La teoría de Kee London sobre amor y moluscos de Idoia Amo y Eva M. Soler

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La teoría de Kee London sobre amor y moluscos de Idoia Amo y Eva M. Soler pdf

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¿Quieres conocer a los hermanos London? Pues ten cuidado, ¡igual te arrepientes!
Kee, Seneca y Sioux son tres hermanos peculiares: comparten nombres indios, un trabajo común y la misma mala suerte con el sexo femenino, sin que ninguno entienda el motivo.
Por ejemplo, nadie diría que Kee, el mayor, puede tener dificultades a la hora de conseguir novia, ya que es guapo, exitoso y parece tenerlo todo en la vida, hasta múltiples y complicadas teorías sobre el amor que predica entre familia y amigos. Sin embargo, la sombra de una exnovia a la que dejó escapar no lo abandona, y pronto se le presenta la oportunidad de reencontrarse con ella y descubrir si puede subsanar ese error del pasado.
Por otro lado, Seneca tiene todos los boletos para ser el hombre perfecto, pero nunca logra pasar de la primera cita. ¿Será su manía de hacer tartas? ¿Los vinilos que pone en su tocadiscos vintage? ¿Su manera de vestir? ¿O será su pinta de buen chico lo que no funciona? Una amistad inesperada puede darle la respuesta, o complicar todavía más su existencia.
Por último, está Sioux. Sioux es joven, alocado y no tiene filtro a la hora de dar sus opiniones, por muy incorrectas que sean. A veces se pone la ropa del día anterior, busca ligues en aplicaciones de teléfono y se lleva fatal con Sun Hee, la nueva recepcionista de la funeraria London.
Ah, sí, eso… los tres manejan una empresa de servicios fúnebres, así que son un poco raritos.
Podrás conocerlos a fondo en una historia llena de diversión, amistades imposibles, parejas falsas, viejos amores, situaciones extrañas, algún que otro crucifijo… y la teoría de Kee London sobre amor y moluscos.


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3 respuestas a «La teoría de Kee London sobre amor y moluscos de Idoia Amo y Eva M. Soler»

  1. Capítulo 1

    Kee London entró en el Elbow room y echó un vistazo a las mesas, aunque no le costó mucho encontrar a su amigo Corey. El bar era su favorito en Atlanta, donde ambos vivían, y solían ocupar siempre la misma mesa o una en esa zona. Por otro lado, Corey no pasaba precisamente desapercibido por sus tatuajes en los brazos, bien visibles gracias a la camiseta de manga corta que llevaba. De hecho, esa era su profesión: tatuador, y la culpable de su amistad. Se habían conocido en su estudio: Kee se presentó allí con una idea difusa que incluía guitarras y calaveras, y Corey le preparó un diseño totalmente personalizado, inédito y original. Como además quería que ocupara toda la espalda, hicieron falta varias sesiones para poder acabarlo y eso, por descontado, daba tiempo a más de una y dos charlas. Congeniaron, después continuaron aquel principio de amistad fuera del estudio y ahí seguían, años después. Los dos hermanos menores de Kee, Seneca y Sioux, no tardaron en formar parte del grupo y la «familia» aumentó con la novia de Corey, Skylar, y sus amigas, que también se pasaban por allí de vez en cuando.

    Justo cuando se acercaba a la mesa, Kee vio que Skylar aparecía por el otro lado, proveniente del cuarto de baño. Sus hermanos y él la habían bautizado como la pijinovia de Corey y, tras vivir sus idas venidas, no tenían claro que la cosa terminara bien, pero ahí estaban seis meses después de su última reconciliación: felices y contentos. Kee estaba seguro de que sus consejos hacia Corey habían tenido mucho que ver en aquello, sus teorías eran muy populares, y se alegraba por su amigo.

    La chica le sonrió y le dio un abrazo cuando llegaron a la mesa.

    ―¿Qué tal, Kee?

    ―Sin novedades.

    Skylar se sentó junto a Corey, que le rodeó los hombros con el brazo tras darle un beso, y Kee ocupó un asiento frente a ellos.

    ―¿Soy el primero? ―preguntó.

    ―¿No venís los tres juntos? ―replicó Corey, por su parte.

    ―No, no vamos en plan trillizos a todas partes.

    ―Sería la primera vez ―murmuró Skylar, con una risita.

    ―Si trabajáis juntos… ―comentó su novio, a la vez.

    ―Sí, pero hoy yo tenía que ir a ver a unos proveedores de flores. El precio de los crisantemos se ha puesto por las nubes, ¿podéis creerlo?

    ―¿Y no podéis comprar otro tipo?

    Kee lo miró como si estuviera loco.

    ―¿Cuántas coronas de flores has visto tú que no lleven crisantemos? En un entierro, digo.

    ―Pues ahora mismo ni los visualizo, o sea que…

    Con un resoplido, Kee extendió la mano para enumerar con los dedos.

    ―Crisantemos, rosas, claveles, gladiolos y liliums son indispensables en el negocio, Corey, no hay corona que no lleve alguna de esas o incluso todas a la vez.

    ―Gracias por el curso rápido de coronas fúnebres, era justo lo que necesitaba.

    Skylar le dio un codazo, a lo que él se encogió con un quejido. Kee pidió una cerveza a la camarera, ajeno al intercambio.

    ―No seas capullo ―susurró la chica a su novio.

    ―Bah, está acostumbrado.

    Cuando lo había conocido, Corey se sorprendió al saber que trabajaba en una empresa funeraria. No era algo que se escuchara muy a menudo, y eso que, como tatuador, estaba acostumbrado a oír todo tipo de historias.

    El tema fúnebre de por sí no era muy alegre y en general se evitaba en las conversaciones, pero cuando salía, Corey no podía evitar lanzar algún que otro comentario sarcástico.

    ―Mira, por ahí vienen tus hermanos ―dijo el tatuador, cuando alzó la vista.

    Seneca y Sioux acababan de entrar en el bar. Los tres hermanos estaban cortados por el mismo patrón: eran castaños con ojos de distintos azules, y sus padres les habían puesto nombres indios pese a que ninguno tenía rasgos o raíces lejanas: un simple capricho de sus progenitores que los chicos llevaban arrastrando toda la vida.

    Había entre cada uno de ellos un lapso de dos años, siendo Kee el mayor con treinta y dos años recién cumplidos.

    ―Hola, chicos ―saludó Skylar, con una sonrisa.

    ―Menudo día ―refunfuñó Sioux, dejándose caer en la silla―. Me he recorrido las parcelas del cuadrante quince y del cincuenta y uno tres veces.

    Kee elevó una ceja.

    ―¿No están cada una en un extremo?

    ―Dos kilómetros hay exactamente entre ellas, sí, pero la familia no estaba segura de en cuál le convencía la posición del sol sobre la lápida. Como si al fiambre fuera a importarle. ―Miró a Skylar―. Perdón, el difunto.

    ―¿Y tú? ―Kee miró a su hermano―. ¿Qué tal la tarde?

    ―Ah, pues… Mira, la camarera. ―Le hizo un gesto para que se acercara―. Un par de cervezas, por favor.

    La chica se alejó con una sonrisa. Skylar cogió su bolso, que había empezado a vibrar, y sacó el móvil.

    ―Es Sun ―dijo―. Qué raro, si los viernes suele salir más tarde. Voy a ver qué le pasa, ahora vengo.

    ―No le des recuerdos nuestros ―dijo Sioux―. No vaya a tomarlo como una indirecta de algo y se mosquee.

    Skylar movió la cabeza mientras se alejaba, aunque no dijo nada. Sioux podía no ser santo de su devoción, pero aún menos de Sun Hee. Su amiga y los tres hermanos se conocieron meses atrás y no había congeniado con el pequeño, precisamente. No ayudaba que la chica pasara por un momento de crisis al haber perdido una estupenda oportunidad con su cantante favorito y que cualquier cosa que se le dijera, la tomara por el lado malo, así que desde entonces no habían vuelto a coincidir más de un par de veces.

    Skylar salió a la calle para evitar el ruido del interior del bar y cogió la llamada.

    ―Hola, ¿qué tal está mi coreana favorita? ―saludó.

    ―Creo que no conoces a ninguna más, así que, aunque agradezco lo de favorita, no cuela.

    ―Huy, vaya humor.

    ―Perdona, tienes razón, es que he tenido un día horrible.

    ―Vaya, ¿qué te ha pasado?

    ―Pues que me he quedado sin curro, eso ha pasado.

    ―¿Qué?

    ―Resulta que la imbécil de mi jefa lleva tiempo sin pagar los derechos de la franquicia y esta mañana nos han venido a cerrar.

    ―¡No jodas!

    ―Tal cual te lo cuento. Todas a la calle, local cerrado y una deuda que no quiero ni saber, porque han venido con una orden judicial y todo.

    ―Menudo lío. ¿Quieres venir a tomar algo y te desahogas?

    ―¿Dónde andas?

    ―En el Elbow room.

    A Skylar no le sorprendió escuchar el resoplido de su amiga al otro lado del teléfono.

    ―O sea, estás con los London esos.

    ―Sí, pero si quieres vamos a otro sitio.

    ―No, tampoco quiero estropearte el plan con Corey, tranquila. El sitio me gusta, ponen música guay, así que no me importa. Voy para allá.

