Jódase señor Ward de Estrella Correa pdf
Jódase señor Ward de Estrella Correa pdf descargar gratis leer online
christopher ward, un tipazo diario a desbordar.
savannah jones, una mujer que no acaricia perder.
una narra sobre pasos frustradas,odioy penitencia.
un correteo azaroso.
dos corazonesque no se abrigan lo que van a percibir.
dar un advengo de reata no es una dilema.
¿quién ganará?
¿será este el rudimento del final?
INTRODUCCIÓN
Me gustaba dormirme junto a la chimenea, sobre la alfombra, rodeada de cojines en tonos pasteles que mi madre tiraba a conciencia para que Andrew, mi hermano pequeño, y yo nos tumbáramos a sus pies mientras ella leía un libro y papá jugaba al ajedrez con el abuelo, o veía la televisión. El calor de las llamas en invierno me trasladaba a lugares con los que soñaba desde muy pequeña, castillos de piedra en los que habitaban princesas que montaban a caballo, luchaban en guerras e, incluso, hacían magia. Nuestra casa para mí era eso: MAGIA. Un castillo mágico donde siempre me sentía protegida y feliz.
Crecí rodeada por un amor de los intensos y buenos en todos los sentidos. Mis padres se amaban, quería a mi hermano tanto o más como él me quería a mí. No conocí a mi abuela materna, pero mi abuelo solo tenía palabras bonitas hacia ella. Una mujer de armas tomar que luchó por su familia y a la que cuidó hasta el último suspiro. Una felicidad infinita, eso era exactamente lo que recordaba hasta aquel momento.
Todo comenzó a desmoronarse tras la muerte de mi madre. Una enfermedad que no entendía entonces se la llevó de nuestro lado en muy poco tiempo y, a partir de ahí, mi padre se centró en el trabajo y se olvidó de muchas otras obligaciones, entre las que estábamos nosotros; dos niños pequeños que aún necesitaban el cariño de la persona que veían, además, como un superhéroe. Supongo que todos los niños ven así a su padre (y a su madre). A mis catorce años tuve que aceptar que mi heroína era mortal y se había marchado al cielo (en el que aún creía) y que mi padre no tomaba buenas decisiones.
Pero lo que nos terminó de destrozar fue lo que vino después. Un sinsentido de situaciones que a mi edad me sobrepasó y que cargó sobre mí con demasiado peso. Desde que nos arrancaron a mi padre de nuestro lado de una manera muy injusta y nos sacaron del castillo mágico a empujones, no volví a ser la misma persona. Las circunstancias y las vivencias te cambian. Yo dejé de ser una niña para convertirme en una mujer a los dieciséis años. A partir de esa edad, jamás volví a tumbarme sobre aquella chimenea ni sentí el calor de sus llamas ni vi a mi madre leer ni a mi padre jugar al ajedrez. La vida cambió el guion que yo misma había escrito para mí, para nosotros, y no pude hacer otra cosa que ir corrigiendo los errores que veía en él y… esperar diez años para modificar las tildes que alguien había obviado, o puesto erróneamente.
Savannah Jones, una chica de Brooklyn que solo soñaba con dar la vuelta al mundo varias veces, tuvo que reemplazar los planes para vengar lo que la (in)justicia había hecho con sus vidas.
1
COMIENZA EL JUEGO

SAVANNAH
Bajo las escaleras del metro a toda velocidad con mis zapatillas de deporte. Me agarro a la barandilla, salto los últimos escalones y piso con decisión para correr por los pasillos y brincar dentro del vagón justo antes de que las puertas se cierren. Un segundo más tarde y mañana salgo en los periódicos: «Chica partida en dos en la 14 St-Union». Parece que voy a robar un banco, con el gorro de mi sudadera gris cubriéndome la cabeza y un abrigo negro que casi me llega a los pies. No me escondo, sin embargo, no puedo evitar que un pequeño gusanillo me suba por la garganta y el corazón se me acelere. Es la primera vez que hago algo así, aunque llevo años esperando, en concreto diez. Cuando todo se vino abajo yo tenía dieciséis años y mi hermano nueve, fue duro quedarnos totalmente solos tras la muerte de mi madre unos meses antes y afrontar una realidad que a todos nos vino demasiado grande; incluso a nuestra tía materna, que nos acogió y nos ayudó e hizo lo que pudo para que siguiéramos adelante.
Hace calor ahora aquí dentro.
Tomo asiento junto a un hombre de mediana edad que lee el periódico y miro alrededor con la sensación de que alguien me sigue. Un chico escucha música con auriculares; una mujer lee un libro cuya portada no reconozco y otra a su lado acuna a un niño medio dormido en su regazo; gorras y chaquetas de cuero hablan demasiado alto de la tribu a la que pertenecen aquellos adolescentes; y un muchacho rubio pecoso estrecha un patinete entre sus brazos.
Froto mis manos, nerviosa, en los vaqueros, sobre mis pantorrillas, y cojo el teléfono móvil para visionar los últimos mensajes.
Nat: «¿Dónde estás? Voy a pedir algo de comida y no sé si piensas seguir escondiéndote de mí o vamos a reconciliarnos en una cena con velas y vino. Compra vino. Uno bueno».
Natalie, mi compañera de piso, está preocupada por mí y por el plan que quiero llevar a cabo y que comienza con mi pequeño viaje al Bronx de Nueva York. Me ha repetido hasta la saciedad que no está de acuerdo con el hecho de que pueda poner mi vida en peligro. Es bastante drama. La mujer drama la llamo. A ver, sé que lo que quiero hacer puede acabar muy mal para mí, pero se lo debo a mi padre y a toda mi familia.
