30 DE ABRIL, MIÉRCOLES
(AÑO 27)
Mientras huíamos en la oscuridad recordé el texto de la orden de caza y captura del Maestro, redactado por el Sanedrín. Decía así:
«Año 3787 del Santo, bendito sea…1 Los que entregan su nombre, tras considerar la santa Ley, estiman que Jesús, constructor de barcos en Nahum, debe comparecer ante este sagrado tribunal para dar cuenta de sus pecados contra el Santo, bendito sea su nombre. Esta corte movilizará los medios necesarios para que la Ley sea satisfecha y el tal Jesús, hijo de José, sujeto a dominio».
Al final del escrito se leía: «He’tec» (copia).
Al pie aparecían los nombres de 53 sanedritas que estaban de acuerdo con el procedimiento de captura de Jesús.
Era el primer ataque serio contra Jesús. La primera carga oficial, y perfectamente estructurada, por parte de las castas sacerdotales, los escribas o doctores de la ley, los saduceos y los fariseos contra el Hijo del Hombre. Si lo capturaban lo torturarían y, probablemente, lo ejecutarían.
Hicimos bien en escapar de Betania.
Nos detuvimos en mitad de la noche. Nadie nos perseguía. No recuerdo el lugar. Era puro bosque. Y cada cual buscó refugio entre los árboles, tratando de dormir. Yo lo conseguí a medias. Hasta la llegada del alba permanecí atento al camino. Ni rastro de los odiados levitas. Y con las primeras luces proseguimos la marcha. Dejamos atrás Belén y, por consejo de Tomás, fuimos a parar a una aldeíta llamada Beit Sahur, a poco más de dos kilómetros al sureste de la referida Belén o Beit Lahm.
Beit Sahur era casi un barrio de Belén. Lo formaban veinte o treinta casas de piedra, agarradas las unas a las otras para no caer por la pendiente de una de las colinas que habitaban la zona. Conté diez promontorios con alturas superiores a 700 metros. Era una aldea tranquila, perdida entre canchales, cuevas y campos de trigo y cebada. La población —no llegarían a trescientos— era beduina en su mayoría. Gente recia, observadora y callada. Se dedicaban al pastoreo y a la agricultura. Poca cosa. Ovejas, hortalizas y algunos olivos perdidos entre las rocas. En el centro del pueblo reinaba una enorme cisterna a la que acudían regularmente para abastecerse de agua.
Instalamos el campamento a las afueras de la aldea, cerca de lo que llamaban los campos de Boz. Allí, según la tradición, tuvo lugar el enamoramiento de Boz y Ruth, la moabita. Según el libro de Ruth (2, 3-4), la bella moabita se puso a espigar detrás de los segadores. Y al llegar Boz, Ruth le explicó el grado de parentesco que los unía. Boz quedó prendado de Ruth y terminaron casándose. De esa unión nacería Obed, padre de Jesé y abuelo del rey David.
Allí permanecimos escondidos durante doce días.
Los badu (beduinos) no preguntaron. Se limitaron a vendernos las provisiones que Felipe fue necesitando. Nos miraban con curiosidad, eso sí, pero se mantuvieron a distancia.
Jesús aparecía tranquilo. Por la mañana —temprano—, tras el desayuno, tomaba a Zal, el perro de color estaño, y se alejaba hacia las colinas. Allí permanecía, en soledad, hasta la caída del sol. Según sus propias palabras «eran las horas más felices del día, en conexión con el Padre Azul». Andrés, el jefe de los discípulos, trató de convencerlo para que lo acompañara la tabbah (la escolta formada por Pedro y los hermanos Zebedeo: Juan y Santiago), pero el Maestro rechazó la sensata oferta.
Jesús vestía la habitual túnica blanca, sin costuras, algo chamuscada a raíz del incidente con Ajašdarpan, el niño de los huesos de cristal que fue milagrosamente sanado en los olivos de Beit Ids. Al retirarse a las colinas anudaba la habitual cinta blanca alrededor de la cabeza o recogía los cabellos color caramelo en una cola. Sus ojos rasgados —color miel— brillaban de felicidad. No lograba entenderlo. El Sanedrín lo perseguía, para matarlo, y Él se mantenía tranquilo y relajado. Sonreía a todo el mundo, por cualquier motivo, mostrando aquella dentadura blanca e impecable. La piel, bronceada, le proporcionaba un atractivo especial.
