raya.
Me daba miedo mirarme un día en el espejo y verlo a él. Su rabia y su violencia formaban parte de mí, habían echado raíces en mi interior mientras me defendía de sus golpes. Las había usado para aguantar, para hacerme más fuerte. Sin embargo, la razón no cambia la naturaleza. Y un golpe no deja de ser un golpe, independientemente del motivo que te empuje a darlo.
Pese a ello, no siempre podía controlar mi temperamento y en ocasiones perdía el control.
Tic, tac, tic, tac… y cuando esa cuenta atrás llegaba a cero, no había modo de detenerme. Era como una locomotora sin frenos, que siempre acababa descarrilando.
Tic, tac, tic, tac…
A veces, estrellarse es la única forma de recuperar el control.
2
Ren
Mi móvil vibró sobre la mesa. Lo localicé bajo un montón de papeles y le eché un vistazo a la pantalla. Otro mensaje de Miku recordándome que habíamos quedado a las siete y media en ese pub de Shoreditch que tanto le gustaba a Luke.
Estiré la espalda con los brazos por encima de la cabeza y volví a mirar el puñado de dibujos desperdigados sobre mi mesa. Eran buenos, muy buenos, siendo sincero, pero no lo que buscaba. Nuestros juegos llamaban la atención por el diseño de los personajes, repleto de detalles y matices, que alcanzaban un nuevo nivel de perfección una vez que los modelábamos y animábamos. Su realismo era acojonante, como si el juego fuese una cinemática en sí mismo.
Negué con la cabeza y levanté la vista. Desde el otro lado de la mesa, Kenji me observaba.
Kenji era productor y ejecutivo en Sony, y nuestro enlace con la compañía desde que habíamos firmado el último contrato.
—Este tío es bueno y me gustan sus ideas, pero no encaja con nosotros —dije convencido.
Kenji se inclinó hacia delante y soltó todo el aire por la nariz. Podía ver cómo se le agotaba la paciencia.
—De acuerdo, seguiremos buscando, pero tienes que ser más abierto de mente y…
—No hace falta, ya he tomado una decisión.
—¿Qué decisión? —me preguntó con cautela.
—Este equipo solo funciona completo y falta un miembro. Esperaremos a Jun.
—¡Aún faltan tres meses para su vuelta!
—Uno, se licencia a mediados de marzo.
—Ya deberíamos tener al menos la mitad del diseño y la conceptualización del juego. Visión técnica, narrativa… Y no hay nada, Ren.
—Cumpliremos con los términos y sin prórrogas, como hasta ahora.
—Ren…
—¿Quieres más millones de copias vendidas de los próximos juegos? —le pregunté en un tono más cortante de lo que pretendía.
Kenji volvió a repantigarse en la silla y me observó con los labios convertidos en una línea muy fina. Inspiré un par de veces y traté de mostrarme tranquilo y seguro.
—Escucha, los personajes, la estética, la historia de cada uno de nuestros juegos… Todo eso ha salido de la cabeza de Jun. Un cuerpo dejará de funcionar si le arrancas el corazón y pones un reloj en su lugar, ¿verdad? Ambos laten, pero solo uno posee vida. Jun es el corazón de este equipo. —Señalé los dibujos que había sobre mi mesa—. Todos esos creativos no son más que relojes.
Kenji observó las ilustraciones y los guiones que habíamos recibido en los últimos días por parte de creativos externos. Después paseó la vista por las paredes, de las que colgaban los diseños de Jun. Casi podía oír los engranajes de su cabeza en movimiento mientras pensaba. Tras un largo momento de silencio, se puso en pie.
—De acuerdo, esperaremos a Jun.
Apreté los labios para no sonreír y también me levanté.
—No te arrepentirás.
—Eso espero, Ren. Confío en ti. Te llamo en un par de semanas para programar la última prueba de Wildland of Dark 2.
—Estaremos listos.
Lo acompañé hasta la puerta, donde nos despedimos con un apretón de manos.
Una vez que Kenji se marchó de vuelta a su hotel, volví dentro y me dejé caer en el sofá.
Estaba agotado. Las últimas semanas habían puesto a prueba los límites de todo el equipo. Días interminables de análisis, pruebas y solucionar fallos. Noches en el estudio, durmiendo a ratos solo cuando el cansancio nos vencía. Forzando nuestras mentes y cuerpos más allá de lo racional. Sin embargo, el resultado había merecido la pena. La segunda parte de nuestro juego estaba terminada y, para celebrarlo, habíamos recibido la gran noticia de que la primera parte había alcanzado los cuatro millones de unidades vendidas entre los formatos para consola y PC. ¡Una pasada!
Me moría de ganas de poder contárselo a Jun, pero eso tendría que esperar.
Solo un mes más. Un mes y estaría de vuelta. Entonces, todo volvería a ser como antes.
¡Dios, el tiempo había pasado tan despacio desde que él se marchó! Un año y nueve meses, que se me habían antojado una década. Cargar yo solo con el peso del estudio había sido una pesadilla. Y aunque Miku había sido un gran apoyo, la responsabilidad de las decisiones y sus consecuencias había recaído solo en mí.
Mi teléfono vibró con otro mensaje.
Me espabilé de golpe. Llegaba tarde.
Apagué los equipos, las luces y cerré el estudio.
Después fui en busca de mi moto y me dirigí al este, hacia Hackney.
La noche era muy fría y la humedad se te colaba a través de la ropa y te calaba hasta los huesos. Estábamos a mediados de febrero y soplaba un viento gélido y molesto que sacudía los árboles y arremolinaba las hojas que se acumulaban en el suelo. En los jardines y parques, aún se podían ver los restos de la última nevada, que había caído dos semanas atrás.
Veinte minutos más tarde, aparcaba junto a un puesto de comida rápida.
Escudriñé los alrededores, mientras limpiaba con la mano los trocitos de hielo que se habían adherido a la visera del casco. Después lo guardé en la maleta.
Me fijé en el chico del puesto. No tendría más de veinte años y pasaba el rato jugando con su teléfono, sentado en una silla bajo el toldo del pequeño camión. Sonreí al reconocer la música y los sonidos de nuestro último juego para móvil. Me acerqué con disimulo y le eché un vistazo a la pantalla.
—¡Joder, me ha vuelto a vencer! —gritó de repente, al tiempo que lanzaba una patada al aire—. Mierda, mierda, mierda… Es imposible pasar este nivel.
Me reí, no pude evitarlo. El chico alzó la cabeza y me miró con malas pulgas.
—¿Quieres algo?
—Te digo cómo pasarlo si me vigilas la moto.
—Sí, seguro —rezongó suspicaz.
—Sé cómo vencer a la araña.
—Tío, es imposible. Le he lanzado todo lo que tenía y solo le he hecho cosquillas.
—Ese bicho es la parte fácil. El jefe que viene a continuación sí que va a provocarte un infarto.
Arqueó una ceja, menos desconfiado.
—¿De verdad sabes cómo derrotarlos?
—Ajá.
—¿A los dos?