    Skylar colgó el teléfono, segura de que por «música guay» la coreana se refería a Strigoi, su grupo favorito. Demasiado favorito, en realidad, porque era una auténtica obsesión. Con treinta años que tenía, no era normal que tuviera las paredes llenas de posters de un grupo y que estuviera enamorada de uno de sus miembros. La suerte (mala o buena, según de qué forma se mirara) había hecho que Sun Hee cumpliera su sueño de conocerlo en persona, pese a no haber podido intimar con Dennis todo lo que hubiera querido. Sus amigas esperaban que la decepción pasara y siguiera adelante, pero, seis meses después, las cosas no parecían haber cambiado mucho. No hablaba tanto del grupo, eso sí, pero Skylar lo atribuía más al mal rato que a que se le hubiera pasado.

    Se guardó el móvil en un bolsillo y regresó al interior, donde todos tenían ya sus cervezas delante.

    ―¿Está bien? ―le preguntó Corey.

    ―No parece, resulta que ha cerrado la cabina de estética y se ha quedado en la calle.

    ―No jodas.

    ―Eso me ha dicho, sí. Viene de camino, así que ya nos contará cuando llegue.

    Al momento, Sioux levantó la cabeza.

    ―¿Sun Hee viene para acá?

    ―Sí, eso he dicho. Así que compórtate.

    Él cerró la boca, aunque estuvo a punto de decirle que iba a tatuarse aquella frase, de tanto que se lo decían. Pero si lo hacía, seguro que Corey le guardaba un hueco, así que por si las moscas, se concentró en su cerveza.

    ―Menuda putada ―comentó Kee, a lo que Skylar lo miró―. Que se quede sin curro, no que vaya a venir ―aclaró, por si acaso.

    ―Pues tampoco es que se gastara el sueldo en ropa ―comentó Sioux, y consiguió que todos lo miraran―. Joder, que no ha venido todavía, a ver si no voy a poder decir nada.

    Hizo una seña a la camarera para pedir algo de picar y, de paso, librarse de las miradas incendiarias del resto. Como si él tuviera la culpa de que la chica vistiera como lo hacía, porque o mucho había cambiado, o fijo que seguía con esos ropajes de colores imposibles.

    Y casi lo soltó al verla entrar media hora después. Casi, porque como ya preveía que todos le lanzarían aquellas miradas sanguinarias, decidió coger las alitas picantes que había en la mesa y llevárselas a la boca.

    Con un gorro que acababa en orejas de gato, unos vaqueros que le quedaban grandes y una camiseta de colores variados, Sun Hee entró al bar y se acercó con las mejillas encendidas, tanto por lo apresurado de su paso como por el cabreo interior, que había aumentado desde la mañana. Que en medio de una depilación de cejas apareciera un agente judicial con una orden de desahucio estropeaba el día a cualquiera, sobre todo si tu supuesta jefa intentaba poner pies en polvorosa, aparecía la policía y te tirabas el resto del día en una comisaría prestando declaración por algo de lo que no tenías ni idea.

    Skylar se apresuró a coger una silla vacía para poner a su lado y la chica se sentó, quitándose el gorro de gato.

    ―Hola ―saludó.

    Todos respondieron más o menos alto, y ella miró a Skylar, captando al momento la forma en que la miraban.

    ―¿Se lo has contado?

    ―Estaba con ellos ―se disculpó ella.

    ―No, si no importa. Qué asco de día, por Dios. ―Levantó la mano hacia la camarera―. ¡Tequila, aquí, deja una botella!

    ―¿Seguro?

    ―Sí, lo necesito. ¿Te puedes creer que la hija de puta de Sabine no había pagado la franquicia? Pues resulta que se dedicaba a estafar a la central, y encima nos debe el mes y la policía ya nos ha dicho que nos olvidemos, porque también debe pasta a no sé cuántos proveedores y los currelas estamos los últimos de la lista. Vamos, que para cuando salga juicio, lo mismo ha pasado un año y, mientras, a jodernos.

    ―Vaya, Sun, lo siento mucho.

    ―Menuda faena ―afirmó Corey, con simpatía.

    ―Así que, si sabéis de algún curro, decidme porque me veo sin piso a este paso, algo tengo ahorrado, pero no para mucho tiempo. Esto de vivir sola tiene sus desventajas.

    ―Es una pena que no sepas tanatoestética ―comentó Kee―. Está muy demandado.

    ―¿Tanato qué?

    ―Maquillar cadáveres ―aclaró Seneca, a lo que Skylar y ella pusieron cara de susto―. Bueno, que no es tan malo. Se paga bien.

    ―Y no es que el cliente se vaya a mover ―bromeó Sioux, con media alita en la boca.

    Cogió otra al ver, de nuevo, aquellas miradas, y se encogió de hombros. Cuánta piel fina…

    ―No, gracias, creo que de eso paso ―contestó ella, y tragó saliva―. Además, habría que hacer cursos y justo ahora no tengo para pagarlos.

    ―¿Y si…? ―empezó Seneca, mirando a Kee―. Ven.

    Agarró a su hermano mayor sin darle tiempo a hablar y lo hizo levantarse. Kee se dejó llevar hasta la barra sin entender nada.

    ―¿Qué pasa? ―le preguntó, mosqueado.

    ―Podemos decirle que nos ayude.

    ―¿A qué?

    ―Pues en la recepción. Cuando viene gente, muchas veces tienen que esperar porque justo estoy con algún paquete, o al teléfono cuando entra alguien, como hoy que… ―Carraspeó―. Te cuento luego. Total, que nos vendría bien alguien para no perder llamadas. Una recepcionista de las de toda la vida, vamos.

    ―No sé… Quizá habría que consultarlo con Sioux.

    Los dos miraron hacia su hermano, que tenía las manos pringadas de alitas y la boca llena, y sacudieron la cabeza a la vez.

    ―¿Qué opinas? ―insistió Seneca.

    ―Sí, me parece buena idea ―dijo Kee,

    Regresaron a la mesa y Seneca sonrió a Sun Hee.

    ―Escucha, tenemos una idea ―le dijo―. En London Mortuary Company necesitamos una recepcionista.

    ―Ah, ¿sí? ―reaccionó Sioux, que no había oído aquello jamás.

    ―Sí. Perdemos llamadas y tenemos a la gente en espera cuando yo estoy con alguien, así que nos vendría bien. No podemos pagar mucho, pero…

    ―¡Sí, acepto! ―exclamó ella, sin pensarlo en absoluto.

    ―Pero… a ver, ¿seguro? ―dijo Sioux―. Lo digo por… bueno, por eso.

    Señaló su gorro, que ella cogió con gesto molesto.

    ―¿Qué le pasa a mi gorro?

    ―Hombre, pues que no es muy de funeraria. ―Miró a sus hermanos―. A mí bien que me decís que vaya como es debido, así que ella igual, ¿no?

    ―No voy a ir a una recepción así, listo.

    Mientras lo decía, su mente bullía al pensar en la ropa que tenía y qué podría ser lo más adecuado. Como ropa negra, tenía la mayoría relacionada con Strigoi, y claro, eso tampoco serviría. Bueno, ya buscaría algo intermedio, seguro que Skylar la ayudaba.

    ―¿Cuándo empiezo?

    ―Dame tu teléfono y te llamo mañana ―le pidió Kee―. Necesito tus datos para el contrato y en cuanto prepare todo, te aviso.

    ―¡Genial!

    Sun Hee le dictó su número entre agradecimientos, mientras Sioux seguía la conversación, incrédulo. ¿En qué momento se había hablado de una recepcionista en la empresa? Se perdía alguna que otra reunión, sí, pero estaba seguro de no haber oído nada antes.

    ―No os fallaré, os lo aseguro ―dijo ella, con entusiasmo―. Ahora me alegro de haber venido. Tienes grandes amigos, Corey.

    ―Sí, eso parece ―sonrió él, mientras Skylar abrazaba a la chica.

    ―¿Qué era lo que decías de esta tarde? ―preguntó Kee a Seneca, guardándose el móvil―. ¿Algún problema?

    ―Ah, no, problema no. Es que justo cuando ha venido una cliente, otra ha llamado y entre una cosa y otra, pues he tenido un momento ahí de mucho lío.

    ―¿Muchas citas?

    ―Pues sí, ya que lo preguntas. Nadine era quien llamaba, ha cogido para…

    ―¿Nadine?

    El silencio se hizo en la mesa, incluso dejó de oírse masticar a Sioux. Sun Hee y Skylar se miraron sin entender, hasta que Kee volvió a hablar.

    ―¿Nadine-Nadine? ―repitió.

    ―Sí, eso es. ―Suspiró―. A ver, no iba a colgarle porque sea tu ex. Necesita un servicio y nos ha llamado porque nos conoce. Te lo iba a contar antes, buscaba el momento.

    ―Ya. ¿Algún familiar?

    ―Sí, su abuela.

    ―Vaya… bueno, si mis cálculos no fallan, debía estar cerca de los noventa.

    ―Eso creo. Aunque, eso sí, ha cogido cita conmigo, eso me lo ha especificado.

    ―Entiendo.

    Sun Hee interrogó a Skylar con la mirada, que se encogió de hombros. Allí había tema, seguro, solo que la rubia no tenía ni idea. No recordaba nada específico sobre la chica, solo sabía que Kee tenía una ex y ya, y que en general los tres tenían mala suerte en las relaciones. El por qué… en fin, con Sioux lo tenía bastante claro. Con los otros dos, no tanto. Las teorías de Kee eran algo excéntricas, por no llamarlas de otra manera, aunque no tan locas como para alejar a las chicas. Y con respecto a Seneca, solo sabía que no pasaba de la primera cita.