Stew: «Llevo una semana llamándote. Creo que deberíamos hablar».
Este lo escribe Stew, diminutivo de Stuart. Mi novio, o debería decir mi ex. Llevábamos saliendo casi un año hasta que hace unos días, por casualidad, leí unos mensajes subiditos de tono en su ordenador, intercambiados con una chica llamada Mary. Me fui de su casa no sin dejarle una nota en el frigorífico que rezaba: Ojalá se te caiga a pedazos, comemierdas.
No contesto a ninguno de los dos. Recibo un mensaje que llama mi atención y me hace temblar.
Me recuerdo que a partir de ahora debo ser fría y acostumbrarme a situaciones extremas que tengo que controlar.
«Vamos, Savannah. Te has preparado para esto», me arengo.
«La noche está fría». Leo la contraseña que el contacto de un amigo de mi hermano dijo que me llegaría justo a esta hora. Mi hermanito y sus malas compañías.
Salgo por la boca de metro de Mott Haven y cierro la cremallera de mi abrigo cuando el viento frío me cala hasta los huesos. Restos de nieve sucia adornan la calle desierta. Se escucha el eco de sirenas y el alumbrado de las farolas deja mucho que desear, una de ellas parpadea. No traigo cartera, incluso me aconsejaron que dejara el teléfono en casa, pero no suelo visitar este lugar y puedo perderme en cualquier momento. Además, son calles peligrosas, prefiero arriesgarme a que me roben.
Camino hasta la calle indicada, a dos manzanas, y observo el edifico de piedra oscura y envejecida que tengo justo delante. Siete pisos de altura. Con ventanas pequeñas y una escalera de incendios que juraría está a punto de caerse.
Entro en el portal, abierto de par en par, y busco el interruptor de la luz para darme cuenta de que las bombillas están fundidas y el ascensor no funciona. Enciendo la linterna del móvil y subo por las escaleras hasta el número doce del cuarto piso. La limpieza brilla por su ausencia.
Huele a tabaco, a rancio, a condimentos y a carne quemada.
Me dispongo a llamar al timbre, pero la puerta se abre justo cuando mi dedo se dirige hacia él.
Una mujer octogenaria me mira de arriba abajo para terminar en mis ojos.
—¿Qué te trae por aquí, muchacha?
En un primer momento casi le cuento para qué he venido, no obstante, cuadro los hombros y suelto:
—La noche está fría.
Se retira hacia un lado y me indica con un gesto de cabeza que cruce el vano. Piso sobre un suelo blando que crea la moqueta verde botella que lo cubre hasta un salón oscuro y repleto de humo.
Un hombre de pelo canoso y unas pocas arrugas en la frente está sentado frente a una mesa redonda con un cenicero enorme repleto de colillas.
Me observa durante unos segundos.
—Ahora te llamas Clark Evans. —Señala mi nuevo documento de identidad que me espera junto a una taza de café que aún humea.
Doy un paso hacia delante y él lo cubre con la mano.
—Mil —habla, rudo.
—Eran quinientos —contesto con tibieza.
—Mil.
—Seiscientos.
—Novecientos.
—Setecientos. Y es mi última oferta. —Se lo piensa—. Los dos sabemos que puedo conseguir otro mucho más barato en el edificio de al lado. —Me hago la dura y me arriesgo. No tengo ni idea de dónde conseguir un carnet falso.
Tras unos intensos segundos (que me parecen horas durante las que da tiempo sobrado para pensar que van a matarme y tirar mi cuerpo al río Hudson), retira la mano y yo recojo mi segundo nuevo documento de identidad mientras intento que la mía no tiemble.
Dejo el dinero sobre el tapiz y me largo.
Comienza el juego.
2
PRIMERA PARTIDA
CRUCIAL

SAVANNAH
Pinto mis labios de un dulce nude y no de rojo intenso como me gustaría. Tengo que conseguir este trabajo a toda costa y no deseo causar una impresión equivocada. Quiero decir correcta, porque estoy decidida a arrasar con todo a mi paso y acabar con la empresa y la persona o personas que destrozaron mi familia. Pero debo contenerme y aparentar lo que, por otro lado, también soy. Una chica joven e inteligente que se graduó en arquitectura e interiorismo cum laude por la universidad de Nueva York hace cuatro años y que tiene un currículum impecable. Esconder quién soy es solo una asignatura más. Voy a tomármelo como el trabajo post máster en el que contra viento y marea la nota tiene que sobrepasar la matrícula de honor.
—Sav, el desayuno está listo. —No es mi asistenta la que habla, sino mi compañera de piso.
—Voy enseguida —respondo mientras me miro al espejo y me recuerdo la promesa que me hice hace casi diez años—. Por fin ha llegado el día —masco.
Salgo de mi dormitorio, el más grande de los dos que tiene la finca, y voy hasta la cocina, donde Natalie vierte el café en dos tazas de color rojo y blanco que ella misma ha pintado con sus manos de artista.
—Anoche te estuve esperando —suelta con rencor.
Cuando llegué ya se había acostado. Dejó los restos de la cena sobre la mesa del salón a conciencia. Ella es muy ordenada y sé lo que le costó irse a la cama sin recoger, pero quería que viera que había pedido comida para dos y, aunque no se lo confirmé, falté a mi ausente palabra.
—Lo siento. Creí que terminaría antes.
—No vas a echarte atrás, ¿verdad? —insiste en quitármelo de la cabeza.
—No —contesto con firmeza.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer? —Aún mantiene la esperanza de que me arrepienta.
—No empieces.