—Podría pasar el juego entero con los ojos cerrados —le aseguré. Él entornó la vista y yo inspiré sin mucha paciencia, llegaba tarde—. ¿Hay trato?
Se encogió de hombros.
—Vale. ¿Qué hago?
Volvió a sentarse en la silla y yo me agaché a su lado.
—De acuerdo, inicia partida. No vayas hacia delante, da la vuelta.
—Pero la mazmorra… —Le dediqué una mirada de suficiencia que le hizo apretar los dientes. Resopló—. Doy media vuelta.
—Antes has pasado junto a una iglesia en ruinas. Vuelve ahí, escala hasta el campanario y arranca la cruz que corona la aguja.
—¡No me jodas, es una espada! —exclamó cuando su personaje empuñó el arma.
—Hay que estar atento a los detalles, chaval.
—¿Quién lo iba a imaginar? —Se rio con ganas—. ¡Esta cosa es enorme!
—Es una Claymore de un metro sesenta y cinco kilos de peso. Difícil de manejar, pero si en el nivel anterior encontraste los guanteletes del brujo, no tendrás ningún problema para ganar —le expliqué, orgulloso de mi propia creación.
—Sí, sí, los encontré, aunque pensaba que solo eran un tesoro. —Se le escapó una risa ronca—. ¡Gracias, tío, te debo una!
—Cuida de mi moto y estaremos en paz.
—Claro, como si fuese mía. Yo me encargo.
—Gracias, colega.
Me llevé la mano a la cabeza a modo de despedida y me dirigí al pub donde había quedado con los chicos para celebrar los cuatro millones de copias vendidas. Al acercarme a la puerta, me encontré con todo el grupo aún en la calle.
—¿Qué hacéis aquí?
—Liam se marcha —dijo Miku.
Recorrí sus caras, el ambiente de fiesta se había esfumado. Busqué la mirada de Liam, que parecía empeñado en rehuir la mía.
—¿Qué pasa?
—Son esos tíos de ahí —comentó Lisa, mientras señalaba con disimulo por encima de su hombro—. Han comenzado a insultar a Liam en cuanto hemos llegado.
—¿A insultar? ¿Qué clase de insultos?
—Ya sabes, por su… Lo que él… —Lisa no parecía capaz de acabar la frase.
—Lo han llamado comepollas y marica —intervino Luke. Se giró hacia Liam—. Aún puedo volver y hacer que se traguen toda esa basura.
Liam, ruborizado, negó con la cabeza.
Fruncí el ceño. A no ser que esos tíos tuvieran un detector de gais en el culo, ya debían de conocer a Liam.
—¿Quiénes son? —le pregunté.
—Antiguos compañeros de instituto. Ya eran unos cretinos entonces y no parece que hayan cambiado mucho. —Sacudió la cabeza—. No pasa nada, de verdad. Solo son palabras. No me importa.
—¿Y te marchas porque no te importa? —lo cuestioné.
Me pasé la mano por la cara e inspiré con fuerza. Mi mirada voló hasta los idiotas que querían fastidiarnos la noche e hice contacto visual con uno de ellos. Su sonrisa despectiva me hizo apretar los puños.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac…
—De aquí no se va nadie. Hemos venido a celebrar y es lo que vamos a hacer.
Miku me miró desconfiada y negó con la cabeza, era la que mejor me conocía de todos ellos. Por ese motivo, Jun le había pedido que cuidara de mí durante su ausencia. ¡Como si lo necesitara!
—Ren, no vamos a quedarnos. Hay otros muchos sitios a los que podemos ir.
—¿Y que Liam baje la cabeza como si tuviera que avergonzarse de ser él mismo? De eso nada, nos quedamos aquí.
Agarré la mano de Liam, que me miró como si yo acabara de perder la cabeza, y entrelacé mis dedos con los suyos. Tiré de él hacia la entrada del pub. Después le rodeé los hombros con el brazo y le planté un beso en la sien, como tantas veces había hecho con Emily. Trató de apartarse. No se lo permití; al contrario, lo pegué a mi costado mientras miraba con descaro a sus compañeros de instituto, les guiñaba un ojo al pasar por su lado y les devolvía la sonrisa.
Cruzamos las puertas del pub y el olor a cerveza nos golpeó en la cara.
—¿Por qué has tenido que hacer eso? —me preguntó Liam.
—¿Qué pasa, no soy lo bastante guapo para ser tu novio? —bromeé mientras me abría paso entre la gente hasta la barra.
Él chasqueó la lengua, disgustado.
—Hablo en serio, Ren. No había necesidad de montar el numerito.
—¿Es mejor bajar la cabeza y huir como si hubiera algo malo en ti? El problema lo tienen ellos, no tú.
—No puedo pelearme con todo el que me llama marica.
Me detuve y lo miré a los ojos con más paciencia de la que sentía.
—Ni yo quiero que lo hagas, Liam. Nunca te metas en una pelea, pero tampoco te escondas. Debes demostrarles a todos esos idiotas que no te importa su opinión, hasta que tú mismo lo creas sin dudar, ¿entiendes?
—¿Por qué te importa tanto?
—Porque eres mi amigo —le respondí como si fuese lo más obvio del mundo. Le puse la mano en el hombro y le di un ligero apretón—. Escucha, si no te defiendes cuando alguien intenta hacerte daño, si permites que te traten mal solo porque creen que tienen ese derecho o piensan que son mejores que tú, llegará un día en el que terminarás creyendo todas sus mierdas y perderás la fe en ti mismo. Y si la pierdes, no te quedará nada. ¡Nada! —enfaticé esa palabra con otro apretón en su hombro—. Y no lo digo por decir, sé de lo que hablo.
Liam bajó la mirada al suelo. Después la alzó un momento al techo antes de volver a clavarla en mi rostro. Abrió la boca un par de veces, como si buscara el modo de decir algo que le resultaba difícil.
—Es que yo no soy como tú, Ren. Mírate. Eres la clase de tío al que cualquiera querría parecerse. Gustas a todo el mundo, eres divertido y siempre estás tan seguro de ti mismo.
Encogió los hombros con un gesto de derrota.
—Oye, no te fíes de lo que se ve a simple vista, nadie es lo que parece.
—Pero en mi caso no hay más que lo que se ve.
—A mí me gusta lo que veo, Liam —le aseguré—. ¿Por qué crees que he preferido doblar la prima del seguro a despedirte?
Me dedicó una sonrisa burlona.
—¿Porque soy tu mejor programador?
—Sí, eso ha influido bastante —me reí mientras movía la cabeza—. También porque eres una buena persona y en el estudio todos te quieren. Así que deja que nos preocupemos por ti, ¿de acuerdo?
Tragó saliva y se humedeció los labios, más avergonzado por mis cumplidos que molesto por mi comportamiento.
—Vale, pero no vuelvas a hacerte pasar por mi novio. No hay quien se lo crea.
—Pero ¿qué dices? ¿Tú nos has visto bien? Somos como una versión mejorada de Troye y su novio. —Liam me miró como si me hubiera salido otra cabeza y arqueó las cejas—. ¿Te sorprende que lo conozca?