    ―No me extraña que lo especifique ―dijo Sioux―. Yo tampoco querría hablar contigo.

    ―¿A que te comes la alita entera con hueso incluido?

    ―De verdad, si es que me tenéis cohibido, ¡no puedo decir nada!

    ―¡Si no callas!

    La camarera llegó en aquel momento y dejó la botella en el medio de la mesa, junto con varios vasos pequeños, limón y sal. A la vez, Sioux y Sun Hee alargaron la mano hacia ella, y la chica fue quien consiguió llevársela.

    ―Échame a mí también ―pidió él―, que me hace falta.

    ―¿Alguien más quiere? ―preguntó Sun Hee.

    El resto negó, así que la chica llenó dos de los vasitos y cogió uno a la vez que Sioux. Se echaron sal en las manos y ambos dudaron un segundo antes de chocar los vasitos y beberse el tequila de un trago.

    ―No sé por qué he pedido esto ―gruñó Sun Hee, chupando uno de los limones―. Odio el tequila.

    ―Se nota, sí ―dijo Sioux, atrapando la botella para rellenar los vasos.

    ―En fin, a ver si con unos pocos se me pasa el cabreo. ―Repitieron la operación, con el resto de la mesa mirándolos entre curiosos y divertidos―. Y tú, ¿qué? ¿Bebes por acompañar?

    ―No, también me hace falta, acabas de ver que no me dejan ni hablar a gusto.

    ―Y dale ―murmuró Kee, poniendo los ojos en blanco.

    ―Además, tengo un problema.

    Ahí sí, sus hermanos se quedaron sorprendidos, porque el hecho de que Sioux considerara algo un problema era inaudito.

    ―¿Te ha pasado algo? ―le preguntó Corey, también extrañado.

    Sioux sacó su móvil, lo manipuló y lo dejó bocarriba sobre la mesa. Cinco cabezas se inclinaron a la vez para ver la pantalla, lo que ocasionó unos cuantos choques, retrocesos, nuevos intentos de mirar sin chocar y que, al final, Skylar se hiciera con el aparato.

    ―¡Ya lo miro yo! ―dijo, frotándose la frente, que se había golpeado contra la de Seneca.

    ―¿Qué es? ―preguntó Sun Hee con curiosidad, mientras sujetaba un vaso lleno en la mano.

    ―Quédate quieta. ―Sun Hee volvió a su asiento, tras sacarle la lengua―. Es una invitación, ¿no?

    ―Eso es.

    ―¿Quién te ha invitado a una boda? ―preguntó Kee, incrédulo.

    ―Tampoco hace falta que pongas esa cara, no sería ningún imposible. Tengo amigos, ¿sabéis?

    ―¿Que se vayan a casar? ―el tono de Seneca era exactamente igual―. Lo dudo.

    ―No, no es una boda ―aclaró Skylar, reprimiendo una sonrisa―. Es del instituto, una invitación para una reunión de exalumnos.

    ―Ya decía yo ―murmuró Kee.

    ―¿Y cuál es el problema? ―preguntó Corey, mientras Skylar devolvía el teléfono a Sioux.

    ―Pues que a esas reuniones se va a presumir. Por eso estos dos no han ido a las suyas cuando han sucedido.

    ―Bueno, ¡perdona! ―exclamó Kee, ofendido.

    ―Eso lo dirás tú ―replicó Seneca, a su vez.

    ―Tenía otros asuntos que atender.

    ―Sí, eso, yo también.

    ―Ya. ―Sioux sacudió la cabeza.

    ―Si no te apetece ir, pues no vas y punto ―dijo Skylar―. No son para tanto, yo fui a la mía y me lo pasé muy bien.

    ―¿Tú te has visto? ―replicó Sioux―. Serías la reina del baile, fijo, y triunfaste en la fiesta, como si lo viera.

    Skylar no dijo nada, porque efectivamente, había sido la reina del baile en el instituto, y con su aspecto habitual no tenía el menor problema en pasearse entre excompañeros del instituto. Por su parte, Sun Hee rellenó los vasitos con rapidez.

    ―Te entiendo ―le dijo, lo que hizo que las miradas de incredulidad pasaran a ella―. Vas a esas reuniones y todos esperan que estés mejor que cuando eras adolescente, que hayas triunfado en la vida, que tengas muchos hijos y una casa en las afueras. ¡Es ridículo!

    ―¡Exacto! ―Chocaron sus vasos―. ¿Lo veis? Es increíble que alguien me dé la razón y encima sea ella, pero…

    Sun Hee, que iba a beber, dejó el vaso frunciendo el ceño.

    ―¿Qué quieres decir con ese «encima sea ella»? ―bufó―. ¿Qué pasa? ¿Mi opinión es menos válida porque llevo un gorro con orejas?

    Como contestación, Sioux se bebió el tequila y miró hacia el techo, intentando hacerse el despistado para así no contestar. Era algo imposible teniendo en cuenta que estaban al lado y le había oído a la perfección, pero veía que se metía en un lío sin comerlo ni beberlo.

    ―No creo que te pierdas nada por no ir ―dijo Corey, encogiéndose de hombros―. Yo tampoco fui a la mía.

    ―Porque no te dio la gana ―replicó Skylar, volviendo su atención a Sioux―. ¿No tienes curiosidad de ver a tus antiguos compañeros?

    ―Claro, y de pegarme una buena juerga. Pero seguro que están todos ahí con sus trajes, sus tarjetas de visita, sus casas de vallas blancas y sus trabajos perfectos.

    ―Oye, que tú también tienes trabajo y tarjetas de visita ―le recordó Kee.

    ―Y ya sabemos todos lo que ayuda eso a ligar.

    ―A una fiesta de antiguos alumnos no se va a ligar ―dijo Seneca.

    ―Depende, porque ese es otro de los temas por los que quiero ir. Quizá la fea del instituto ahora es la guapa y recuerde que le ponía ojitos, o la guapa es una divorciada con ganas de marcha. Por eso hay que ir a probar.

    ―Tú no has puesto ojitos a la fea del instituto en tu vida ―se burló Seneca.

    ―No hay quien te entienda. ―Kee cogió la botella de tequila y se llenó un vaso―. Quieres ir, pero no quieres ir. Quieres ligar, pero crees que no vas a dar buena imagen. Pues te pones un traje como los del trabajo y listo.

    ―Tampoco quiero parecer un enterrador.

    ―O sea, que toda tu preocupación por dar buena imagen, ¿es para ligar con alguna desesperada? ―preguntó Skylar.

    ―Más o menos.

    ―Y yo que quería ayudarte ―resopló ella.

    ―Eso te pasa por animarlo ―se rio Corey―. Como si no lo conocieras.

    ―Pues es increíble, sigue sorprendiéndome.

    ―Me voy a pedir música, que esto es un rollo ―dijo Sun Hee, levantándose.

    ―Joder, seguro que va a pedir el grupo ese ―refunfuñó Sioux.

    Recuperó la botella, visto que la conversación sobre su problema con la fiesta del instituto se había terminado. Pensaba que Skylar se solidarizaba y por eso lo animaba, aunque ya veía que tampoco. Era un incomprendido, estaba claro. Luego sus hermanos se extrañaban cuando se quejaba porque no lo escuchaban, y esa tarde era el mejor ejemplo de ello.

    Para empezar, Seneca no le había informado de la llamada de Nadine. Después, llegaban al bar y los dos se confabulaban para contratar a la loca de Strigoi como recepcionista sin consultarle. Encima tendrían la cara de decirle otro día que no se involucraba en el negocio, ¡si es que no lo tenían en cuenta para las decisiones! Y para rematar, exponía un problema personal y todos se lo tomaban a risa.

    Se iban a enterar, algún día le pedirían consejo para algo y se quedarían con las ganas, ¡ja! La venganza era un plato que se servía frío.

    Y hablando de frío, las alitas se habían quedado igual y apenas quedaban, así que llamó a la camarera para pedir más, justo cuando una música estruendosa comenzaba a sonar por el bar.

    Sun Hee regresó dando saltitos a la mesa, y suspiró.

    ―Al menos la música anima el ambiente.

    Skylar se mordió la lengua para no decir nada, porque últimamente Strigoi no animaba a la chica, sino al contrario, y allí estaban las amigas para testificarlo. Más de una vez se habían planteado hacerle una intervención al respecto, para que espabilara de una vez y pusiera los pies en la tierra, y a ese paso veía que iban a tener que hacerlo.

    ―Lo de ligar en esas fiestas es una gilipollez ―soltó Sun Hee, en cuanto se hubo sentado―. La mayoría de la gente va a presumir de sus vidas, y se llevan a sus novios, maridos o lo que sea para pasearlos.

    ―Y tampoco tengo de eso.

    ―No, no esperaba que tuvieras novio.

    Sioux cogió un trozo de limón para tirárselo, aunque ella lo esquivó con facilidad. Con cuidado, Seneca apartó la sal y el plato de limón del alcance de ambos.

    ―Dejemos la guerra en el plano dialéctico, por favor ―pidió―. No queremos que nos prohíban la entrada.

    ―Es ella la que me pica todo el rato ―se defendió Sioux―. En fin, que da igual, ya veré qué hago, porque tampoco tengo novia.

    ―Menuda novedad, ninguno de los tres tenemos ―replicó Seneca.

    ―¿Ya buscáis? ―preguntó Skylar.

    Los tres se miraron, confundidos, y después a ella.

