La chica de nieve de Javier Castillo

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La chica de nieve de Javier Castillo

UNO DE LOS MEJORES ESCRITORES DE THRILLER DEL PANORAMA ACTUAL

JAVIER CASTILLO VUELVE A LO GRANDE

El thriller perfecto que cambia las reglas del género.

En 1998, durante la cabalgata de Acción de Gracias de Macys en Nueva York, Kiera Templeton, con tan sólo tres años de edad, desaparece entre la multitud.

Tras una búsqueda frenética por toda la ciudad, alguien parece haberla visto en un pequeño coche blanco en una gasolinera a las afueras.

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En 2003, el día que hubiese sido el octavo cumpleaños de Kiera, sus padres Aaron y Grace Templeton, reciben en casa un extraño paquete con algo inesperado: una cinta de vídeo con una grabación de un minuto de Kiera, ya con ocho años, jugando en una habitación desconocida.

Miren Triggs, una estudiante de periodismo de la Universidad de Columbia, se siente atraída por el caso e inicia una investigación paralela que la lleva a desentrañar aspectos de su pasado que creía olvidados, y es que su historia personal, al igual que la de Kiera, está llena de incógnitas.

Después del éxito de El día que se perdió la cordura, El día que se perdió el amor y Todo lo que sucedió con Miranda Huff, Javier Castillo regresa con La chica de nieve, un juego de espejos y un oscuro viaje a las entrañas del periodismo. Una novela que muestra que lo peor siempre pasa inadvertido.

‘Horrible, apasionante, inquietante’

«Te mantendrá despierto más allá de la hora de dormir»

‘Conmovedor, emocionante y conmovedor’ 


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  1. Capítulo 1 Nueva York 26 de noviembre de 1998

    Lo peor siempre se fragua sin que lo puedas intuir.

    Grace consideró la vista e ignoró durante algunos momentos la majestuosidad de la cabalgata de Acción de Gracias para observar a su hija, subir a los hombros de su padre, radiante de felicidad. Se fijó en que sus piernas colgaban juguetonas y en cómo las manos de su marido sujetaban los músculos de la pequeña con una firmeza que más tarde recordaría como insuficiente. El Santa de Macy se acercaba sonriente en su giganteco trono y, de vez en cuando, Kiera señalaba y chillaba de felicidad a la comitiva de duendes, elfos, galletas de jengibre gigantes y peluches que desfilaban delante de la carroza. Llovía Una suave y fina cortina de agua empapaba chubasqueros y paraguas, y tenían gotas, quizás, siempre tenían aspecto de lágrimas.

    —¡Todo! —Gritó la niña—. ¡Allí!

    Aaron y Grace siguieron el dedo de Kiera, señalando un globo blanco de helio alejándose hacia las nubes, haciéndose diminuto mientras volaba entre los rascacielos de Nueva York. Luego bajó la vista hacia su madre con ilusión y Grace supo al instante que no podría decirle que no.

    Grace experimentó una de las esquinas de la calle, en la que había una mujer vestida de Mary Poppins, con el paraguas en alto bajo un montón de globos blancos, que regalaba a todo aquel que se acercaba.

    ¿Quieres un globo? —Preguntó su madre, sabedora de la respuesta.

    Kiera no contestó de la emoción. Tan solo abrió la boca con una mueca de felicidad y asintió, mostrando sus hoyuelos marcados.

    —¡Pero ya está ahí Papá Noel! ¡Nos lo vamos a perder! —Protestó Aaron.

    Kiera interpretó de nuevo sus hoyuelos, dejando ver entre sus paletas un pequeño hueco en el que a veces se le quedaba la comida. En casa les esperaba una tarta de zanahoria para celebrar el cumpleaños de la niña al día siguiente. Aaron pensó en ella y quizás por ese motivo aceptó.

    —Está bien —continuó su padre—. ¿Dónde se consiguen esos globos?

    —En la esquina los está repartiendo Mary Poppins —respondió Grace, nerviosa. La gente había comenzado a agolparse donde ellos estaban encontrando y la tranquilidad de los minutos previos empezando a diluirse como la mantequilla del relleno del pavo que esperaban cenar esa noche.