—Troye Sivan no hace precisamente el tipo de música que a ti te va.
—Estás muy equivocado conmigo —repuse, y comencé a canturrear la letra de su canción There for you—: So when your tears roll down your pillow like a river… I’ll be there for you… I’ll be there for you… —Y me vine arriba sin miedo al ridículo, mientras señalaba mi corazón y luego a él—. I’ll be loud for you… But you gotta be there for me too. Boy, I’m holding on to something. Won’t let go of you for nothing…
Logré que se riera.
Me empujó en el pecho y yo le rodeé el cuello con el brazo. Después lo arrastré conmigo hasta la mesa donde se habían reunido los demás. Liam me recordaba un poco a mi antiguo yo. Es duro enfrentarse al rechazo de los demás, sobre todo cuando logran que te cuestiones a ti mismo. Cuando consiguen que te sientas un ser defectuoso e inferior y te hacen creer que respirar su mismo aire es un gesto caritativo que debes agradecer.
Acababan de servirnos la segunda ronda de bebidas cuando los tíos que habían insultado a Liam entraron en el pub. Ocuparon una mesa alta y enseguida repararon en nuestra presencia. Eran idiotas y parecían decididos a demostrarlo.
Puse todo mi empeño en ignorarlos. Hice oídos sordos a las risas y los comentarios malintencionados. A los diálogos forzados que buscaban una reacción. Traté de centrarme en la conversación, pero llegó un momento en el que la presencia de esos cretinos era lo único que percibían mis sentidos. Como cuando aparece un mosquito en el silencio de la noche y el mundo entero comienza a girar en torno a ese zumbido.
—Voy al baño —anuncié al tiempo que me ponía en pie.
Necesitaba despejarme y aliviar el calor que parecía concentrarse a la altura de mi pecho y en mi rostro. Me abrí paso entre la gente que abarrotaba el local. De repente, alguien chocó contra mi hombro. Levanté la mirada y me encontré con el tío que me había sonreído en la puerta.
—¡Oh, perdona! ¿Te he hecho daño?
No pude pasar por alto su tono amanerado, ni el gesto afeminado. La forma en la que fruncía los labios, como si me lanzara besitos con cada palabra que pronunciaba. El muy idiota intentaba provocarme, amparado en la seguridad que sus amigos le brindaban. El pulso que me latía en el cuello se disparó. Podía sentirlo en los oídos. Su eco taladrándome las sienes.
Forcé una sonrisa y alcé las manos con un gesto de paz. A continuación, seguí mi camino.
—Marica —tosió uno de ellos.
«No te detengas. Sigue adelante. Sigue adelante», me dije a mí mismo.
Entré en el baño y abrí el grifo. El agua salía tan fría que habría revivido a un muerto. Me mojé la cara y el cuello. Sin embargo, cuando eso no funcionó para despejarme, acabé metiendo la cabeza bajo el chorro helado. Con las manos a ambos lados del lavabo, cerré los ojos. Por los altavoces comenzó a sonar una canción que conocía muy bien. Me dejé llevar por la música, la voz de RM y todo lo que transmitía, y me concentré en la letra buscando un desahogo. La repetí en mi mente, mientras movía la cabeza al ritmo de ese rap:
So, I’m askin’ once again. Who the hell am I? Tell me all your names, baby. Do you wanna die? Oh, do you wanna go? Do you wanna fly? Where’s your soul? Where’s your dream? Do you think you’re alive?
«Ni puta idea.»
No estaba funcionando.
No era el mejor momento para empezar a pensar en preguntas introspectivas sobre la existencia y mis taras. Ni para animarme a aceptar que la peor versión de mí mismo me hace más humano.
Inspiré hondo, la sensación que me recorría el cuerpo era horrible.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac…
Pensé en Jun, en lo último que me dijo en medio de aquel aeropuerto antes de su marcha: «Pórtate bien. Sé bueno».
Y yo le había prometido que no me metería en líos.
Desde entonces, había hecho lo indecible para cumplir esa promesa.
E iba a romperla una vez más.
Tic, tac, tic, tac…
La puerta del baño se abrió y golpeó la pared.
—Tío, yo no pienso mear con ese marica ahí.
Abrí los ojos y ladeé la cabeza.
Tic, tac, tic, tac…
Allí estaban, mirándome como si fuese un insecto asqueroso.
Esa fue la chispa que prendió la mecha.
La señal que bloqueó cualquier pensamiento racional.
Algunas veces, estrellarse es la única forma de recuperar el control.
3
Ren
No puedes arreglar algo que finges que no está roto. Ni superar un problema si no lo miras de frente. A veces, el único modo de continuar es avanzando hacia delante, casilla a casilla, enfrentándonos a los dados que el destino decida lanzar por nosotros. Reunir el valor para dejar atrás lo que ya no respira. Aceptar el dolor que vas a provocar. El que sentirás.
Y cómo cuesta abrir los ojos a esa realidad. Asumir que los sentimientos cambian, que las necesidades no siempre son compartidas y el tiempo no transcurre a la misma velocidad para todos. Que la solución no pasa por destrozarte a ti mismo intentando cambiar a los demás para que encajen en ese futuro perfecto que te has imaginado. Tampoco en permanecer a la espera de que sean ellos los que se aburran de intentarlo y se conformen con lo poco que puedes ofrecerles.
Cuesta cuando te aferras a la persona equivocada y no quieres admitirlo.
Cuando esa persona se convierte en un muro contra el que no dejas de chocar, día tras día.
Cuando tú eres la pared que frena la huida y aguantar un poco más, para no sentirte culpable por no haberlo intentado, se convierte en un laberinto del que no sabes cómo salir.
4
Ren
—Ten, bébete esto. Parece que lo necesitas.
Alcé la vista desde la silla en la que estaba sentado y me encontré con Eddy Forman, un antiguo compañero de universidad, que ahora era policía y trabajaba en la estación metropolitana, a la que me habían llevado tras el altercado en el pub.
Tomé el vaso de café que me ofrecía.
—¿Invitáis a café a los presos?
Se sentó a mi lado con un suspiro y cruzó las piernas a la altura de los tobillos.
—¿Presos? No estás detenido —respondió. Hizo un gesto hacia el fondo del pasillo—. Yunho los tiene contra las cuerdas. No tardarás en irte a casa.
Miré en la misma dirección y observé a Yunho, mi abogado, que hablaba con el jurista y un par de familiares del chico con el que me había peleado. Yunho era muy bueno en su campo. Por ese motivo, Jun acudió a él cuando montamos el estudio. Nos asesoró desde el principio y después se quedó con nosotros como representante legal. En sus ratos libres, me sacaba de los líos en los que siempre acababa metido.
También era el marido de Soomin, la hija mayor de la señora Bae y mi amiga, lo que le convertía en mi familia. Y no lo consideraba mi hermano solo por ese parentesco, sino porque se había ganado mi respeto con el paso de los años.
Bajé la vista al vaso que acunaba entre las manos.