Y lo vimos alejarse con sus largas y típicas zancadas… El Galileo, sí, era un hermoso ejemplar: 1,81 metros de estatura, hombros anchos y poderosos, cuerpo musculoso, sin un gramo de grasa, piernas de atleta, y manos largas y estilizadas. Solo la nariz —prominente y típicamente judía— desentonaba en aquel rostro alargado y caucásico. La barba, partida en dos, en un color oro viejo, aparecía algo más larga de lo habitual.
Al desaparecer en las colinas, los discípulos volvieron a las andadas. Las discusiones se hicieron interminables. Todos temían la súbita llegada de los levitas, la policía del Templo. Y tenían razón. Jerusalén se hallaba muy cerca, a escasos once kilómetros. Si alguien los delataba, el Sanedrín se les echaría encima. El odio de los sacerdotes hacia el Maestro era imparable…
Los únicos que no participaron en la polémica fueron Felipe, el intendente, y los gemelos de Alfeo, atareados en los preparativos de las comidas. El resto pretendía salir de aquel lugar, y lo antes posible. Pero no llegaban a un acuerdo sobre el destino final. Andrés intentaba mediar, y aconsejaba consultar al rabí. Nadie le escuchaba. Por supuesto, nadie predicó.
Yo aproveché la proximidad de Belén para investigar un viejo asunto. Mejor dicho, tres… Tenía tiempo de sobra. Y, como digo, me propuse indagar sobre la mítica estrella que, al parecer, acompañó a los Magos. ¿Qué había de cierto? ¿Se trataba de una leyenda? Si existieron, ¿quiénes fueron los Magos? ¿Qué pretendían? Y, por último, ¿fue cierta la matanza de los inocentes? ¿Quién ordenó el infanticidio? ¿Cuántos niños menores de dos años fueron sacrificados?
Cada mañana caminaba hasta Belén y conversaba con sus habitantes; especialmente con los más ancianos.
La aldea, en aquel tiempo, sumaba cuarenta o cincuenta familias. Era un pueblo menor, con las casas de piedra, de color rosado, orientadas hacia el este. En los días claros se distinguía la lámina azul del mar Muerto o lago Salado. Beit Lahm reposaba sobre dos colinas (la más alta de 777 metros sobre el nivel del Mediterráneo y a 1267 sobre el referido mar Muerto). Todo, a su alrededor, eran cavernas, rocas blancas y azules, y terrazas en las que prosperaban huertos, árboles frutales, olivos y, más allá, cereales (básicamente trigo). Los habitantes, de origen beduino, eran diestros en el pastoreo. Las cavernas (conté tres de gran capacidad y otras veinte menores) eran destinadas al almacenamiento de víveres y de ganado. Era gente sencilla y amable que presumía de su vecino más ilustre: Raquel, mencionada en el Génesis (35, 19), e hija de Labán.1
Mis conversaciones con los habitantes de Belén dieron fruto, aunque algunos aspectos de las pesquisas quedaron en la bruma. Habían transcurrido más de treinta años… Pero me di por satisfecho. He aquí lo que acerté a poner de pie:
1. En las noches anteriores y posteriores al 21 de agosto del año menos 7, los vecinos de Belén y de la comarca (incluida la ciudad de Jerusalén) quedaron asombrados ante la presencia en el firmamento de miles de puntos luminosos (ellos las llamaban «estrellas») que se movían de sur a norte. El «espectáculo» se prolongó durante una semana. Los puntos de luz corrían por el cielo nocturno y, en ocasiones, se detenían o descendían a gran velocidad, iluminando las colinas «como si fuera de día». El ganado —me contaban— se mostraba inquieto. Y algunas ovejas aparecieron muertas, sin una gota de sangre. Ese 21 de agosto (año menos 7), como se recordará, nació Jesús en la aldea de Belén. La noticia de las miles de luces que fueron vistas en la comarca me fue adelantada por el sheikh de Beit Ids. Él fue testigo de excepción cuando se encontraba en las proximidades de Hebrón, al sur de Belén.1 «Algo grande va a suceder», clamaba la gente. Y tenían razón…