—Estamos hablando de WARD COMPANY. Una de las empresas más competitivas de la costa este.
—La conozco muy bien —digo cada vez más molesta.
—Te estás jugando mucho, Clark.
—No me llames así.
—Es tu segundo nombre, además, a partir de ahora van a llamarte así muy a menudo. Tendrás que acostumbrarte.
Cierro los ojos y suspiro.
Lleva razón.
Estira la mano y coge mi nueva y falsa identificación que dejé anoche sobre la isla de la cocina junto a las llaves de la casa.
—Clark Evans —lee—. ¿Lo has elegido tú?
Pongo los ojos en blanco y suspiro.
—Ya te lo he explicado.
—¿Y por qué tu segundo nombre? Podías haberte llamado… No sé… —Encoge los hombros—. Cecilia, Amelia, Kelly…
—Me será más fácil atender cuando se dirijan a mí. Al fin y al cabo, mi madre me llamaba así.
Mi madre me llamaba Clark. Decía que le recordaba a mi abuela, que me parecía bastante físicamente y que sabía a ciencia cierta que mi personalidad sería la de ella. Mi madre falleció hace doce años y no se equivocó. Por lo visto, Mary Clark Evans, una señora joven del sur de Texas, supo abrirse paso en la dura época que le tocó vivir y crio a tres hijos ella sola, sin duda una mujer de armas tomar.
El apellido no lo he tenido que cambiar porque ya lo hicimos Andrew y yo hace cinco años, cuando me cercioré a golpes de que el de nuestro padre, Jones, solo iba a cerrarnos puertas y darnos problemas.
—Tú sabrás lo que vas a hacer, pero es mi deber como tu mejor amiga decirte que te estás metiendo en tierras pantanosas, muy, muy peligrosas. —Piensa durante una milésima de segundo lo que va a decir—. ¿Qué sería de tu hermano si algo te ocurriera?
Me levanto y le clavo la mirada.
—Eso ha sido un golpe bajo —siseo.
—Golpe bajo o no, es la verdad.
—Esto también lo hago por él. —Aprieto las manos.
—No es lo que necesita Andrew.
Tal vez lleve razón. Hacer esto es algo personal y no pienso involucrarlo.
—Hago por Andrew todo lo que puedo. —La preocupación por él no me deja dormir por las noches.
—Lo sé… —suspira. Mira el reloj rosa de su muñeca—. Tengo que irme. —Deja el carnet falso delante de mí—. No digas que no te lo advertí.
Se marcha y me percato de que no respiro cuando escucho el portazo que da al salir de casa.
Enjuago la vajilla y la dejo en el fregadero. No puedo llegar tarde a la entrevista de trabajo que me dará acceso a la empresa que deseo hundir.
Bajo del taxi a una manzana de la Bolsa de Nueva York, en el Distrito Financiero, situado al sur de Borough en Manhattan. Un imponente edificio de cristales se sitúa frente a mí. Miro hacia arriba y el final parece no llegar. Por un momento siento presión en el pecho, sin embargo, mis pies, clavados al suelo, se niegan a dar ni un paso atrás.
LOSTED Y YARED, leo en palabras grandes y plateadas a unos veinte metros sobre mi cabeza.
Cruzo el vestíbulo y enseño mi identificación al guardia de seguridad que se aposta junto a los ascensores.
—Última planta, señorita Evans —informa con el rictus en el rostro.
«Señorita Evans. Clark Evans», me recuerdo.
Pulsa el botón por mí y espero a que las puertas de color oro se abran.
La lanzadera tarda un abrir y cerrar de ojos en subir los ciento dos pisos y tengo que agradecerlo porque estoy deseando enfrentarme a lo que está por llegar.
Pregunto en la recepción principal, elegante y distinguida, de colores oscuros, dónde tengo que acudir para la entrevista de trabajo, y la chica, con pelo recogido e igual de refinada que la decoración del lugar, me indica el camino con educación.
Otras cuatro personas esperan en una sala blanca con sillones de cuero negro para optar al puesto de trabajo para el que llevo preparándome durante años. Doy los buenos días y tomo asiento a la espera de mi turno, que resulta ser el último.
Casi hora y media más tarde una mujer de unos cuarenta años me invita a pasar y me levanto dándole las gracias.
Tres personas me observan apostadas tras una mesa de cristal de más de cuatro metros de larga. Una de ellas, un hombre mayor, me invita a sentarme frente a ellos. Ninguna de ellas es el señor Ward.
—Esta tarde recibirá un email con la información y sabrá si el puesto es suyo o no —me dice la mujer que me abrió la puerta y que ahora me acompaña a la salida—. Si es usted la elegida, empezará el lunes.
—De acuerdo. Gracias por todo —contesto justo antes de que las puertas del ascensor se abran y me introduzca dentro.
—¡Sí! —grito en un susurro con un movimiento de mano triunfal por lo bien que ha salido la entrevista y la confianza plena de que el lunes comenzaré a trabajar para Ward.
Una señora vestida de etiqueta me mira con reproche al escucharme y levanta el mentón.
«Compórtate, Savannah», me digo, y me recompongo.
3
CONFÍA EN TI, SAVANNAH

SAVANNAH
Miro el correo cien veces cada minuto y nada, ningún email de WARD COMPANY. Tiro el teléfono sobre la cama, me levanto y me dirijo al cuarto de baño. El reloj marca las siete de la tarde y mis esperanzas se diluyen junto al agua del grifo que acabo de abrir. Voy a darme una ducha y saldré a tomar algo con mis amigas. Hemos quedado para cenar y “para celebrar mi incorporación en la empresa”.