—Esta vez me he pasado, Eddy.
—¿Y por qué no pareces arrepentido?
—Porque no lo estoy. Ventajas de ser un caso perdido.
—Yo tampoco lo estaría, Ren. —Le dediqué una mueca suspicaz. Era mi amigo el que hablaba y no el policía. Eddy me dio un golpecito con su rodilla—. Hablo en serio. Lo que ese tío ha hecho se considera un delito de odio. Has perdido los nervios ante una agresión verbal repetida, algo comprensible que puede zanjarse con un acuerdo y el pago de una multa.
Bebí un sorbo de café y chasqueé la lengua al notarlo amargo.
—¿Es lo que está negociando Yunho?
Eddy asintió.
—Sí, y lo van a aceptar. No es el primer delito homófobo de ese chico y sus padres no quieren que trascienda. —Los señaló con disimulo—. Mira.
Eché un vistazo al fondo del pasillo y vi a Yunho estrechando la mano del otro abogado.
Respiré aliviado, porque una gran parte de mí no creía que pudiera salir de ese lío como si nada. En las dos horas que llevaba en comisaría, había imaginado todos los escenarios posibles, y ninguno era bueno. Desde servicios comunitarios a terapia psicológica, incluso una pequeña estancia en la cárcel. Recibí un primer aviso a ese respecto durante el juicio por destrozarle el coche a un tipo que pretendía largarse sin pagar del restaurante de la señora Bae y que, después, la acusó de servir carne en mal estado.
Sé que no estuvo bien que reaccionara con esa violencia, pero, en aquel momento, no pude controlarme. Ese restaurante era el sustento de su familia y un idiota lo había puesto en peligro por sesenta libras. Solo su reloj costaba cien veces más; y casi hice que se lo tragara.
De repente, una mano en mi barbilla me sacó de mis oscuros pensamientos.
—Ese ojo no tiene buen aspecto —me dijo Yunho.
Eché la cabeza hacia atrás para que me soltara.
—Estoy bien.
—Tú siempre estás bien, ¿verdad? —masculló con sarcasmo. Hice un ruidito a modo de protesta—. De acuerdo, ya eres mayorcito. Centrémonos en lo importante. No van a presentarse cargos y todo quedará en un malentendido.
—Vale —susurré sin atreverme a mirarlo. Su decepción era tan evidente que me sentía avergonzado—. ¿Se lo dirás a ella?
—Aprecio a mi suegra lo bastante como para ahorrarle este disgusto. ¡Diantres, Ren, ¿qué tienes en esa cabeza?!
Me encogí de hombros sin saber qué responder. No lo sabía. Tampoco por qué me sentía como me sentía. Molesto, inquieto, incómodo dentro de mi propia piel desde que podía recordar. En mi mente había demasiadas cosas que no lograba ordenar. Ni comprender. Todo estaba mezclado, era confuso, y esa sensación me provocaba muchísima ansiedad. Sobre todo, desde que Jun se había marchado. Él era la única persona con la que no podía fingir. Me conocía mejor que yo mismo y necesitaba que regresara.
—¿Puedo irme? —quise saber.
—Solo debes firmar unos documentos y podrás irte.
Lo seguí hasta un mostrador, donde un policía me dio un par de papeles. Los firmé sin molestarme en leerlos y esperé a que me devolvieran los objetos que había entregado al llegar.
—¿Ya?
—Sí —respondió Yunho—. Vamos.
Sin mediar palabra, nos encaminamos juntos al vestíbulo. Al cruzar las puertas y salir a la calle, frené en seco. No esperaba encontrarla allí. Solté el aire por la nariz y me la quedé mirando en la distancia. Parecía cabreada y lo último que yo necesitaba esa noche era discutir.
—¿Por qué la has llamado? —le pregunté entre dientes a Yunho.
—Porque es tu novia y eso la convierte en tu familiar más directo. No estaba seguro de si te detendrían, era mi obligación avisarla.
Sacudí la cabeza y cerré los ojos un segundo. Al abrirlos, vi a Emily cruzar la calle y dirigirse hacia nosotros. Intercambió unas pocas palabras con Yunho, evitando mirarme en todo momento. Yo no podía apartar los ojos de ella, de su expresión y todo lo que reflejaba.
¿Tenía yo la culpa de que pareciera tan infeliz? ¿Tan vacía?
—Yo ya me marcho —anunció Yunho. Asentí en respuesta—. No olvides que mañana a primera hora debes pasarte por mi despacho.
—Allí estaré.
—Buenas noches, intentad descansar.
—Buenas noches, y gracias por todo —le dijo Emily.
En cuanto Yunho se alejó en busca de un taxi, Emily echó a andar en dirección contraria como si yo no estuviera allí. Dejé escapar un suspiro y la seguí con las manos en los bolsillos de la cazadora. Sobre nuestras cabezas, una luna llena diminuta jugaba al escondite entre un manto fino de nubes. Miré al frente y vi a Emily estremecerse con un escalofrío. Entonces fue cuando me fijé en que solo llevaba una rebeca de punto muy fina, sobre una camiseta blanca y un pantalón de franela. En los pies, unas pantuflas.
¡Joder, había salido de casa en pijama!
Me quité la cazadora deprisa y se la puse sobre los hombros. Todo su cuerpo tiritaba. Trató de sacudírsela, por lo que coloqué mis manos sobre sus brazos y la sujeté hasta que paró de forcejear.
—Por favor —le pedí.
Emily dejó de moverse, pero su cuerpo no se relajó. La abracé por la espalda. Necesitaba sentirla. Su piel, su olor, la forma conocida de su cuerpo entre mis brazos. Lo más real y tangible que tenía en mi vida.
Mi lugar seguro cuando estábamos bien.
El problema era que esos momentos se habían vuelto menos frecuentes y no lograba entender qué nos estaba ocurriendo. El motivo de esa tensión que nos envolvía. Por qué sentía frío cuando nos tocábamos.
Cerré los ojos y escondí la nariz en su pelo rubio.
—Lo siento mucho —susurré.
—¿Qué tienes en la cabeza, Ren?
Aguanté la respiración. La pregunta del millón. Ojalá supiera la respuesta, porque ya sería muy rico. Se dio la vuelta y me miró. Resopló cuando me limité a encogerme de hombros con una disculpa en la mirada.
—¿No crees que va siendo hora de que madures y dejes de hacer estas cosas? No eres un niño.
Mi respiración se volvió pesada.
—Vamos, Emily, solo he defendido a un amigo de unos idiotas. No he hecho nada malo.
—Pero es que se trata de eso, Ren. Vas por ahí como si fueses el héroe que el mundo necesita y no es tu responsabilidad. No sé, creo que ha llegado el momento de dejar que la gente se cuide solita y tú te preocupes por las personas que de verdad te necesitamos.
Su reproche me golpeó con fuerza, lo consideraba injusto.
—Me preocupo por ti —repliqué.
—¿En serio? Porque si lo hicieras, no me vería en estas situaciones. ¿Te haces una idea de cómo reaccionarían mis padres si llegaran a enterarse de que han detenido al novio de su hija por actuar como un delincuente?