2. Respecto a la estrella de Belén no tuve tanta suerte. Las noticias eran confusas. Como digo, habían transcurrido muchos años. No recordaban con exactitud. Algo escucharon: una luz potentísima fue vista sobre Belén y merodeó por los alrededores durante días. Traté de localizar el establo en el que la Señora dio a luz. Imposible. Todo aparecía cambiado. Durante las conversaciones, uno de los ancianos me proporcionó una pista que consideré interesante. Precisamente en Beit Sahur, la aldea en la que acampábamos, vivía una familia beduina a la que llamaban Zeben. Aquella gente —según mi informante— tuvo una singular experiencia en el mes de tišri (septiembre-octubre) del año menos 7. Es decir, a los pocos días del nacimiento del Maestro. Al parecer, una luz enorme y vivísima se presentó en los campos que rodean Beit Sahur. Y los Zeben —padre y dos hijos— se encontraron de cara con unos seres muy extraños. Descendieron de la luz y les hablaron. Para el viejo de Belén eran los temidos žnun. Tihy y Sahab eran sus hijos. También estuvieron presentes en el extraordinario encuentro. En Beit Sahur podían darme razón…
Y me pregunté: ¿se trataba de la aparición de los «ángeles» a los pastores, anunciada en el evangelio de Lucas? No podía fiarme. A la vista de lo vivido hasta esos momentos, los textos evangélicos eran un perfecto desastre. Y pensé que Lucas, en su capítulo 2, seguía inventando.
Al retornar al campamento peiné la pequeña aldea de Beit Sahur. No tardé en localizar al clan de los Zeben. Mi gozo en un pozo. Tihy y Sahab —de profesión pastores— se encontraban en el desierto de Judá, al sur, en un lugar que llamaron la Gran Olla, al pie del monte Holed. Interrogué al resto de la familia sobre la gran luz y los supuestos žnun, pero se negaron a hablar del asunto. Traía mala suerte. Eso dijeron. Tuve que resignarme. Viajar al sur no entraba en mis planes inmediatos. Mi objetivo era seguir a Jesús de Nazaret allí donde fuera y ser testigo de sus obras y de sus palabras. Y el Destino—naturalmente— sonrió burlón…
Los vecinos de Belén sí tenían memoria de la visita a la aldea de un grupo de notables, justamente en el referido mes de tišri del año menos 7. Fue un acontecimiento. Algo así no pasó inadvertido para los humildes pastores y campesinos. Un buen día se presentó en la aldea una caravana de gente singular. Hablaban raro. Vestían ropas orientales y parecían ricos. Contaron cien camellos y numerosos esclavos. Dijeron ser príncipes. Habían viajado desde Eretz Shin’ar («La tierra de Shinar», en Mesopotamia).1
Al parecer, según contaron, meses antes se había presentado en la ciudad caldea de Ur un misterioso educador religioso. Era un individuo muy alto, con una túnica que cambiaba de color, y una sonrisa encantadora. Quedé asombrado. Yo conocía a ese personaje… Pues bien, el educador (?) informó a los príncipes sobre la «inminente llegada al mundo de la luz de la vida». Sería en forma de niño y entre los judíos.
Y los notables, príncipes y sacerdotes de la región se pusieron en camino. El viaje se prolongó durante tres meses. Una luz vivísima los guiaba durante el día. En la noche, el singular «astro» permanecía sobre el campamento, iluminándolo como si fuera de día. Al llegar a Jerusalén preguntaron por la «luz de la vida que acababa de nacer», pero nadie les dio razón. Y casi al final, por aparente casualidad (?), los príncipes de Shinar fueron a coincidir en el Templo con Zacarías, el esposo de Isabel, prima segunda de la Señora. Zacarías confirmó el nacimiento del Mesías e indicó el lugar donde se hallaba Jesús. Fue así cómo los Magos llegaron hasta el Niño.
Los vecinos de Belén recordaban los nombres de algunos de estos príncipes y sacerdotes llegados de Oriente. Mencionaron a un tal Peroz, y a Jazdegerd, y a Hormizd, y a Magalath… En el número de notables no se pusieron de acuerdo. Hablaban de cuatro. Otros aseguraban que fueron ocho. Lo importante —para quien esto escribe— es que los príncipes, reyes, sacerdotes o astrólogos fueron una realidad.