    —Kiera, quédate con mamá y guardad juntas el sitio.

    -¡No! Yo quiero a Mary Poppins.

    Aaron sospechó y Grace sonrió, consciente de que iba a ceder una vez más.

    —Espero que el pequeño Michael sea menos cabezón —añadió Aaron, al tiempo que acariciaba la incipiente barriga de su mujer. Grace estaba embarazada de cinco meses, algo que en un principio considerado una temeridad, especialmente con Kiera tan pequeña, pero que ahora afectado con ilusión.

    —Kiera ha salido a su padre —rio Grace—. No me lo puedes negar.

    —Está bien, pequeñaja. ¡Vamos a por ese globo!

    Aaron se recolocó a Kiera sobre los hombros y luchó por abrirse camino hacia la esquina, entre una muchedumbre cada vez más numerosa. Cuando se perdió a unos pasos y antes de alejarse más se volvió hacia Grace y gritó:

    ¿Estarás bien?

    -¡Si! ¡No tardes! ¡Ya viene!

    Kiera le dedicó una amplia sonrisa a su madre de nuevo desde los hombros de Aaron, con esa cara que irradiaba alegría en todas las direcciones. Ese fue el consuelo de Grace, años más tarde, cuando intentaba convencer de que el vacío no era tan oscuro ni el dolor tan intenso ni la pena tan fija: en la última imagen de Kiera que recordaba la pequeña sonreía.

    Cuando llegaron hasta Mary Poppins, Aaron bajó a Kiera al suelo: una acción que nunca se perdonaría. Pensó que quizás así ella estaría más cerca de la señorita Poppins, o que tal vez, quién sabe, podría agacharse a su lado para animarla a que podría ser ella misma la que pidió el globo. Uno hace las cosas con ilusión, incluso cuando estas pueden tener las peores consecuencias. El sonido de la banda se entremezclaba con los gritos del público, cientos de brazos y piernas se movían con dificultad a un lado y otro de ellos dos, y Kiera agarró con fuerza la mano de su padre con algo de miedo. Luego alargó la otra hacia la chica que estaba disfrazada de Mary Poppins, quien dijo palabras que se clavarían para siempre en la memoria de aquel padre a punto de perderlo todo:

    ¿Esta niña tan preciosa quiere un poco de azúcar?

    Kiera rio. También emitimos un sonido que más tarde Aaron recordaría como un ligero bufido entre una risa y una carcajada a un punto de estalar. Ese es el tipo de recuerdos que se clavan en la mente y los que uno intenta agarrarse como el mar.

    Fue la última vez que la oyó reír.

    Justo en el instante en que Kiera agarró el cordel del globo que la señorita Poppins le extendió con unos frágiles dedos hubo otra explosión de confeti rojo, de nuevo el grito eufórico de todos los niños y, de pronto, padres y turistas se pusieron nerviosos por una serie de empujones que probó de todas las direcciones y de ninguna al mismo tiempo.

    Y entonces pasó lo inevitable. Aunque Aaron más adelante pensase que podría haber cambiado tantas cosas en esos pocos minutos en los que sucedió todo. Aunque Aaron creyese que quizás podría haber cogido él el globo, o incluso haber insistido en que se quedase con Grace, o incluso se podría acercarse a la mujer desde la derecha en lugar de desde la izquierda, como había hecho.

    Alguien tropezó contra Aaron, quien dio un paso atrás y trastabilló con una barandilla de los treinta centímetros de altura que rodeaba un árbol en la 36 con Broadway. Y ahí, en ese preciso instante, fue la última vez que tuvo éxito el tacto de los dedos de Kiera: su temperatura, su suavidad, cómo agarraba su manita los dedos índice, corazón y anular de su padre. Ambas manos se soltaron y Aaron no supo entonces que estarían para siempre. Aquello podría haber sufrido en un simple tropiezo si tras su caída no habría producido la de varias personas en cadena, y lo que podría haber supuesto tan solo un segundo en reincorporarse desde el suelo se convirtió en un largo minuto recibiendo pisotones de gente que, al dar algún paso atrás para apartarse de la comitiva del desfile y el montaje de nuevo en la acera, aplastar sin querer una mano o una tibia.