Me froté la nuca, avergonzado.
—Eso es pasarse un poco, ¿no crees?
—¡Acabas de salir de una comisaría!
—No me han detenido. Ni siquiera quedará constancia de lo que ha ocurrido, puedes estar tranquila —quería calmarla.
Cerró ambas manos y me fijé en que sus nudillos se ponían blancos.
—Entiendes perfectamente lo que quiero decir, Ren.
—La verdad es que no, Emily. He cometido un error, y sé que no es el primero, pero eso no me convierte en un delincuente.
—Lo que trato de decir es que tu comportamiento no es el de una persona adulta que piensa en el futuro.
Ese comentario me molestó, porque yo sentía que era justo al revés, que había vivido toda mi vida como un adulto. Preocupado desde que tuve uso de razón por problemas que un niño no debería enfrentar nunca. Sin infancia.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Es lo que veo cuando nos miro.
—¿Cuando nos miras? —pregunté al darme cuenta de su cambio de enfoque—. ¿Estamos hablando de mi comportamiento o de nosotros?
—¿No afecta una cosa a la otra? —me cuestionó.
—Porque le he roto la nariz a un tío que se lo merecía, ¿crees que no me importa lo nuestro? Es absurdo, Emily.
Sacudió la cabeza y se rio sin ganas mientras hundía los hombros bajo mi cazadora.
—Genial, ahora resulta que soy absurda.
—No he dicho eso —suspiré cansado.
Sus ojos, de un azul frío como el hielo, centellearon mientras estudiaban mi rostro.
—Pues demuéstrame que estoy equivocada.
—¿Cómo?
—Dices que sí piensas en nuestro futuro, pero yo no lo veo.
—¿Que no lo ves? Vivimos juntos porque yo te lo propuse. Fui yo quien te pidió que entraras en mi mundo, porque te quiero en él. No hay nada en mi vida de lo que tú no formes parte, y, cuando miro hacia delante y pienso en el mañana, ahí también estás tú, conmigo. No sé a ti, pero a mí todo eso me suena a futuro. Uno en común.
Tragó saliva y después inspiró hondo. Su cabeza iba a mil por hora, podía verlo en sus ojos.
—Vale, eso es cierto. Sin embargo… Yo… Mis padres… Ellos… Ya sabes que son católicos y que tienen unas ideas muy firmes sobre cómo deben ser las cosas.
Parpadeé confundido ante el nuevo giro.
—¿Y eso qué tiene que ver con lo que estamos hablando? Que yo sepa, aceptaron nuestra relación y cómo vivimos.
—Sí, en parte… Es que… Ellos esperan que yo… Que tú… Nosotros…
Que divagara de ese modo me ponía nervioso. Que siempre dejara las frases a medias, con esa ansiedad en su tono de voz que me hacía sentir responsable de su frustración, pero sin saber qué hacía para provocarla.
—Dilo sin más —la urgí.
—¡No avanzamos, Ren! Me siento estancada.
—Vale. ¿En qué sentido?
—¿Qué parte de estancada es la que no entiendes?
—¡No entiendo ninguna, Emily!
—Pues es evidente.
—No para mí, por esa razón te pregunto. Necesito que me cuentes cómo te sientes, para hacer algo al respecto. Lo único que veo es que pasas los días molesta conmigo. Siempre estás de mal humor y sé que soy la razón, pero nunca me dices el porqué. No sé qué hago mal, salvo respirar, porque siento que hasta eso te disgusta. —Me froté la nuca, nervioso. De repente, una alarma sonó dentro de mi cerebro. Di un paso adelante, buscando sus ojos con los míos—. ¿Quieres que terminemos y no sabes cómo, es eso? ¿Tratas de empujarme a que sea yo el que dé el paso?
—¡¿Lo ves?, no entiendes nada!
—Entonces, ¡explícamelo!
—Ya te lo he dicho, siento que no avanzamos. Nos hemos detenido y el tiempo pasa. La vida es un proceso, Ren, y está formada por etapas que una persona debe vivir. A, B, C… Una relación necesita una estructura sobre la que crecer para que funcione.
Tenía razón, no entendía nada, pero quería hacerlo.
Lo intenté de nuevo.
—De acuerdo, ¿y hacia dónde quieres avanzar?
—Hacia algo más estable y sólido.
—¿Qué es exactamente ese algo, Emily?
Se me quedó mirando y juro que en ese momento sentí que me odiaba con todas sus fuerzas.
—¿Vas a obligarme a decirlo, como si de verdad no lo supieras? ¿Tanto te disgusta la idea?
Cerré los ojos, no podía más. Era como nadar a contracorriente para acabar dentro del mismo remolino, una y otra vez. Se me agotaban la paciencia y las ganas.
—Lo que no soporto es todo esto. —Hice un gesto que nos abarcaba a los dos—. Estoy agotado, Emily. Cansado de intentar adivinar qué hay dentro de tu cabeza y qué quieres decir realmente cuando hablas conmigo, ¡porque no lo sé! Cada cosa que sale de tu boca es como un galimatías que debo descifrar. Y siento no poder hacerlo, si es lo que esperas de mí. Siento ser tan simple y limitado como para necesitar una respuesta clara y directa cuando te hago una pregunta o no consigo entenderte.
—Yo también estoy cansada, Ren. Cansada de sentirme así.
—¡¿Cómo?!
—Así… Como si me faltara algo. Miro a mi alrededor y veo a mis amigas planeando sus vidas en torno a todo aquello que se supone que debemos tener. Mi propia hermana lo tiene y solo es dos años mayor que yo. Se ha casado con el hombre de su vida, ha comprado una casa preciosa en la que envejecer y va a ser madre en menos de dos meses.
En mi estómago sentí que algo se retorcía. Tragué saliva. No esperaba el rumbo hacia el que había guiado la conversación.
—Para que yo me aclare, cuando dices que sientes que no avanzamos, ¿te refieres a esas cosas?
—En parte…
Inspiré y exhalé impaciente.
—Aquí solo hay dos partes, Emily. Tú eres una y yo soy la otra. Ahora se trata de sí o no. Quiero esto o no lo quiero.
Me dedicó una mirada exasperada.
—Sí, me refiero justo a eso. Llevamos casi cuatro años saliendo. Dos de ellos, viviendo juntos. Ambos tenemos trabajos estables y mis padres te quieren como a un hijo. El siguiente paso es evidente.
—¿Casarnos? —era una afirmación, aunque sonó más como una pregunta.
—Un compromiso que afiance nuestros sentimientos.
Me pasé ambas manos por la cara y negué con la cabeza. Yo no compartía esa visión. Los sentimientos no se pueden encajar en moldes y, mucho menos, pensar que eso los hace más reales y fuertes.
—¿Crees que firmar un papel demuestra que te quiero mucho más que mis actos?