3. La matanza de los inocentes. Según mis informaciones, proporcionadas en su momento por María, la Señora,1 el rey Herodes el Grande supo de la presencia de los notables de Shinar en la ciudad de Jerusalén. Y, al parecer, se entrevistó con ellos. Los de Shinar confirmaron la existencia del «nuevo rey de los judíos» y partieron hacia Mesopotamia. A partir de esos momentos, Herodes trató de ubicar al incómodo «rey». Pero su legión de confidentes no tuvo éxito. No había forma de localizar al bebé. Un año más tarde —en octubre del menos 6—, desquiciado ante el fracaso de sus espías, Herodes el Grande dio una orden terrible: pasar a cuchillo a los varones menores de dos años de edad de la aldea de Belén y alrededores; lo que los judíos llamaban gamul o destetados. En aquel tiempo, casi todos los niños judíos eran amamantados hasta los dos años.
Huida de Jesús y los discípulos hasta la aldea de Beit Sahur.
La orden, como digo, afectó a la aldea de Belén y otros poblados próximos.
Pero la noticia terminó filtrándose y llegó a oídos de Zacarías, el pariente de María. El sacerdote se las ingenió para dar aviso a los padres terrenales de Jesús y estos lograron escapar de Belén pocas horas antes del infanticidio. Zacarías entregó una bolsa con dinero a José y la familia pudo huir hacia la ciudad egipcia de Alejandría. El pequeño Jesús contaba catorce meses de edad.
La notica de la inminente llegada de las tropas de Herodes el Grande circuló, rápida, por Belén y unos sesenta niños menores de dos años fueron sacados de la aldea y escondidos en las montañas de Hebrón y en el cercano desierto de Judá. Horas después —al alba—, la temida guardia gala de Herodes se presentaba en Belén.
Según mis informantes, fue el caos. Los niños que no consiguieron salir de la aldea fueron trasladados a una de las cuevas en las que almacenaban el grano. En total, diez madres con su prole. Y allí permanecieron, temerosas y en silencio. Los galos recorrieron el pueblo, pero, al no encontrar un solo niño menor de dos años, tomaron a una de las familias y amenazaron con ejecutarla si no les informaban sobre el paradero de los bebés. Y fueron los vecinos de Belén quienes delataron a las madres que se ocultaban en la gruta.
Al entrar en la cueva, la guardia pretoriana de Herodes arrancó a las criaturas de los brazos de las madres y, ante el horror de las mujeres y del resto de los hijos que las acompañaban, degollaron a los bebés allí mismo. Los gritos —estremecedores— fueron oídos durante horas.
Y allí, sobre la sangre de las criaturas, algunas madres e hijas fueron salvajemente violadas por los soldados. Los galos gritaban y reían como locos. A la terrible masacre se unió la vergüenza y el deshonor.
Otras aldeas cercanas —advertidas— consiguieron ocultar a los niños. El poblado de Giló no tuvo tanta suerte. Giló era una diminuta aldea, ubicada en lo alto de un picacho, al sur de Belén. Los galos entraron en el pueblecito hacia la hora sexta (mediodía) y derribaron e incendiaron las humildes chozas. Reunieron a los vecinos en el centro del poblado y consiguieron localizar a seis niños menores de dos años de edad. Los degollaron y violaron a las mujeres. No hubo posibilidad de defensa. Según los ancianos a los que consulté, los galos sumaban más de quinientos hombres. De haberse defendido, el pueblo entero habría sido masacrado.
La matanza de Belén y Giló alcanzó a dieciséis niños.
La «hazaña» de Herodes, el odiado edomita, marcó un antes y un después en la vida de aquella región de Judea. Los asesinatos y las violaciones no fueron olvidados. Muchos juraron venganza… Y el maldito Herodes propagó entonces una serie de bulos, culpando del infanticidio al brazo armado de los fariseos: los celotas. Por supuesto, nadie creyó aquellos rumores.
El 13 de marzo del menos 4 (dos años después de los asesinatos de los bebés), Herodes fallecía entre horribles dolores y «consumido por los gusanos» (posible leucemia linfática). Según el historiador Flavio Josefo (Guerra y Antigüedades), la enfermedad de Herodes fue un castigo divino. Eso afirmaba el pueblo.