    ―Hombre, claro ―contestó Kee―. Lo que pasa que el océano es muy grande, ya sabes. Hay demasiadas lapas y pocas ostras.

    ―Y si encima uno deja escapar a la suya… ―murmuró Seneca.

    ―¿Insinúas algo? ―Kee lo miró.

    ―No, nada. ―Carraspeó―. A ver, Skylar, yo tengo un montón de citas, pero no hay manera. Joder, si hasta he ido a esos sitios que vas de mesa en mesa y cada quince minutos cambias.

    ―¿En serio?

    La pregunta pareció repetirse por la mesa, como si hubiera eco, y él movió la cabeza.

    ―En serio. No es mala idea, he conseguido alguna cita, aunque por algún extraño motivo, nunca paso a la segunda.

    ―¿Has analizado las citas en cuestión? ―preguntó Sun Hee, como si hablara de un experimento de laboratorio.

    ―¿Analizar?

    ―Sí, ver qué has dicho, cómo han reaccionado ellas ―contestó Skylar―. Esas cosas.

    ―¿Eso se hace? ―preguntó Kee.

    ―Claro ―dijeron las dos chicas a la vez.

    ―Los tíos no somos tan complicados ―dijo Corey, con una sonrisa―. Vosotras le dais demasiadas vueltas a todo.

    ―Bueno, algo habrá que hacer para entender qué demonios pasa ―replicó Skylar, sin hacerle caso, y se dirigió a Seneca―. Porque no eres tan imbécil.

    ―Vaya, gracias.

    No tenía muy claro si era un cumplido o no con aquel «tan» por el medio, pero bueno.

    ―¿No conoceréis a alguna soltera que le gusten los tíos con nombres raros? ―preguntó con un suspiro.

    Skylar miró a Sun Hee, que negó con rapidez con la cabeza.

    ―A mí no me mires, que porque sea la única soltera del grupo ahora mismo no estoy tan desesperada.

    Y dale con usar aquel «tan» para todo. Seneca frunció el ceño, porque tampoco pretendía que la coreana pensara que era una indirecta para salir con ella.

    ―No sé… ―Skylar se acarició el labio con el índice, pensativa―. Déjame pensar.

    ―Tengo trabajo fijo, eso tiene que contar.

    ―Parece que fueras a poner un anuncio de contactos ―bromeó Sioux―. Soltero, sin compromiso, con trabajo fijo y vivo con mi hermano. Por cierto, si no llegas a la segunda cita, puedes probar con él, que tiene también todo lo anterior. Anda, ¡somos intercambiables!

    Skylar pensó en lanzarle algo, pero no hizo falta porque Seneca le dio un codazo que casi lo tiró de la silla.

    Los ánimos no se inflamaron más porque la camarera llegó con más alitas y todos procedieron a atacarlas, mientras la rubia seguía dándole vueltas a la cabeza.

    ―Bueno… ―empezó, a lo que Corey la miró.

    ―¿Estás loca? ―le susurró.

    ―¿Qué pasa?

    ―¿En serio vas a buscarle una cita a este?

    ―Menos mal que son tus amigos.

    ―Sí, y por eso los conozco. Tú verás a qué amiga lanzas a esos brazos.

    Skylar parpadeó, miró a los tres hermanos tan concentrados en las alitas y suspiró.

    ―Pobre, seguro que no es tan malo, algo pasará. Si va a una cita y la chica está avisada, fijo que le va mejor.

    ―¿Avisada?

    ―Sí, de que no tiene segundas citas por algo.

    ―¿Qué murmuráis? ―preguntó Sun Hee, que escuchaba los susurros desde su sitio.

    ―Nada, cosas nuestras ―dijo Skylar―. Escucha, Seneca, tengo una idea. Mi prima está soltera y libre, os puedo organizar una cita si quieres.

    De nuevo se hizo el silencio en la mesa mientras todos asimilaban esa información. Seneca tragó la alita que tenía en la boca y la bajó de un trago de cerveza.

    ―¿En serio? ―preguntó.

    ―¿Le falta una pierna o algo? ―preguntó Sioux.

    ―A ti sí que te faltan neuronas ―replicó Kee, moviendo la cabeza.

    ―No, tiene todas sus extremidades ―sonrió Skylar―. Antes nos veíamos poco porque vivía lejos, pero se acaba de mudar a un apartamento cerca del mío y nos vemos más. No tiene traumas con exparejas, ni nada raro que se os pueda ocurrir. Es una chica encantadora.

    ―Sí, es maja ―corroboró Sun Hee.

    ―Pues por mí encantado de la vida ―aceptó Seneca, con una sonrisa―. ¿Cómo hacemos? ¿Me das su número?

    ―No, no, tranquilo, no te aceleres. Hablaré con ella a ver qué le parece, porque sí que me ha dicho que quería conocer gente, pero lo mismo no se refería específicamente a tener una cita con un desconocido. Con lo que sea te digo.

    ―Eres una gran pijinovia. ―Seneca levantó su cerveza para chocarla con la de ella―. Muchas gracias.

    Mientras Skylar bebía de su vaso se preguntó si no habría hablado demasiado rápido. Seneca no le caía mal del todo, al final el más bruto de los tres era Sioux y a ese sí que no le organizaría una cita ni con su peor enemiga. Pero claro, las referencias que tenía de Seneca en lo que a chicas se refería no eran muy buenas, ¿qué demonios le pasaría para no pasar nunca de la primera cita? Si el pobre tenía una cara de bueno que no podía con ella. Vale que ninguno de los tres había estado muy a su favor cuando empezó a salir con Corey, pero habían reculado y ya les tenía hasta cariño, así que…

    En fin, llamaría a su prima Phoenix para quedar con ella y le contaría el tema, a ver qué opinaba. Por lo menos, como decía él, tenía un trabajo fijo y eso era un punto a su favor; lo de vivir con Sioux sí que era una desventaja, aunque tampoco iba a coincidir con él de primeras, así que…

    ―Mira que te gusta meterte en líos ―le dijo Corey, besándola en la mejilla.

    ―Tampoco es para tanto, lo mismo Phoenix me dice que no y se acaba la historia. ¿Tú sabes por qué no pasa de la segunda cita?

    ―No estoy con él para enterarme.

    ―¿Y nunca te has planteado ayudarlo?

    ―Bastante tabarra me dan los tres con sus teorías, gracias, que hagan caso de sus propios consejos.

    ―Eso digo yo ―intervino Kee, que lo escuchaba―. Si alguien hiciera caso de mis teorías…

    ―Incluido tú mismo ―interrumpió Seneca.

    ―A todos os iría mucho mejor.

    ―Y por eso predicas con el ejemplo y las tías se tiran a tus pies ―replicó Sioux, con una sonrisa burlona―. Claro, claro.

    Kee frunció el ceño y cogió una alita, decidiendo no contestar. Con lo que se esforzaba por aconsejar, y nadie le hacía mucho caso, cuando ahí estaban Corey y Skylar como ejemplo.

    Nada, estaba claro que era el incomprendido del trío de hermanos, qué se le iba a hacer. Seguro que, si no hubiera salido Nadine en la conversación, tendría más credibilidad.

    Recordó que había llamado, y lo de la cita con Seneca le hizo fruncir el ceño. ¿Y si se la encontraba? O, mejor dicho, ¿quería encontrársela? ¿Debería escribirle algún mensaje de pésame por la muerte de su abuela?

    Joder, con lo tranquilo que estaba estudiando presupuestos de flores (lo de la subida de precio le parecía una nimiedad en ese momento) y ahora tenía la cabeza llena de peces, ostras y moluscos.

  2. Capítulo 2

    ―Sioux.

    ―¿Mmmm?

    ―¡Levanta!

    ―Es domingo.

    ―Sí, exacto, domingo de conciliación familiar.

    Seneca se apoyó en la puerta de la habitación con los brazos cruzados. Que aquella escena se repitiera cada quince días, como si fuera su responsabilidad ocuparse de que Sioux saliera de la cama… cualquier día lo dejaba ahí y se marchaba sin él, que su hermanito pequeño tenía veintiocho tacos y bien que saltaba de las sábanas cuando el asunto le interesaba.

    De no ser porque su amplia familia se tomaba a la tremenda las ausencias a los domingos de conciliación, hasta él mismo pasaría de acudir.

    ―Esto es un maldito castigo ―murmuró Sioux, contra la almohada.

    Dormía boca abajo, y se resistía a darse la vuelta, como si con eso tuviera que aceptar la realidad. Seneca lo observó, con una mezcla de cariño y ganas de darle una colleja. ¿Por qué el mundo estaba tan mal repartido? Tenía la impresión de que siempre era el que peor parado salía respecto a sus hermanos, y no le parecía justo.

    Por ejemplo, Kee había tratado fatal a su exnovia, y a muchas otras antes.

    Sioux utilizaba a las chicas únicamente para liarse con ellas, y no le interesaba nada más de ellas. Solo quería sexo.

    Y, sin embargo, siempre tenían candidatas de sobra. Porque eran los hermanos guapos, punto.

    Eso no significaba que él fuera feo, de manera empírica sabía que era atractivo, y la cara de buen tío solía jugar en su favor: los ojos azules, tan claros que a veces parecían transparentes, las diminutas pecas que salpicaban sus mejillas, el cabello castaño… estaba bien, sí, pero no jugaba en la misma línea que Kee y Sioux.