—Casarnos sería un acto de amor. Estaríamos completos. Mi hermana…
—Tu hermana no tiene nada que tú no tengas ya, Emily —la interrumpí. Ella alzó las cejas, cuestionándome, y yo me apresuré a puntualizar—: Bueno, un bebé, pero… es demasiado pronto para nosotros, incluso para pensar en ello. Somos muy jóvenes y dudo mucho de que estemos preparados para una responsabilidad como esa.
Emily hizo una mueca burlona y resopló.
—Lo sabía, no consideras un futuro conmigo.
—Sí lo imagino, pero tú vas muy rápido.
—No es una cuestión de velocidad, sino de saber lo que uno quiere. Y es evidente que tú no lo sabes.
A estas alturas, ¿aún ponía en duda lo que sentía por ella?
—Te quiero y quiero estar contigo. Hoy, mañana y cada día que esté por venir. Dormir a tu lado cada noche y verte al despertar, y tengo todo eso desde hace dos años —le dije con el corazón en las manos.
—Yo necesito más, Ren. Mi hermana…
Y dale con meter a terceras personas en cosas que solo nos afectaban a nosotros dos. Como si fuesen el ejemplo que debíamos perseguir a cualquier precio.
—Hablamos de ti y de mí, ¿por qué vuelves a mencionar a tu hermana? No estás compitiendo con ella. —Me detuve un momento y fruncí el ceño—. ¿O sí?
Emily puso los ojos en blanco.
—No digas tonterías. Mi hermana no tiene nada que ver con que yo quiera casarme y tener hijos. El problema aquí es que parece que tú no quieres nada de eso.
—No es lo que he dicho.
—Entonces, ¿sí quieres?
—Emily…
—Es una pregunta sencilla —dijo con malos modos.
Me estaba presionando y, dado el rumbo que había tomado aquella conversación, lo más sensato era dejarla para otro momento y lugar, en el que ambos estuviéramos más sosegados y menos enfadados.
—Creo que primero deberíamos tranquilizarnos.
—Tú eres el que exige respuestas directas. ¿Quieres o no quieres? —insistió, alzando la voz.
—No es el momento para esta conversación.
—Ren, ¿qué demonios quieres?
—¡No lo sé! —grité también—. No había pensado en nada de esto antes y creo que merezco algo de tiempo para considerarlo. Es demasiado importante como para decidirlo a la ligera.
—¿Pensar y considerarlo? —me cuestionó con un tonito burlón—. Estamos hablando de sentimientos. El impulso que nace cuando aparece una posibilidad. No es tan difícil, Ren. Solo tienes que dejar que hable tu corazón. ¿Quieres casarte y formar una familia conmigo?
—Es mucho más complejo que eso.
—¡Joder! ¿Quieres o no?
—¡No! Aquí y ahora, mi respuesta es no. Míranos, enfadados, enfrentados… Y llevamos tanto tiempo así que no tengo recuerdos de que las cosas entre nosotros hayan sido de otro modo.
—Y me culpas a mí —rezongó.
Negué con la cabeza, al tiempo que levantaba las manos en un gesto de derrota.
—No, lo cierto es que me he estado cuestionando a mí mismo todo este tiempo. ¿Tendré la culpa de que ella esté siempre tan triste y enojada? ¿Seré el responsable de que todo se esté yendo a la mierda? ¿Soy un puto idiota que no es capaz de comprenderla? Pero es imposible comprender a alguien que no habla contigo y finge todo el tiempo. Que no es capaz de decirte con sinceridad qué piensa y necesita hasta que explota. Por lo que…, sí, debo pensar, y mucho, en dar ese paso.
Los ojos de Emily se llenaron de lágrimas y yo sentí que me rompía. Giró la cabeza, incapaz de mirarme. Arrugó la nariz y asintió varias veces. La conocía lo bastante bien como para saber que la duda que daba vueltas dentro de su mente se había transformado en una decisión.
Dibujó una sonrisa amarga.
—De acuerdo. Entonces, lo mejor será que esta noche no vengas a casa y te busques otro sitio donde pensar. No quiero que mi presencia te condicione.
—Emily, por favor.
—Quiero estar sola.
Se me escapó un ruidito de incredulidad. Minutos antes, me había acusado con dureza de no comportarme como un adulto; y ahora era ella la que se mostraba como una niña enrabietada. Abrí la boca para protestar, pero lo pensé mejor y volví a cerrarla. Quizás fuese mejor dejar que las cosas se calmasen y poner distancia durante unas horas.
—Vale, llamaré a un taxi.
—¿Y ya está, llamarás a un taxi? Ya veo cuánto te importo.
—Acabas de decir que quieres estar sola y trato de respetarlo.
—Seguro que te sientes aliviado de tener una excusa para no estar conmigo.
—Esto es de locos —dije para mí mismo. Inspiré hondo y la miré—. Iré a casa contigo y continuaremos hablando, si es lo que quieres. Y si prefieres estar sola, te concederé ese espacio, pero… ¡dime qué necesitas que haga!
—Me voy a casa, sola —me espetó mientras daba media vuelta y comenzaba a alejarse.
—Emily, deja que llame a un taxi.
Aceleró el paso.
—Emily, es muy tarde.
Traté de alcanzarla. Sin embargo, antes de que pudiera llegar hasta ella, vi que daba el alto a un taxi y subía deprisa. Me quedé inmóvil. Me pesaba el cuerpo como si llevase todo el día arrastrando una enorme roca.
Dicen que es imposible reconocer el momento exacto en el que te enamoras de una persona. También lo es percatarse de ese instante en el que todo termina. Quizás porque sucede poco a poco. De un modo tan gradual que sencillamente no lo notas y sigues adelante, sin darte cuenta de que caminas entre los escombros de una relación rota, y sin ninguna esperanza.
Emily y yo caminábamos sobre cenizas.
Y el viento había comenzado a soplar.
5
Jisoo
Matt retiró la pinza que me sujetaba el pelo y mi melena cayó a ambos lados de mi rostro como una cortina oscura. Me miró a los ojos, mientras deslizaba los nudillos por mi barbilla y resbalaban muy despacio hacia mi escote. Alcanzó los botones de mi camisa y uno a uno los fue desabrochando. Hice una mueca y me moví sobre su regazo para evitar que el volante del coche continuara taladrándome la espalda.
—Deja que te bese —me susurró.
Su aliento me llegó a los labios y un instante después su boca se posó sobre la mía. Los dedos le temblaban al tocar mi piel bajo la camisa entreabierta. Se inclinó hacia delante y deslizó los labios por mi cuello. Me mordisqueó la piel, dejando un rastro húmedo y caliente hasta el lóbulo de mi oreja.
Apreté los párpados e intenté dejarme llevar por las caricias de su lengua recorriendo la longitud de mi clavícula, sus caderas balanceándose entre mis muslos. A la espera de que uno de esos roces provocara una sacudida en mi vientre. Un cosquilleo entre las piernas. Sin embargo, lo único que notaba era la electricidad estática que se acumulaba entre sus pantalones de pana y mis vaqueros.
Abrí los ojos y solté el aliento atascado en mis pulmones.