Mis ilusiones se vienen abajo conforme pasan los segundos.
Vuelvo a revisar el email y… ¡ni rastro del dichoso mensaje!
Con la toalla cubriendo mi cuerpo vuelvo a mi dormitorio y me dispongo a vestirme. Un vestido rosa de lentejuelas, de tirantas y muy corto, sandalias negras y chaqueta de cuero del mismo color. Seco y plancho mi pelo castaño claro a la altura de los hombros y me maquillo con un poco de purpurina en los ojos. Me estoy poniendo brillo de labios cuando escucho el timbre de la puerta. Debe ser Natalie que, aunque muy ordenada, suele perder las llaves de casa una vez a la semana.
—¿Otra vez has perdido las llaves? —pregunto mientras abro la puerta con brío. Detrás de esta no encuentro a mi compañera de piso, sino a una mujer enchaquetada, pelo tirante y cara de cebolla pasada que me observa de arriba abajo.
—¿Señorita Evans? —se dirige a mí.
Claro, tiene que ser a mí, no hay nadie más aquí.
—Sí.
Alza las manos y me ofrece una caja de cartón negra que se me había pasado por alto ver.
—Comienza en WARD COMPANY el lunes a las ocho de la mañana. Aquí tiene todo lo necesario. —Vuelve a mirarme sin reparo—. Llegue a las siete.
—Eh… Sí, de acuerdo. Allí estaré.
—Vaya con una indumentaria adecuada.
—Por supuesto. —No voy a tomarle en cuenta el reproche hacia mi minivestido rosa, nada adecuado para trabajar en según qué cosas; para poner copas en un bar de moda sería perfecto, ojo.
Desaparece sin despedirse y me quedo congelada bajo el quicio de la puerta con una caja (que bien podría ser una bomba) en mis manos.
La dejo sobre la mesa del salón y la abro con curiosidad.
Un teléfono móvil, un ordenador, una nueva identificación y un sobre dorado. Lo cojo y leo con atención.
«Bienvenida a Ward Company. Es un placer para nosotros que forme parte de este grupo empresarial»
Al leer la última palabra me doy cuenta de que lo he conseguido. ¡Lo he conseguido! ¡¡Estoy dentro!!
Salto de alegría y doy vueltas sobre mí misma hasta que tropiezo con mis propios pies y caigo de espaldas por fortuna sobre el sofá.
Grito y doy patadas muerta de risa.
—¡¡Sí, sí, sí!!
Mi madre falleció en mi pubertad, pero tengo muchos recuerdos de ella. Los atesoro en una parte privilegiada de mi corazón, aunque sé que esos recuerdos están en la mente, en concreto en el hipocampo, la neocorteza y la amígdala. Era buena en ciencias y tengo la suerte de poseer una gran memoria. Me acuerdo hasta de la ropa que he llevado en cada momento de mi vida, o la de mi hermano, por ejemplo. Mi madre llegaba a casa y se ponía cómoda, casi siempre utilizaba una falda larga de flores comprada en un mercadillo y un chaleco de lana de colores al que me encantaba abrazar por su tacto. Ella me inculcó que debía luchar por mis sueños y que, si no se cumplían, fuera a por otros. Las conversaciones con ella parecían simples, pero llevaban un trasfondo tan singular que aprendía más con ella en una tarde que un trimestre en el colegio. Me gustaría que estuviera aquí en este momento para contarle que he logrado lo que llevo diez años esperando, aunque sé a ciencia cierta que no se enorgullecería de mí. Aun así, siento una dicha inmensa en mi pecho y espero que Natalie lo celebre tan a lo grande como yo.
Mi compañera de piso cubre mis expectativas y las supera con creces. Entramos en Bataca, una discoteca de Manhattan, dos horas después, tras una cena con mucho vino y risas.
—¿Crees que Stew estará aquí? —me pregunta, zigzagueando entre el centenar de personas que bailan al compás de una canción de Skrillex.
—Espero que no. Sabe que lo frecuentamos y le dejé muy claro que no quería volver a verlo. —Miro hacia atrás mientras hablo para que me escuche.
Un chico me pregunta si quiero tomar algo y lo ignoro.
—¿Desde cuándo confías en sus promesas? —Llegamos a una zona menos concurrida.
Las decenas de luces colorean el ambiente.
—No me lo prometió.
—Peor me lo pones.
Nos apostamos en el filo de la barra y esperamos a que un camarero nos atienda. Están desbordados.
—No sé cómo pudiste aguantarlo tanto tiempo.
—Yo tampoco.
No le miento. No me explico cómo hemos estado juntos casi un año. Nada tenemos en común y en la cama no congeniábamos. No voy a echarle toda la culpa a él. Sé que yo no ponía todo de mi parte porque no llegaba a interesarme del todo. No saltaba la chispa, como diría nuestra amiga Lilliam, que busca el amor eterno una y otra vez en aplicaciones de citas.
Pedimos dos copas y decidimos trasladarnos a la pista donde conseguimos hacernos un hueco. Escuchamos a David Guetta, Steve Aoki, Dimitri Vegas Afrojack y Don Diablo entre otros muchos.
Natalie nunca ha entendido mi pasión por la música, así como yo no entiendo que disfrute entre harina, crema de manteca y huevos.