Cada día, al regresar al campamento, Jesús escuchaba los resultados de mis pesquisas. No hacía preguntas. Después, tras la cena, tomaba la flauta dulce, regalo de Har, y tocaba hasta que las llamas de la hoguera caían rendidas.1
Lo noté triste. Supuse que la muerte de los inocentes le había afectado, y mucho.
Pero no estoy siendo totalmente sincero…
Yo también me sentí triste. Más que eso: me sentí hundido y sin fuerzas. Tras verificar que el infanticidio fue real, mi mente se desplomó. Me ahogaba. El recuerdo de aquella matanza me incendió por dentro.
Ayudaba en la cocina y en la limpieza del campamento, pero lo hacía de una forma mecánica. La tristeza me consumía y, lo que era peor, no sabía cómo salir de aquella angustiosa situación. La depresión me rondaba…
Y llegó el viernes, 9 de mayo del año 27.
Jesús, como tenía por costumbre, se alejó temprano hacia las colinas. Deseaba conversar con el Padre. Zal se fue con Él. Y yo procedí a la limpieza habitual del campamento.
Al entrar en la tienda del Maestro reparé en algo que me tenía intrigado desde hacía tiempo. La «almohada» en la que Jesús reposaba la cabeza era una piedra cilíndrica de unos cinco kilos de peso y un hermoso color verde manzana.
Me aproximé, intrigado.
Estaba solo.
Acaricié el cilindro y me pregunté: «¿Qué se siente al dormir sobre una “almohada” tan extraña?»
Y decidí probar.
Como digo, me hallaba solo. Los discípulos estaban ocupados en otras tareas.
Me tumbé y reposé la cabeza sobre la bella piedra. La noté fría; deliciosamente fría.
No sé qué sucedió. No he logrado explicarlo satisfactoriamente. Quizá fue el cansancio y la tristeza de aquellas jornadas. No sé…
La cuestión es que, al poco, me invadió un profundo sueño. Fue como si flotase… Y tuve una rara ensoñación.
Me vi en una playa de arena blanca y harinosa… El cielo era azul y el mar de un color turquesa bellísimo. Había mucha gente. Al fondo distinguí la selva y extensos palmerales… Deduje que se trataba de algún lugar del Caribe… De pronto, la gente empezó a gritar y a correr… Huían… Pero, ¿de qué?… Y en el cielo aparecieron cientos, miles de bombas de fuego… Eran enormes… Silbaban y caían con estrépito, provocando enormes cráteres… Muchas personas fueron alcanzadas por las rocas de fuego y pulverizadas… Era el caos… Yo no podía moverme… Entonces vi llegar a una mujer… Caminó por la playa hasta mí… Y se detuvo a escasos metros… Era alta y rubia… Parecía muy enfadada… En la frente lucía una palabra… Parecía pintada, pero no estoy seguro… Vestía una larga túnica, hasta los pies… Esa palabra, en la frente, era MAGOG… Yo sabía lo que significaba… MAGOG equivale a «tierra de Gog» … MAGOG, según el Génesis (10, 1-2), fue uno de los hijos de Jafet y nieto de Adán… En hebreo, utilizado como adjetivo o sustantivo, significa «techo alto, gigante o jefe» (entre otras acepciones) … Para muchos, MAGOG representa el mal (químicamente puro) y también la oscuridad… Se trata, según los exégetas, de un personaje bárbaro que, en un futuro, traerá el caos al mundo… Y la mujer —de pronto— desapareció… La gente continuaba corriendo por la playa… Fue entonces cuando la vi… Quedé espantado… En el horizonte marino surgió una ola enorme… En realidad, era una muralla de agua… Se aproximaba, veloz… Era inmensa… Calculé mil metros de altura… Era negra… Y la ola se precipitó sobre nosotros, arrasando la playa… A partir de esos momentos, el sueño se convirtió en algo convulso… Vi cadáveres por todas partes… Después llegaron la oscuridad y los gritos… Gritos de socorro en muchos idiomas… Me costaba respirar… El aire era cenizo… Todo era miedo… Y las tinieblas —no sé cómo lo supe— duraron nueve años… Caravanas interminables de seres humanos se arrastraban de norte a sur… Eran rostros famélicos… Era puro miedo… El mundo carecía de orden… Y, de pronto, en mitad de las tinieblas, vi aquellas luces… Miles de luces… Ocupaban todo el firmamento… Escoltaban y protegían a una enorme nave… Era gigantesca… En la base lucía una especie de emblema: tres círculos azules y concéntricos… Yo conocía ese emblema… Era la bandera de Jesús de Nazaret… Mejor dicho, Micael (el verdadero nombre del Maestro) … La nave se situó sobre mi cabeza y proyectó un cono de luz amarilla sobre quien esto escribe… Y por el haz de luz vi descender a alguien… ¡Era el Maestro!… No lucía la habitual barba… Tenía el cabello suelto y largo, hasta los hombros y vestía la habitual túnica blanca (algo chamuscada) … Y me dije: «Eso habría que solucionarlo. Tengo que comprarle una túnica nueva» … Micael sonreía… Se acercó y exclamó:
—Prometí volver… ¿Recuerdas?