    —¡Kiera! ¡Quédate donde estás!

    También desde el suelo a Aaron le escuchamos:

    -¡Papá!

    Dolorido por los pisotones y tras forcejear y pelear para ponerse en pie, se dio cuenta de que Kiera y no se encuentra junto a Mary Poppins. El resto de personas que habían caído consiguieron ponerse en pie y tratar de recuperar sus posiciones. De pronto, de entre todos ellos, Aaron, gritó de nuevo:

    —¡Kiera! ¡Kiera!

    Las personas alrededor de lo miraban extrañadas, sin saber qué pasaba. Él se acercó corriendo a la mujer disfrazada:

    —Mi hija, ¿la ha visto?

    ¿La niña del chubasquero blanco?

    -¡Si! ¿Dónde está?

    —Le dio el globo y yo el apartado en los empujones. La he perdido de vista con el alboroto. ¿No está con usted?

    —¡Kiera! —Gritó Aaron de nuevo, interrumpiendo a la mujer y volviéndose hacia su alrededor. La buscaba entre cientos de piernas—. ¡Kiera!

    Y sucedió. Lo que sucede en los peores momentos y lo que alguien que mira una vista de pájaro habría resuelto en un instante. Un globo de helio blanco se escapó de entre las manos de alguien y Aaron lo vio. Eso fue lo peor que pudo tener éxito.

    Con dificultad, aparte como pudo a la muchedumbre que le bloqueaba el paso y corrió hacia el lugar desde el que había operado el globo, alejándose de donde estaba, mientras vociferaba:

    —¡Kiera! ¡Mi hija!

    A su vez, la señorita Poppins también comenzó a gritar:

    —¡Se ha perdido una niña!

    Cuando Aaron por fin llegó al lugar del que había partido el globo blanco, justo frente a la entrada de una oficina bancaria, un hombre y su hija con dos coletas rizadas se reían mientras se despedían del globo.

    ¿Han visto a una niña con un chubasquero blanco? —Irrumpió Aaron, con tono desesperado.

    El hombre lo miró preocupado y negó con la cabeza.

    Siguió buscando por todas las partes. Corrió hacia la esquina y apartó a empujones a todo el que tenían en su camino. Estaba desesperado. La gente se aglutinaba a millas a su alrededor, con piernas, brazos y cabezas que le impedían ver, y se sentía tan perdido y desamparado que el corazón hizo amagos de desaparecer también del interior de su pecho. La música de las trompetas de la comitiva de Santa Claus sonaba estridente en los oídos de Aaron, como un timbre agudo que hizo que sus gritos se diluyesen en el aire. La gente se agolpaba, Santa Claus reía sobre la carroza y todo el mundo quería estar cerca para verlo.

    —¡Kiera!

    Se acercó como pudo a su mujer, que miraba, ajena a todo, unas galletas de jengibre gigantes que bailaban con pasos muy exagerados.

    -¡Gracia! No encuentro a Kiera —exhaló.

    -¡¿What?!

    —¡No encuentro a Kiera! La he bajado al suelo y la he … la he perdido. —A Aaron le tembló la voz—. No la encuentro.

    ¿Qué dados?

    No la encuentro.

    La cara de Grace tardó un instante en viajar de la ilusión a la confusión y luego al pánico, para terminar gritando:

    —¡Kiera!

    Ambos la llamaron voces por toda la zona, y la gente por su alrededor dejó lo que estaba haciendo para unirse a ellos en la búsqueda de Kiera. La cabalgata obstaculiza ajena a todo, con Santa Claus sonriendo y saludando a los niños que siguen sobre los hombros de sus padres, hasta detenerse en Herald Square y anunciar, oficialmente, el inicio de las navidades.

    En cambio para Aaron y Grace, qué habían dejado la voz y el alma buscando a su hija, no estarían hasta una hora más tarde cuando todo cambiaría para siempre.

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