Mi cuerpo estaba muerto. No era capaz de sentir nada parecido al deseo. Ni el más leve hormigueo, salvo el de mi pierna, que comenzaba a dormirse atrapada entre los dos asientos. Respiré hondo, cada vez más impaciente, hasta que esa inquietud se transformó en incomodidad.
Matt no se daba cuenta, más preocupado por soltar el cierre de mi sujetador que por mi poco entusiasmo al devolverle los besos. Con ambas manos en su pecho, lo aparté.
—Perdona, no… no quiero seguir.
Me bajé de su regazo y regresé al asiento del copiloto.
—¿Qué pasa? —me preguntó él con la respiración entrecortada.
—No consigo relajarme. Me preocupa que algún vecino pueda vernos y se lo cuente a mis padres —respondí, aunque no creía que mis palabras hubiesen sonado demasiado convincentes.
Matt y yo nos habíamos enrollado en ese callejón decenas de veces, antes de que tuviera que marcharme a Corea el verano anterior para visitar a mis abuelos. Un viaje que mis padres me obligaban a hacer todos los años.
Para ellos era muy importante que mi hermana y yo no perdiéramos nuestra identidad. Las costumbres de un país que había visto crecer a muchas generaciones de nuestra familia.
Que ambas hubiésemos nacido en el Reino Unido no era más que un suceso accidental. A ojos de mis padres, éramos coreanas en todos los sentidos posibles y conservar esas raíces, de las que se sentían tan orgullosos, lo consideraban una necesidad y una obligación. Por ese motivo, había pasado dos meses viviendo en Busan junto a mis abuelos y después estuve un semestre en Seúl, tras haber logrado una beca para estudiantes extranjeros en la Universidad de Yonsei.
Solo hacía tres días que había regresado.
Mientras me abotonaba la camisa, noté la mirada desconfiada de Matt sobre mí.
—Estás muy rara.
—¿Qué quieres decir?
—Desde que has vuelto no pareces la misma de siempre. Te comportas de un modo diferente.
—¿Porque no me apetece hacerlo en el coche de tus padres?
—Porque antes no eras tan distante.
Lo miré de reojo y volví a clavar la vista en el parabrisas. No estaba del todo equivocado. Yo también lo había notado. Aunque había tratado de ignorar las señales, con la esperanza de que con el paso de los días todo volvería a ser como siempre entre nosotros. Sin embargo, no estaba siendo así. De respirar convencida de que mi vida sin él no tenía ningún sentido había pasado a rehuirlo como si su simple cercanía me pudiera provocar alergia.
¿Por qué? No estaba segura.
Ocho meses atrás había subido a un avión hecha un mar de lágrimas, sintiendo que me moría por separarme de él. Durante días me comporté como una viuda afligida, que pasaba las horas mirando la nada. Preocupé tanto a la abuela Min que quiso llevarme a ver a un chamán, convencida de que algún espíritu me había hecho enfermar.
Al principio, Matt y yo hablábamos todos los días, no importaba la diferencia horaria ni lo ocupados que estuviéramos, siempre encontrábamos un momento para nosotros. No obstante, con el paso de las semanas, ese hilo que nos unía comenzó a aflojarse.
A tirar menos.
Hasta que dejé de notarlo.
Y ocurrió sin que me diera cuenta.
Durante los últimos tres meses, ni siquiera lo echaba de menos. Siempre era él quien llamaba primero o enviaba un mensaje. Las mariposas desaparecieron y en su lugar afloró un sentimiento extraño, que no lograba comprender. De primeras, lo achacaba a la distancia. Me decía a mí misma que mi corazón se había acostumbrado, en cierto modo, a no verlo. Sin embargo, en algún momento comencé a rehuirlo. A inventar excusas. Me sentía más cómoda con los mensajes y evitaba las llamadas.
Ahora me encontraba de regreso en Londres, con él, y nada había mejorado.
—No es por ti, Matt. Es solo que… No sé, estoy agobiada por este trimestre, las prácticas, y aún arrastro algo de jet lag. Me cuesta dormir.
Lo miré y forcé una pequeña sonrisa. Él me sostuvo la mirada, suspicaz.
—¿Seguro que solo se trata de eso?
—Te lo prometo —volví a mentir.
—Vale. —Dejó escapar el aliento. Mitad suspiro. Mitad risa. Y el alivio que noté en ese sonido me hizo sentir mal—. Perdóname por ser tan capullo.
—No pasa nada.
—Estamos bien, ¿verdad?
—¡Sí! —Alargué el brazo y le froté el hombro. Después me incliné para depositar un beso en su mejilla—. Debo irme.
—Puedo acercarte a casa, es un poco tarde.
—Solo son un par de calles, no te preocupes.
—De acuerdo. Te llamaré mañana.
Cogí mi abrigo y el bolso del asiento trasero y bajé del coche. Me despedí de Matt con la mano y, caminando deprisa, salí del callejón. Doblé la esquina y aceleré el paso hasta el cruce. El vaho se me escapaba de la boca con cada aliento entrecortado. Me detuve frente al semáforo en rojo. Entonces cerré los ojos y por fin pude relajar la respiración. Nada era normal. Ni mi actitud ni mi comportamiento. Pese a ello, preferí acallar esa vocecita que me decía que escuchara a mi intuición.
El semáforo cambió a verde y crucé la calzada en dirección a casa.
Vivía con mi familia en Brixton, en un edificio de dos plantas junto al parque Loughborough, y a solo unas pocas manzanas del restaurante que regentaban mis padres.
Eran casi las dos de la madrugada y no había un alma en la calle a esas horas. Aligeré el paso, con un pequeño nudo en el estómago. No me consideraba una persona miedosa, pero las advertencias que mis padres me repetían sin cesar sobre los peligros que una mujer puede correr cuando camina sola, habían dejado una impronta en mi cerebro.
Doblé la esquina y me estremecí al ver a lo lejos una silueta. Parecía un hombre y estaba sentado en el murete de la verja de entrada a nuestra casa. Por puro instinto, abrí el bolso sin apartar la vista de él y moví la mano en su interior hasta dar con el teléfono. Lo agarré con fuerza y lo desbloqueé con la huella.
Conforme me acercaba, el pulso se me disparó mientras trataba de distinguirlo entre las sombras que lo rodeaban. Entonces, se inclinó hacia delante y la luz de la farola iluminó su perfil. Mis dedos se aflojaron y mi corazón se volvió loco. Él giró la cabeza al oír mis pasos y no pude evitar reírme al ver su expresión de sorpresa.
—¿Jisoo?
—¡Hola, Ren!
—¿Qué haces tú aquí?
Salió a mi encuentro, me rodeó con sus brazos y me estrechó muy fuerte mientras colocaba su mano en mi cabeza y la apoyaba en su hombro. Me quedé sin habla durante unos instantes. Hacía mil años que Ren no me daba un abrazo, no como aquel.
—Vivo aquí, ¿recuerdas? —articulé.
—Quiero decir que… —Sacudió la cabeza y me tomó por los brazos para mirarme—. ¿Cuándo has vuelto, y por qué nadie me ha dicho nada?