Fin del sueño.
Podía ser la hora quinta (once de la mañana) cuando desperté.
Fue asombroso. Al margen del sueño, me sentí muy bien. La tristeza y la angustia de los días anteriores habían desaparecido. Me levanté pletórico. ¿Qué clase de piedra era aquella?
Cuando retorné a la «cuna» intenté averiguar la naturaleza de la «almohada». «Santa Claus», el ordenador central, me proporcionó una posible pista. Podía tratarse de un mineral conocido como «crisoprasa», una forma de calcedonia con cierto contenido de níquel (ya sea en forma de óxido o de silicato). Las minas más importantes se hallaban localizadas en las regiones de Silesia, los Urales y California. Otro tipo de calcedonia —denominado «prasio»—, también de color verde, aparecía en yacimientos de la India y China. ¿Dónde consiguió el Maestro la desconcertante piedra cilíndrica? No tenía la menor idea. Por supuesto, «Santa Claus» dejó claro que la «crisoprasa» no tenía ningún poder excepcional. Era una gema utilizada en joyería, y nada más.
No hice caso. «Santa Claus» era —únicamente— un supercientífico. Y estuve seguro: la piedra verde manzana ejercía algún tipo de control sobre la mente humana o sobre los sueños. A partir de esos momentos la bauticé como la «almohada de la esperanza».
Esa tarde, cuando el Maestro regresó al campamento, me buscó con la mirada. Creo que enrojecí… Él sabía que me había quedado dormido sobre su almohada. Terminó sonriendo y me guiñó el ojo.
Mensaje recibido.
El domingo, 11 de mayo (año 27), se registró un suceso inquietante.
No sé qué sucedió. Bueno, sí lo sé… Alguien se fue de la lengua. La cuestión es que esa mañana —hacia la sexta (mediodía)— una representación de vecinos de Belén se presentó en el campamento. Jesús se hallaba en las colinas, con Zal.
Hablaron con Andrés, el jefe de los íntimos.
Los pastores querían confirmar una noticia: ¿se hallaba el futuro rey de los judíos en Beit Sahur? Como digo, alguien había delatado al Hijo del Hombre.
Juan Zebedeo —sin meditarlo— se apresuró a decir que sí. Y facilitó toda suerte de detalles. «El Mesías —dijo— es Jesús, el carpintero, nacido en Belén».
Noté sorpresa entre los vecinos. Hablaron entre ellos y discutieron. Las caras no me gustaron. Algo tramaban…
Uno de los pastores regresó frente a los discípulos y preguntó abiertamente:
—¿Es ese Jesús el que provocó la matanza de Herodes el Grande en Giló y en nuestra aldea?
Nadie se atrevió a responder.
Por último, tras escupir a los pies de Andrés, los vecinos dieron media vuelta y se alejaron con prisas.
Pero el incidente no terminó ahí.