Sudamos la gota gorda durante más de una hora y nos hacemos amigas de las chicas que mueven el cuerpo a nuestro lado. Han viajado desde Los Ángeles a Nueva York para celebrar la despedida de soltera de una de ellas. Se casa a los veintidós años con su novio del instituto. Irradia felicidad y nos enseña el anillo de pedida. Me alegra ver a la gente feliz y contenta, aunque no la conozca, sin embargo, me cuesta entender que prometerse de por vida con alguien sea motivo para celebrar absolutamente nada. Creo en el amor, lo viví en familia hasta que las circunstancias cambiaron, pero me he centrado tanto en mis estudios, mi profesión y en cuidar de mi padre y de mi hermano que jamás me he enamorado. ¿Ha sido por estar demasiado ocupada y porque no me ha llegado el adecuado? Ni siquiera pienso en ello. No creo en el amor para siempre, y no porque dos corazones no puedan quererse hasta la muerte, sino porque la muerte, a veces, llega demasiado pronto.
Bailamos dos, tres, cuatro canciones más junto a nuestras friends forever hasta que la sed me puede y voy hasta la barra más cercana a pedir una copa.
—Un gin-tonic, por favor. Hendricks. —Me hago un hueco entre la docena de personas que se apostan en ella. Se nota que los presentes también necesitan recargar líquido.
—Ahora mismo —responde una chica muy alta, morena y con los brazos repletos de tatuajes. Me fascinan los tatuajes, pero nunca me he atrevido a hacerme alguno. He estado tan centrada en poder entrar en Ward Company que jamás he querido hacer algo que pusiera en peligro mi misión.
—Savannah. —Escucho una voz muy conocida a mi lado.
Miro en esa dirección y me encuentro con el rostro de Stew y su pelo largo recogido en una coleta. Ese pelo que antes tanto me gustaba, ahora le tengo una aversión horrible.
—¿Qué haces aquí? —Levanto el mentón.
—Buscarte. Sabía que estabas en Bataca. —Así se llama este lugar.
«Joder, me lo dijo Nat, que fuéramos a otro lugar. Y yo le aseguré que el membrillo este no aparecería», pienso.
—Pues ya puedes irte por donde has venido. —Busco a la camarera con los ojos que en ese momento prepara mi bebida delante de mí.
—Tienes que escucharme.
—No. No tengo por qué hacerlo.
Me agarra del brazo y lo aprieta.
—Suéltame, gilipollas. —Tiro de él y lo empujo hacia atrás—. No vuelvas a tocarme.
Cojo mi copa, tiro un billete sobre la barra y me largo en busca de mis amigas, lejos del mascamierdas de mi ex.
¿Qué pude ver en él? ¡Si ni siquiera folla bien! ¡Era él!
—¿Y esa cara? —Me pregunta Natalie.
Encojo los hombros, doy un sorbo a mi Hendricks con tónica y bailo la siguiente canción. El mascamierdas no tarda en volver a la carga e insiste en que tenemos que hablar.
Qué pesado.
—Sav, salgamos fuera —reclama a mi lado.
Trata de colar su cabeza entre una de mis friends forever y yo.
—Stew, o te vas o llamo a seguridad —grito.
En realidad, él también lo hace. No hay otra manera para que nos escuchemos.
—¡Solo era una amiga, Savannah! ¡Tienes que creerme! —intenta convencerme de que la chica de los mensajes sexys solo era una amiga. No sé qué no entendí de «qué rico me la comes», así, tal cual; o… «nadie me ha besado como tú», en este último fue mucho más romántico.
En fin, que sí que pueden ser amigos, amigos con derecho a roce, y si roza a otra, a mí no me va a rozar más. Él me pidió exclusividad cuando comenzamos a salir y se la di, yo solo reclamaba equidad, pero él es un listo de mucho cuidado que aseguraba que me quería más que a nadie y se estaba tirando a otra, o a otras, ya no estoy segura de nada.
—¿Por qué me das explicaciones? ¡No te las he pedido! ¡Déjame en paz! —le lanzo frente a frente.
—¡Eh! ¡Deja de molestar a mi amiga! —Una de las chicas de Los Ángeles, de pelo rubio, cuerpo atlético y morenazo en la piel (fruto de hacer surf a diario según nos han contado) me defiende.
—¡¿Quién cojones eres tú?! ¡¡No te entrometas en nuestros asuntos!! —Se pone gallito.
Este no tiene vergüenza.
El grupo de personas que acabamos de conocer hace escasas dos horas nos rodea y le intimidan. Todas chicas. Unas Girls Power de la leche.
Ahora Stew se dirige a mí.
—Volveremos a vernos. Puedes estar segura —escupe casi sobre mi boca.
Da dos pasos hacia atrás sin perder de vista a las chicas que tiene por todas partes y de las que no se fía y se pierde entre el gentío.
Recibo unos mensajes de camino a casa:
Stew: «Esto no va a quedar así»
Yo: «¿Me estás amenazando?
Stew: «Te estoy advirtiendo»
Yo: «Déjame en paz.
No quiero volver a saber de ti.
No tienes derecho a entrometerte en mi vida»
Stew: «Soy tu novio»
Yo: «Ya no, Stew.
Métetelo en la cabeza»
Stew: «Volverás a mí.
Los dos lo sabemos»
Yo: «Eso no va a pasar.
Olvídate de mí.
Lo nuestro terminó»
Stew: «Nos vemos pronto».
Resoplo por su insistencia y Nat me pregunta qué ocurre mientras entramos en casa.
—El comemierdas de Stew ni siquiera pide disculpas por lo que ha ocurrido.
—¿Y te extraña? —Se quita los zapatos y se tira en el sofá.
—Claro que no. Es solo que me parece increíble cómo no he llegado a conocerlo en un año. ¿Cómo puede cambiar tanto alguien?
Nat no contesta y la miro.
Se ha quedado dormida tal y como ha caído sobre los cojines del sofá.