    Lo cual le fastidiaba, porque era con diferencia el que mejor trataba a las chicas, y el que menos suerte tenía con ellas. Y seguía sin entender el motivo, porque muchas veces terminaba una cita con la impresión de que todo había ido genial, y después no volvían a salir con él.

    Meneó la cabeza al ver el cuarto de su hermano pequeño, desordenado para no variar. Ni Conchita quería entrar allí a limpiar, tal era el despropósito: una silla llena de ropa, calzoncillos tirados por el suelo, las deportivas una en cada extremo de la habitación… era como estar en medio del cuarto de un adolescente.

    ―Haz lo que quieras ―comentó en voz más alta de lo normal―. Pero ya sabes que luego te tocará aguantar la serenata familiar.

    Dicho aquello, abandonó a su hermano y fue al salón para poner música. Aquel era su último capricho: le encantaban los vinilos y cómo sonaban los antiguos tocadiscos, de modo que se había hecho con uno a buen precio. A Sioux no le dejaba tocarlo por miedo a que lo rompiera a la primera de cambio, claro que su hermano no tenía el menor interés por poner alguno de sus discos, no: él escuchaba bandas que soltaban berridos.

    Y se burlaba de él cuando ponía a Lana del Rey. O a Imagine Dragons. En fin, siempre llevaría esa lacra encima: a casi todo el mundo le gustaban, pero pocos tenían los huevos de admitirlo.

    Fue al baño a lavarse la cara y los dientes, fastidiado porque los domingos le apetecía descansar y la verdad era que aquello de la conciliación familiar era un coñazo. Vale que fuera una semana sí y otra no, pero no comprendía por qué tenían la obligación de ir.

    El resto de sus amigos visitaba a su familia cuando les apetecía, claro que sus padres no recurrían al chantaje emocional para conseguirlo.

    ―De verdad, estoy harto. ―Sioux se coló por detrás de él―. ¿Hasta cuándo tendremos que ir a este rollo? ¿Con cincuenta tacos seguiremos así, o en algún momento seremos libres?

    Agarró su cepillo de dientes y lo empujó para hacerse un hueco frente al lavabo, mientras se pasaba la mano por el pelo repetidas veces hasta dejarlo a su gusto.

    ―A ver, estaba yo primero ―protestó Seneca, aún con el cepillo en la boca.

    ―Lo tuyo no tiene arreglo ―le pinchó Sioux.

    ―Muy gracioso.

    ―Yo no tengo la culpa de que tengas cara de buen tipo. Ya sabes que a las chicas no les gustan los tíos buenos.

    ―¿De dónde te sacas eso?

    ―Solo tienes que mirar la lista de libros juveniles más vendidos: After, las sombras del Grey ese, y demás. Todos los protagonistas son malotes y se lo hacen pasar fatal a las tías.

    Sioux agachó la cabeza y escupió la pasta de dientes casi encima de su hermano, que se apartó justo a tiempo.

    ―¡Joder, no seas cerdo!

    ―Mira, no hay nada como tratarlas mal para que estén deseando que las llames.

    ―Sí, claro, por eso a ti te avasallan a mensajes. ―Seneca meneó la cabeza.

    ―Porque me porto como un capullo. ―Sioux se encogió de hombros―. Lo hago a propósito. Por eso no me llaman, y si alguna se pone pesada, le doy mal el móvil y arreglado.

    ―¿Y no te aburres de que siempre sea así?

    ―¿Aburrirme de qué? ―Sioux lo miró de manera interrogante―. ¿De liarme con una distinta cada vez?

    ―No, eso ya supongo que para ti es perfecto. Me refería a… no sé, conectar con alguien. ¿No quieres tener algo así?

    Sioux permaneció pensativo unos segundos, con cara de valorar la idea. La verdad era que le parecía ciencia ficción conocer a una chica con la que pudiera tener algo en común tanto como querer estar con ella todo el tiempo; para él eran criaturas extrañas, complejas y demasiado sentimentales, todo sería más sencillo si quisieran divertirse sin más problemas.

    ―Las chicas son muy raras ―dictaminó―. Y enseguida se te pegan.

    ―¿Qué?

    ―Ligas con ellas y ya se piensan que eres su novio. No, a mí eso no me interesa… además, para encontrar a una que tenga algo en común conmigo necesitaría un milagro. Prefiero seguir como estoy.

    Sioux se acercó a él y alzó el brazo derecho.

    ―¿Puedo pasar sin ducharme o qué?

    Seneca le pegó un empujón, apartándose a toda prisa de su lado.

    ―¡Joder, odio que hagas eso!

    ―Bueno, chico, no seas tan delicado. Esto es olor a hombre, nada más. ―Soltó una carcajada y abrió el grifo para echarse agua en la cara―. ¿Hemos comprado algo para llevar?

    ―¿Hemos?

    ―Bueno, tú. ¿Has comprado o cocinado algo?

    ―He hecho una tarta ―contestó Seneca, y su hermano alzó una ceja―. ¿Qué? Ayer salí pronto del trabajo y decidí aprovechar. Ya sabes que todos tenemos que contribuir, son las normas.

    Sioux no lo escuchaba sino a medias, dedicado a estudiar su rostro en el espejo. Seneca sabía que buscaba defectos o marcas de su antiguo acné adolescente… que no había, por descontado. Sioux era, de los tres, el que menos rasgos en común compartía con ellos. Tenía la mandíbula más cuadrada que sus dos hermanos, la tez morena, el pelo brillante y el tono de sus ojos, a pesar de ser azul, era de un tono más oscuro. También podía presumir de cuerpo, y eso que ni iba al gimnasio ni cuidaba su alimentación, a diferencia de Kee. No, simplemente, era un cabrón con suerte.

    ―Red velvet.

    ―¿Qué?

    ―La tarta. Es red velvet.

    ―Eres muy raro. ―Sioux frunció el ceño.

    ―¿Porque me gusta la repostería?

    ―¡Sí! Eso es cosa de tías, joder. Las tías hacen tartas y pastelitos, los hombres no.

    ―Vaya bobada. ¿Las chicas a preparar pasteles y nosotros qué? ¿A abrir botellas de cerveza con los dientes? ¿Se puede ser más antiguo, machista y…?

    ―Mira, di lo que quieras, pero ninguno de mis amigos sabe qué cojones es eso de red velvet.

    ―Tus amigos no saben ni encender el microondas.

    ―Ya, ya, ya, se empieza por hacer tartas y se termina suplicando por una cita a ciegas con una fea.

    ―¿Qué quieres decir?

    ―Pues lo que he dicho. ―Sioux abrió el armario y sacó un bote de after shave―. Tú, humillándote ante Skylar para conseguir una cita. Que te va a endosar a su prima fea y tú tan feliz.

    Seneca sabía que no debería dar crédito a nada de lo que dijera Sioux, que a veces se le olvidaba que no era ninguna eminencia en el tema.

    Le ocurría como a Kee: por muy atractivos que fueran, si todas sus relaciones salían mal sería por algo. Otra cosa era que Sioux se engañara a sí mismo, convencido de que todas las chicas querían cazarlo cuando lo más probable era que ellas también huyeran al oírlo hablar después de acostarse con él.

    ―No pillo tu línea de pensamiento ―comentó.

    ―Te dijo que era encantadora.

    ―¿Y qué?

    ―Pues que traducido significa que es fea. Si no, te habría dicho que era encantadora y atractiva. ―Dejó el after shave y se roció con desodorante de arriba abajo―. Pero al decir solo encantadora, ya sabes lo que hay.

    En realidad, a Seneca no le preocupa en especial el físico. De hecho, toda la vida había salido con chicas normales y no tenía grandes aspiraciones, él buscaba a alguien con quien poder hablar y que fuera divertida. La belleza era subjetiva, las risas no. Y tener alguien que te escuchara y te hiciera sentir importante en su vida… eso era lo que de verdad contaba.

    ―Bueno, da igual ―refunfuñó, harto de que Sioux no lograra comprender su manera de pensar y solo se preocupara de temas superficiales―. Date prisa o llegaremos tarde.

    Sioux sonrió al verlo abandonar el baño y se puso a tararear una canción. A veces se excedía, cierto, pero era tan divertido chinchar a Seneca…

    Salió diez minutos después de su cuarto, vestido con una camiseta blanca, vaqueros y una cazadora de cuero negra. Tenía buena pinta, seguro que nadie que lo viera pensaría que iba sin duchar y que hacía un mes que sus pantalones no pisaban la lavadora, pero, en fin, qué más daba. Seneca lo esperaba con una bandeja entre las manos que había cubierto con papel de aluminio, y Sioux puso los ojos en blanco: Seneca y sus postres.

    ―¿Kee viene a recogernos?

    ―Sí, en cinco minutos.

    Cerró con llave y los dos bajaron en el ascensor, ya que con una tarta en la ecuación Seneca no quería arriesgarse a usar las escaleras. Y menos cuando tenía un hermano medio tonto que las bajaba a saltos y cosas por el estilo.

    Kee no tardó en aparecer y les hizo un gesto desde la ventanilla para que subieran al coche. Los observó con una sonrisa, casi sin creer que fueran hermanos; más diferentes no podían ser, y con un solo vistazo bastaba para comprobarlo: Seneca iba bien vestido, con un estilo sobrio compuesto en su mayor parte por camisas, jerséis y pantalones lisos que siempre estaban perfectos. Sioux, en cambio, se resistía a abandonar su estilo macarra. Claro que, al igual que Corey, si lo llevaba en la sangre nunca lo haría.