Esa tarde, Felipe, tras abastecerse en Beit Sahur, retornó con una noticia preocupante. Tras la visita de los vecinos de Belén al campamento, la presencia del «culpable de los asesinatos de los infantes» en las cercanías de Beit Sahur se propagó, veloz, por toda la comarca. Pero eso no fue lo peor. Una de las familias de Giló había jurado tomar venganza contra el Galileo. Se trataba de un clan beduino —los Gahalin—, originario del wadi Mujib. Al parecer, los Gahalin perdieron a uno de sus hijos en la horrible matanza de los bebés en octubre del año menos 6. Y reclamaban venganza. Los badu (beduinos) lo llamaban la «ley de la sangre». Felipe explicó que, aunque Jesús no fue el responsable de esas muertes, la imposibilidad de acceder a Herodes el Grande —ya fallecido—, o a sus descendientes, hizo que todas las miradas se centraran en el Maestro. Él se había salvado, pero no así el bebé de los Gahalin. Y reclamaron su sangre. En aquel tiempo, la ley de la venganza era una realidad habitual entre los badu. Si las tribus no llegaban a un acuerdo previo —denominado ben ameh—, al cometerse un asesinato, toda la tribu era responsable. «La sangre —decían— llama a la sangre». Y durante tres días, el clan al que pertenecía el asesino era masacrado. Solo las mujeres y los niños eran respetados. El resto, hombres y animales, era degollado sin piedad. Si el asesino lograba escapar, los familiares del asesinado debían buscar la venganza entre los descendientes (incluida la cuarta generación). No importaba que la ley encarcelara al asesino. La familia del muerto tenía que satisfacer la ta’r (sangre vertida), dando muerte al responsable. Si los familiares y descendientes del asesino deseaban dormir en paz solo tenían un camino: pagar. A ese pago lo llamaban el «camello del sueño».
Felipe añadió que quizá convenía parlamentar con la familia de los Gahalin. Tampoco hubo acuerdo.
Para colmo, según el intendente, una de las hermanas del bebé asesinado por la guardia gala de Herodes era una tal Sigal, una reconocida hechicera en la zona en la que nos encontrábamos. Cuando asesinaron al niño de los Gahalin, Sigal contaba cinco años de edad. Fue violada por los soldados sobre la sangre de su hermano. Ella, al parecer, se encargaría de la ta’r contra el Maestro.
Los íntimos volvieron a discutir. Lo mejor —decían— era escapar. Tomás, el incrédulo, se mofó del miedo de sus compañeros.
Cuando Jesús regresó, Andrés le puso al corriente sobre la visita de los vecinos de Belén; pero no mencionó el asunto de la venganza del clan beduino de Giló.
A la mañana siguiente, 12 de mayo, lunes, a eso de la tercia (nueve horas), vimos aproximarse al campamento a dos hombres y a una mujer. Jesús se había retirado a las colinas. Nadie los conocía. Los hombres eran ancianos. La mujer aparentaba unos cuarenta años. Vestía de negro y lucía unos ojos de color violeta, espectaculares. Deduje que podía tratarse de Sigal, la hechicera. Sigal, en hebreo, significa «violeta». No me equivoqué.
No hablaron con nadie.
Uno de los ancianos cargaba un saco.
Y la mujer inició un extraño ritual. Se descalzó y, con ambas manos, fue dibujando un círculo sobre la tierra. Calculé dos metros de diámetro.
Los discípulos se aproximaron, inquietos. ¿Quién era aquella mujer? Felipe confirmó mis sospechas. No había duda: era la hermana del bebé asesinado. Algunos de los íntimos palidecieron. ¿Qué podían hacer? Nadie se atrevió a moverse. Y la bruja —sin levantar la vista— trazó un segundo círculo, concéntrico con el primero. Los ancianos vigilaban de cerca.
Acto seguido caminó hacia los hombres y revolvió en el saco que sostenía uno de ellos. Le vi extraer una figurilla humana de unos treinta centímetros, de color negro brillante. Parecía madera, o quizá cera. Tomó la figura con la mano izquierda y retornó al centro del círculo menor. Se situó mirando al oeste y le vi introducir algo en la boca. Lo masticó despacio y, al cabo de unos minutos, lo escupió. Bartolomé, el Oso de Caná, informó al grupo:
—Es raíz de cardo… Está preparando el conjuro para provocar la muerte del rabí…
La hechicera se inclinó sobre los restos de la raíz de cardo y los cubrió con tierra. Después, en silencio, procedió a clavar una serie de largas agujas en la figurilla que sostenía. Obviamente se trataba de cera.
Una de las agujas perforó la boca. Otras dos fueron clavadas en los ojos. Una cuarta atravesó el costado derecho de la imagen. La quinta fue introducida en los genitales. La sexta y la séptima se hundieron en las muñecas. La última fue a parar al pie derecho.