4
DE MANHATTAN A BROOKLYN

SAVANNAH
A pesar de acostarme muy tarde ayer por la noche, el sábado me levanto relativamente temprano para dirigirme a Brooklyn, como cada semana. Me paso por la cafetería en la que trabaja Natalie para desayunar y la encuentro detrás de la barra con su perfecto rostro poco maquillado y sin vestigio alguno de haber dormido apenas cuatro horas. El local es una especie de pastelería pequeña con muffins de todos los colores que ella misma crea con sus manitas de oro, con decoración en tonos pasteles y sillas de madera color abedul, acogedora y familiar a pesar de estar en una calle muy transitada de Manhattan, justo en el número 54 de Third Avenue.
Me acerco a la barra y tomo asiento en una de las dos únicas banquetas que la acompañan.
Doy los buenos días a mi amiga y cojo una galletita de un bol de cristal que tienen para que los clientes se deleiten con un aperitivo mientras esperan el desayuno. Natalie me sirve el café, solo y sin azúcar, y me pregunta si al final le daré una patada en los cojones a Stew.
—No lo descarto.
—No te esperaba tan temprano. —Pone la taza delante de mí.
—No podía dormir. —Me mira fijamente—. No es por lo que piensas.
—¿En qué pienso?
—Ya lo sabes.
—Ahora lees los pensamientos. —Me mosquea su condescendencia.
—Te conozco desde que tenemos diez años. —Doy un sorbo y me quemo la lengua—. ¡Ay! —Ella sonríe—. ¿Lo has hecho a propósito?
—¿Desde cuándo se sirve el café frío?
Cree que no he podido pegar ojo porque el lunes comienzo a trabajar para Ward y está segura de que no va a traerme nada bueno. Y lleva razón, pero ha sido porque estoy deseando empezar y acabar con ellos.
Finjo una sonrisa y le pido una magdalena de chocolate blanco con crema de fresas frescas. Todo los productos son de primerísima calidad, lo sé porque la he acompañado en más de una ocasión a la huerta de las afueras de la ciudad donde hace acopio de todo lo necesario.
—Si quieres, puedo recogerte y nos volvemos juntas. Voy a pasar a ver a mis padres esta tarde. —Tiene un Wolkwagen Escarabajo beis que suma ya unos años.
Su casa estaba al lado de la mía, crecimos juntas en la zona residencial de Brooklyn Heights, y digo estaba porque, después de que todo ocurriera, perdimos la casa y tuvimos que mudarnos a un barrio menos apacible. Aún no he podido volver a ese lugar; en todas las ocasiones rechazo la invitación de Natalie y sus padres para que los visite. Aquel también era mi hogar hasta que los Ward se cruzaron en nuestro camino.
—Está bien.
—¿A las cinco?
—Perfecto.
Un chico moreno y muy guapo se detiene a mi lado y pide un café americano y tarta de queso tras saludar con educación. Soy testigo de algo que no me esperaba. Veo cómo Natalie se mueve con nerviosismo y él no deja de observarla con detenimiento.
—¿Cómo va el día? —pregunta él.
Mi amiga tarda unos segundos en contestar, como si se hubiera atragantado con una de las galletas y casi tira el café al empujar la taza.
Los observo con una ceja arqueada y una pequeña sonrisa.
Vaya, vaya… Solo me falta un bol de palomitas, un refresco y una manta para ver una película de esas románticas que tanto adora ella.
El movimiento de sus cuerpos, la caída de párpados, las sonrisas… Todo indica un tonteo en toda regla entre dos personas que se gustan mucho y se interesan.
Todo termina cuando él coge su desayuno y se traslada a una de las mesas.
—Te gusta ese chico —murmuro como si fuera un secreto.
—Shhh. Va a escucharte.
—Pero si no me has contestado, aunque no hace falta. Lo he visto.
—Has visto cómo he servido café a un cliente.
—Un cliente muy guapo y que te hace ojitos.
Ella se sonroja, más si cabe.
—¿Crees que le gusto? —Lo mira de reojo.
—Estoy segura. ¿Por qué no le pides una cita?
—¿Una cita? ¿Y si me dice que no?
—Pues no salís y punto. ¿Desde cuándo tienes miedo a una negativa? Además, ni lo conoces. Igual quedáis y no congeniáis, pero no vas a saberlo si no hablas con él.
—No sé si es buena idea.
—¿Desde cuándo no tienes una cita?
—Hace cuarenta y ocho días.
Suelto una carcajada que alerta a todos los clientes, incluido al chico guapo.
—Nos está mirando.
—Porque quiere salir contigo.
—¿Y por qué no me ha pedido una cita él? Ni siquiera se ha quedado a charlar un rato conmigo.
—Tal vez sea muy tímido o…
—O tal vez esté casado —me corta.
—No lleva anillo.
—¿Te has fijado?
—Soy muy observadora, ya me conoces.