    Luego estaba él, por descontado. Ni tan tradicional como Seneca, ni tan informal como Sioux. Usaba vaqueros, pero impecables y de buen corte. Camisetas modernas, cazadoras y, a veces, gabardinas.

    Excepto en el trabajo, por descontado. Allí todos vestían con traje y la única diferencia entre ellos eran las diferentes tonalidades de azul de los ojos. Y su pelo largo, que se ocupaba de llevar bien recogido en una coleta.

    ―¿Otra tarta? ―preguntó, al ver subir a Seneca al asiento del copiloto con la fuente en las manos.

    ―Sí, ¿qué pasa? ―preguntó este a la defensiva.

    ―Nada, nada. Si la última estaba buenísima.

    ―No le alientes. ―Sioux se metió en la parte trasera para situarse justo en el medio―. ¿No ves que intento hacer de él un macho y así no hay manera?

    ―El cinturón ―le recordó Kee, arrancando.

    Sioux estiró de un lado y comprobó que no llegaba a atárselo, e imitó el gesto con el lado contrario, frustrado.

    ―¿No estáis hartos de estas reuniones? ―gruñó.

    Los domingos de conciliación familiar eran un inconveniente para los tres. Trabajaban de lunes a sábado, y había semanas que también los domingos, porque llevar una empresa de servicios funerarios era lo que tenía: la muerte no hacía diferencias entre días laborables y festivos. Cuando conocían a alguien nuevo, todos alucinaban al saber que manejaban una empresa funeraria.

    En el caso de Kee, no era realmente vocación ni algo que hubiera escogido: la empresa había caído en sus manos, lo mismo que a sus hermanos, por herencia familiar. Con sus padres divorciados y cada uno haciendo vida nueva por separado, los tres hermanos se habían encargado del negocio desde bien jóvenes y ahí seguían.

    Era un empleo extraño, cierto, solo que ellos llevaban tanto tiempo que estaban acostumbrados y lo tenían normalizado.

    Con lo diferentes que eran, desde fuera se podía pensar que la empresa era un desastre, pero nada más lejos de la realidad. Los tres se tomaban el trabajo muy en serio, y tenían las áreas repartidas de manera equitativa.

    Kee se encargaba del trato con proveedores, la contabilidad, en fin, el papeleo en general. A pesar de su aspecto, no le gustaba mucho tratar con los clientes, sabía que para eso hacía falta tener una sensibilidad y delicadeza que él no poseía. Además, los números se le daban bien, así que invertía su cerebro en algo de provecho.

    Seneca solía ser el primer contacto de la gente cuando entraban en el local, y su parte era más comercial. Su hermano mediano poseía la capacidad de calmar a la gente y ofrecer la actitud y semblante adecuado: no era ninguna broma vender servicios cuando se acababa de perder a un ser querido, y Seneca, con su carácter calmado, su voz suave y ese don de escoger el momento perfecto para hablar, era el indicado para ocuparse de esa parte. La gente se sentía cómoda en su presencia porque el chico tenía una gran inteligencia emocional.

    Sioux era la última parte del proceso, quien llevaba a las familias a ver la capilla o los terrenos, si cogían esa opción, ya que tenían un acuerdo con una zona en las afueras de Atlanta. También supervisaba las ceremonias en el propio tanatorio, videos, música y cosas así. Se ocupaba del trabajo de campo, por así decirlo, que no requería dominio de los números ni don de gentes.

    De ese modo, la suma de los tres daba como resultado London Mortuary Company, una empresa sorprendentemente rentable. Permitía a Kee tener su propio apartamento, coche, y dinero para vestir bien o darse caprichos.

    Por el contrario, Seneca y Sioux preferían compartir piso porque, pese a todo lo que se incordiaban el uno al otro, estaban muy unidos. En ese aspecto, Kee era más independiente, suponía que porque había sido el primero en marcharse de casa de sus padres. Sus hermanos siguieron juntos y ahora parecía que les costaba desligarse el uno del uno, que hasta compartían a la mujer de la limpieza.

    De modo que la empresa les ocupaba toda la semana y, cuando por fin llegaba el domingo, se encontraban con que cada dos semanas debían acudir al domingo de conciliación familiar.

    La idea de esa celebración había salido de sus padres, años atrás. Rita y Nigel London se conocieron muy jóvenes, se enamoraron locamente y se divorciaron con una pasión similar cuando los tres hermanos tenían dieciséis, catorce y doce. En un primer momento, los tres se quedaron a vivir con su madre, dado que Nigel renunció a la vivienda familiar y resultaba lo más lógico.

    Un par de años después, Rita posó sus ojos en el profesor de francés de Kee y el resto vino rodado: no tardaron en casarse, con lo cual el señor Bonne pasó a ser, además de su profesor, su padrastro. Y la cosa no quedó ahí, porque unos meses más tarde, Rita anunció que esperaba un bebé, que finalmente resultaron ser gemelos.

    Con sus tres primogénitos en plena adolescencia, la noticia de que llegaban gemelos no fue acogida con entusiasmo, todos pasaban por momentos delicados en sus estudios entre pruebas de acceso a la universidad, peticiones de becas y llamadas al despacho del director, y Rita propuso que fueran a vivir con su padre una temporada.

    Los chicos aceptaron la propuesta, y Nigel tampoco puso impedimentos. El hombre llevaba la típica vida de soltero, lo que resultaba perfecto para todos en general: recurrían a la comida preparada o a domicilio, se ponía la lavadora una vez por semana como mucho y a nadie le importaban las toallas en el baño o los pelos en el desagüe.

    No había broncas por sacar unas notas bajas o porque el director enviara una amonestación firmada a causa de una contestación inadecuada a algún profesor.

    Todo era perfecto… hasta que Nigel conoció a Sheila, y la genial vida de machos que llevaban se fue al carajo. Porque Sheila fue como un rayo de luz en la vida del hombre, y también una mosca cojonera en la de sus hijos.

    De salir canturreando a sus citas con ella, Nigel pasó a invitarla a vivir con él. Y entonces, Sheila comenzó a tirar la comida que no le parecía sana, a protestar por la ropa del suelo, a exigir que se fregaran los platos, y un montón de cosas que amargaban la existencia a los tres jóvenes.

    Sin embargo, Nigel era tan feliz que, dos años después, se casó con ella.

    A veces, Kee se preguntaba si toda su vida estaría marcada por el número dos. Dos eran los años que se llevaban sus hermanos, dos los que había tardado su madre en conocer al señor Bonne, dos los hijos que tuvo con él, dos que su padre estuvo solo hasta que llegó Sheila… y sí, dos años los que necesitó Sheila para quedarse embarazada.

    Tuvo una niña de mofletes sonrosados y ojos azules llamada Nicky. Pese a las pocas ganas que tenía ninguno de aguantar un bebé, los tres bebían los vientos por ella. Y si todo hubiera quedado ahí, bien, pero Sheila no parecía tener suficientes hijos en su casa, bien fueran naturales o impuestos, y volvió a quedarse encinta: esa vez fue un niño gordito con pecas al que llamaron Kojak.

    Kojak tuvo menos suerte que Nicky, y no solo por su desafortunado nombre, sino porque a esas alturas, el cupo de bebés de los London estaba saturado.

    Kee tenía veinte años por entonces, y acababa de terminar la carrera de gestión de empresas. Mientras buscaba algo de lo suyo, aceptó un trabajo en una hamburguesería, sitio donde conoció a Nadine.

    Seneca tenía dieciocho y una beca completa para estudiar ciencias, así que se mudó a la residencia universitaria con intención de permanecer allí hasta acabar los estudios. En casa de Nigel era difícil concentrarse con tantos llantos de bebé.

    Sioux tuvo menos suerte, ya que con dieciséis y unas notas poco brillantes, no optaba a ninguna beca ni tenía dinero suficiente para alquilarse un cuarto en algún sitio. La universidad tampoco lo motivaba mucho, así que comenzó a fluctuar entre un trabajo y otro, haciendo lo posible para pasar poco tiempo en casa.

    No le salió mal del todo ya que, poco después, Rita y Nigel decidían romper la sociedad de su empresa funeraria. Ninguno deseaba trabajar más tiempo, ocupados en disfrutar de la vida mientras aún eran relativamente jóvenes, y pretendían pasarles el testigo: ellos la habían heredado por parte materna, así que era lo justo.

    Dado que el trabajo de sus padres siempre era recibido con extrañeza, los tres dudaron antes de aceptar.

    Kee vio la posibilidad de trabajar en algo que tuviera que ver con sus estudios, además de tener estabilidad económica.

    Seneca temía arrepentirse si no aceptaba y sus hermanos sí; no le gustaba el negocio fúnebre, pero si la idea de que fuera familiar.

    A Sioux le daba lo mismo, mientras tuviera un sueldo.

    De ese modo, los tres se pusieron de acuerdo y London Mortuary Company pasó a sus manos. Y entonces, Rita y Nigel, tras firmar los papeles correspondientes, se reunieron con ellos.

    ―Os queremos ―dijo Rita―. Lo sabéis, ¿verdad? Aunque no estemos juntos, os queremos mucho. Y nos queremos entre nosotros.

    Los tres entrecerraron los ojos ante aquel comentario que llegaba, al menos, cuatro o cinco años tarde.

    ―¿Os queréis-queréis, o como exmarido y exmujer? ―había preguntado Sioux.