El Oso, atento, continuó explicando:
—Las agujas tienen la misión de provocar dolor —mucho dolor— en las partes donde son introducidas. Eso, poco a poco, llevará a la víctima a la muerte.
Ni Bartolomé ni el resto de los íntimos se percataron de un detalle asombroso. No podían saberlo… La hechicera había clavado algunas de las agujas en zonas concretas de la figurilla que, años después, coincidirían con la lanzada y los clavos que atravesaron el costado derecho, las muñecas y los pies del crucificado (dos en las muñecas y uno que perforó ambos pies). ¿Cómo era posible? Sinceramente, quedé perplejo.
Esta clase de conjuro o maleficio era muy antiguo. Los griegos llamaban kolossoi a las figurillas (generalmente de cera, madera o bronce). Las kolossoi eran acompañadas de finas tablillas de plomo en las que se grababa el nombre de la víctima.
Terminada la perforación, Sigal depositó la figurilla entre los círculos, elevó los brazos al cielo, y empezó a entonar una serie de palabras para las que no hallé traducción. Orkízô y Apolássô fueron las más repetidas.
Nadie se atrevió a intervenir. Los íntimos estaban aterrorizados.
El Oso añadió que aquel tipo de hechiceras era especialmente peligroso.
—Matan con la mirada —explicó, convencido—. Con una sola mirada pueden comerse el corazón de los hombres…
Todos le creyeron; todos menos Tomás. Y narró algunos casos de gente aojada; es decir, hechizados por el mal de ojo. Y se refirió, especialmente, a Perseo, el primer ser mitológico que, al parecer, se enfrentó a la gorgona, una criatura que mataba con la mirada.
Por supuesto, no creí una sola palabra.
Y allí permanecieron todo el día. La bruja de los hermosos ojos violetas no se movió del centro de los círculos. De vez en cuando entonaba las misteriosas palabras y permanecía horas con los brazos en alto. Los ancianos, aburridos, terminaron sentados, siempre pendientes de Sigal. Los discípulos —conmovidos— retornaron a sus obligaciones. Yo no perdí de vista a la hechicera. Algo me decía que aquella situación no terminaría bien.
Con la caída del sol retornó Jesús.
Andrés le puso en antecedentes. Y el Maestro, sin decir una sola palabra, caminó hasta los círculos. Se detuvo a un metro del círculo mayor y miró a Sigal. Esta, muy tranquila, arreció en sus invocaciones. Jesús no se inmutó. Tenía la mirada grave. Y terminó girando sobre los talones y alejándose hacia su tienda. La bruja recogió la figurilla y se alejó con prisas hacia Giló. Los ancianos la siguieron.
Esa noche, tras la cena, el Hijo del Hombre se dirigió a su gente e intentó explicar que los conjuros solo son una inútil pérdida de tiempo.
—Sois portadores de la nitzutz (la chispa divina) —aseguró— y, en consecuencia, nada ni nadie puede entrar en vuestra mente sin su consentimiento.
Creo que las sensatas palabras del rabí tuvieron escaso éxito. Sencillamente, no le creyeron. Los íntimos estaban aterrorizados.
Pero la conversación fue interrumpida por la súbita llegada al campamento de David Zebedeo, el jefe de los correos y hermano de Juan y Santiago. Traía malas noticias. El Sanedrín sabía de la presencia del «carpintero loco» en Beit Sahur.
Era inevitable. Tarde o temprano sucedería…
La policía del Templo (los levitas) no tardaría en llegar. Y Andrés dio las órdenes oportunas. Había que levantar el campamento y huir de nuevo.
Y surgió la polémica: ¿Huir? ¿Hacia dónde?
El Maestro se mantuvo tranquilo y en silencio. Se limitó a escuchar y a remover las brasas de la hoguera.
Andrés, con buen criterio, propuso Hebrón, una de las «ciudades refugio» previstas por la ley.1 Se hallaba al sur de Beit Sahur, a cosa de una o dos jornadas de viaje. Todos terminaron aceptando. Tomás, responsable de los itinerarios, aportó una sugerencia interesante: convenía despistar a los levitas. Y apuntó la posibilidad de dar un rodeo con el fin de confundirlos. Marcharían hacia Hebrón, pero caminando por el desierto de Judá. No tenían prisa. Ninguna prisa…
Y al alba huimos de Beit Sahur.
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