Suelo venir los sábados al apartamento en el que viven mi padre y mi hermano para adecentarlo y prepararles comida para toda la semana. No sé qué sería de mí si el metro no existiera; de mí y del noventa y ocho por ciento de los habitantes de esta ciudad. Tengo que recorrer al menos quinientos metros para llegar hasta el apartamento, cuya fachada no se mantiene en buenas condiciones. Por dentro no es mejor, paredes con grafitis y puertas y ventanas que vivieron tiempos mejores allá por la década de los cincuenta; sin embargo, he conseguido que el piso alquilado que pagamos entre mi padre y yo parezca un hogar. Les he pedido cientos de veces que se vengan a vivir conmigo, que busco un piso más grande y ya vemos cómo hacemos frente a los gastos, pero ellos no quieren moverse de aquí. Mi hermano se niega a alejarse de sus amigos (que ni mucho menos son sus amigos) y mi padre se ha abandonado a una desidia difícil de superar. Trato de entender su enfado con el mundo. Él no se explica cómo alguien pudo tratarlo de esa manera y destrozar su vida después de dedicarle (en cuerpo y alma) más de diez años. Un trabajador nato que se desvivía por una empresa que le pagó con el peor de los regalos: siete años de cárcel que ha cumplido por completo. Salió hace casi dos y desde entonces bebe demasiado; por esto los trabajos no le duran más de un par de semanas (con suerte) y sin carta de recomendación, por supuesto. Quiero creer que hace lo que puede, que hay traumas complicados de superar y que necesita ayuda profesional a la que nos es imposible acceder por motivos económicos.
Abro con mi llave y escucho la música contra las paredes del inminente salón, donde se encuentra también la pequeña cocina office. Muebles blancos, paredes empapeladas de un beis oscuro horroroso (que me gustaría cambiar) y un pequeño balcón al frente en el que casi no te caben los pies. Dos habitaciones de igual tamaño y un baño con lo imprescindible.
Cajas de pizza, una bolsa de patatas fritas y varias latas de cerveza yacen sobre la encimera de granito. El fregadero hasta arriba de vasos y platos de cristal verde y la basura saliendo por arriba del cubo.
—Pufff… —Bufo y me refriego la frente.
De golpe, la atronadora música entra por mis tímpanos y, aunque no me asusto porque estoy acostumbrada al ruido y a las entradas de mi hermano, sí me sobresalto cuando lo veo desnudo de cintura para arriba y vislumbro un tatuaje nuevo que le cubre la mitad del pecho.
—¿Qué es eso? —le pregunto, conocedora de que su reacción va a ser ni inmutarse.
Abre el frigorífico sin saludarme y coge una cerveza que bebe de un trago.
—Solo tienes dieciocho años. —Se la quito de las manos y compruebo que casi la ha vaciado por su gaznate.
—¿Ya es sábado? —Es lo único que dice un hermano al que solo le importa que su hermana mayor le llene la nevera. Él, lo poco que gana trabajando por horas en una hamburguesería, se lo gasta en marihuana. Y en tatuajes.
—Huele a maría y… Deberías darte una ducha, ¿no crees? —Trata de huir de mí, pero lo agarro del brazo y lo detengo—. ¿Te cuesta mucho poner el lavavajillas de vez en cuando?
—Déjame en paz —sisea, molesto.
Se suelta y da un portazo tras meterse en su dormitorio.
Miro a mi alrededor y cuento hasta diez para calmarme y disponerme a recoger y limpiar mientras llega mi padre para almorzar. Los sábados solo trabaja media jornada. Hace dos semanas, el amigo de un amigo, le consiguió un trabajo pintando fachadas de casas.
«Dos semanas. A ver si supera su propio record sin ser despedido», pienso.
Una hora más tarde el pequeño piso parece otra cosa y salgo a hacer la compra semanal. Cuando vuelvo, preparo la comida y espero en el balcón a nuestro padre. Ahora confieso un secreto del que me avergüenzo. Me enciendo un cigarrillo y me lo fumo con cuidado de que mi hermano no se percate de ello. Tras varias caladas, lo apago en la suela de mi zapatilla de deporte y lo tiro a la bolsa de basura nueva que he colocado en el cubo.
Las albóndigas terminan de cocinarse en el fuego cuando la puerta se abre y mi padre llega con un mono gris oscuro con manchas de pintura de varios colores.
—Hola, cariño. —Me regala una sonrisa que escenifica a la perfección. Mi padre se hace acompañar de claros y sombras, mezcla entre la sinceridad y el profundo amor que me tiene y el sentimiento de culpabilidad y frustración que no se despega de él.
—Hola, papá. —Me da un beso en la mejilla—. ¿Qué tal en el trabajo? —Hago solo esta pregunta, no obstante, los dos sabemos que detrás de ella hay una docena más.
—Bien, bien. Esto de pintar se me da mejor de lo que pensaba.
—¿Tienes cuidado? —Me preocupa que tenga que subirse a andamios y a tejados—. Es peligroso.
—Tengo cuidado.
Imagino lo peor si le diera por beber antes de subir unos pocos de metros, se marea, pierde pie o se desmaya. La caída podría ser mortal.
—¿Te pones el arnés de seguridad?
Acaricia mi rostro con cariño.
—Deja de preocuparte. Voy a darme una ducha. ¿Me da tiempo, Garfield? —Me llama así desde que no levantaba un palmo del suelo y ya me quedaba embobada viendo los dibujos animados donde este gato de color naranja con rayas negras comía lasaña y no ocultaba sus malas pulgas.
—Claro, Squeak —contesto, haciendo alusión al mejor amigo del protagonista de la serie.
Me lamento para mis adentros al recordar nuestras noches de viernes en las que comíamos palomitas y veíamos varios capítulos hasta que yo me quedaba dormida en su regazo y me llevaba a la cama en brazos. Mi padre era mi mejor amigo hasta que crecí y a él lo metieron en la cárcel.
Bajo el fuego y camino hasta la puerta de la habitación de mi hermano. Llamo dos veces y abro para encontrarlo tumbado en la cama, con un canuto de maría en los labios y el móvil en la mano.
—El almuerzo está casi listo —informo.
No contesta y mi yo más rudo va hasta la orilla del colchón, agarra la colcha y tira con fuerza hasta que lo hace caer al suelo.