    Podía parecer una pregunta absurda, pero solo faltaba que sus padres volvieran a casarse…

    ―No es ese tipo de amor ―concretó Nigel―. Estamos contentos de habernos encontrado, porque vosotros sois el resultado. Y deseamos llevarnos bien, todos, juntos.

    ―¿Qué quieres decir? ―ese fue Seneca.

    ―Queremos ser una gran familia feliz. ―Rita soltó la bomba.

    Para demostrarlo, organizaron una comida en un jardín privado, y dedicaron todo un día a hacer migas los unos con los otros. Sheila y el señor Bonne compartieron bromas, y ella esperaba un tercer hijo, lo que sumaba un total de cuatro padres, tres hijos mayores, cuatro pequeños y uno en camino.

    La comida no se quedó en un hecho aislado, y se repitió en las celebraciones de navidad. Tras eso, el tema se desmadró y empezaron a aparecer invitaciones para el cuatro de julio, acción de gracias, los cumpleaños de todos y cada uno de los miembros de la familia, y cualquier cosa que pudiera ser motivo de fiesta: un ascenso, una nueva pareja… daba igual.

    Si Kee, Seneca o Sioux se atrevían a quejarse o intentaban escaquearse, Rita se frotaba los ojos y les preguntaba si no querían pertenecer a una familia tan grande y llena de amor. Y aunque pareciera de risa, costaba decirle que no.

    A veces, Kee se preguntaba si aquel exceso de familia había provocado el efecto contrario en él.

    Toda su vida había tenido mucho éxito con las chicas, gracias a una combinación de aspecto físico perfecto y cierto encanto natural. Mientras estudiaba en el instituto, pocas fueron las que no salieron con él en alguna ocasión, y lo mismo en la universidad, aunque ninguna en serio.

    Quedaban para cenar, ir al cine, a la discoteca… y, una semana después, borraba ese teléfono de su lista de contactos y pasaba a la siguiente. Se divertía unos días, lo daba todo entre las sábanas, y un nuevo cambio. Lo de sentar la cabeza ni se le pasaba por la imaginación.

    Sin embargo, con Nadine fue diferente. Para empezar, no era el tipo de chica que llamaba su atención de buenas a primeras, y cuando el dueño de la hamburguesería los presentó, la metió sin vacilar en el grupo de las «amigas»: alguien con quien podías charlar y divertirte, pero no lo bastante atractiva para revolcarte con ella.

    Kee estaba acostumbrado a salir con chicas despampanantes, así que Nadine, con su cabello castaño, sus ojos grises más bien discretos y un cuerpo normativo sin grandes pechos, no llamaba su atención.

    Pero le caía bien. Charlaban mucho mientras él aplastaba bolitas de carne hasta darles forma ovalada y ella freía patatas por kilos. Pasaban tantas horas juntos que terminaron por desarrollar un montón de bromas que solo comprendían ellos, una amistad donde no encajaba nadie más.

    Nadine siempre tenía buen humor, incluso a las siete de la mañana si le cambiaban el turno y debía presentarse por sorpresa a preparar tortitas. Era el tipo de persona que te sonreía y hacía que tu día fuera un poco mejor, alguien a quien podías contarle cualquier cosa. Llevaba flores entre el pelo a todas horas.

    A diferencia de él, Nadine no tenía hermanos y se llevaba regular con sus padres, así que ahorraba cada centavo que ganaba con la intención de emanciparse lo antes posible. De ese modo, Kee descubrió que no había sido una hija deseada, sino un error de cálculo que había pillado por sorpresa a unos padres muy mayores. No la maltrataron, pero tampoco la quisieron demasiado, y ella lo arrastraba.

    Salían por ahí, a veces incluso con sus dos hermanos y, en cierto momento, dejó de recordar los años antes de conocerla. Además, Nadine no buscaba nada en él, al contrario que otras chicas que simulaban ser sus amigas con intención de enamorarlo. O que eran amigas al principio, y no tardaban en querer ir más allá. Ella era su amiga, su mejor amiga, de hecho, y eso era todo. Era perfecto así y no se planteaba otra cosa.

    Hasta que llegó el día en que recibió una dosis de realidad cuando, mientras se deshacían de los delantales, la joven le comentó que había quedado con un chico y que no podrían ir a jugar a la consola, tal y como hacían todos los viernes.

    Kee respondió: «claro, pásalo bien» y, acto seguido, se quedó parado en la puerta del local. Vio cómo ella salía con aquella amplia sonrisa y el brillo en sus ojos, pensó en lo perfecta que era y supo que no quería que saliera con otro. Quería que estuviera con él.

    Hacía dos años que tenía a su lado a la persona con la que amaba pasar el tiempo, y el muy idiota no había caído hasta ese momento.

    Por supuesto, en cuanto se dio cuenta, se puso en marcha para tantearla. Empezó por pequeños gestos como tocarle el brazo, mirarla a los ojos más tiempo del que se consideraba necesario y, en definitiva, a sacar su lado seductor.

    Nadine no tardó en caer. Tiempo después, le confesaría a Kee que nunca quiso mirarlo de ese modo, ya que temía estropear la buena amistad que había entre ambos, pero que fue incapaz de resistirse en cuanto él le dio pie.

    No tardaron en irse a vivir juntos. Se conocían muy bien y, una vez superado el período de ajuste, fue fácil acomodarse el uno al otro.

    A los veintitrés, Kee dejó la hamburguesería para ser uno de los dueños de London Mortuary Company. Nadine se apuntó a un grado técnico de jardinería, buscando la manera de canalizar algo que le gustaba en un posible futuro o trabajo.

    Kee se sentía a gusto, aunque a menudo se descubría pensando en qué le tendría reservado el futuro. En ocasiones, cuando los dos se encontraban en el sofá mientras miraban la televisión de reojo o leían un libro, él se decía: ¿Esto es todo?

    Sí, su vida era cómoda, igual que su relación, pero tenía que haber más, ¿no? Con esa edad debería vivir experiencias y emociones, no estar aposentado en el sofá como si tuviera cincuenta.

    Quería a Nadine, claro, solo que a veces… en fin, se preguntaba si no se la había ligado para evitar que estuviera con otro. La miraba y era consciente de que le hacía feliz, pero no la imaginaba como el amor de su vida, la verdad. Además, se horrorizaba si ella hacía la menor alusión a formar una familia.

    Visto en retrospectiva, Kee suponía que su inmensa familia cimentaba esa aversión, del mismo modo que en Nadine, carente de ello, crecía la necesidad.

    Kee detuvo el coche frente al restaurante y quitó las llaves.

    La primera vez que comentó el tema con sus hermanos, un par de años después, esa sensación no había desaparecido. Sentía que era muy joven para estar tan atado a la misma persona, necesitaba ampliar horizontes, experimentar. Salir por ahí sin tener que recordar a la chica que lo esperaba en casa, conocer a otras personas. Y en cuanto verbalizó aquello ante Sioux y Seneca, fue como admitirlo en voz alta: quería más.

    «No entiendo cuál es el problema», decía Seneca, confuso.

    «El problema es que el océano es muy grande, y no termino de aceptar la idea de quedarme con un solo pez cuando, en fin, hay tantos.»

    «No sé de qué hablas», replicaba Sioux.

    «Para mí, Nadine es una chica normal. Y me pregunto si no pude confundir en su momento amistad con amor o algo… sea lo que sea, tengo la sensación de que me voy a perder un montón de…»

    «¿Peces?», había bromeado Sioux.

    «No lo sé».

    «A mí Nadine me parece muy simpática, y creo que te quiere de verdad.»

    Seneca siempre parecía la voz de la razón, incluso de su conciencia.

    «Si no digo que no la quiera, solo que no es suficiente.»

    Las dudas siguieron a su lado un año más hasta que, finalmente, decidió romper con ella tras cinco años de relación. No era justo que la retuviera cuando no estaba seguro de quererla, ni de pasar la vida a su lado. Era mejor para todos que cada uno pudiera rehacer su vida.

    Le rompió el corazón.

    Con veintiocho años, Kee regresó a la soltería por la puerta grande, convencido de que le esperaba la mejor época de su vida. Junto con sus hermanos y el resto de sus amigos, incluido Corey, se pegaban unos fines de semana épicos, casi como regresar a la adolescencia.

    De nuevo, ligaba con la chica que quería cuando le apetecía, el negocio iba viento en popa y no tenía discusiones con sus hermanos por nada, excepto las pequeñas trifulcas habituales. Kee sabía que estaba destinado a grandes cosas y no le preocupaba nada más, vivía la vida a su manera y aguardaba.

    Algunas chicas que conocía le gustaban, pero siempre les faltaba alguna cosa: podían ser preciosas, y entonces no tenían sentido del humor. O se preocupaba en exceso por sus trabajos y no encontraban tiempo para divertirse, o no mostraban mucho interés en su vida una vez deshechas las sábanas. Ninguna tenía todo lo que quería, lo que necesitaba.

    Los días pasaban en una mezcla de cervezas, música, charlas con sus amigos, polvos ocasionales, domingos de conciliación familiar, festivales de música, viajes para esquiar, trabajo y funerales, tartas por parte de Seneca… todo era un círculo interminable que lo colocaba en la casilla de salida y vuelta a empezar.

    Nadie le llenaba. No encontraba ese gran amor, y, en su cabeza, las chicas se confundían unas con otras, como las lapas que permanecían pegadas a las rocas. Un molusco corriente sin nada de especial, que ni siquiera sabía demasiado bien, y que no satisfacía su paladar.