—Hace tres días que regresé y no he dejado de subir fotos a mi cuenta de Instagram, incluido un reportaje completo sobre mi vuelta para la familia. Solo tenías que echar un vistazo.
Asintió varias veces y arrugó los labios con un mohín antes de soltarme.
—No tengo redes sociales.
—Lo sé.
Mi corazón continuaba revoloteando dentro de mi pecho como un pajarito asustado que busca una salida. Pensaba que Ren ya no tenía ese efecto sobre mí. Quizás me equivocaba.
No recuerdo cuándo fue la primera vez que sentí ese cosquilleo en el pecho. Si nació de repente o apareció poco a poco. Cuándo tuvo lugar ese primer momento en que tomé conciencia de que la admiración que sentía por ese chico, al que quería como si fuese mi hermano, se estaba transformando en amor.
Amor. A los catorce años, esa palabra tiene el tamaño de todo un universo. No existe nada ni nadie más que esa persona que lo expande fuera de sus confines con una sola mirada. Incluso cuando esa persona se encuentra tan lejos de tu alcance que fantasear con la más mínima posibilidad te hace sentir el ser más patético del mundo.
Durante cuatro largos años sufrí por ese amor que ni siquiera era real y que nunca llegaría a existir. Para Ren, yo no era más que su «hermanita» pequeña, a la que cuidaba y protegía como si le fuera la vida en ello. Su atención me asfixiaba porque, cuando estaba cerca, me robaba el aire y no podía respirar. Cuando me sonreía, mis huesos se derretían como la mantequilla al sol y me volvía torpe. Mis ojos memorizaban cada gesto suyo, mientras las palabras se me atascaban en la garganta. Y ya no sabía cómo lidiar con ello.
Entonces, Matt apareció y mi mundo cambió de eje.
Al menos, lo hizo durante un tiempo.
Ahora parecía haberse detenido y se limitaba a flotar suspendido, sin velas que lo empujaran o timón que lo guiara. Sentía que nada lo llenaba. Que algo le faltaba. Que apenas latía. Por ese motivo, sentirlo de repente tan despierto, tan loco, me abrumó.
Que Ren fuese de nuevo la causa…
Inspiré hondo y los latidos de mi corazón se calmaron mientras contemplaba su rostro.
No, el cosquilleo que había sentido no llevaba su nombre. No era más que el efecto de la adrenalina tras un susto de muerte.
Ren suspiró inquieto, con la mirada clavada en el suelo.
Solo había dos personas en el mundo que realmente conocían a Ren, y yo era una. A veces, ni siquiera necesitaba ver su cara o escuchar su voz para saber que algo no iba bien. Me bastaba con estar cerca y sentir sus vibraciones en la piel. Sus emociones golpeándome como una ola que choca con la arena y después regresa al mar, dejando un rastro de espuma que me obligaba a seguir. De puntillas y con disimulo, porque Ren nunca permitía un acercamiento directo. Si le preguntaba cómo se sentía, contestaba que bien.
Bien.
Odiaba esa palabra en su boca, porque siempre era mentira.
Solo había una persona en el mundo con la que Ren era sincero y se abría por completo, y no se trataba de mí. A mí me protegía del mundo y de sí mismo. Se esforzaba por pintarlo de colores y que solo viera el lado amable. Sin embargo, yo ya no tenía siete años, ni diez. No era una niña desde hacía bastante y había descubierto por mí misma que los colores solo brillan bajo la luz. Que también existe la oscuridad y entre sus sombras solo hay negros y grises. Como él.
—¿Qué haces merodeando a las dos de la mañana frente a casa? —le pregunté.
Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa tensa.
—Pensaba dormir en mi antigua habitación, pero me he dado cuenta de que no tengo las llaves.
—Ni cazadora —le hice notar. La temperatura era gélida y él solo llevaba una camiseta blanca de manga larga, tan fina que casi se transparentaba.
—Sí… Las llaves están en el bolsillo de mi cazadora.
—Podrías haber llamado al timbre.
—Deben de llevar horas durmiendo, no me parecía bien despertarlos.
—¿Y regresar a tu casa? —lo intenté de nuevo, aunque dudaba de que me contara el motivo que lo había llevado hasta nuestra puerta como si hubiera salido huyendo de alguna otra parte.
Hizo un gesto hacia su motocicleta, aparcada al otro lado de la calle.
—El depósito está casi vacío, no llevo efectivo y mi cartera…
—No me lo digas, ¿en tu cazadora? —bromeé. Asintió—. ¿Sabes que ahora se puede pagar con el teléfono?
—No me gustan esas cosas.
—Cierto. A veces olvido que tú aún maldices a los que inventaron el MP3 y los CD.
—¡Provocaron la muerte del casete y el vinilo! —exclamó al tiempo que alzaba ambas manos con un gesto de indignación.
Rompí a reír y me cubrí la boca con la mano.
Así era Ren: odiaba las nuevas tecnologías, pero su trabajo y la música, por los que vivía, dependían de todos sus avances.
Así era su mundo, pura contradicción. El reflejo perfecto de cómo funcionaba su mente.
Ren dio otro paso adelante y la luz de la farola le iluminó el rostro por completo. Me quedé muda al ver que tenía un golpe muy feo junto al ojo.
—¡¿Qué te ha pasado?!
Alargué la mano para girarle la cara y asegurarme de que no era grave, pero él se echó hacia atrás y evitó que lo tocara.
—Nada. Un despiste en el gimnasio.
¡Mentía de pena! Igual que un niño con la cara manchada de chocolate, que niega haberse comido el último bombón de la caja.
—Un despiste, ¡eh! Pues deberías ponerte hielo o se hinchará aún más. —Metí la mano en el bolso y saqué mis llaves. Las hice tintinear—. ¿Vamos?
Ren asintió mientras echaba a andar a mi lado, con las manos en los bolsillos de sus vaqueros. Una vez dentro, dejamos los zapatos en el armario del vestíbulo y caminamos a oscuras por el pasillo enmoquetado hasta la escalera.
—Tengo hambre —susurró él.
Lo miré por encima del hombro.
—Puede que mamá haya traído sobras del restaurante. También suele guardar fideos instantáneos en el armario que hay sobre el microondas.
—Eso me sirve. ¿Tú quieres?
Justo en ese momento, mi estómago rugió como el de un dinosaurio que lleva meses sin comer. El cuerpo de Ren se sacudió en la oscuridad. Se estaba riendo de mí.
Le lancé un manotazo, que esquivó agachándose.
—Enseguida vuelvo —mascullé, y me dirigí escaleras arriba para no acabar dándole una patada en la espinilla.
Recorrí el pasillo de puntillas y pasé frente a la habitación de mis padres con el sigilo de un gato que acecha. Entré en mi cuarto y cerré la puerta. Tiré el bolso en la cama y abrí el primer cajón de la cómoda para coger un pijama limpio. Refunfuñé al no encontrar ninguno. Había olvidado por completo hacer la colada y las tres toneladas de ropa que había traído desde Corea continuaban en el lavadero.


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