Otra cosilla que se me ha pasado por alto contar. Tengo una fuerza que nadie se explica pero que tiene su razón de ser. Di clases de judo y kárate desde los dos años hasta los quince y nunca he bajado la guardia al respecto. Ahora voy al gimnasio y hago boxeo.
—¿Eres imbécil? —grita al dar un salto y levantarse.
Achino los ojos y le apunto con el dedo.
—Tú eres imbécil. Y espero que no te mates o te maten antes de darte cuenta y encauzar tu vida.
—¿Qué te importa a ti lo que me pase? —Se envalentona—. Vives en el puto Manhattan.
Aprieto la mandíbula y me resisto a no darle una patada en el culo (tal y como debería).
Giro sobre mi cuerpo y me dirijo a la cocina para poner la mesa y servir las albóndigas de carne con patatas fritas.
El almuerzo lo hacemos en silencio, solo interrumpido por los maullidos de gatos del vecino, la grúa de la obra del edificio de al lado y las voces que provienen de la calle.
5
ES MI TURNO DE JUEGO

SAVANNAH
El lunes me levanto a las cinco y media de la mañana para darme una ducha y vestirme con mis mejores galas. Falda negra hasta las rodillas, zapatos de salón rojos y blusa de un gris muy claro. Poco maquillaje y el pelo recogido en un moño bajo. Abrigo negro y bolso plateado muy grande donde guardo el ordenador, móvil y Tablet que me hicieron llegar el viernes.
Camino hasta la boca del metro con prisas y un café en la mano que acabo de comprar justo debajo de casa. Me dispongo a bajar los escalones cuando mi nuevo teléfono suena en el fondo. Me detengo, lo busco y miro la pantalla. Aparece un nombre que desconozco.
Alisha Smith.
—¿Sí?
—Buenos días, señorita Evans. El señor Ward la espera en el 432 de Park Avenue. No le haga esperar.
—De acuerdo. ¿En qué…? —Pi, pi, pi, pi…
Abro la boca y los ojos cuando cuelga, deja mi pregunta en el aire y blasfemo por su poca educación y tolerancia.
Ese edificio es muy grande. ¿Adónde exactamente tengo que ir?
Sin pensarlo demasiado, me pego a la calzada, alzo la mano y un taxi se detiene delante de mí. Si voy a tener que buscar el piso donde está el señor al que voy a declararle la guerra, mejor llegar con tiempo suficiente.
«Va a ser tan fácil como buscar una aguja en un pajar», me lamento para mí.
Bajo justo en frente del vestíbulo de grandes cristales. Una obra de ingeniería que se levanta sobre ochenta y cinco plantas y que, hasta donde tengo entendido, pertenece al grupo CIM y está destinado a viviendas residenciales de un muy alto standing.
Cruzo los cien metros de hall como una hormiga en medio de un gran campo de secuoyas sin saber hacia dónde tengo que dirigirme hasta que una persona, un hombre enchaquetado, se acerca a mí.
—¿Señorita Evans?
—Sí.
—Sígame, por favor. El señor Ward la espera.
Vamos hasta una zona de ascensores y entramos en el último. Aquí caben más de veinte personas, pero vamos solos los dos. Esta persona (que no se ha presentado) introduce una llave en la ranura junto a los botones y comenzamos a subir con rapidez.
El silencio rodea el ambiente.
No sé si preguntar…
—Y usted es…
—JD.
—¿Solo JD?
Asiente con la cabeza a mi lado y me percato de que no va a decir nada más
La lanzadera se detiene en la planta ochenta y dos donde bajamos y caminamos hasta una sala enorme solada de mármol negro y totalmente vacía de mobiliario, adornada únicamente con varias lámparas de cristal muy modernas.
—Espere aquí —dice y me deja sola.
No tarda demasiado en hacer acto de presencia. Y lo hace con paso decidido, altivo y… guapo, muy guapo.
Está claro que he llegado hasta aquí con el trabajo bien hecho y sé todo o casi todo de esta familia. El señor Ward (hijo) se licenció en económicas y empresariales en Harvard, graduándose con honores. Máster en gerencia en Oxford y otros tantos en la mejores universidades europeas. Treinta y cuatro años. Habla cuatro idiomas: inglés, francés, italiano y chino. Soltero, nunca se le ha conocido una pareja estable aunque las mujeres se acercan a él como las moscas a la miel. Un digno sucesor de un padre sin escrúpulos y que ya ejercía sus deberes en WARD COMPANY cuando mi vida se destruyó por completo.
A pesar de su innegable atractivo, me causa repulsión y trago saliva para evitar las nauseas que me da tenerlo tan cerca.
Alto, su altura se amplía conforme se acerca. Debe medir más de uno noventa. De facciones marcadas y ojos grandes. Pelo oscuro y espeso y labios finos en su justa medida.
No soy una persona bajita, pero debe sacarme más de un palmo y medio.
—Buenos días, señorita Evans —me saluda con educación pero sin mutar su rostro ácido—. Bienvenida a Ward Company. Tenemos prisa. Nos esperan en Washington.
«Ha dicho Washington».
—No tengo paciencia. Será mejor que lo sepa. —Alzo la mirada y me doy cuenta de que ya está junto a otra puerta diferente de la que entramos, con el pomo en la mano y abierta.
Camino con prisa y él lo hace detrás de mí.
No sé a dónde voy y el pasillo que sigo se bifurca en dos.
—Por aquí. —Señala a la derecha.
Me adelanta y el rastro de su olor penetra en mi cuerpo a través de las fosas nasales.
Se me hace un nudo en el pecho y trato de respirar.
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