    Una ostra dejaba huella. Tenía un sabor único, distinto, como beberse el mar a cucharadas… era algo que no olvidabas. Si amabas el mar, sabías que tenías entre manos la pieza más especial que este podía ofrecerte.

    No fue hasta los treinta que Kee fue consciente de que Nadine había sido esa ostra en su plato. Se la sirvieron en el mejor restaurante del mundo y Kee la había dejado en una esquina del plato para dedicarse a comer lapas.

    Como habían pasado dos años (¡el dos, de nuevo, ese número maldito) decidió que era tarde para tratar de arreglarlo, y que era adulto para apechugar con las consecuencias de sus decisiones. Por supuesto, no era que pasara las noches en su apartamento con lágrimas en los ojos mientras recordaba a su exnovia, no.

    Se parecía más a esa cicatriz que, a pesar de paso del tiempo, te picaba de cuando en cuando. A la sensación de haber sido el más gilipollas del mundo por haber dejado escapar a la única persona que hasta entonces le había llenado. La única que había sido su amiga antes que su amante, la única que lo comprendía de verdad. Que no solo disfrutaba de salir con un tío atractivo que podía pagar la cena y el taxi, sino de todo lo demás: de los defectos, los momentos malos, los dolores de cabeza, las tardes de aburrimiento, las épocas de insatisfacción, el estrés del trabajo.

    De modo que la noticia de Seneca lo había alterado un poco, sí. La simple idea de verla después de cuatro años sin encontrársela en ninguna parte hacía que estuviera nervioso. Aunque si la chica había especificado que prefería tratar con Seneca, ¿no debería respetar ese deseo? Era obvio que no tenía el menor interés en volver a verlo.

    ¿Le debía, tal vez, una disculpa? Puede que fuera lo que necesitara para cerrar el círculo y poder tener la conciencia tranquila.

    ―¿Vamos a quedarnos aquí? ―preguntó Sioux, con un carraspeo.

    Kee se dio cuenta de que tenía las manos apoyadas en el volante, sin terminar de moverse, y que Seneca lo observaba en silencio.

    ―A ver, que yo tampoco quiero ir ―siguió Sioux―. Si os parece bien, hoy seré yo el que finja que le duele algo. ¡Ya sé, el tobillo! Puedo decir que ayer me lo torcí mientras enseñaba un terreno, creo que colará. ¿Qué os parece?

    Los dos hermanos se miraron. Fuera, una furgoneta amarilla les pitó: Nigel, Sheila y sus tres hijos bajaban de ella, en un continuo agitar de brazos y manos a modo de saludo.

    En la calle paralela, el coche azul de su madre acababa de aparcar, y el señor Bonne abría la puerta trasera para que bajaran los gemelos, que con catorce años estaban en plena adolescencia.

    Kee suspiró con fuerza.

    ―Vale, vamos allá ―dijo, y miró por el retrovisor―. Adelante con lo del tobillo, pero por Dios, no exageres tanto como la vez del dolor de muelas. Estabas sobreactuado.

    ―¿Sobreactuado, yo? No sabes lo que dices. ―Sioux salió del coche con un gruñido.

  3. Capítulo 3

    Kee llegó el lunes a la empresa un poco antes de la hora de apertura. Sus hermanos solían llegar con el tiempo justo, generalmente por culpa de Sioux y ciertas sábanas que se pegaban, pero, aunque fuera con los ojos medio cerrados, el chico cumplía. Kee no envidiaba a Seneca en ese aspecto, porque si fuera él, la mitad de los días le tiraría un jarro de agua fría a su hermano pequeño y que espabilara.

    Se fue a la zona de descanso que tenían para los tres, con una pequeña cocina, una mesa para comer y una mini nevera, y preparó una cafetera. Le gustaba tomar ahí el café y no en su piso, donde se conformaba con un tazón de cereales y el ocasional zumo de naranja. Prefería tener la cafeína recién metida en las venas cuando comenzaba a trabajar. Era una manía, porque seguro que quince minutos no marcaban ninguna diferencia sobre el efecto del café en el cuerpo, pero él lo prefería así.

    Ya con una buena taza de café humeante entre las manos, pasó por la recepción para abrir las persianas y echó un vistazo a la agenda de visitas que había tras el mostrador. A pesar de tener un programa informático para organizar todo, a Seneca también le gustaba tener la típica en papel sobre la mesa, junto al teléfono. Kee cogió la cinta de tela que asomaba por un extremo, marcando el día, y la abrió. Estaba aún en el viernes, así que pasó las páginas hasta llegar al lunes y allí, escrito con la letra perfecta de Seneca, se encontró con el nombre que le había rondado todo el fin de semana:

    «9:30 – Nadine, abuela. (Seneca)».

    Kee no quitó la vista de ahí, como si se hubiera quedado hipnotizado, hasta que escuchó la puerta trasera y cerró la agenda a toda prisa con un carraspeo.

    ―Estupendo, café ―escuchó que decía Sioux.

    ―Si te levantaras con tiempo, habrías desayunado en casa ―replicó Seneca.

    Casi se chocó con Kee, que volvía de la recepción.

    ―Joder, qué susto ―le dijo.

    ―¿Qué pensabas, que el café se había hecho solo?

    ―Qué gracioso. ¿Has abierto?

    ―No, solo las persianas.

    Seneca se quedó esperando, porque parecía que su hermano iba a añadir algo más, pero al final el chico sacudió la cabeza.

    ―Voy al despacho, a preparar los papeles para Sun Hee.

    ―Vale.

    Seneca fue a quitar los cerrojos de las puertas y Kee se metió en el despacho para llamar a la gestoría. Sun Hee le había pasado todos sus datos de la seguridad social por mensaje, así que después de avisarlos, les envió un correo con ellos.

    Después, buscó el teléfono de la coreana y la llamó, aunque no obtuvo contestación. Volvió a marcar, y por fin en el último tono, escuchó que contestaba con voz adormilada.

    ―Sun Hee, soy Kee.

    ―¿Eh?

    ―Kee. London. ―Dudaba mucho que conociera a nadie más con ese nombre, pero, en fin―. Escucha te llamo por lo del contrato.

    ―Ah, sí, sí, hola. Perdona, estaba dormida, es que se me pegan las sábanas.

    Vaya, dónde habría oído eso antes…

    ―He hablado con la gestoría, te están preparando el contrato así que pásate ahora por allí y vente, que puedes empezar hoy.

    ―¿En serio?

    ―Sí, me han dicho que como es todo bastante estándar, se tramita rápido, así que sin problema.

    ―¡Vale, voy para allá!

    Le colgó, y Kee miró sorprendido el teléfono. No habían pasado ni treinta segundos cuando la chica lo llamó de nuevo.

    ―Perdón ―se disculpó ella―. ¿Dónde tengo que ir?

    ―Te paso la dirección por mensaje.

    ―¡Vale, estupendo!

    ―Y escucha, una cosa… No es que llevemos uniforme, pero, en fin, mejor si no vienes muy colorida, ¿vale?

    ―Sí, sí, ya he buscado ropa oscura. Y sin frases raras ni nada, el sábado estuve de compras con Skylar.

    ―Bien, estupendo.

    Si había ido con Skylar, entonces se fiaba por completo, porque si algo tenía la chica, era un buen sentido de la estética y seguro que la había aconsejado bien.

    Pensar en la rubia le hizo recordar su teoría de las ostras, puesto que ella era la de Corey; de ahí pasó a Nadine y… No, mejor se ponía a trabajar que tenía que revisar lo hablado el día anterior con los floristas, a ver si conseguía cuadrar números.

    Todo fue estupendamente durante los siguientes quince minutos, hasta que escuchó la campanilla que avisaba de que alguien entraba en la tienda. Sin pararse a pensar por qué lo hacía, salió a toda prisa hasta la recepción y allí se encontró con un mensajero y Seneca, que firmaba la recepción de un paquete. Ambos lo miraron con la misma cara de extrañeza.

    ―Ah, es solo el mensajero ―dijo.

    ―¿Esperas a alguien? ―preguntó Seneca, mirándolo con suspicacia.

    ―No, qué va. Pensaba que estabas ocupado, por eso he venido a abrir. ―Carraspeó―. Me vuelvo dentro.

    Desapareció mientras Seneca le devolvía el bolígrafo al chico, que se despidió y se marchó. Con la caja bajo el brazo, Seneca fue al despacho de Kee y la dejó sobre la mesa.

    ―Es para ti, por cierto. Imagino que muestras de algo ―comentó.

    ―Ah, sí, claro. Muestras de tarjetas de agradecimiento, sí, las estaba esperando. Gracias.

    Mosqueado, Seneca regresó a la recepción. Kee abrió la caja, aunque sin hacer mucho caso a lo que había en el interior, y entonces se fijó en que aún eran las ocho y media: era imposible que hubiera sido Nadine.

    Con un suspiro, dejó la caja y miró su ordenador, a ver si tenía algo que hacer fuera de la oficina porque a ese paso iba a hacer alguna tontería y no era plan.

    En ese momento, vio pasar a Sioux por delante de su puerta, y lo llamó.

    ―Ven un segundo.

    Su hermano se asomó, apoyándose en la puerta, y miró la caja.

    ―¿Qué ha llegado?

    ―Muestras de tarjetas de agradecimiento, pero no te llamo por eso. ¿Cómo tienes la mañana?

    ―Tranquila, ¿por?

    ―Genial, pues cuando venga Sun Hee te encargas de ella.

    Al momento, Sioux se apartó del marco de la puerta.

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